El
viejo banquero recordaba todo eso, pensando: «Mañana a las doce horas él
obtendrá su libertad. Según las condiciones, tendré que pagarle los dos
millones. Y si le pago, está todo perdido: estoy arruinado definitivamente...».
Quince
años antes no sabía cuántos millones tenía, mientras que ahora le daba miedo
preguntarse ¿qué era lo que más tenía: dinero o deudas? El imprudente juego en la Bolsa , las especulaciones
arriesgadas y el acaloramiento, del cual no pudo desprenderse ni siquiera en la
vejez, poco a poco fueron debilitando sus negocios y el osado, seguro y
orgulloso ricachón se transformó en un banquero de segunda clase, que temblaba
con cada alza o baja de valores.
-¡Maldita
apuesta! -farfullaba el viejo, agarrándose la cabeza. ¿Por qué no habrá muerto
este hombre? Sólo tiene cuarenta años. Me quitará lo último que tengo, se
casará, disfrutará de la vida, jugará en la Bolsa y yo, como un mendigo, lo miraré con
envidia y todos los días le oiré decir siempre lo mismo: «Le debo a usted la felicidad
de mi vida, permítame que le ayude». ¡No, esto es demasiado! ¡La única
salvación de la bancarrota y del oprobio está en la muerte de este hombre!
Dieron
las tres. El banquero aguzó el oído: todos dormían en la casa y sólo se oía el
rumor de los helados árboles detrás de las ventanas. Tratando de no hacer
ningún ruido, sacó de la caja fuerte la llave de la puerta que no se abría
durante quince años, se puso el abrigo y salió de la casa.
El
jardín estaba oscuro y frío. Llovía. Un viento húmedo y penetrante paseaba
aullando por todo el jardín y no dejaba en paz a los árboles. El banquero
esforzó la vista, pero no veía ni la tierra, ni las blancas estatuas, ni la
casita, ni los árboles. Se acercó entonces al lugar donde se hallaba la casita
y llamó dos veces al sereno. No hubo respuesta. Por lo visto, el sereno,
huyendo del mal tiempo, se refugió en la cocina o en el invernadero y se quedó
dormido.
«Si soy
capaz de llevar adelante mi propósito -pensó el viejo- la sospecha recaerá
antes que en nadie sobre el sereno.»
En la
oscuridad tanteó los escalones y la puerta y entró en el vestíbulo de la
casita; luego penetró a tientas en el pequeño pasillo y encendió un fósforo.
Allí no había nadie. Vio una cama sin hacer y una oscura estufa de hierro en un
rincón. Los sellos en la puerta que conducía al cuarto del recluido estaban
intactos.
Cuando
la cerilla se había apagado, el viejo, temblando de emoción, miró por la
ventanilla.
La
opaca luz de una vela apenas iluminaba la habitación del recluido. Éste estaba
sentado junto a la mesa. Sólo se veían su espalda, sus cabellos y sus manos.
Sobre la mesa, en dos sillones y sobre la alfombra, junto a la mesa, había
libros abiertos.
Transcurrieron
cinco minutos y el prisionero no se movió ni una sola vez. La reclusión de
quince años le había enseñado a permanecer inmóvil. El banquero golpeó con el
dedo en la ventanilla, pero el recluido no hizo ningún movimiento. Entonces el
banquero arrancó cuidadosamente los sellos de la puerta e introdujo la llave en
la cerradura. Se oyó un ruido áspero y el rechinar de la puerta. El banquero
esperaba el grito de sorpresa y los pasos, pero al cabo de tres minutos el
silencio detrás de la puerta seguía inalterable. Decidió entonces entrar en la
habitación.
Junto a
la mesa estaba sentado, inmóvil, un hombre que no parecía una persona común.
Era un esqueleto, cubierto con piel, con largos bucles femeninos y enmarañada
barba. El color de su cara era amarillo, con un matiz terroso; tenía las
mejillas hundidas, espalda larga y estrecha, y la mano que sostenía su melenuda
cabeza era tan delgada que daba miedo mirarla. Sus cabellos ya estaban
salpicados por las canas, y a juzgar por su cara, avejentada y demacrada, nadie
creería que sólo tenía cuarenta años. Dormía... Delante de su inclinada cabeza,
se veía sobre el escritorio una hoja de papel, en la cual había unas líneas
escritas con letra menuda.
«¡Miserable!
-pensó el banquero. Duerme y, probablemente, sueña con los millones. Pero si yo
levanto este semicadáver, lo arrojo sobre la cama y lo aprieto un poco con la
almohada, el más minucioso peritaje no encontrará signos de una muerte
violenta. Pero leamos primero estas líneas...».
El
banquero tomó la hoja y leyó lo siguiente: «Mañana, a las doce horas del día,
recupero la libertad y el derecho de comunicarme con la gente. Pero antes de
abandonar esta habitación y ver el sol, considero necesario decirle algunas
palabras. Con la conciencia tranquila y ante Dios que me está viendo, declaro
que yo desprecio la libertad, la vida, la salud y todo lo que en sus libros se
denomina bienes del mundo.
»Durante
quince años estudié atentamente la vida terrenal. Es verdad, yo no veía la
tierra ni la gente, pero en los libros bebía vinos aromáticos, cantaba
canciones, en los bosques cazaba ciervos y jabalíes, amaba mujeres... Beldades,
leves como una nube, creadas por la magia de sus poetas geniales, me visitaban
de noche y me susurraban cuentos maravillosos que embriagaban mi cabeza. En sus
libros escalaba las cimas del Elbruz y del Monte Blanco y desde allí veía salir
el sol por la mañana mientras al anochecer lo veía derramar el oro purpurino
sobre el cielo, el océano, las montañas; veía verdes bosques, prados, ríos,
lagos, ciudades; oía el canto de las sirenas y el son de las flautas de los
pastores; tocaba las alas de los bellos demonios que descendían para hablar
conmigo acerca de Dios... En sus libros me arrojaba en insondables abismos,
hacía milagros, incendiaba ciudades, profesaba nuevas religiones, conquistaba
imperios enteros...
»Sus
libros me dieron la sabiduría. Todo lo que a través de los siglos iba creando
el infatigable pensamiento humano está comprimido cual una bola dentro de mi
cráneo. Sé que soy más inteligente que todos vosotros.
»Y yo
desprecio sus libros, desprecio todos los bienes del mundo y la sabiduría. Todo
es miserable, perecedero, fantasmal y engañoso como la fatal morgana. Qué
importa que sean orgullosos, sabios y bellos, si la muerte los borrará de la
faz de la tierra junto con las ratas, mientras que sus descendientes, la historia,
la inmortalidad de sus genios se congelarán o se quemarán junto con el globo
terráqueo.
»Ustedes
han enloquecido y marchan por un camino falso. Toman la mentira por la verdad,
y la fealdad por la belleza. Se quedarían sorprendidos si, en virtud de algunas
circunstancias, sobre los manzanos y los naranjos, en lugar de los frutos,
crecieran de golpe las ranas y los lagartos o si las rosas comenzaran a exhalar
un olor a caballo transpirado; así me asombro por ustedes que han cambiado el
cielo por la tierra. No quiero comprenderlos.
»Para
mostrarles de hecho mi desprecio hacia todo lo que representa la vida de
ustedes, rechazo los dos millones, con los cuales había soñado en otro tiempo,
como si fueran un paraíso, y a los que desprecio ahora. Para privarme del
derecho de cobrarlos, saldré de aquí cinco horas antes del plazo establecido y
de esta manera violaré el convenio...».
Después
de leer la hoja, el banquero la puso sobre la mesa, besó al extraño hombre en
la cabeza y salió de la casita, llorando. En ningún momento de su vida, ni aún
después de las fuertes pérdidas en la
Bolsa , había sentido tanto desprecio por sí mismo como ahora.
Al volver a su casa, se acostó enseguida, pero la emoción y las lágrimas no lo
dejaron dormir durante un buen rato...
A la
mañana siguiente llegaron corriendo los alarmados serenos y le comunicaron
haber visto que el hombre de la casita bajó por la ventana al jardín, se
encaminó hacia el portón y luego desapareció. Junto con los criados, el
banquero se dirigió a la casita y comprobó la fuga del prisionero. Para no
suscitar rumores superfluos, tomó de la mesa la hoja con la renuncia y, al
regresar a casa, la guardó en la caja fuerte.
1.014. Chejov (Anton)
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