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domingo, 29 de diciembre de 2013

Tristeza

¿A quién confiaré mi tristeza?
LIBRO DE SALMOS

Crepúsculo vespertino. Los copos de nieve, grandes, húmedos, giran perezosamente alrededor de los faroles, recién encendidos, y van cubriendo con una delgada y suave capa los tejados, los lomos de filas caballos, los hombros, las gorras. El cochero Iona Potápov está todo blanco como un aparecido. Encorvado cuanto puede es­tarlo un cuerpo viviente, se halla sentado, inmóvil, sobre el pescante. Parecía que aun si le cayese encima un mon­tón entero de nieve, no creería necesario sacudirla... Su jaca también está blanca e inmóvil. Por su inmovilidad, por sus formas angulosas y por la rectitud de palo de sus patas, parece, aun de cerca, un caballito de masa dulce que cuesta una kópeika. Con toda seguridad, está sumida en sus pensamientos. El que fue arrancado del arado, de los acostumbra-dos paisajes grises, y arrojado a este remolino lleno de monstruosas luces, incesante estrépito y gente que corre, no puede menos que pensar...
Hace tiempo ya que Iona y su jaca no se mueven del lugar. Han salido de la cochera antes de la comida y no hubo todavía ningún pasajero. Pero he aquí que des­cienden sobre la ciudad las tinieblas de la noche. La pa­lidez de las luces de los faroles cede lugar al color más vivo y el alboroto callejero se torna más ruidoso.
-¡Cochero, al barrio Viborg! -oye de pronto lona. ¡Cochero!
lona se estremece y a través de sus pestañas cubier­tas de nieve ve a un militar uniformado, con capucha.
-¡A Viborg! -repite el militar. ¿Estás dormido o qué? ¡A Viborg!
En señal de asentimiento lona tira de las riendas, lo que hace caer las capas de nieve desde sus hombros y el lomo del caballo. El militar sube al trineo. El cochero chasquea los labios, estira el cuello como un cisne, se levanta un poco y agita el látigo, más bien por costum­bre que por necesidad. La jaca también estira el cuello, tuerce sus patas de palo y se pone en marcha, indecisa...
-¡A dónde vas, diablos! -no tarda en llegar a los oídos de Iona el grito que parte de la oscura multitud que corre hacia adelante y hacia atrás. ¿A dónde te metes, papanatas? ¡Cuida tu derecha!
-¡No sabes conducir un caballo! ¡A la derecha! -se enoja el militar.
Despotrica el cochero de un carruaje y lanza miradas furibundas un transeúnte que al cruzar la calle había ro­zado el hocico de la jaca y ahora se sacude la nieve. lona se mueve, inquieto, sobre el pesciante, agita los codos y mira por todos los lados, aturdido, como si no en­tendiera dónde estaba y para qué estaba allí.
-¡Qué banda de necios! -dice el militar, haciéndose el gracioso. No tratan de hacer otra cosa que tropezar contigo. Se han confabulado.
lona se vuelve para mirar al pasajero y mueve los la­bios... por lo visto quiere decir algo, pero de su gar­ganta no sale más que un ronco murmullo.
-¿Qué cosa? -pregunta el militar.
lona tuerce la boca en una sonrisa, hace un esfuerzo y murmura:
-Vea, señor... Mi hijo... Se me murió hace pocos días.
-¡Ejem! ¿Y de qué murió?
lona se vuelve con todo el torso hacia el pasajero y dice:
-¡Vaya uno a saber! Debe de ser por la fiebre... Tres días enteros estuvo en el hospital y murió... La voluntad de Dios.
-¡A ver si doblas, Satanás! -se oye en la oscuri­dad. ¿Dónde tienes tus ojos, animal? ¡Vamos, mué­vete!
-Vamos, vamos... -se impacienta también el pa­sajero. De esta manera no llegaremos ni mañana. ¡Apú­rate un poco!
El cochero vuelve a estirar el cuello, se levanta un poco y con una pesada gracia agita el látigo. Luego va­rias veces se vuelve hacia el pasajero, pero éste tiene los ojos cerrados y, por lo visto, no está dispuesto a escu­char. Después de bajarlo en Viborg, lona se detiene junto a una taberna y de nuevo se torna inmóvil, encor­vado sobre el pescante... La húmeda nieve vuelve a blan­quear al cochero y a su caballo. Pasa una hora, otra...
Tres hombres jóvenes, golpeando el suelo con las ga­lochas y regañando entre sí pasan por la vereda. Dos de ellos son altos y flacos, el tercero es pequeño y jo­robado.,
-¡Cochero, al Puente Policial! -grita el jorobado con voz chillona. Somos tres... ¡Veinte kopeikas!
lona tira de las riendas y chasquea los labios. Veinte kopeikas no es un precio conveniente, pero el precio poco le importa ahora... Fuese un rublo o cinco kopei­kas le da lo mismo, con tal de tener pasajeros... Los jóvenes, empujándose y jurando, suben al trineo, y los tres tratan de ocupar los dos asientos. Comienza la dis­cusión: ¿quiénes viajarán sentados y quién quedará de pie? Después de una larga pendencia, caprichos y repro­ches, llegan a la conclusión de que el jorobado, por ser el más pequeño, es quien debe viajar parado.
-¡Bueno, vamos! -chilla el jorobado, acomodándo­se de pie y respirando en la nuca de lona. ¡Dale! ¡Vaya una gorra la tuya, amigazo! Peor que ésta no se encontrará en todo Petersburgo...
-Ja... ja... -ríe Iona. Tengo la que tengo...
-¡Bueno, la que tengo, dale! ¿Todo el camino vamos a andar así? ¿Eh? ¿Quieres ganarte un sopapo en la nuca?
-Tengo un terrible dolor de cabeza -dice uno de los altos. Anoche, en casa de los Dukmasov, Vasily y yo tomamos cuatro botellas de coñac.
-No comprendo, para qué mentir -se enoja el otra alto. Miente como una bestia.
-Que Dios me castigue si no es verdad...
-Es tan verdad como aquello de que el piojo tose.
-¡Jo-jo! -ríe lona. ¡Qué señores tan alegres!
-Pero... -grita el jorobado con indignación- ¿se dan cuenta? ¿Vas a avanzar más rápido o no, viejo decré­pito? ¿Se llama esto ir en trineo? ¿Por qué no le das un latigazo? ¡Arre, Satanás! ¡Arre! ¡Dale más!
Detrás de su espalda lona siente el movedizo cuerpo y la voz chillona del jorobado. Oye los denuestos que le dirigen, mira a sus pasajeros, y la sensación de sole­dad deja poco a poco de oprimir su pechó. El jorobado sigue lanzando juramentos hasta que se atraganta con una complicada expresión de seis pisos y tiene un ata­que de tos. Los altos se ponen a hablar acerca de una Nadezhda Petrovna, lona los mira de reojo. Espera una breve pausa, se vuelve hacia los pasajeros y murmura:
-Hace pocos días... este... se murió mi hijo.
-Todos moriremos... -suspira el jorobado, secán­dose los labios después de toser. A ver, dale... ¡Apú­rate! Señores, decididamente no puedo viajar así. ¿Cuán­do llegaremos?
-A ver ¡dale en la nuca para animarlo un poco!
-Viejo charlatán, ¿me oyes? ¡Vas a recibir palos en la cabeza! Si uno trata a vosotros con ceremonia, tiene que andar de pie. ¿Me oyes, dragón? ¿O te mofas de nuestras palabras?
Iona más bien oye que siente el ruido de un sopapo en su nuca.
-Jo-jo -ríe. ¡Qué señores tan alegres...! ¡Que Dios les dé mucha salud!
-Cochero, ¿estás casado? -pregunta el alto.
-¿Ya? Jo-jo... ¡Qué señores tan alegres...! Ahora me queda una sola mujer: la húmeda tierra... Jo-jo-jo... ¡La tumba! Mi hijo se murió y yo sigo con vida... Qué cosa tan rara; la muerte se equivocó de puerta... En lugar de venir a buscarme á mí, se llevó a mi hijo...
Iona se vuelve para contar cómo murió su hijo, pero en este momento el jorobado, suspira con alivio, decla­rando que, Gracias a Dios, han llegado finalmente a destino. Después de recibir veinte kopeikas, lona sigue con la mirada a los juerguistas que desaparecen en la entrada de una casa oscura. De nuevo se queda solo y de nuevo sobreviene el silencio para él... La tristeza que se había aquietado por breve tiempo, reaparece aho­ra y oprime el pecho con fuerza mayor aún. Los ojos de lona recorren inquieta y dolorosa-mente, la multitud que camina apresurada por ambos lados de la calle: entre esos millares de personas ¿habrá una siquiera que quiera escucharlo? La gente corre sin reparar en él ni en su tristeza. Una tristeza enorme, que no tiene límites. De estallar el pecho de lona y de desparramarse esta tristeza, cubriría, al parecer, todo el mundo y, sin embar­go, no se la ve. Supo caber en una cáscara tan infima que ni a la luz del día se la puede encontrar...
Iona ve al portero con un paquete y decide entablar conversación con él.
-Querido, ¿qué hora será ahora? -le pregunta.
-Las nueve pasadas... ¿Y por qué te paraste aquí? ¡Vamos, muévete!
Iona se aleja unos pasos, inclina la cabeza y se abandona a la tristeza... Considera ya inútil dirigirse a la gente. Pero no transcurren ni cinco minutos cuando se yergue, sacude la cabeza como si sintiera un dolor agudo y tira de las riendas... no puede más.
«¡A la cochera! -piensa. ¡A la cochera!.
Y el caballejo, como comprendiendo su pensamiento, se pone en marcha al trote. Una hora y media después lona ya está sentado junto a una gran estufa sucia. En el suelo y sobre los bancos duermen los hombres, ron­cando. El aire está pesado y hace calor... lona mira a los durmientes, se rasca y lamenta haber regresado tan temprano...
«No gané ni para la avena -piensa. Es por eso que uno siente pena. El hombre que conoce su oficio... que dio de comer al caballo y comió él también, está tranquilo siempre...»
Un cochero joven se incorpora en uno de los rincones, tose, semidormido, y se estira hacia el balde con agua.
-¿Tienes sed? -pregunta lona.
-Eso es. Tengo sed.
-Bueno. ¡Salud! ¿Sabes que se me murió el hijo? ¿Habrás oído hablar? Hace unos días, en el hospital... ¡Qué historia!
lona quiere saber qué efecto han producido sus pa­labras, pero no ve nada. El joven se tapó la cabeza con la colcha y no tardó en dormirse. El viejo suspira y se rasca... De la misma manera que el joven tenía ganas de beber, él tiene ganas de hablar. Pronto va a hacer una semana que ha muerto su hijo, pero todavía no ha podido hablar con nadie como corresponde... Hay que hablar del asunto a fondo, sin prisa... Hay que contar cómo enfermó el hijo, cómo sufrió, qué dijo antes de morir y cómo murió... Hay que describir el entierro y el viaje al hospital para retirar la ropa del difunto. hablar acerca de ella... ¡Y cuántas cosas tiene ahora pa­ra contar! El oyente debe suspirar, compadecer, conso­lar... Mejor aun sería hablar con mujeres. Si bien son tontas, por lo menos rompen a llorar a las primeras pa­labras que oyen.
«Iré a ver al caballo -piensa lona. Para dormir hay tiempo... Ya dormirás... »
Se viste y va al establo donde está su caballo. Piensa en la avena, el heno, el tiempo... No puede pensar en su hijo cuando está solo... Podría hablar sobre él con alguien, pero pensar en él y dibujar su imagen a solas resalta intolerable...
-¿Rumias? -pregunta lona a su yegua, mirándola a los ojos brillantes. Bueno, bueno... Si no ganamos para la avena, comeremos heno... Así es... Soy viejo ya para andar con el coche... Mi hijo debería de lle­var pasajeros en mi lugar... Aquel sí que era un co­chero de verdad... No le hacía falta más que vivir...
Iona se queda callado durante un tiempo y luego con­tinúa:
-Así son las cosas, yegüita... Se nos ha ido Kuzma Ionich... Se fue para siempre... Se le ocurrió morirse así como así... Pongamos por caso, tú tienes un po­trillo... Eres la madre de ese potrillo... Y de repente, digamos, el potrillo se te muere... Le tendrías mucha lástima, ¿verdad?
La yegua sigue rumiando, escucha y resopla sobre las manos de su amo...
Iona se deja llevar por sus propias palabras y se lo cuenta todo...

1.014. Chejov (Anton)

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