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domingo, 29 de diciembre de 2013

Pequeñeces

Nicolás Ilich Beliaev, propietario de casas en Peters­burgo y asiduo concurrente a las carreras, hombre joven, de unos treinta y dos años, bien alimentado y de sonrosa­das mejillas, entró al anochecer en casa de la señora Olga Ivánovna Irnina, con la cual tenía relaciones o, según su expresión, arrastraba una larga y aburrida no­vela. En efecto, las primeras páginas de esta novela, in­teresantes e inspiradas, hacía tiempo ya que habían si­do leídas; las que ahora se sucedían nada ofrecían de nuevo ni interesante.
No habiendo encontrado a Olga Ivávnova en casa nuestro héroe pasó a la sala, se tumbó en un canapé y se puso a esperarla.
-¡Buenas noches, Nicolás Ilich! -oyóse una voz in­fantil. Mamá vuelve en seguida. Ella y Sonia fueron a casa de la modista.
En la misma sala se hallaba recostado en un diván el hijo de Olga Ivánovna, Aliosha, chicuelo de unos ocho años, esbelto, bien cuidado y vestido con una elegante chaqueta de terciopelo y largas medias negras. Tirado sobre un almohadón de raso y, por lo visto, imitando a un acróbata, a quien había observado en el circo, le­vantaba ya una pierna, ya otra. Cuando sus elegantes pier­nas se fatigaban, hacía trabajar las manos o bien se le­vantaba de un salto, se ponía en cuatro patas y trataba de levantar los pies. Todo lo cual realizaba con el rostro muy serio, jadeando trabajosamente, como si él mismo lamentara que Dios le diera un cuerpo tan inquieto.
-¡Ah, buenas noches, mi amigo! -dijo Beliaev. ¿Eres tú? No me di cuenta. ¿Tu mamá está bien?
Aliosha, que había asido con su mano derecha la pun­ta de su pie izquierdo y adoptado así una pose de lo más extraña, dio una vuelta, se levantó de un salto y miró a Beliaev, escondiéndose detrás de una gran pan­talla afelpada.
-¡Qué quiere que le diga! -dijo encogiéndose de hombros. Es una mujer, y a las mujeres, Nicolás Ilich, siempre les duele algo.
Por no tener nada que hacer Beliaev se puso a exami­nar el rostro de Aliosha. Desde el comienzo de sus re­laciones con Olga Ivánovna, ni una sola vez había presta­do atención al chico ni se daba cuenta de su existencia: estaba a la vista, sí, un chicuelo, pero para qué y qué papel desempeñaba, en eso Beliaev no tenía ganas de pensar.
En las sombras crepusculares el rostro de Aliosha, con su frente pálida y negros ojos inmóviles, hizo recordar a Beliaev, inesperada-mente, a Olga Ivánovna tal como era en las primeras páginas de la novela. Sintió deseos de acariciar al chico.
-¡Ven acá, gorrión! -le dijo. Deja que te mire un poco de cerca.
El muchachito saltó desde el diván y corrió hacia Be­liaev.
-Y bien -comenzó diciendo Nicolás Ilich, poniendo la mano sobre el delgado hombro del chiquillo. ¿Qué tal? ¿Cómo va esta vida?
-Vea... Antes vivíamos mucho mejor.
-¿Por qué?
-¡Muy sencillo! Antes Sonia y yo nos dedicábamos a la música y la lectura solamente, mientras que ahora tenemos que estudiar también los versos en francés. Us­ted ha ido a la peluquería hace poco.
-Es cierto.
-Sí, porque noto que su barbita está más corta. Per­mítame que se la toque. ¿No le duele?
-No, no me duele.
-¿Por qué será que al tirar de un pelito solo a uno le duele, pero tironeando muchos pelos juntos no duele ni un poquito? ¡Ja, ja! Sabe, es una lástima que no lleve patillas. Aquí habría que afeitar y aquí, por los costa­dos, dejar crecer los pelos...
Se arrimó a Beliaev y se puso a jugar con su cadenita.
-Cuando ingrese en el colegio -decía- mamá me comprará un reloj. Le pediré que me compre una cade­nita igual que ésta... ¡Oh, qué medallón! Papá tiene uno igual, pero en lugar de estas rayitas hay letras... Y en el medio está el retrato de mamá. Papá tiene ahora otra cadenita, sin eslabones; es como una cinta...
-¿Cómo lo sabes? ¿Lo ves a tu papá?
-¿Yo? Mm... no. Yo...
Aliosha enrojeció y, presa de una fuerte confusión por haber sido sorprendido en la mentira, se puso a rasgar con la uña el medallón. Beliaev lo miró fijamente en la cara y preguntó:
-¿Visitas a tu papá?
-¡N... no!
-Háblame con franqueza, honestamente... Veo por tu cara que no dices la verdad. Pues que se te escapó la len­gua, ya no tienes por qué andar con rodeos. Dime, ¿vas a la casa de él? ¡Háblame como a un amigo!
Aliosha pensó un rato.
-¿No lo va decir a mamá?
-¡Qué va!
-¿Palabra de honor?
-Palabra de honor:
-¡Jure por Dios!
-¡Pero qué chico!... ¿Por quién me tomas?
Aliosha miró en su derredor, abrió mucho los ojos y comenzó a susurrar:
-Por amor de Dios, no se lo diga a mamá... En general, no se lo diga a nadie, porque es un secreto. Si mamá llega a saberlo, estamos listos, todos: Sonia, Pelagia y yo... Bueno, escuche. Sonia y yo vamos a ver a papá todos los martes y viernes. Cuando Pelagia nos lleva de paseo, antes de comer, entramos en la confitería de Apfel, donde nos espera papá... Siempre está en un reser­vado, donde hay una mesa de mármol y un cenicero en forma de ganso...
-¿Y qué hacen ustedes, allí?
-Nada. Al principio, nos saludamos; luego nos sen­tamos todos a la mesa y papá nos convida con, café y pastelillos. Sonia los prefiere de carne ¿sabe?, pero yo no los paso. Me gustan con repollo y huevos. Comemos tanto que después, durante el almuerzo, tratamos de co­mer más aun para que mamá no se dé cuenta
-¿Y de qué hablan allí?
-¿Con papá? De todo. Nos besa, nos acaricia y nos cuenta toda clase de historias graciosas. Usted sabe, nos dice también que cuando seamos más grandes iremos a vivir con él. Sonia no quiere, pero yo estoy de acuerdo. Cierto que sin mamá va a ser algo aburrido, pero le voy a escribir cartas. Además, podremos visitarla en los días de fiesta ¿no es cierto? Papá dice también que me va a comprar un caballo. ¡Es un hombre muy bueno! No sé por qué mamá no quiere que viva con nosotros y no nos deja ir a verlo. ¡Si él la quiere tanto! Siempre pre­gunta por su salud y sus ocupaciones. Cuando ella estaba enferma, él sé tomó la cabeza entre las manos... así, mire... y se puso a correr por la habitación. Y nos pidió que la obedeciéramos y respetáramos. Escuche, ¿es ver­dad que somos desdichados?
-Mm... ¿Por qué?
-Así lo dice papá. Sois, dice, muy desdichados, ni­ños. Hasta resulta extraño escucharlo. Vosotros, dice, sois desdichados, mamá es desdichada y yo soy desdicha­do. Rezad, dice, a Dios por vosotros y por ella.
Aliosha detuvo su mirada en un pájaro disecado y quedó pensativo.
-Sí-i... -masculló Beliaev. Conque esas tenemos. Realizan congresos en confiterías. ¿De modo que tu mamá nó lo sabe?
-No-o... ¡Cómo va a saberlo! Pelagia no se lo dirá por nada. Anteayer papá nos convidó con peras. Eran dul­ces como la miel. Me comí dos.
-Ejem.... Escúchame... este... ¿Tu papá no dice nada de mí?
-¿De usted? Mire, en realidad...
Aliosha examinó atentamente la cara de Beliaev y se encogió de hombros.
-No dice nada especial.
-Más o menos ¿qué dice?
-¿No se va a ofender?
-¡Qué va! ¿Acaso me reta?
-No lo reta, pero sabe... Está enojado con usted.
Dice que por su culpa mamá es desgraciada y que us­ted... la ha perdido. Es algo raro: yo le explico que usted es buena persona, que nunca le grita a mamá, pe­ro él no hace más que menear la cabeza.
-¿Así que dice que yo la he perdido?
-Sí. ¡No se ofenda usted, Nicolás Ilich!
Beliaev se levantó, durate un rato qúedóse de pie y luego comenzó a cominar por la sala.
-Es extraño y... ridículo -barbotó, encogiéndose de hombros y sonriendo con ironía. Él mismo es culpable por los cuatro costados y ahora resulta que soy yo quien la ha; perdido, ¿qué le parece? Mire qué corderito inocen­te. ¿Así que te dijo sin más que yo había perdido a tu madre?
-Sí, pero... usted me ha dicho que no se iba a ofen­der.
-No me ofendo... y además ¿qué te importa? Qué cosa más ridícula: caí atrapado en una jaula y todavía resulta que soy culpable.
Se oyó un timbre. El chico dio un salto y desapareció de la sala. Un minuto después entró una dama, acompa­ñada de una niña. Era Olga Ivánovna, madre de Aliosha. Éste seguía detrás de ella, bailoteando, canturreando y agitando los brazos. Belaiev saludó con la cabeza sin de­jar de caminar.
-Claro, ¿a quién culpar ahora sino a mí? -barbotó, dejando oír una risita irónica. ¡Tiene razón! ¡Es el ma­rido ofendido!
-¿De qué estás hablando? -preguntó Olga Ivánovna.
-¿De qué? Escucha un poco las cosas que predica tu fidelísimo. Resulta que yo soy un canalla y un malhechor; que te perdí a ti y a los chicos. Todos vosotros sois des­dichados y sólo yo soy feliz. ¡Terriblemente feliz!
-¡No te comprendo, Nicolás! ;¿De qué se trata?
-Pues, escucha un poco a este jovén caballero -dijo Belaiev, señalando a Aliosha.
Aliosha se ruborizó, luego de golpe se torna pálido y todo su rostro se contrajo por el miedo.
-¡Nicolás Ilich! -murmuró. ¡Tsss!
Olga Ivánovna miró con sorpresa a Aliosha, a Beliaev y luego otra vez a Aliosha.
-¡Anda! ¡Pregúntale! -continuó Beliaev. Tu Pe­lagia, esa cabeza de chorlito, los lleva a las confiterías y les arregla entrevistas con el papaíto. Pero eso es lo de menos; el asunto está en que el papító es un mártir, mientras que yo soy un malhechor, un canalla que ha arruinado la vida de los dos...
-¡Nicolás Ilich! -gimió Aliosha. ¡Usted me ha da­do su palabra de honor!
-¡Déjame en paz! -Beliaev hizo un ademán de fas­tidio. Estoy hablando de cosas más importan-tes que las palabras de honor. ¡Lo que me indigna es la hipocre­sía, la mentira!
-¡No comprendo! -murmuró Olga Ivánovna y en sus ojos brillaron las lágrimas. Oye, Aliosha -dirigióse a su hijo: ¿Veías a tu padre?
Sin oírla, Aliosha miraba espantado a Beliaev.
-¡No puede ser! -dijo la madre. Voy a preguntar a Pelagia.
Olga Ivánovna salió.
-¡Escuche, usted me ha dado su palabra de honor! -exclamó Aliosha, temblando con todo el cuerpo.
Beliaev hizo un ademán distraído y siguió caminando. Estaba pensando en la ofensa y, como antes, no se daba cuenta de la presencia del chico. Èl, persona mayor y se­ria, no estaba para niñerías.
Mientras tanto Aliosha, sentado en un rincón, relataba atormentado a Sonia cómo había sido engañado. Lo ha­cía temblando, tartamudeando, llorando; por primera vez en su vida tropezaba tan brutalmente, cara a cara, con la mentira; no sabía antes que, aparte de las peras dulces, pastelillos y relojes caros, existen en el mundo muchas otras cosas que no tienen nombre en el lenguaje infantil.

1.014. Chejov (Anton)

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