Burkin tosió, hizo una corta pausa, encendió su
pipa apagada, miró a la Luna
y continuó:
-Sí, todos éramos personas instruidas,
inteligentes, que habíamos leído a Turguenef, a Tolstoi, a Bucles, etc., y, sin
embargo, nos inclinábamos ante Belikov. Hay cosas extrañas...
Vivía en la misma casa que yo y en el mismo piso.
Nos veíamos con frecuencia, y yo conocía su vida íntima. En su casa se mantenía
igualmente fiel a sus costumbres.
Vestía siempre una bata y se tocaba con un gorro.
No abría nunca los postigos de las ventanas, y tenía las puertas cerradas con
innumerables cerrojos. Y él mismo, sometíase a restricciones, a prohibiciones,
temeroso de consecuencias enojosas. Los días de ayuno no comía nada de lo
prohibido por la Iglesia
y se contentaba con pescado; no tenía criada, por temor a que le achacasen
relaciones íntimas con ella; un viejo sesentón, borracho y tímido, le guisaba y
le hacía todos los servicios domésticos. Se llamaba Afanasy. Solía permanecer
horas y horas a la puerta de la habitación de Belikov cruzadas las manos sobre
el pecho y murmurando cosas como la siguiente:
-¡Dios mío, cuánta gente sospechosa hay!
Y al decir esto lanzaba un gran suspiro.
La alcoba de Belikov era pequeñísima, y el profesor
parecía en ella guardado en una caja.
Cuando se acostaba tapábase hasta la cabeza con
la sábana. Hacía calor; silbaba fuera el viento; se oía en la cocina gruñir y suspirar
a Afanasy. Y Belikov, bajo la sábana, tenía miedo. Tenía miedo de Afanasy, a
quien se le podía ocurrir la idea de matarle; tenía miedo de los ladrones. Toda
la noche le atormentaban pesadillas. Por la mañana llegaba al colegio, sombrío
y pálido. El colegio, con sus centenares de alumnos y sus numerosos profesores,
le daba miedo: hubiera preferido continuar solo, encerrado en su concha.
-¡Dios mío, qué ruido! -decía para justificar su
mal humor. ¡Esto es abominable!
Cosa asombrosa, inverosímil: ¡aquel hombre enfundado
estuvo una vez a punto de casarse!
Burkin hizo una nueva pausa, se envolvió en una
nube de humo y prosiguió:
-¡Sí, como lo oye usted, a punto de casarse!
-¡No, usted bromea! -contestó Iván Ivanovich.
-¡Palabra de honor! Mire uste cómo fue.
Un día llegó a la ciudad un nuevo profesor de
Geografía e Historia, un tal Mijail Savich
Kovalenko.
Lo acompañaba su hermana, llamada Vasia. Eran de
origen ucranio; el hermano era un mocetón, joven aún, muy moreno, con unas
manos enormes; sólo con mirarle se adivinaba que tenía voz de bajo, y, en
efecto, cuando hablaba, su voz parecía salir de un tonel vacío: «bu-bu-bu...»
La hermana era mayor, de unos treinta años, también muy alta, morena, de ojos
negros, de mejillas sonrosadas; en fin, una muchacha muy apetitosa.
Hablaba por los codos, era muy risueña, cantaba
canciones ucranias.
Daba gusto oír su risa franca y alegre: ¡ja, ja,
ja!
Conocimos a los Kovalenko en un baile que dio el
director del colegio con motivo de su cumpleaños. Entre los profesores, de
aspecto severo, que se conducían incluso en los bailes como si cumpliesen un
penoso deber, aquella señorita parecía una Afrodita, surgida de las espumas del
mar. Reía, bailaba, animaba el salón con la música de su voz sonora. Nos cantó
algunas canciones ucranias. En fin, nos encantó a todos, sin exceptuar a
Belikov. El profesor se sentó junto a ella y le dijo, con una sonrisa suave:
-La lengua ucrania, por su sonoridad y su melodía,
se parece a la lengua griega.
Aquello le halagó a Varenka, que empezó a hablarle,
con énfasis y entusiasmo, de su casa en Ucrania; de su madre, que vivía allí;
de las sandías, de los pepinos y de otras exquisiteces que se criaban en su
huerto. No se criaban por aquí cosas tan exquisitas.
-¡Y si viera usted qué magnífica sopa de legumbres
comemos en nuestra bella Ucrania!
Oyendo su conversación se nos ocurrió a todos, de
pronto, la misma idea:
-¡Y si los casáramos! -me dijo, por lo bajo, la
mujer del director.
Diríase que hasta aquella noche no habíamos parado
mientes en el celibato de Belikov.
Estábamos asombrados de no haber pensado hasta
entonces en aquel aspecto de su vida íntima. ¿Qué opinión tendría de la mujer? ¿Cómo
resolvería tan grave problema? Hasta aquel momento no nos habíamos hecho tales preguntas,
acaso creyendo imposible que un hombre que llevaba en todo tiempo chanclos y se
ocultaba temeroso en su concha pudiera enamorarse.
-Hace mucho tiempo que él ha pasado de los
cuarenta; ella tiene treinta años –añadió la directora. Creo que se casaría con
él muy gustosa.
¡Dios mío, cuántas tonterías, cuántas estupideces
se hacen en provincias sólo para pasar el rato; cuántas cosas inútiles, y a
veces absurdas, se inventan sin otra razón que no tener qué hacer! ¿Cómo
demonios se nos ocurrió la idea de casar a Belikov, a quien ni siquiera se
podía uno imaginar en el papel de marido, de padre de familia? Y no obstante, todo
el mundo se aplicó con ardor a la realización del proyecto. La directora, la
inspectora y las mujeres de los profesores se animaron de pronto, y hasta se
embellecieron, como si hubieran encontrado súbitamente un ideal que llenase su
vida.
Algunos días después la directora tomó un palco en
el teatro e invitó a Belikov y a Varenka.
Varenka, haciéndose aire con el abanico, parecía
feliz, alegre; él estaba tan abatido y asustado, que diríase que acababa de ser
sacado de su casa a tirones.
Transcurridas algunos días más las señoras se
empeñaron en que yo diese un baile en mi casa e invitase a Belikov y a Varia.
Habíamos adquirido la certidumbre de que Varenka
se casaría gustosísima con Belikov, con tanto más motivo cuanto que no era muy feliz
en casa de su hermano, que era un buen muchacho, pero tenía la manía de
discutir acerca de todo. Hermano y hermana se pasaban la vida entregados a
acaloradas discusiones, que ni en la calle interrumpían. He aquí, por ejemplo,
una escena: Kovalenko, el mocetón robusto, engalanado con una camisa ucrania
bordada, desbordante bajo el sombrero la espesa cabellera, marchaba junto a su
hermana, en una mano un paquete de libros, en la otra un grueso bastón, espanto
de los perros. Ella también llevaba en la mano unos libros.
-Pero, Miguelito, estoy segura de que no has
leído ese libro. ¡Te juro que no lo has leído! -decía ella en voz tan alta, que
se le oía desde la otra acera.
-¡Y yo te digo que lo he leído! -gritaba el hermano,
golpeando el suelo con el bastón.
-¡Dios mío, no comprendo por qué te enfadas, Miguel!
No es una discusión de principios, y debías oírme con calma.
-¡Pero si estoy diciéndote que no he leído ese
libro y tú te emperras en lo contrario!...
En casa ocurría lo mismo: disputaban, gritaban, se
enfadaban, sin que la presencia de personas extrañas los contuviese.
Era muy natural que a Varia la aburriese una vida
así. Soñaba con fundar un hogar propio. Además, como ya no era joven, casi había
perdido la esperanza de casarse, y aceptaría el matrimo-nio con cualquiera,
aunque fuera con Belikov.
Lo cierto es que se mostraba propicia a nuestro
proyecto, y dejaba hacer...
Belikov no cambiaba. Visitaba de cuando en cuando
a Kovalenko, como a todos sus demás colegas. Se pasaba horas enteras sin decir
esta boca es mía. Varenka le cantaba canciones ucranias, le miraba
soñadoramente con sus grandes ojos negros, y a veces prorrumpía en alegres
carcajadas:
-¡Ja, ja, ja!
En empeños de amor, sobre todo cuando hay en
ellos miras matrimoniales, la sugestión juega un gran papel. Todos los
profesores y las señoras dieron en la flor de asegurarle a Belikov que debía
casarse, que no le quedaba otro refugio que el matrimonio; le felicitábamos, le
hablábamos de la necesidad de crear un hogar. Además, Varenka era bastante guapa,
inteligente, de buena familia; poseía en Ucrania una finquita. Luego, era la primera
mujer que le había manifestado algún cariño, lo que le conmovió, le hizo perder
la cabeza y le decidió a casarse.
-Aquél era el momento indicado para despojarle de
los chanclos y del paraguas -dijo Iván Ivanovich.
-Eso era imposible, como va usted a ver.
Pero déjeme contárselo todo... Pues bien:
Belikov colocó sobre su mesa el retrato de Varenka.
Solía visitarme para hablar de ella, de la vida de familia, de la extrema
importancia del matrimonio. Casi diariamente iba a casa de los hermanos
Kovalenko; pero no cambió en nada sus costumbres. Por el contrario, su decisión
de casarse ejerció sobre él una influencia funesta. Se puso más delgado y más
pálido y parecía aún más metido en su funda.
-Bárbara Savichna me gusta -me decía con su leve
sonrisa enfermiza. Harto se me alcanza que todo hombre debe casarse; pero..., mire
usted, todo esto es para mí una gran sorpresa; todo ha sucedido de un modo tan
inesperado... Hay que pensarlo mucho antes de dar ese paso decisivo...
-¿Para qué pensarlo? -le respondía yo. ¡Cásese
usted, y asunto concluido!
-No; el matrimonio es un acto demasiado grave.
Ante todo, hay que pesar bien todos los deberes que lleva consigo, todas las
responsabilidades...
De lo contrario, son de temer consecuencias enojosas...
Esto me inquieta de tal modo, que casi no duermo...
Además, se lo confieso a usted, tengo un poco de
miedo. Ella y su hermano son de una manera de pensar especial... Basta oír sus discusiones...
Son demasiado vivas, demasiado violentas... Si me caso con ella, tal vez tenga
disgustos. ¡Quién sabe!
Y no se declaraba a Varenka, demorando la
declaración todos los días, lo que enojaba mucho a la directora y a nuestras
señoras.
Seguía siempre reflexionando, sobre los deberes y
las responsa-bilidades que lleva consigo el matrimonio. Sin embargo, se paseaba
todos los días con Varenka, acaso considerándolo un deber en su situación. Y
todos los días venía a mi casa para hablar más y más de la importancia del pase
que se disponía a dar. Probablemente hubiese acabado por decidirse y se hubiera
declarado a Varenka, contrayendo uno de esos matrimonios estúpidos, insensatos,
¡que son tan frecuentes, si no hubiera sobrevenido un escándalo colosal, como
dicen los alemanes!
Conviene advertir que el hermano, Kovalenko, aborrecía
a Belikov desde que le fue presentado. «No concibo -decíanos, encogiéndose de
hombros- cómo pueden ustedes soportar a este espía, a este tipo repugnante.
Es más: no comprendo cómo pueden ustedes vivir en
esta madriguera, respirando esta atmósfera densa, maloliente. Este colegio no es
una institución de instrucción pública; más bien parece un puesto de policía...
No; yo no puedo continuar aquí. Tendré paciencia una temporada y luego me
marcharé a mi Ucrania, donde pescaré con caña y les enseñaré a leer y a
escribir a los hijos de los campesinos, dejándolos a ustedes aquí en compañía
de Judas Belikov. ¡Dios mío, qué tipo!
Algunas veces me preguntaba con tono de enojo:
«¿Quiere usted decirme a qué viene a mi casa? ¿Qué se le ha perdido allí?
Llega, se sienta y permanece horas enteras mirando en torno suyo y sin decir
palabra. ¡Es una cosa insoportable!»
Naturalmente, evitábamos hablarle del matrimonio
que su hermana se disponía a contraer con Belikov. Y cuando la directora le insinuó
que convendría casar a su hermana con un hombre tan serio y respetable como Belikov,
frunció las cejas y gruñó: «Eso no me incumbe. Que se case, si quiere, con una serpiente.
No me gusta meterme en lo que no me importa.»
Y mire usted lo que pasó. Un caricaturista misterioso
hizo la siguiente caricatura: Belikov, con chanclos, los pantalones remangados y
el paraguas en la mano, se pasaba del brazo de la señorita Kovalenko; debajo
había una leyenda que decía: «Antropos, enamorado.» Era un dibujo muy bien
hecho, y el retrato de Belikov había salido admirablemente.
El caricaturista envió a todos los profesores del
colegio y del Liceo de señoritas y a no pocos empleados del Estado sendos
ejemplares de su obra, para la que debió de trabajar muchas noches.
Naturalmente, Belikov recibió también un ejemplar.
La caricatura le produjo malísima impresión.
Era el día 1 de mayo, y domingo. Habíamos organizado
una excursión de todo el colegio al bosque vecino. Estábamos todos citados a la
puerta del centro docente. Salí de casa en compañía de Belikov, que estaba lívido,
abatido, sombrío, como una nube de otoño.
-¡Qué gente más mala hay! -me dijo.
Sus labios temblaban de cólera. Le miré y me dio
lástima.
Seguimos nuestro camino y vimos de pronto
aparecer, montados en bicicleta, a Kovalenko y a su hermana. Varenka avanzaba risueña,
la faz enrojecida.
-¡Nos dirigimos directamente al bosque! -nos
gritó. ¡Qué hermoso día!, ¿eh? ¡Qué delicia!
Momentos después se habían perdido de vista.
Belikov se había puesto como un tomate y parecía
petrificado de asombro. Se había detenido y me miraba fijamente.
-¿Qué significa esto? -me preguntó. ¿Acaso los
ojos me han engañado? ¿Es propio de un profesor y de una mujer pasearse en
bicicleta?
-¿Por qué no? -le dije. Si les gusta...
-¡Cómo! -gritó asombrado de mi tranquilidad. ¿Qué
dice usted?
Estaba tan dolorosamente sorprendido, que no
quiso tomar parte en la excursión y se volvió a su casa.
Al día siguiente no hacía más que frotarse las
manos nerviosa-mente y temblar. Se advertía que no estaba bueno. Se fue del
colegio sin acabar de dar sus lecciones, cosa que no había hecho en su vida.
Ni siquiera comió aquel día. Al atardecer se
vistió muy de invierno, aunque hacía buen tiempo, y se fue a casa de Kovalenko.
Varenka no estaba en casa, y lo recibió el hermano.
-Siéntese usted -le invitó Kovalenko, frunciendo las
cejas.
Acababa de levantarse de dormir la siesta, y
estaba de mal humor.
Belikov se sentó. Durante diez minutos uno y otro
guardaron silencio. Al cabo, Belikov se decidió a hablar:
-Vengo a verlos a ustedes -dijo, para desahogar
un poco mi corazón. Sufro mucho.
Un señor sin decoro acaba de hacer una caricatura
contra mí y contra una persona que nos interesa a ambos. Le aseguro a usted que
yo no he hecho nada que justifique esa abominable caricatura.
Me he conducido siempre, por el contrario, como
debe conducirse un hombre bien educado...
Kovalenko no respondía. Seguía malhumorado, y no
manifestaba el menor deseo de sostener la conversación.
Tras una corta pausa continuó Belikov, con voz
débil y triste:
-Quiero, además, decirle a usted otra cosa...
Yo hace tiempo que estoy al servicio del Estado
como pedagogo, mientras que usted acaba de empezar su servicio. Y creo de mi deber,
en calidad de colega más viejo, hacerle a usted una advertencia: usted se pasea
en bicicleta, y eso no es nada propio de un educador de la juventud...
-¿Por qué razón?
-¿Acaso hacen falta razones? Me parece que es una
cosa harto comprensible. Si un profesor se pasea en bicicleta, ¿qué no podrán hacer
los discípulos? ¡Podrán andar cabeza abajo! Además, puesto que no está permitido
por las circulares, no se debe hacer... Ayer me horroricé al verle a usted en bicicleta...,
y, sobre todo, al ver a su hermana de usted. Una mujer o una muchacha, en bicicleta,
es un horror, un verdadero horror...
-Bueno, ¿y qué quiere usted?
-Sólo quiero advertirle. Es usted joven todavía y
debe pensar en su porvenir. Debe usted conducirse con suma prudencia, y, sin embargo,
hace usted cosas... Lleva usted camisa bordada en vez de plastrón, se le ve siempre
por la calle cargado de libros... Ahora esa bicicleta... El señor director se
enterará de que usted y su señora hermana se pasean en bicicleta, y después se
sabrá, de seguro, en el ministerio... Son de temer consecuencias muy
enojosas...
-¡El que yo y mi hermana nos paseemos en
bicicleta no le importa a nadie más que a nosotros! -dijo Kovalenko, rojo de
cólera. ¡Y si alguien se permite intervenir en nuestros asuntos, le enviaré a
todos los diablos! ¿Ha comprendido usted?
Belikov palideció y se levantó.
-Si me habla usted en ese tono, no puedo
continuar la conversación -dijo. Además, le suplico que no hable así nunca, en
mi presencia, de las autoridades. ¡Debe usted respetar a las autoridades!
-¡Pero si no he dicho una palabra de ellas! -exclamó
Kovalenko- ¡Déjeme usted en paz! ¡Soy un hombre honrado y me molesta hablar con
un señor como usted! Detesto a los espías.
Belikov empezó, con mano nerviosa, a abotonarse.
En su faz se pintaba el horror.
Era la primera vez que se le decían cosas semejantes.
-Puede usted decir lo que le dé la gana
-contestó, saliendo. Pero debo prevenirle: alguien puede haber oído nuestra
conversación, y para que no la interprete mal y no haya consecuencias enojosas
que lamentar, creo de mi deber contár-selo todo al señor director.
-¿Quieres denunciarme, canalla? ¡Muy bien, largo!
Hablando así, Kovalenko asió a Belikov por la
nuca, y le empujó con tanta fuerza, que la hizo caer y rodar por las escaleras.
Como eran altas y muy pinas, el pobre profesor de griego llegó abajo molido. Lo
primero que hizo al levantarse fue echarse mano a las narices para convencerse
de que no se le habían roto las gafas. Luego, de pronto, vio al pie de la
escalera a Varenka con otras dos damas; le habían visto rodar, lo cual era para
él lo más terrible: hubiera preferido descalabrarse o romperse ambas piernas a
la perspectiva de ser objeto de las zumbas de toda la ciudad. ¡Todo el mundo se
enteraría de que Kovalenko le había tirado por las escaleras!
Todos lo sabrían: el director, las autoridades.
Se le haría otra caricatura, la gente se burlaría
de él. Aquello acabaría muy mal: se vería obligado a dimitir. ¡Qué desgracia,
Señor! Varenka, viéndole mohíno, la ropa en desorden, le miraba sin comprender
lo que había sucedido. Creyendo que su caída había obedecido a un traspiés,
prorrumpió en carcajadas alegres y sonoras:
-¡Ja, ja, ja!
Aquella hilaridad ruidosa fue el remate de todo:
de los proyectos matrimoniales de Belikov y de la propia existencia del
profesor.
Belikov ya no oyó ni vio nada.
Llegó a su casa, quitó de encima de la mesa el
retrato de Varenka, se acostó y no volvió a levantarse.
Tres días después vino a mi casa su criado Afanasy
y me dijo que era necesario ir a buscar un médico pues su amo parecía
gravemente enfermo.
Fui a ver a
Belikov. Estaba acostado bajo el baldaquino, tapado con la colcha, y guardaba silencio.
Todos mis intentos de hacerle hablar fueron vanos: sólo contestaba con síes o
noes. Afanasy, junto a la cama, suspiraba sin cesar y exhalaba un fuerte olor a
vodka.
Un mes después Belikov falleció.
Le hicimos un entierro solemne. Formaban el
cortejo fúnebre escolares de todas las escuelas de la ciudad. En el ataúd, la
expresión de su faz era suave, casi alegre: diríase que le complacía verse, al
cabo, metido en un estuche del que ya no saldría nunca. ¡Había realizado su
ideal!
Como para halagarle, el tiempo, el día del entierro,
fue sombrío, lluvioso, y llevábamos todos chanclos y paraguas.
Varenka asistió al entierro; cuando se colocó el
ataúd en la tumba vertió algunas lágrimas.
Mirándola, me percaté de que las mujeres
ucranias, o ríen como locas, o lloran: su humor nunca es tranquilo, sereno.
Confieso que enterrar a gente como Belikov constituye
un gran placer. Aunque al volver del cementerio se pintaba en nuestros semblantes
la tristeza, como es de rigor en ocasiones semejan-tes, aquello era una máscara
que ocultaba nuestro contento; todos nos sentíamos muy felices, como en nuestra
infancia, cuando las personas mayores se ausentaban y nos dejaban por algunas
horas o por algunos días en plena libertad. ¡Ah, la libertad! ¡Qué tesoro! Sólo
una ligera alusión a la libertad, la vaga esperanza de ser libres, da alas a
nuestra alma.
Sí; volvimos del cementerio de muy buen humor,
esforzándonos en ocultarlo.
Los días se deslizaron. La vida siguió su curso habitual:
aquella vida severa, fatigosa, estúpida, entorpecida por toda suerte de prohibiciones,
privada de libertad. La muerte de Belikov no la hizo más fácil; Belikov había muerto;
pero ¡cuántos hombres enfundados existían aún sobre la Tierra y habían de existir durante
mucho tiempo!
-Es verdad -dijo Iván Ivanovich. Sobre todo, entre
nosotros no faltan.
-¡Y no será fácil desembarazarse de ellos!
Burkin salió de la porchada. Era un hombrecillo grueso,
completa-mente calvo, con una gran barba negra que le llegaba hasta cerca de la
cintura. Dos perros de caza salieron tras él.
-¡Qué Luna! -dijo mirando al cielo.
Era ya media noche. A la derecha, bajo la blancura
lunar, se extendía la aldea; la calle, de cerca de cinco kilómetros, se perdía
en la distancia. Todo estaba sumido en un sueño dulce y profundo. Nada se
movía, no se oía el menor ruido. Parecía increíble que un silencio tal pudiera
existir en la Naturaleza.
Cuando en una noche de luna se contempla la ancha
calle aldeana con sus casas y sus montones de trigo, una gran serenidad
envuelve el alma. En su reposo, hundida en la noche, la aldea, olvidadas sus
penas, cuidados y dolores, se reviste de un suave encanto melancólico; las
estrellas la miran con cariño; diríase, en tales momentos, que no existe el mal
sobre la tierra, que todo es en ella bienandanza.
A la izquierda, al extremo de la aldea, comenzaba
el campo, cuya amplitud se dilataba hasta el horizonte. Y todo aquel enorme
espacio, inundado de luna, yacía también en silencio, tranquilo, sumido en un
sueño profundo.
-Sí, el pobre Belikov -dijo Iván Ivanovichera un
hombre enfundado... Pero nosotros, que vivimos en esa abominable ciudad, en sucias
y estrechas casas, entre papeles inútiles y, con frecuencia, estúpidos, que
jugamos a las cartas, ¿no estamos también enfundados?
Nosotros, que pasamos la vida entren gandules y
parásitos, entre gentes ruines y mujeres ociosas y necias, ¿estamos más al aire
libre?... Si quiere usted, le contaré una historia muy interesante a este
respecto...
-No, es hora de dormir -contestó Burkin. ¡Hasta
mañana!
Entraron en el porche y se acostaron sobre el
heno.
-¡No es nada feliz nuestra vida! -Suspiró Iván
Ivanovich, volviéndole la espalda a Burkin.
Sólo vemos en torno nuestro embusteros e
hipócritas, y hay que soportar todo eso; no hay bastante valor para decirle a
un idiota que lo es ni para decirle que miente a un embustero; no nos atrevemos
a declarar abiertamente que toda nuestra simpatía la merecen los hombres
honrados y libres, que, a pesar de todo, en alguna parte han de existir.
Mentimos, nos humillamos, sonreímos, cuando de
buena gana maldeci-ríamos, y todo por tener un pedazo de pan, una vivienda, lo
que se llama, en fin, una posición. ¡Verdaderamente esta vida es una porquería!
-Eso es ya alta filosofía -repuso, Burkin.
Más vale dormir...
Momentos después roncaba.
Iván Ivanovich no podía dormir. Habiendo intentado
en vano conciliar el sueño, se levantó, salió de la porchada y, sentándose en el
umbral de la puerta, encendió la pipa.
1.014. Chejov (Anton)
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