En un extremo de la aldea Mironositsky, en la
porchada del alcalde Prokofy, se habían instalado para pasar la noche, dos
cazadores llegados al pueblo mucho después de anochecer: el veteranario Iván
Ivanovich y el maestro de escuela Burkin.
Iván Ivanovich tenía un donoso apellido:
Chimcha-Guimalaysky, cuya pomposidad estaba en
contradic-ción, con la modestia de su persona. En toda la comarca se le
llamaba, sencillamente, Iván Ivanovich. Vivía no lejos de la ciudad, en una
hermosa finca, donde se dedicaba a la cura de las enfermedades equinas.
Aquel día había salido de casa para airearse un
poco.
Burkin vivía en la ciudad; pero pasaba todas las
vacaciones de verano en la finca del conde P..., y era también muy conocido en
la comarca.
Ni uno ni otro podían dormirse.
Iván Ivanovich, alto, enjuto, entrado en años,
canoso, bigotudo, fumaba su pipa, sentado junto a la puerta abierta de la
porchada.
La luz de la Luna le daba de lleno en el rostro.
Burkin yacía sobre un montón de heno, en el fondo
del aposento, sumergido en la oscuridad.
Hablaban de la alcaldesa, Mavra, una mujer fuerte
y despejada, que no había salido en toda su vida de la aldea y no había visto
nunca la ciudad ni el ferrocarril. Hacía algunos años que sólo salía a la calle
por la noche.
-No tiene nada de extraño -dijo Burkin.
Hay entre nosotros mucha gente que ama la soledad
y que se complace en permanecer siempre en su concha, como los caracoles.
Acaso se trate de un atavismo, de un retorno a la
época en que nuestros ascendientes aún no eran animales sociables y vivían
aislados en sus cavernas. Quizás sea ésa una de tantas variedades de la
naturaleza humana.
¡Quién sabe! Yo no me dedico al estudio de las
Ciencias Naturales, y no tengo la pretensión de resolver tales problemas.
Quiero decir tan sólo que hay mucha gente como esa pobre Mavra. Hará unos dos
meses murió en la ciudad un tal Belikov, compañero mío de profesorado en el
Liceo, donde explicaba griego.
Habrá usted oído hablar de él. Llegó a adquirir, por
sus costumbres, cierta celebridad.
Siempre, aunque hiciera un tiempo espléndido, llevaba
chanclos, paraguas y un abrigo con forro de algodón. Se diría que todas sus cosas
estaban enfundadas: cubría su paraguas una funda gris, llevaba el cortaplumas en
un estuchito, hasta su rostro, que ocultaba casi por entero el cuello de su
abrigo, parecía enfundado también. Llevaba siempre gafas ahumadas, chaleco de
franela y unos tapones de algodón en los oídos. Cuando tomaba un coche le hacía
al cochero levantar la capota.
En fin, procuraba siempre envolverse en algo que
le ocultase, meterse, por decirlo así, en una funda, para aislarse, separarse
del mundo entero, defenderse de las influencias exteriores.
Era esto en él una tendencia apasionada, irresistible.
La vida real le irritaba, le asustaba, le inspiraba una angustia constante.
Quizás para justificar este odio, este miedo a
cuanto le rodeaba, siempre estaba haciéndose lenguas de las excelencias del pasado,
encomian-do las cosas que no existían en realidad. El griego que explicaba era
para él también como unos chanclos o un paraguas con que se defendía de la vida
real.
«¡Qué sonora, qué melodiosa es la lengua griega!»
-decía con voz suave.
Y en apoyo de su afirmación guiñaba un ojo,
levantaba el dedo y pronunciaba: «¡Antropos!»
Belikov procuraba enfundar asimismo su pensamiento.
Lo único compren-sible y claro para él eran las circulares gubernativas en que
se prohibía algo y los artículos periodísticos en que se aplaudían las
prohibiciones.
Cuando una circular prohibía a los colegiales salir
a la calle después de las nueve de la noche o cuando un artículo periodístico
tronaba contra la ligereza de las costumbres, la cosa para él era clara,
indiscutible: ¡Está prohibido, y se acabó! Pero cuando leía que se autorizaba
esto o lo otro, veía en ello algo sospecho y extraño. Si las autoridades de la ciudad
concedían autorización para abrir un círculo de artistas-aficionados, una
biblioteca, un «club», sacudía tristemente la cabeza y decía:
-Claro, todo eso está muy bien; pero... temo las
consecuencias.
Toda infracción de las reglas establecidas; toda
desviación del camino trazado por las circulares, le ponían triste y perplejo,
aunque se tratase de asuntos en los que él no tuviese para qué inmiscuirse. Si
alguno de sus colegas llegaba con retraso a misa o no se conducía en absoluta
conformidad con las reglas establecidas; si alguna profesora se paseaba de
noche en compañía de un joven, Belikov parecía presa de profunda angustia y le
decía a todo el mundo, con trágico acento, que aquello acabaría mal. En los consejos
pedagógicos aburría a sus colegas con sus interminables temores y aprensiones,
con su prudencia exagerada, con sus lamentaciones acerca de la juventud
escolar, que, según él, se conducía muy mal, hacía demasiado ruido.
-Eso puede tener consecuencias enojosas -decía
lleno de espanto. Si las autoridades se enteran de la mala conducta de los
colegiales..., ¿comprenden ustedes?... Acaso conviniera expulsar del colegio a
Petrov y a Egorov, para que no contaminasen con su mal ejemplo a los demás...
Parecerá inverosímil; pero sus suspiros constantes,
sus lamentaciones, sus gafas obscuras sobre el rostro menudo y pálido de animalejo
espantado ejercían una influencia deprimente en sus colegas, que acababan por dejarse
convencer: se castigaba a Petrov y a Egorov, y, a la postre, se los expulsaba.
Belikov visitaba con frecuencia a sus colegas.
Llegaba, se sentaba y, sin decir palabra, miraba
alrededor como buscando algo sospechoso.
Permanecía así una o dos horas, y se iba. A
aquello le llamaba «mantener buenas relaciones con sus compañeros». Se advertía
que tales visitas le desagradaban; pero las consideraba un deber. Sus colegas
le tenían miedo. Hasta el director del colegio se lo tenía.
La mayoría de los profesores eran personas inteligentes,
honorables, de ideas progresivas, de espíritu cultivado por la lectura de los
mejores escritores, y, sin embargo, aunque parezca absurdo, aquel hombrecillo,
que siempre llevaba chanclos y paraguas, ejercía un gran influjo sobre ellos, y
durante quince años fue el amo absoluto del colegio. ¡Y no solo del colegio, de
toda la ciudad! Las señoras no se atrevían a celebrar en su casa funciones teatrales
las vísperas de fiesta, por temor a Belikov; los curas no se atrevían a jugar a
la baraja delante de él. Bajo su influjo, los habitantes de la ciudad no se
atrevían a nada. Todo les daba miedo. Les daba miedo hablar en voz alta,
escribir cartas, trabar nuevas relaciones, leer libros, socorrer a los pobres,
enseñarles las primeras letras a los analfabetos.
1.014. Chejov (Anton)
No hay comentarios:
Publicar un comentario