Lo que contaré sucede, generalmente, después de perder al
juego o después de una borrachera o un ataque estomacal. Stefan Stefanovich
Gilin se despierta de pésimo humor. Refunfuña, levanta las cejas, se le eriza el
pelo; su rostro es cetrino; se diría que le han ofendido o que algo le produce repugnancia.
Se viste despacio, bebe su agua de Vichy y va de una habitación a otra.
-Quisiera yo saber quién es el animal que cierra las puertas.
¡Que quiten de ahí ese papel! Tenemos veinte criados, y hay menos orden que en
una taberna. ¿Quién llama? ¡Que el diablo se lleve a quien viene!
Su mujer le advierte:
-¡Pero si es la institutriz que cuidaba a nuestro Fedia!...
-¿A qué ha venido? ¿A comer de arriba?
-No hay modo de comprenderte, Stefan Stefanovich; tú mismo la
invitaste, y ahora te enojas.
-Yo no me enojo; me limito a dejar una constancia. Y tú, ¿por
qué no te ocupas en algo? Es imposible estar sentado, con las manos cruzadas y
peleando. Estas mujeres son incomprensibles. ¿Cómo pueden pasar días enteros en
la ociosidad? El marido trabaja como un buey, como una bestia de carga, y la
mujer, la compañera de la vida, se queda sentada como una muñequita; no hace
nada; sólo busca la ocasión de pelearse con su marido. Es ya tiempo de que
dejes esos hábitos de señorita; tú no eres una señorita; tú eres una esposa,
una madre. ¡Ah! ¿Vuelves la cabeza? ¿Te duele oír las verdades amargas?
-Es extraordinario. Esas verdades amargas las dices sólo
cuando estás mal del hígado.
-¿Quieres buscarme las cosquillas?
-¿Dónde estuviste anoche? ¿Fuiste a jugar a casa de algún
amigo?
-Aunque así fuera, nadie tiene nada que ver con ello. Yo no
debo rendir cuentas a nadie. Si pierdo, no pierdo más que mi dinero. Lo que se
gasta en esta casa y lo que yo gasto a mí me pertenece. ¿Lo entiende usted?, me
pertenece.
En el mismo tono continúa incesantemente. Pero nunca Stefan
Stefanovich aparece tan severo, tan justo y tan virtuoso como durante la
comida, cuando toda la familia está junto a él. Cierta actitud empieza desde la
sopa. Traga la primera cucharada, hace una mueca y deja de comer.
-¡Es horroroso! -murmura; tendré que comer en el restaurante.
-¿Qué hay? -pregunta su mujercita. La sopa, ¿no está buena?
-No. Hace falta tener paladar de perro para tragar esta sopa.
Está salada. Huele a trapo. Las cebollas flotan deshechas en trozos chiquitos y
parecen bichos... Es increíble. Amfisa Ivanova -exclamó dirigiéndose a la institutriz.
Diariamente doy una buena cantidad de dinero para los víveres; me privo de todo,
y vea cómo se me alimenta. Seguramente existe el propósito de que deje mi
empleo y que yo mismo me meta a cocinar.
-La sopa está hoy muy sabrosa -hace notar la institutriz.
-¿Sí? ¿Le parece a usted? -replica Gilin, mirándola fijamente.
Después de todo, cada uno tiene su gusto particular; y debo advertir que
nuestros gustos son completamente diferentes.
A usted, por ejemplo, ¿le gustan los modales de este niño?
Gilin, con un gesto dramático, señala a su hijo, y añade:
-Usted está encantada con él, y yo, simplemente, me indigno.
Fedia, niño de siete años, ojeroso, enfermizo, deja de comer y
baja los ojos. Su cara se pone pálida.
-Usted -agrega Stefan Stefanovich- está encantada; pero yo me
indigno de veras. Quién lleva la casa, lo ignoro; me atrevo a pensar que yo,
como padre que soy, conozco mejor a mi hijo que usted. Observe usted, observe
cómo se sienta. ¿Son esos los modales de un niño bien criado? ¡Siéntate bien!
Fedia levanta la cabeza, estira el cuello y se figura estar
más derecho. Sus ojos se llenan de lágrimas.
-¡Come! Toma la cuchara como te han enseñado. ¡Espera! Yo te
enseñaré lo que has de hacer, mal muchacho. No te atreves a mirar. ¡Mírame de
frente!
Fedia trata de mirarlo de frente; pero sus facciones tiemblan
y las lágrimas llenan sus ojos.
-¡Vas a llorar! ¿Eres culpable, y aún lloras? Vete a un
rincón, ¡bruto!
-¡Déjale, al menos, que acabe de comer! -interrumpe la esposa.
Fedia, convulso y tembloroso, abandona su asiento y se ubica
en el ángulo de la habitación.
-Más te castigaré todavía. Si nadie quiere ocuparse de tu
educación, soy yo quien se encargará de educarte. Conmigo no te permitirás travesuras,
llorar durante la comida, ¡bestia! Hay que trabajar; tu padre trabaja; tú no
has de ser más que tu padre. Nadie tiene derecho a comer de arriba. Hay que ser
un hombre.
-¡Acaba, por Dios! -implora su mujer, hablando en francés. No
nos avergüences ante los extraños. La vieja lo escucha todo y va a contarlo a
toda la vecindad.
-Poco me importa lo que digan los extraños -replica Gilin en
ruso. Amfisa Ivanova comprende bien que mis palabras son justas. ¿Te parece a
ti que ese grosero me dé muchos motivos de alegría? Oye, pillete, ¿sabes tú
cuánto me cuestas? ¿Te imaginas que yo fabrico el dinero, o que me lo dan de
balde? ¡No llores! ¡Cállate ya! ¿Me escuchas, o no? ¿Quieres que te dé de
palos? ¡Granuja!...
Fedia lanza un quejido y solloza.
-Esto es ya imposible -exclama la madre, levantándose de la mesa
y arrojando la servilleta.
Es imposible comer tranquilos. Los manjares se me atragantan.
Se cubre los ojos con un pañuelo y sale del comedor.
-¡Ah!, la señora se ofendió -dice Gilin sonriendo malévolamente.
Es delicada, en verdad, lo es demasiado. ¡Ya lo creo, Amfisa Ivanova! No le
gusta a la gente oír las verdades. ¡Seré yo quien acabe por tener la culpa de
todo!
Transcurren unos minutos en completo silencio. Gilin se da
cuenta de que nadie ha tocado aún la sopa; suspira, se fija en la cara descompuesta
y colorada de la institutriz, y le pregunta:
-¿Por qué no come usted, Bárbara Vasiliena? ¡Usted también se
habrá ofendido, seguramente! ¿La verdad no es de su agrado? Le pido mil
perdones. Yo soy así. No puedo mentir. Yo no soy hipócrita. Siempre digo la
verdad lisa y llana. Pero me doy cuenta de que aquí mi presencia es
desagradable. Cuando yo me hallo presente, nadie se atreve a comer ni a hablar.
¿Por qué no me lo hacen saber? Me marcharé...; me voy...
Gilin se pone en pie, y con aire importante se dirige a la
puerta. Al pasar frente a Fedia, que sigue llorando, se detiene, echando atrás la
cabeza con arrogancia, y pronuncia estas frases:
-Después de lo ocurrido, puede usted recobrar su libertad. No
me interesaré más por su educación. Me lavo las manos. Le pido perdón si,
deseando con toda mi alma su bien, lo he molestado, así como a sus educadores. Al
mismo tiempo declino para siempre mi responsabilidad por su futuro.
Fedia solloza con más fuerza. Gilin, cada vez más importante,
vuelve la espalda y se retira a una habitación. Una vez que durmió la siesta,
los remordimientos le asaltan. Se avergüenza de haberse comportado así ante su
mujer, ante su hijo, ante Bárbara Vasiliena, y hasta teme acordarse de la
escena ocurrida poco antes. Pero tiene demasiado amor propio y le falta valor
para mostrarse sincero, limitándose a refunfuñar.
Al despertar, al día siguiente, se siente muy bien y de buen
humor; se lava silbando alegremente. Al entrar en el comedor para desayunarse
ve a Fedia, que se levanta y mira a su padre con recelo.
-¿Qué tal, joven? -pregunta Gilin, sentándose. ¿Qué novedades
hay, joven? ¿Todo anda bien?... Ven, chiquitín, besa a tu padre.
Fedia, pálido, serio, se acerca lentamente y pone sus labios
en la mejilla de su padre. Luego retrocede y se vuelve silencioso a su sitio.
1.014. Chejov (Anton)
No hay comentarios:
Publicar un comentario