En el desayuno del día siguiente
sirvieron unas tortitas deliciosas, cangrejos de río y chuletas de carnero, y
mientras nos desayunábamos subió Nikanor, el cocinero, a preguntar qué
deseaban los visitantes para la comida. Era hombre de mediana estatura, rostro
abotagado y ojos pequeños, totalmente rasurado, y parecía que su bigote no
había sido afeitado sino arrancado de cuajo.
Aiyohin dijo que la bella
Pelageya estaba enamorada de este cocinero. Como era un borrachín y de carácter
violento, ella no quería casarse con él, pero estaba dispuesta a vivir con él
así. Él, sin embargo, era muy devoto, y sus sentimientos religiosos no le
permitían vivir "así"; insistía, pues, en el casamiento y no quería
vivir de otro modo; y cuando estaba ebrio la regañaba y hasta le pegaba. Cuando
estaba ebrio ella se escondía en el piso de arriba y rompía a llorar; entonces
Aiyohin y la servidumbre se quedaban en la casa a fin de defender a la
muchacha.
Se empezó a hablar del amor.
-Cómo nace el amor -dijo Aiyohin,
por qué Pelageya no se ha enamorado de alguien más semejante a ella en
cualidades internas y externas, y por qué se ha enamorado precisamente de ese
Nikanor, de esa jeta -aquí todos le llamamos "el Hocico", en qué
medida entran en el amor factores importantes de felicidad personal... todo eso
es desconocido y sobre ello se puede discutir todo lo que se quiera. Hasta
ahora se ha dicho del amor sólo una verdad inconclusa, a saber, que es "el
gran misterio"; todo lo demás que se ha dicho y escrito sobre el amor no
es una solución sino sólo una formulación de problemas que quedan sin resolver.
La explicación que podría aplicarse a un caso no es aplicable a una docena de
otros; más valdría, a mi modo de ver, explicar cada caso por separado sin
meterse en generalizaciones. Cada caso específico, como dicen los médicos, debe
ser individualizado.
-Esa es la pura verdad -asintió
Burkin.
-A nosotros, los rusos bien
educados, nos atraen estas cuestiones irresolubles. De ordinario, el amor es
poetizado, adornado de rosas, de ruiseñores; pero nosotros los rusos
engalanamos nuestro amor con esas cuestiones funestas, escogiendo además las
menos interesantes. En Moscú, cuando yo era todavía estudiante, estuve viviendo
con una chica, muchacha encantadora, quien cada vez que la tomaba en mis brazos
pensaba en cuánto le daría mensualmente para gastos de la casa y en cuánto
costaría ahora la carne de vaca. Del mismo modo, cuando nosotros estamos
enamorados no cesamos de preguntar-nos si nuestro amor es honesto o deshonesto,
inteligente o estúpido, a dónde nos llevará, etcétera, etcétera. Sí tal cosa es
buena o mala no lo sé, pero lo que sí sé es que eso es un obstáculo, un motivo
de insatisfacción e irritación.
Por lo que decía daba la
impresión de querer contar algo. Las personas que viven solas llevan por lo
común en la mente algo de que de buena gana quisieran hablar. En la ciudad los
solteros visitan casas de baños y restaurantes sólo para ver si encuentran a
alguien con quien pegar la hebra, y a veces relatan historias sumamente
interesantes a los empleados de las casas de baños o a los camareros. En el
campo, por otra parte, se desahogan con sus visitantes. En ese momento se veía
por la ventana un cielo gris y árboles empapados de lluvia; en tiempo así no se
podía ir a sitio alguno y no quedaba otro remedio que contar y escuchar
historias.
-Vivo en Sofino y soy agricultor
desde hace largo tiempo -empezó diciendo Aiyohin, o sea, desde que terminé mis
estudios en la universidad. Por educación y poco apego al trabajo manual,
diríase que por inclinación, soy hombre de estudio. Pero cuando vine aquí
pesaba sobre la finca una enorme hipoteca, y como mi padre se había endeudado
en parte por lo mucho que había gastado en mi educación, decidí no irme de aquí
y ponerme a trabajar hasta pagar la deuda. Así lo hice y comencé a trabajar en
la finca, confieso que no sin cierta repugnancia. El terreno este no produce
mucho y para que su cultivo no resulte en pérdidas es menester utilizar el
trabajo de siervos o jornaleros, lo que viene a ser igual, o convertirse uno
mismo en campesino juntamente con su familia. No hay término medio. Pero por
aquel entonces yo no me metía en tales sutilezas. No dejé intacta una sola
pulgada de tierra; reuní a todos los campesinos, hombres y mujeres, de las
aldeas circundantes, y el trabajo cundió de lo lindo. Yo mismo araba, sembraba,
segaba, trabajo que me resultaba aburrido, me enfurruñaba del asco que sentía,
como gato de aldea obligado por el hambre a comer pepinos en la huerta. Me dolía
el cuerpo y dormía de pie.
Al principio creí que podría
conciliar fácilmente esta vida de trabajo físico con mis aficiones culturales;
para ello -me decía- bastaba mantener en la vida un cierto orden externo. Me
Ínstale en este piso de arriba, en las mejores habitaciones, dispuse que
después del almuerzo y la comida me sirvieran café y licores, y leía en la cama
El Heraldo de Europa todas las noches. Pero un día vino a visitarme nuestro
sacerdote, el padre Iván, y de una sentada se bebió todos mis licores. El
Heraldo de Europa también pasó a manos de las hijas del sacerdote, porque en el
verano, sobre todo durante la siega del heno, yo no podía siquiera arrastrarme
hasta la cama sino que me quedaba dormido en un trineo que había en el pajar o
en cualquier cabaña del bosque. ¿De ese modo cómo iba a pensar en leer? Poco a
poco me fui yendo al piso de abajo, empecé a comer en la cocina de la
servidumbre, y del lujo anterior sólo quedan los criados que servían a mi padre
y a quienes me da pena despedir.
En los primeros años me eligieron
aquí juez de paz honorario. De vez en cuando tenía que ir a la ciudad y tomar
parte en las sesiones del juzgado de paz y del tribunal del distrito; eso me
entretenía. Cuando uno ha estado viviendo dos o tres meses sin salir de aquí,
sobre todo en el invierno, acaba por echar de menos la levita negra. Y en el
tribunal del distrito había levitas, y uniformes, y fracs que llevaban los
juristas, todos ellos hombres cultos con quienes se podía hablar. Después de
haber dormido en un trineo y comido en la cocina, el hecho de sentarse en un
sillón, con ropa limpia, en zapatos blandos, con la cadena del cargo al
pecho... ¡vaya lujo!
En la ciudad me recibían
cordialmente e hice amistades con facilidad. Y de todas éstas la más íntima y,
a decir verdad, la más agradable para mí fue la que entablé con Luganovich,
ayudante del presidente del tribunal del distrito. Ustedes dos lo conocen:
persona sumamente encantadora. Esto fue inmediatamente después de aquel caso
famoso de incendio premeditado. La investigación preliminar había durado dos
días y estábamos agotados. Luganovich me miró y dijo:
-¿Sabe lo que le digo? Que se
venga a comer conmigo.
Aquello era inesperado, ya que yo
conocía poco a Luganovich; sólo oficialmente. Nunca había estado en su casa.
Pasé un momento por la habitación del hotel para mudarme de ropa y fui a la
comida. Y allí se me ofreció la ocasión de conocer a Anna Alekseyevna, esposa
de Luganovich. Ella era entonces muy joven todavía, tendría no más de veintidós
años, y hacía seis meses que había dado a luz a su primer niño. Esto es ya agua
pasada; ahora me costaría trabajo puntualizar qué era exactamente lo que en
ella había de extraordinario, lo que tanto me gustó; pero entonces, en la
comida, todo ello me resultaba clarísimo: veía a una mujer joven, hermosa,
bondadosa, inteligente, fascinante, una mujer como no había visto nunca antes.
En ese momento tuve la sensación
de que aquél era un ser muy allegado a mí y ya conocido, como si ya antes,
largo tiempo atrás, en mi infancia, hubiese visto precisamente ese rostro, esos
ojos inteligentes y atractivos en un álbum que tenía mi madre encima de la
cómoda.
En el asunto del incendio
intencionado los procesados eran cuatro judíos acusados de conjura, en mi
opinión sin fundamento alguno. Durante la comida estuve muy agitado e incómodo.
No recuerdo lo que dije, sólo que Anna Alekseyevna sacudía de continuo la
cabeza y decía al marido:
-Dmitri, ¿cómo puede suceder tal
cosa?
Luganovich era una de esas
personas sencillas y de buena índole que se aterran a la opinión de que cuando
un individuo es procesado ello significa que es culpable, y de que sólo cabe
expresar dudas sobre la justicia de una sentencia documentalmente y según los
preceptos legales, pero no durante una comida y en conversación privada.
-Ni usted ni yo somos culpables
de un delito de incendio intencionado -apuntó mansamente, y ya ve usted que no
estamos procesados ni estamos en la cárcel.
Los dos, marido y mujer, trataron
de hacerme comer y beber lo más posible. Por algún detalle, por la manera, por
ejemplo, en que ambos preparaban juntos el café y el modo en que se entendían
con medias palabras, colegí que vivían en paz y buena compañía y se alegraban
de tener a un invitado. Después de la comida tocaron el piano a cuatro manos; luego
llegó el anochecer y yo me volví al hotel. Esto ocurrió a comienzos de la
primavera. Pasé el verano entero en Sofino, sin salir de allí, y ni siquiera
tuve tiempo para pensar en la ciudad, pero el recuerdo de aquella mujer rubia y
juncal permaneció fijo en mi mente durante todo ese tiempo. No pensaba en ella,
pero era como si su leve sombra estuviese alojada en mí alma.
En las postrimerías del otoño se
dio en la ciudad una función teatral con fines benéficos. Entré en el palco del
gobernador (en el entreacto me habían invitado a hacerlo); allí vi a Anna
Alekseyevna sentada junto a la esposa del gobernador; y de nuevo tuve la misma
impresión, irresistible y sorprendente, de belleza, de ojos hermosos y
acariciantes, y la misma sensación de proximidad. Me senté junto a ella y luego
salimos al vestíbulo.
-Ha adelgazado usted -me dijo.
¿Ha estado enfermo?
-Sí, he tenido reuma en el
hombro, y en tiempo lluvioso duermo mal.
-Tiene cara de fatiga. En la
primavera, cuando vino a comer con nosotros, parecía usted más joven, más
brioso. Estaba entonces animado y hablaba mucho; era usted persona muy
interesante, y confieso que me fascinó un poco. Por alguna razón he pensado en
usted a menudo durante el verano, y hoy cuando me preparaba a venir al teatro
se me ocurrió que quizá lo vería.
Y rompió a reír.
-Pero hoy tiene cara de fatiga
-dijo de nuevo. Eso le hace parecer más viejo.
Al día siguiente almorcé en casa
de los Luganovich. Después del almuerzo salieron para su casa de verano a fin
de cerrarla para el invierno. Fui con ellos. Con ellos también volví a la
ciudad, y a medianoche estuvimos bebiendo té en un ambiente de hogareña
tranquilidad, ante el fuego de la chimenea y mientras la joven madre iba con
frecuencia a ver si dormía su hija. Después de esto, cada vez que iba a la
ciudad nunca dejaba de ir a ver a los Luganovich. Se acostumbraron a mí y yo me
acostumbré a ellos. Por lo común iba a verlos sin anunciárselo, como si fuera
miembro de la familia.
-¿Quién está ahí? -preguntaba
desde una habitación lejana una voz pausada que se me antojaba tan hermosa.
-Es Pavel Konstantinych
-respondía la doncella o la niñera.
Anna Alekseyevna salía a verme
con cara de alarma y me preguntaba siempre:
-¿Por qué no lo hemos visto en
tanto tiempo? ¿Le ha sucedido algo?
Su mirada, la mano fina y
elegante que me alargaba, su vestido casero, su peinado, su voz, sus pasos,
todo producía siempre en mí la misma impresión de algo nuevo y extraordinario,
de algo muy significativo en mi vida. Hablábamos largo rato y largo rato
callábamos, cada uno pensando sus propios pensamientos; o bien ella se sentaba
a tocar el piano para mí. Si no había nadie en casa me quedaba allí esperando,
hablando con la niñera, jugando con la niña, o me recostaba en el diván turco
del despacho para leer el periódico. Y cuando volvía Anna Alekseyevna, salía al
vestíbulo a recibirla, recogía todas las compras que había hecho y por alguna
razón cargaba con esas compras con tanto amor, con tanta solemnidad como si
fuera un muchacho.
Hay un refrán que dice: "A
la vieja todo le era fácil, por lo que se compró un cerdo". A los
Luganovich todo les era fácil, por lo que entablaron amistad conmigo. Si pasaba
mucho tiempo sin que yo fuera a la ciudad, ello quería decir que estaba enfermo
o que me había ocurrido algo, por lo que ambos quedaban sumamente preocupados.
Les preocupaba que yo, hombre culto, conocedor de lenguas, en vez de dedicarme
a la erudición o la literatura, viviera en el campo, anduviera de la ceca a la
meca, trabajara mucho y nunca tuviera un ochavo. Creían que no era feliz, que
hablaba, reía y comía sólo para ocultar mis penas; y hasta cuando estaba
alegre, cuando me sentía bien, notaba que clavaban en mí miradas inquisitivas.
Mostraban especial ternura cuando me hallaban en verdaderas dificultades,
cuando me apremiaba algún acreedor o no podía pagar a tiempo una deuda. Ambos,
marido y mujer, susurraban algo junto a la ventana, luego se acercaban a mí y
me decían con voz grave:
-Si necesita usted dinero en este
momento, Pavel Konstantinych, mi mujer y yo le rogamos que no se avergüence de
pedírnoslo prestado.
Y se le ponían las orejas
coloradas de la agitación que sentía. O bien, después de hablar en voz baja
junto a la ventana, se me acercaba con las orejas coloradas y decía:
-Mi mujer y yo le rogamos que acepte
este regalo. Y me daban botones de camisa, una pitillera o una lámpara; y yo
por mí parte les mandaba de mi finca pollos, mantequilla y flores. A propósito,
ambos eran personas adineradas. En los primeros días, y a menudo, pedía dinero
prestado donde podía, sin cuidarme mucho de a quién se lo pedía, pero por nada
del mundo se lo hubiera pedido a los Luganovich. En fin, ¿para qué hablar de
ello?
No me sentía feliz. En casa, en
el campo, en el pajar, pensaba en ella, tratando de comprender el misterio de una
mujer joven, hermosa e inteligente que se había casado con un hombre tan poco
Interesante, casi un viejo (el marido pasaba de los cuarenta), y había tenido
hijos de él; trataba de comprender el misterio de ese hombre insulso, bonachón,
ingenuo, que juzgaba las cosas con tan fastidioso buen sentido, que en bailes y
veladas se apegaba a las gentes de pro, distraído, superfluo, con semblante
respetuoso, apático, como si le hubieran traído allí para ponerle en venta,
hombre que no obstante se creía con derecho a ser feliz y tener hijos de ella;
y yo seguía empeñado en comprender por qué ella había conocido precisamente a
él antes que a mí, y por qué había ocurrido en nuestras vidas tan horrible
equivocación.
Y cada vez que llegaba a la
ciudad veía en los ojos de ella que me había estado esperando; y ella me
confesaba que desde esa mañana había tenido un presentimiento raro, había
adivinado que yo vendría.
Hablábamos largo y tendido,
callábamos y no nos confesábamos nuestro amor, sino que lo disimulábamos tímida
y celosamente. Temíamos todo cuanto pudiese revelar nuestro secreto aun a
nosotros mismos. Yo la amaba tierna y hondamente, pero reflexio-naba y me
preguntaba a qué podría conducir nuestro amor si no teníamos fuerza bastante
para luchar contra él. Me parecía increíble que este amor mío callado y triste
pudiera, de pronto y brutalmente, romper el curso feliz de la vida de su
marido, de sus hijos, de todo aquel hogar en que tanto me querían y tanto
confiaban en mí. ¿Sería ése un proceder honrado? Ella me seguiría, pero ¿a
dónde? ¿A dónde podría llevarla? Otra cosa sería si mi vida hubiera sido bella
e interesante, si yo, por ejemplo, hubiera estado luchando por la liberación de
mi patria, o fuera un erudito famoso, un actor, un artista. Pero tal como estaban
las cosas sería trasladarla de una vida monótona a otra tan monótona o más que
la otra. ¿Y cuánto tiempo duraría nuestra felicidad? ¿Qué sería de ella si yo
cayera enfermo, o muriera, o simplemente si dejáramos de amarnos?
Y ella, por lo visto, reflexionaba
de igual modo. Pensaba en el marido, en los hijos, y en su madre, quien quería
al yerno como a un hijo. Si se rendía a sus sentimientos tendría que mentir o
decir la verdad, y en su situación lo uno y lo otro serían casos igualmente
embarazosos y terribles. Le atormentaba la pregunta de si su amor me procuraría
la felicidad, de si no me complicaría la vida, ya de suyo bastante dura y llena
de toda suerte de apuros. Le parecía que no era bastante joven para mí, lo
bastante laboriosa y enérgica para empezar una nueva vida. Y a menudo decía al
marido que debería casarme con una muchacha honrada e inteligente que fuera una
buena ama de casa y una compañera que me sirviera de ayuda y al momento
agregaba que una muchacha así a duras penas podría encontrarse en toda la
ciudad.
Mientras tanto iban pasando los
años. Anna Alekseyevna tenía ya dos niños. Cuando yo iba a casa de los
Luganovich los criados me sonreían cordialmente, los niños gritaban que había
llegado el tío Pavel Konstantinych y se me colgaban al cuello. Todo el mundo se
alegraba. No compren-dían lo que yo llevaba dentro de mí y creían que yo
también estaba alegre. Todos veían en mí a un sujeto caballeroso, y todos
ellos, personas mayores y niños, tenían la impresión de que el que iba y venía
por la habitación era, en efecto, un sujeto caballeroso. Ello daba a sus
relaciones conmigo un encanto singular, como si mi presencia en sus vidas fuese
también más pura y hermosa. Anna Alekseyevna y yo íbamos juntos al teatro,
siempre a pie. Nos sentábamos juntos, nuestros hombros se tocaban. Yo, sin
decir nada, tomaba de sus manos los gemelos y en ese momento sentía que ella
estaba muy cerca de mí, que era mía, que no podíamos vivir uno sin el otro.
Pero no sé por qué incomprensión,
cuando salíamos del teatro siempre nos despedíamos y separábamos como si
fuéramos extraños. Sabe Dios lo que la gente de la ciudad estaría ya diciendo
de nosotros, pero en ello no había ni pizca de verdad.
Últimamente Anna Alekseyevna iba
a menudo a estar con su madre o con su hermana. Empezó a mostrarse desalentada,
consciente de que su vida era insatisfactoria, de que la había mal-gastado; y
entonces no quería ver ni al marido ni a los hijos. Estaba en tratamiento por
trastornos nerviosos.
Seguíamos sin decirnos nada, y en
presencia de extraños ella me mostraba una inexplicable irritación.
Bastaba que yo dijese cualquier
cosa para que ella expresara su desacuerdo, y si yo discutía con alguien ella se
ponía de parte de mi rival. Sí dejaba caer algo, ella comentaba fríamente:
-Enhorabuena.
Si olvidaba los gemelos cuando
íbamos al teatro me decía después:
-Ya sabía yo que los olvidaría.
Por fortuna o desdicha no hay
nada en nuestra vida que no acabe tarde o temprano. Llego el momento en que
hubimos de separarnos, ya que Luganovich recibió un nombramiento en una de
nuestras provincias occidentales. Tuvieron que vender los muebles, los
caballos, la casa de verano. Cuando fuimos a ésta y luego cuando, al alejarnos
de ella, nos volvimos para echar un último vistazo al jardín y al techo verde,
la tristeza se apoderó de todos nosotros y yo comprendí que había llegado la
hora de des-pedirse y no sólo de la casa de campo. Quedó acodado que a fines de
agosto iría Anna Alekseyevna a Crimea por mandato de los médicos, y que poco
después Luganovich y los niños saldrían para la provincia occidental.
Había venido mucha gente a
despedir a Anna Alekseyevna. Cuando dijo adiós a su marido y sus hijos y sólo
quedaba un instante para el tercer toque de campana, corrí a su compartimiento
para poner en la red de equipajes una cesta de la que estaba a punto de
olvidarse; y fue necesario despedirme de ella. Cuando allí, en el
comprar-timiento, nuestros ojos se encontraron, nuestra resistencia espiritual
se vino abajo. La abracé, ella apretó su cabeza contra mi pecho y rompió a
llorar. Besando su rostro, sus hombros, sus manos húmedas de llanto -¡ay, qué
desventurados éramos los dos!, le confesé mí amor, y con ardiente dolor de
corazón comprendí cuan inútil, mezquino y engañoso había sido todo lo que había
Impedido que nos amásemos.
Comprendí que cuando se ama y se
reflexiona sobre ese amor se debe comenzar por lo que es más alto, por lo que
es más importante que la felicidad o la desdicha, que el pecado o la virtud en
su sentido habitual, o bien no reflexionar en absoluto. La abracé por última
vez, le apreté la mano y nos separamos para siempre.
El tren había arrancado ya. Pasé
al compartimiento contiguo -estaba vacío- y me senté en él llorando hasta la
estación siguiente. Desde allí volví a pie a Sofino.
Mientras Aiyohin contaba esta
historia había cesado de llover y salido el sol. Burkin e Ivan Ivanych salieron
al balcón, desde donde se disfrutaba de una hermosa vista del jardín y el río,
que ahora, iluminado por el sol, brillaba como un espejo. La estuvieron
admirando, a la vez que lamentaban que este hombre de ojos bondadosos e
inteligentes, que les había contado su historia con tanta sencillez, tuviera
que dar vueltas como una veleta en esta finca enorme, en vez de dedicarse a
algún trabajo de erudición u ocuparse en cualquier otra cosa que hubiera hecho
su vida más agradable. Y pensaban en el rostro afligido de Anna
Alekseyevna cuando él se despedía
de ella en el compartimiento y le besaba la cara y los hombros. Los dos habían
tropezado con ella en la ciudad, y Burkin la había conocido personalmente y la
juzgaba hermosa.
1.014. Chejov (Anton)
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