Iván
Ivanich Liapkin, joven de exterior agradable, y Anna Semionovna Samblitzkaia,
muchacha de nariz respingada, bajaron por la pendiente orilla y se sentaron en
un banquito. El banquito se encontraba al lado mismo del agua, entre los
espesos arbustos de jóvenes sauces. ¡Qué maravilloso lugar era aquel! Allí
sentado se estaba resguardado de todo el mundo. Sólo los peces y las arañas
flotantes, al pasar cual relámpago sobre el agua, podían ver a uno. Los jóvenes
iban provistos de cañas, frascos de gusanos y demás atributos de pesca. Una vez
sentados se pusieron en seguida a pescar.
-Estoy
contento de que por fin estemos solos -dijo Liapkin mirando a su alrededor.
Tengo mucho que decirle, Anna Semionovna..., ¡mucho!... Cuando la vi por
primera vez... ¡están mordiendo el anzuelo!..., comprendí entonces la razón de
mi existencia... Comprendí quién era el ídolo al que había de dedicar mi
honrada y laboriosa vida... ¡Debe de ser un pez grande! ¡Está mordiendo!... Al
verla..., la amé. Amé por primera vez y apasionadamente... ¡Espere! ¡No tire
todavía! ¡Deje que muerda bien!... Dígame, amada mía... se lo suplico...,
¿puedo esperar que me corresponda?... ¡No! ¡Ya sé que no valgo nada! ¡No sé ni
cómo me atrevo siquiera a pensar en ello!... ¿Puedo esperar que?... ¡Tire
ahora!
Anna
Semionovna alzó la mano que sostenía la caña y lanzó un grito. En el aire
brilló un pececillo de color verdoso plateado.
-¡Dios
mío! ¡Es una pértiga!... ¡Ay!... ¡Ay!... ¡Pronto!... ¡Se soltó!
La
pértiga se desprendió del anzuelo, dio unos saltos en dirección a su elemento
familiar y se hundió en el agua. Persiguiendo al pez, Liapkin, en lugar de
éste, cogió sin querer la mano de Anna Semionovna, y sin querer se la llevó a
los labios. Ella la retiró, pero ya era tarde. Sus bocas se unieron sin querer
en un beso. Todo fue sin querer. A este beso siguió otro, luego vinieron los
juramentos, las promesas de amor... ¡Felices instantes!... Dicho sea de paso,
en esta terrible vida no hay nada absolutamente feliz. Por lo general, o bien
la felicidad lleva dentro de sí un veneno o se envenena con algo que le viene
de afuera. Así ocurrió esta vez. Al besarse los jóvenes se oyó una risa.
Miraron al río y quedaron petrificados. Dentro del agua, y metido en ella hasta
la cintura, había un chiquillo desnudo. Era Kolia, el colegial hermano de Anna
Semionovna. Desde el agua miraba a los jóvenes y se sonreía con picardía.
-¡Ah!...
¿Conque se besaron?... ¡Muy bien! ¡Ya se lo diré a mamá!
-Espero
que usted..., como caballero... -balbució Liapkin, poniéndose colorado. Acechar
es una villanía, y acusar a otros es bajo, feo y asqueroso... Creo que
usted..., como persona honora-ble...
-Si me
da un rublo no diré nada, pero si no me lo da, lo contaré todo.
Liapkin
sacó un rublo del bolsillo y se lo dio a Kolia. Éste lo encerró en su puño
mojado, silbó y se alejó nadando. Los jóvenes ya no se volvieron a besar. Al
día siguiente, Liapkin trajo a Kolia de la ciudad pinturas y un balón, mientras
la hermana le regalaba todas las cajitas de píldoras que tenía guardadas. Luego
hubo que regalarle unos gemelos que representaban unos morritos de perro. Por
lo visto, al niño le gustaba todo mucho. Para conseguir aún más, se puso al
acecho. Allá donde iban Liapkin y Anna Semionov-na, iba él también. ¡Ni un
minuto los dejaba solos!
-¡Canalla!
-decía entre dientes Liapkin. ¡Tan pequeño todavía y ya un canalla tan grande!
¿Cómo será el día de mañana?
En todo
el mes de junio, Kolia no dejó en paz a los jóvenes enamorados. Los amenazaba
con delatarlos, vigilaba, exigía regalos... Pareciéndole todo poco, habló, por
último, de un reloj de bolsillo... ¿Qué hacer? No hubo más remedio que
prometerle el reloj.
Un día,
durante la hora de la comida y mientras se servía de postre un pastel, de
pronto se echó a reír, y guiñando un ojo a Liapkin, le preguntó: «¿Se lo
digo?... ¿Eh...?»
Liapkin
enrojeció terriblemente, y en lugar del pastel masticó la servilleta. Anna
Semionovna se levantó de un salto de la mesa y se fue corriendo a otra
habitación.
En tal
situación se encontraron los jóvenes hasta el final del mes de agosto..., hasta
el preciso día en que, por fin, Liapkin pudo pedir la mano de Anna Semionovna.
¡Oh, qué día tan dichoso aquel!... Después de hablar con los padres de la novia
y de recibir su consentimiento, lo primero que hizo Liapkin fue salir a todo
correr al jardín en busca de Kolia. Casi sollozó de gozo cuando encontró al
maligno chiquillo y pudo agarrarlo por una oreja. Anna Semionovna, que llegaba
también corriendo, lo cogió por la otra, y era de ver el deleite que expresaban
los rostros de los enamorados oyendo a Kolia llorar y suplicar...
-¡Queriditos!...
¡Preciositos míos!... ¡No lo volveré a hacer! ¡Ay, ay, ay!... ¡Perdónenme...!
Más
tarde ambos se confesaban que jamás, durante todo el tiempo de enamoramiento,
habían experimentado una felicidad..., una beatitud tan grande... como en
aquellos minutos, mientras tiraban de las orejas al niño maligno.
1.014. Chejov (Anton)
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