-¡Llegó
Volodia! -gritó alguien en el patio.
-¡Llegó
Volódechka! -chilló Natalia al entrar corriendo en el comedor. ¡Ah, Dios mío!
La
familia Korolev en pleno, que desde hacía muchas horas estuvo esperando a su
Volodiá, corrió hacia las ventanas. Junto a la entrada hallábase un espacioso
trineo, y los tres caballos blancos parecían envueltos en una espesa nube de
vapor. El trineo estaba vacío, puesto que Volodia se encontraba ya en el
vestíbulo y con los dedos enrojecidos por el frío trataba de desatar la capucha.
Su abrigo de colegial, la gorra, las galochas yo los cabellos en sus sienes
estaban cubiertos de escarcha, y toda su figura, desde la cabeza hasta los
pies, expandía un olor a frío tan sabroso que, mirándolo, uno tenía ganas de
sentir frío y decir: «¡Brrr!...» La madre y la tía se precipitaron a abrazarlo
y besarlo; Natalia cayó a sus pies y se puso a quitarle los válenk[1];
sus hermanas proferían chillidos; las puertas chirria-ban y golpeaban, mientras
el padre de Volodia, en chaleco y con unas tijeras en la mano, entró corriendo
en el vestíbulo y gritó con voz asustada:
-¡Te
esperábamos ayer! ¿Llegaste bien? ¿Estás bien? ¡Pero, por Dios, déjenlo saludar
a su padre! ¿Soy su padre o no lo soy?
-¡Guau,
guau! -ladraba Milord, enorme can negro, golpeando la cola contra las puertas y
los muebles.
Todo se
fundió en un solo y alegre ruido que duró unos dos minutos. Cuando el primer
arreba-to de júbilo hubo pasado, los Korolev se dieron cuenta de que, aparte
de Volodia, se encontraba en el vestíbulo un hombrecillo más; envuelto con
pañuelos, chales y capuchas y cubierto de escar-cha, permanecía inmóvil en el
rincón; semioculto en la sombra arrojada por una gran shuba de piel de zorro colgada en el perchero.
-Volódechka,
¿y éste quién es? -preguntó la madre en un susurro.
-¡Ah! -se
dio cuenta Volodia. Tengo el honor de presentarles a mi compañero, Lentejov,
alumno de segundo año... Lo traje para que pase con nosotros las vacaciones de
invierno.
-¡Encantados!
¡Bien venido! -dijo el padre con alegría. Me disculpará usted, ando vestido de
entrecasa, sin levita... ¡Haga el favor! ¡Natalia, ayuda a desvestirse al señor
Lentejov! ¡Dios mío, llévense a este perro! ¡Es una calamidad!
Poco
después Volodia y su amigo Lentejov, aturdidos por el ruidoso recibimiento y
todavía sonrosados por el frío, se hallaban sentados a la mesa tomando té. El
sol de invierno, atravesando la nieve y los adornos de escarcha en las
ventanas, temblaba sobre el samovar y
bañaba sus límpidos rayos en la jofaina. El aire en la habitación estaba
templado, y los muchachos sentían en sus cuerpos las cosquillas que se hacían
el calor y el frío sin ganas de ceder uno al otro.
-¡Y bien,
pronto tendremos la Navidad !
-decía el padre con voz cantarina, armando un cigarrillo con el tabaco oscuro.
¿Y cuánto hace que era verano y tu madre lloraba, despidiéndote? Y ya estás de
vuelta... ¡El tiempo pasa rápido, amigo mío! ¡Señor Lentejov, coma, por favor,
sin ceremonias!...
Las tres
hermanas de Volodia, Katia, Sonia y Masha -la mayor tenía once años- sentadas
en la mesa, no apartaban las miradas de su nuevo conocido. Lentejov tenía la
misma edad y la estatura que Volodia, pero no era tan mofletudo ni tan blanco,
sino más bien delgado, de tez oscura y pecoso. Tenía el cabello erizado, unos
ojillos estrechos y los labios gruesos; en general, era muy feo y si no llevase
el uniforme de colegial se le hubiera podido tomar por el hijo de una cocinera.
Estaba sombrío, callaba durante todo el tiempo y no sonrió ni una sola vez.
Las niñas, mirándolo, comprendieron en seguida que debía ser una persona muy
inteligente e instruida. Continuamente pensaba en algo y tan ensimismado estaba
que, al preguntársele cualquier cosa, se estremecía, sacudía la cabeza y pedía
repetir la pregunta.
Las
chicas notaron que también Volodia, siempre alegre y locuaz, esta vez hablaba
poco, nunca sonreía y ni siquiera parecía alegrarse de estar en su casa.
Mientras tomaban té, sólo se dirigió a sus hermanas una vez y aun así,
empleando palabras extrañas. Señaló con el dedo el samovar y dijo:
-En
California, en lugar del té se toma gin.
También
él estaba ensimismado y, a juzgar por las miradas que cambiaba, de vez en
cuando con su amigo Lentejov, las ideas de los muchachos eran iguales.
Después
del té, todos se dirigieron al cuarto de niños. El padre y las chicas se
sentaron a la mesa y reanudaron el trabajo que había sido interrum-pido por la
llegada de los muchachos. Estaban haciendo flores y flecos de papel, de
distintos colores, para el árbol de Navidad. Era un trabajo ameno y ruidoso.
Cada nueva flor era recibida por las chicas con gritos de entusiasmo y hasta de
terror, como si esa flor hubiese caído del cielo; también el papá expresaba su
admiración, aunque a veces arrojaba las tijeras al suelo, enfadándose porque no
cortaban. La mamá entraba corriendo en el cuarto de niños con la cara muy
preocupada y preguntaba:
-¿Quién
se ha llevado mis tijeras? ¿Volviste a llevarte mis tijeras, Iván Nicolaich?
-¡Dios
mío, ni siquiera unas tijeras puede lle rse uno! -respondía Iván Nicolaich con
voz llorosa y, reclinándose sobre el respaldo de la silla, adoptaba la pose de
un hombre ofendido, a pesar de lo cual, un minuto después volvía a expresar su
entusiasmo.
En sus
llegadas anteriores Volodia tomaba parte en los preparativos para la Navidad o corría afuera
para ver al cochero y al pastor hacer la montaña de nieve, pero esta vez ni él
ni Lentejov prestaron atención al papel de colores y ni siquiera fueron al
establo, sino que se sentaron junto a la ventana y se pusieron a conversar en
susurro; luego abrieron el atlas geográfico y comenzaron a examinar un mapa.
-Primero
a Perm... -decía en voz baja Lentejov, de allí a Tiumen... luego a Tomsk...
luego... luego... Kamchatka... Desde allí los samoyedos nos transportarán en
sus botes a través del estrecho de Bering... Y ya estaremos en América. Allí
hay animales de piel fina.
-¿Y
California?
-California
está más abajo... Lo principal es llegar hasta América; una vez allí,
California no está lejos. En cuanto a la alimentación, la conseguiremos cazando
y asaltando.
Durante
todo el día, Lentejov eludía a las chicas y las miraba de reojo. Después del té
de la noche, lo dejaron solo con ellas por unos cinco minutos. Callar resultaba
incómodo. Tosió con severidad, frotó la mano izquierda con la palma derecha,
dirigió a Katia una mirada sombría y le preguntó:
-¿Leyó
usted a Mayne Reid?
-No, no
lo he leído... Escuche, ¿sabe usted patinar?
Sumergido
en sus pensamientos, Lentejov no contestó a la pregunta; haciendo fuerza infló las
mejillas y exhaló un suspiro tan hondo como si tuviera mucho calor. Miró una
vez más a Katia y dijo:
-Cuando
una bandada de bisontes corre a través de las pampas, la tierra se estremece,
mientras los mustangos, despavoridos, relinchan y dan coces.
Lentejov
esbozó una triste sonrisa y añadió:
-Sucede
también que los indios asaltan los trenes. Pero no hay nada peor que los
mosquitos y las termitas.
-¿Qué es
eso?
-Son una
especie de hormigas, pero con alas. Pican muy fuerte. ¿Sabe usted quién soy?
-El señor
Lentejov.
-No. Soy
Montigomo, Garra de Gavilán; soy el jefe de los invencibles.
Masha, la
más pequeña, miró al muchacho, luego a la ventana, tras la cual ya caía la
noche, y dijo, pensativa:
-Ayer
comimos lentejas.
Las
incomprensibles palabras de Lentejov, sus continuos y secretos coloquios con
Volodia y el hecho de que éste, en vez de jugar, se pasara el tiempo pensando
en algo, todo ello era misterioso y extraño. Y las dos chicas mayores, Katia y
Sonia, se pusieron a vigilar a los muchachos. Por la noche, cuando éstos
estaban por acostarse, las niñas se acercaron sigilosamente a la puerta y escucharon
su conversación. ¡Las cosas que descubrieron! Los muchachos se disponían a
escapar a América, para buscar oro; ya tenían todo preparado para el camino:
una pistola, dos cuchillos, galletas, un cristal de aumento para hacer fuego,
una brújula y cuatro rublos en efectivo. Se enteraron de que los muchachos
deberían recorrer varios miles de verstas
a pie, enfrentando por el camino a los tigres y a los salvajes; luego buscar el
oro y el marfil; matar a los enemigos, convertirse en piratas, beber gin y,
finalmente, casarse con beldades y explotar piantaciónes. Volodia y Lentejov
hablaban con entusiasmo, interrumpiéndose el uno al otro. Lentejov se titulaba
a sí mismo: «Montigomo, Gara de Gavilán» y a Volodia. Ten cuidado -dijo Katia a
su hermanita, antes de acostarse, no vayas a decir nada a mamá. Volodia nos va
a traer de América oro y marfil, pero si tú lo cuentas a mamá, no lo dejarán
ir.
En
víspera de la Nochebuena ,
Lentejov estuvo examinando durante todo el día el mapa de Asia, anotando algo
en su libreta, mientras Volodia, mustio e hinchado, como pinchado por una
abeja, vagaba por las habitaciones y se negaba a comer. Y hasta una vez, en el
cuarto de niños, se detuvo ante el icono, persignóse y dijo:
-¡Señor,
perdóname por mis pecados! ¡Señor, guarda a mi pobre y desdichada mamá!
Al
anochecer rompió a llorar. Antes de retirarse a dormir, abrazó largamente a su
padre, a su madre y a sus hermanas. Katia y Sonia sabían de qué se trataba,
pero Masha, la más pequeña, no comprendía nada, absolutamente nada y, mirando
a Lentejov, se quedaba pensativa y decía con un suspiro:
-El aya
dice que duante la Cuaresma
hay que comer guisantes y lentejas.
Al día
siguiente, Katia y Sonia se levantaron temprano para ver a los muchachos partir
a América. Con sigilo acercáronse a la puerta.
-¿De modo
que no quieres partir? -preguntaba Lentejov, enfa-dado. Díme, ¿no vienes?
-¡Dios
mío! -lloraba quedamente Volodia. ¿Cómo voy a marchar-me? Tengo lástima de mi
mamá.
-Hermano
carapálida, ven conmigo, te lo ruego... Me aseguraste que partirías, más aun,
fuiste tú quien propuso este viaje y ahora que hay que partir, te acobardas.
-No... no
me acobardo. Me da lástima mí mamá...
-Contéstame:
¿vienes o no? ,
-Sí,
pero... espera un poco. Tengo gana de quedarme unos días más en mi casa.
-¡En tal
caso me iré solo! -resolvió Lentejov. Me arreglaré sin ti. ¡Y todavía querías
cazar tigres, combatir! ¡Devuélveme mis cápsulas!
Volodia
se echó a llorar con tanta amargura que sus hermanas, detrás de la puerta, no
pudieron contenerse y lloraron también queda-mente. Sobrevino el silencio.
-¿De modo
que no vienes? -una vez más preguntó Lentejov.
-Sí... ya
voy.
-¡Pues,
vístete!
Y
Lentejov, para darle ánimos a Volodia, alabó a América, rugió como un tigre,
pitó como un barco de vapor, vituperó y prometió entregar a Volodia todo el
marfil y todas las pieles de tigre y de león.
Este
muchacho delgadito, de tez morena, de cabello erizado y con pecas, aparecía
ante las chicas como un ser notable, extraordinario. Era un héroe, un hombre
decidido y valiente y, además, rugía de tal manera que cualquiera que lo
escuchara detrás de la puerta podría pensar que era un tigre o un león.
Cuando
las chicas volvieron a su cuarto y comenzaron a vestirse, Katia, con los ojos
llenos de lágrimas, dijo:
-¡Ah,
tengo tanto miedo!
Hasta las
dos de la tarde todo estuvo tranquilo. Pero durante el almuerzo, se reveló de
repente que los muchachos no se encontraban en casa. Se mandó a buscarlos al
cuarto de peones, al establo, a la casa del mayordomo. No estaban. Tampoco
estaban- en la aldea. Más tarde, para la hora del té no habían vuelto aún; al
sentarse a cenar, la madre estaba muy preocupada y hasta se puso a llorar. Por
la noche se reanudó su búsqueda en la aldea; también fueron al río, con
faroles. ¡Se armó un alboroto tremendo...!
Al día
siguiente llegó un sargento de policía, y en el comedor se escribió un papel.
La madre lloraba.
Pero he
aquí que frente a la entrada se detuvo un trineo tirado por unaa troika de blancos caballos, envuelen un
vaho espeso.
-¡Llegó
Volodia! -gritó alguien en el patio.
-¡Llegó
Volódechka! -chilló Natalia, al entrar corriendo en el comedor.
¡Guau!
¡Guau! -ladró Milord con voz de bajo.
Resultó
que los muchachos habían sido detenidos en la ciudad, en una tienda donde
querían comprar pólvora. Apenas hubo entrado en el vestíbulo, Volodia se arrojó
al cuello de su madre, llorando. Las niñas, temblando y pensando con terror en
lo que iba a pasar, oyeron cómo el padre condujo a Volodia y a Lentejov a su
despacho y mantuvo con ellos una larga conversación; también habló la madre,
llorando.
-¡Estas
cosas no deben hacerse! -reprochó el padre-. Si en el colegio llegan a saberlo
-que Dios no lo permita- ustedes serán expulsados. ¡Y usted, señor Lentejov,
debería de tener vergüenza! Eso no está bien. Usted es el culpable y espero que
será castigado por sus padres. No se debe hacer estas cosas. ¿Dónde pasaron la
noche?
-En la
estación -respondió Lentéjov con orgullo.
Volodia
se metió en la cama y le pusieron en la cabeza una toalla mojada con vinagre.
Se mandó un telegrama y al día siguiente llegó una señora, la madre de
Lentejov, en busca de su hijo.
En el
momento de la partida, Lentejóv tenía una cara grave, soberbia, y,
despidiéndose de las chicas, no pronunció una sola palabra; pero tómó el
cuaderno de Katia y escribió, en recuerdo de su visita:
«Montigomo,
Garra de Gavilán.»
1.014. Chejov (Anton)
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