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domingo, 29 de diciembre de 2013

Muchachos

-¡Llegó Volodia! -gritó alguien en el patio.
-¡Llegó Volódechka! -chilló Natalia al entrar co­rriendo en el comedor. ¡Ah, Dios mío!
La familia Korolev en pleno, que desde hacía muchas horas estuvo esperando a su Volodiá, corrió hacia las ventanas. Junto a la entrada hallábase un espacioso tri­neo, y los tres caballos blancos parecían envueltos en una espesa nube de vapor. El trineo estaba vacío, puesto que Volodia se encontraba ya en el vestíbulo y con los dedos enrojecidos por el frío trataba de desatar la ca­pucha. Su abrigo de colegial, la gorra, las galochas yo los cabellos en sus sienes estaban cubiertos de escarcha, y toda su figura, desde la cabeza hasta los pies, expan­día un olor a frío tan sabroso que, mirándolo, uno tenía ganas de sentir frío y decir: «¡Brrr!...» La madre y la tía se precipitaron a abrazarlo y besarlo; Natalia cayó a sus pies y se puso a quitarle los válenk[1]; sus hermanas proferían chillidos; las puertas chirria-ban y golpeaban, mientras el padre de Volodia, en chaleco y con unas ti­jeras en la mano, entró corriendo en el vestíbulo y gritó con voz asustada:
-¡Te esperábamos ayer! ¿Llegaste bien? ¿Estás bien? ¡Pero, por Dios, déjenlo saludar a su padre! ¿Soy su padre o no lo soy?
-¡Guau, guau! -ladraba Milord, enorme can negro, golpeando la cola contra las puertas y los muebles.
Todo se fundió en un solo y alegre ruido que duró unos dos minutos. Cuando el primer arreba-to de júbilo hubo pasado, los Korolev se dieron cuenta de que, apar­te de Volodia, se encontraba en el vestíbulo un hombre­cillo más; envuelto con pañuelos, chales y capuchas y cubierto de escar-cha, permanecía inmóvil en el rincón; semioculto en la sombra arrojada por una gran shuba de piel de zorro colgada en el perchero.
-Volódechka, ¿y éste quién es? -preguntó la madre en un susurro.
-¡Ah! -se dio cuenta Volodia. Tengo el honor de presentarles a mi compañero, Lentejov, alumno de segundo año... Lo traje para que pase con nosotros las vacaciones de invierno.
-¡Encantados! ¡Bien venido! -dijo el padre con ale­gría. Me disculpará usted, ando vestido de entrecasa, sin levita... ¡Haga el favor! ¡Natalia, ayuda a desvestirse al señor Lentejov! ¡Dios mío, llévense a este perro! ¡Es una calamidad!
Poco después Volodia y su amigo Lentejov, aturdidos por el ruidoso recibimiento y todavía sonrosados por el frío, se hallaban sentados a la mesa tomando té. El sol de invierno, atravesando la nieve y los adornos de escarcha en las ventanas, temblaba sobre el samovar y bañaba sus límpidos rayos en la jofaina. El aire en la habitación estaba templado, y los muchachos sentían en sus cuerpos las cosquillas que se hacían el calor y el frío sin ganas de ceder uno al otro.
-¡Y bien, pronto tendremos la Navidad! -decía el padre con voz cantarina, armando un cigarrillo con el tabaco oscuro. ¿Y cuánto hace que era verano y tu madre lloraba, despidiéndote? Y ya estás de vuelta... ¡El tiempo pasa rápido, amigo mío! ¡Señor Lentejov, coma, por favor, sin ceremonias!...
Las tres hermanas de Volodia, Katia, Sonia y Masha -la mayor tenía once años- sentadas en la mesa, no apartaban las miradas de su nuevo conocido. Lentejov tenía la misma edad y la estatura que Volodia, pero no era tan mofletudo ni tan blanco, sino más bien delgado, de tez oscura y pecoso. Tenía el cabello erizado, unos ojillos estrechos y los labios gruesos; en general, era muy feo y si no llevase el uniforme de colegial se le hubiera podido tomar por el hijo de una cocinera. Esta­ba sombrío, callaba durante todo el tiempo y no sonrió ni una sola vez. Las niñas, mirándolo, comprendieron en seguida que debía ser una persona muy inteligente e instruida. Continuamente pensaba en algo y tan ensimismado estaba que, al preguntársele cualquier cosa, se es­tremecía, sacudía la cabeza y pedía repetir la pregunta.
Las chicas notaron que también Volodia, siempre ale­gre y locuaz, esta vez hablaba poco, nunca sonreía y ni siquiera parecía alegrarse de estar en su casa. Mientras tomaban té, sólo se dirigió a sus hermanas una vez y aun así, empleando palabras extrañas. Señaló con el dedo el samovar y dijo:
-En California, en lugar del té se toma gin.
También él estaba ensimismado y, a juzgar por las mi­radas que cambiaba, de vez en cuando con su amigo Lentejov, las ideas de los muchachos eran iguales.
Después del té, todos se dirigieron al cuarto de niños. El padre y las chicas se sentaron a la mesa y reanudaron el trabajo que había sido interrum-pido por la llegada de los muchachos. Estaban haciendo flores y flecos de papel, de distintos colores, para el árbol de Navidad. Era un trabajo ameno y ruidoso. Cada nueva flor era recibida por las chicas con gritos de entusiasmo y hasta de terror, como si esa flor hubiese caído del cielo; tam­bién el papá expresaba su admiración, aunque a veces arrojaba las tijeras al suelo, enfadándose porque no cor­taban. La mamá entraba corriendo en el cuarto de niños con la cara muy preocupada y preguntaba:
-¿Quién se ha llevado mis tijeras? ¿Volviste a lle­varte mis tijeras, Iván Nicolaich?
-¡Dios mío, ni siquiera unas tijeras puede lle rse uno! -respondía Iván Nicolaich con voz llorosa y, re­clinándose sobre el respaldo de la silla, adoptaba la pose de un hombre ofendido, a pesar de lo cual, un minuto después volvía a expresar su entusiasmo.
En sus llegadas anteriores Volodia tomaba parte en los preparativos para la Navidad o corría afuera para ver al cochero y al pastor hacer la montaña de nieve, pero esta vez ni él ni Lentejov prestaron atención al papel de colores y ni siquiera fueron al establo, sino que se sentaron junto a la ventana y se pusieron a con­versar en susurro; luego abrieron el atlas geográfico y comenzaron a examinar un mapa.
-Primero a Perm... -decía en voz baja Lentejov, de allí a Tiumen... luego a Tomsk... luego... luego... Kamchatka... Desde allí los samoyedos nos transportarán en sus botes a través del estrecho de Bering... Y ya estaremos en América. Allí hay animales de piel fina.
-¿Y California?
-California está más abajo... Lo principal es llegar hasta América; una vez allí, California no está lejos. En cuanto a la alimentación, la conseguiremos cazando y asaltando.
Durante todo el día, Lentejov eludía a las chicas y las miraba de reojo. Después del té de la noche, lo dejaron solo con ellas por unos cinco minutos. Callar resultaba incómodo. Tosió con severidad, frotó la mano izquierda con la palma derecha, dirigió a Katia una mirada som­bría y le preguntó:
-¿Leyó usted a Mayne Reid?
-No, no lo he leído... Escuche, ¿sabe usted patinar?
Sumergido en sus pensamientos, Lentejov no contestó a la pregunta; haciendo fuerza infló las mejillas y exhaló un suspiro tan hondo como si tuviera mucho calor. Miró una vez más a Katia y dijo:
-Cuando una bandada de bisontes corre a través de las pampas, la tierra se estremece, mientras los mustan­gos, despavoridos, relinchan y dan coces.
Lentejov esbozó una triste sonrisa y añadió:
-Sucede también que los indios asaltan los trenes. Pero no hay nada peor que los mosquitos y las termitas.
-¿Qué es eso?
-Son una especie de hormigas, pero con alas. Pican muy fuerte. ¿Sabe usted quién soy?
-El señor Lentejov.
-No. Soy Montigomo, Garra de Gavilán; soy el jefe de los invencibles.
Masha, la más pequeña, miró al muchacho, luego a la ventana, tras la cual ya caía la noche, y dijo, pensativa:
-Ayer comimos lentejas.
Las incomprensibles palabras de Lentejov, sus conti­nuos y secretos coloquios con Volodia y el hecho de que éste, en vez de jugar, se pasara el tiempo pensando en algo, todo ello era misterioso y extraño. Y las dos chicas mayores, Katia y Sonia, se pusieron a vigilar a los mu­chachos. Por la noche, cuando éstos estaban por acostarse, las niñas se acercaron sigilosamente a la puerta y escu­charon su conversación. ¡Las cosas que descubrieron! Los muchachos se disponían a escapar a América, para buscar oro; ya tenían todo preparado para el camino: una pisto­la, dos cuchillos, galletas, un cristal de aumento para hacer fuego, una brújula y cuatro rublos en efectivo. Se enteraron de que los muchachos deberían recorrer varios miles de verstas a pie, enfrentando por el camino a los tigres y a los salvajes; luego buscar el oro y el marfil; matar a los enemigos, convertirse en piratas, beber gin y, finalmente, casarse con beldades y explotar piantaciónes. Volodia y Lentejov hablaban con entusias­mo, interrumpiéndose el uno al otro. Lentejov se titulaba a sí mismo: «Montigomo, Gara de Gavilán» y a Volodia. Ten cuidado -dijo Katia a su hermanita, antes de acostarse, no vayas a decir nada a mamá. Volodia nos va a traer de América oro y marfil, pero si tú lo cuentas a mamá, no lo dejarán ir.
En víspera de la Nochebuena, Lentejov estuvo exami­nando durante todo el día el mapa de Asia, anotando algo en su libreta, mientras Volodia, mustio e hinchado, como pinchado por una abeja, vagaba por las habitacio­nes y se negaba a comer. Y hasta una vez, en el cuarto de niños, se detuvo ante el icono, persignóse y dijo:
-¡Señor, perdóname por mis pecados! ¡Señor, guarda a mi pobre y desdichada mamá!
Al anochecer rompió a llorar. Antes de retirarse a dor­mir, abrazó largamente a su padre, a su madre y a sus hermanas. Katia y Sonia sabían de qué se trataba, pero Masha, la más pequeña, no comprendía nada, absoluta­mente nada y, mirando a Lentejov, se quedaba pensativa y decía con un suspiro:
-El aya dice que duante la Cuaresma hay que comer guisantes y lentejas.
Al día siguiente, Katia y Sonia se levantaron temprano para ver a los muchachos partir a América. Con sigilo acercáronse a la puerta.
-¿De modo que no quieres partir? -preguntaba Len­tejov, enfa-dado. Díme, ¿no vienes?
-¡Dios mío! -lloraba quedamente Volodia. ¿Cómo voy a marchar-me? Tengo lástima de mi mamá.
-Hermano carapálida, ven conmigo, te lo ruego... Me aseguraste que partirías, más aun, fuiste tú quien propuso este viaje y ahora que hay que partir, te aco­bardas.
-No... no me acobardo. Me da lástima mí mamá...
-Contéstame: ¿vienes o no?          ,
-Sí, pero... espera un poco. Tengo gana de quedarme unos días más en mi casa.
-¡En tal caso me iré solo! -resolvió Lentejov. Me arreglaré sin ti. ¡Y todavía querías cazar tigres, com­batir! ¡Devuélveme mis cápsulas!
Volodia se echó a llorar con tanta amargura que sus hermanas, detrás de la puerta, no pudieron contenerse y lloraron también queda-mente. Sobrevino el silencio.
-¿De modo que no vienes? -una vez más preguntó Lentejov.
-Sí... ya voy.
-¡Pues, vístete!
Y Lentejov, para darle ánimos a Volodia, alabó a América, rugió como un tigre, pitó como un barco de vapor, vituperó y prometió entregar a Volodia todo el marfil y todas las pieles de tigre y de león.
Este muchacho delgadito, de tez morena, de cabello erizado y con pecas, aparecía ante las chicas como un ser notable, extraordinario. Era un héroe, un hombre deci­dido y valiente y, además, rugía de tal manera que cual­quiera que lo escuchara detrás de la puerta podría pensar que era un tigre o un león.
Cuando las chicas volvieron a su cuarto y comenzaron a vestirse, Katia, con los ojos llenos de lágrimas, dijo:
-¡Ah, tengo tanto miedo!
Hasta las dos de la tarde todo estuvo tranquilo. Pero durante el almuerzo, se reveló de repente que los mucha­chos no se encontraban en casa. Se mandó a buscarlos al cuarto de peones, al establo, a la casa del mayordomo. No estaban. Tampoco estaban- en la aldea. Más tarde, para la hora del té no habían vuelto aún; al sentarse a cenar, la madre estaba muy preocupada y hasta se puso a llorar. Por la noche se reanudó su búsqueda en la aldea; también fueron al río, con faroles. ¡Se armó un alboroto tremendo...!
Al día siguiente llegó un sargento de policía, y en el comedor se escribió un papel. La madre lloraba.
Pero he aquí que frente a la entrada se detuvo un trineo tirado por unaa troika de blancos caballos, envuel­en un vaho espeso.
-¡Llegó Volodia! -gritó alguien en el patio.
-¡Llegó Volódechka! -chilló Natalia, al entrar co­rriendo en el comedor.
¡Guau! ¡Guau! -ladró Milord con voz de bajo.
Resultó que los muchachos habían sido detenidos en la ciudad, en una tienda donde querían comprar pólvora. Apenas hubo entrado en el vestíbulo, Volodia se arrojó al cuello de su madre, llorando. Las niñas, temblando y pensando con terror en lo que iba a pasar, oyeron cómo el padre condujo a Volodia y a Lentejov a su despacho y mantuvo con ellos una larga conversación; también habló la madre, llorando.
-¡Estas cosas no deben hacerse! -reprochó el pa­dre-. Si en el colegio llegan a saberlo -que Dios no lo permita- ustedes serán expulsados. ¡Y usted, señor Lentejov, debería de tener vergüenza! Eso no está bien. Usted es el culpable y espero que será castigado por sus padres. No se debe hacer estas cosas. ¿Dónde pasaron la noche?
-En la estación -respondió Lentéjov con orgullo.
Volodia se metió en la cama y le pusieron en la cabeza una toalla mojada con vinagre. Se mandó un telegrama y al día siguiente llegó una señora, la madre de Lentejov, en busca de su hijo.
En el momento de la partida, Lentejóv tenía una cara grave, soberbia, y, despidiéndose de las chicas, no pro­nunció una sola palabra; pero tómó el cuaderno de Katia y escribió, en recuerdo de su visita:
«Montigomo, Garra de Gavilán.»

1.014. Chejov (Anton)



[1] Botas de fieltro.

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