Es un lugar de veraneo.
La obscuridad, completa; el campanario de la iglesia marca la una de la noche.
Cosiaokin y Lapkin, ambos
algo titubeantes, pero de muy buen humor, salen del bosque y se dirigen hacia
las casitas.
-¡Gracias a Dios que
hemos llegado! -dice Cosiaokin; es una hazaña venir andando los cinco
kilómetros desde la estación, y en nuestro estado. Me encuentro rendido..., y
como si fuera hecho expresamente, no hay ni un solo coche.
-¡Amigo Pedro! No puedo más...;
si dentro de cinco minutos no estoy en la cama me muero...
-¡En la cama! ¡Ni
pensarlo! Cenaremos, beberemos una botella de vino tinto, y luego a dormir. No
te permitiremos ni Verotchka ni yo que te acuestes antes. ¡No sabes tú, amigo
mío, la felicidad que experimenta uno con estar casado! Tú no la comprendes; tú
tienes un alma de solterón. Mira: ahora llegaré yo extenuado, rendido...; mi
mujercita saldrá a recibirme; la comida estará preparada, el té listo... Para
compensarme de mi labor dirigirá sobre mí sus ojitos negros con tanta
afabilidad y cariño que lo olvidaré todo: mi cansancio, el robo con fractura, el
Tribunal de casación, la Sala
de la Audiencia...
¡Una gloria! ¡Una delicia!
-Es que no puedo tirar
más de mi cuerpo; mis piernas se doblan. ¡Tengo una sed!...
-Nada; ya hemos llegado;
henos en casa.
Los amigos acércanse a
una de las casitas y se detienen frente a la ventana.
-Es una casita bonita
-dice Cosiaokin; mañana verás qué hermosas vistas tiene. Pero las ventanas
están obscuras... Verotchka se habrá cansado de esperar, y se habrá acostado;
no duerme, hallaráse inquieta por mi tardanza (empuja la ventana con su bastón
y la abre); pero qué valiente es: se acuesta sin cerrar la ventana.
Quítase el abrigo y lo
echa dentro de la estancia, lo propio que su carpeta.
-¡Qué calor! Vamos a
entonar una canción; la haremos reír. (Canta.) ¡Canta, Aliocha!
Verotchka, ¿quieres oír la serenata de Schubert? (Canta, pero hace un gallo
y tose.) ¡Verotchka, dile a María que abra la puerta! (Pausa.) Verotchka,
no seas perezosa; levántate. (Sube por encima de una piedra y se
asoma por la ventana.) Verotchka, rosita mía, angelito, mujercita mía
incompa-rable. ¡Anda, levántate! ¡Dile a María que abra! ¡Bien sé que no
duermes, gatita mía! No podemos soportar más bromas; estamos tan cansados que
ya no tenemos fuerzas. Hemos llegado a pie desde la estación; ¿pero me oyes, o
no?... (Intenta escalar la ventana, pero cae.) ¡Qué demonio! Ves;
nuestro huésped está molesto. Noto que todavía eres una niña que no piensa más
que en jugar...
-Escucha; tal vez tu
esposa duerme de veras -dice Laef.
-¡No duerme; quiere que
arme ruido; que despierte el vecindario! ¡Oye, Verotchka, me voy a enfadar!
¡Verás! ¡Qué diablo! Ayúdame, Aliocha, para que pueda subirme... Verotchka, no
eres más que una chiquilla mal criada, una traviesa... ¡Amigo mío, empújame!...
Lapkin, jadeante, empuja
a Cosiaokin; al fin éste alcanza la ventana, franquéala y desaparece en las
tinieblas.
-¡Vera! -óyese al cabo de
un rato. ¿Dónde estás? ¡Demonio! Me he ensuciado la mano con algo. ¡Qué asco!
Estalla un bullicio, un
aleteo y el cacareo desesperado de una gallina.
-¡Caramba! Escucha, Laef.
¿De dónde nos vienen estas gallinas? Pero, qué demonio; si hay una infinidad de
ellas... ¡Y un cesto con una pava!... ¡Me ha picado la maldita!
Por la ventana salen
volando las gallinas, y prorrumpiendo en chillidos agudos se precipitan a la
calle.
-¡Aliocha, nos hemos
equivocado!... -grita Cosiaokin con voz llorosa. Aquí no hay más que gallinas.
Por lo visto nos hemos extraviado... Pero malditas, ¿por qué no os estáis
quietas?
-¡Sal pronto! ¿Qué haces?
¿No sabes tú que estoy muerto de sed?...
-Ahora mismo... Deja que
encuentre el abrigo y la carpeta...
-¿Por qué no enciendes un
fósforo?
-Es que están en el
abrigo... ¡Quién demonio me habrá traído aquí!... Todas estas casas son iguales.
Ni el diablo mismo las distinguiría en la obscuridad. ¡Oh! ¡La pava me dió un
picotazo en la mejilla! ¡Maldita!
-¡Pero sal pronto, si no
van a creer que estamos robando gallinas!
-Ahora mismo me es
imposible dar con el abrigo. Hay tanto trapajo por el suelo que no puedo
orientarme. Lánzame tus fósforos...
-Es que no los tengo.
-¡Estamos frescos! ¡No
hay que decir!... ¡Valiente situación!... ¿Qué hago?... Yo no puedo, sin
embargo, abandonar el abrigo y la carpeta. Necesito buscarlos.
-¡No concibo cómo es
posible no reconocer su propia casa! -replica Laef, indignado. ¡Casa de
borracho!... ¡En mal hora vine contigo!... De ir solo, hallaríame ya en casa.
Dormiría... en lugar de padecer aquí... ¡Estoy rendido!... ¡No puedo más!...
¡Siento vértigos!
-En seguida, en seguida;
no te apures; no te morirás por esto.
Por encima de la cabeza
de Laef pasa un gran gallo. Lapkin suspira desconsoladamente y se sienta en una
piedra. Sus entrañas arden de sed, sus ojos se cierran, su cabeza tambalea... Pasan
cinco minutos, diez, veinte... Cosiaokin está siempre enredado con las
gallinas.
-¡Pedro! ¿Cuándo vienes?
-Ahora mismo. ¡Ya
encontré la carpeta; pero volví a extraviarla!...
Lapkin apoya su cabeza en
sus puños y cierra los ojos... Los cacareos aumentan... Las moradoras de la
extraña vivienda salen volando y le parece que dan vueltas alrededor de su
cabeza, como lechuzas... Le zumban los oídos y el terror se apodera de su
alma...
«¡Qué bestia! -piensa. Me
convidó, me prometió obsequiarme con vino y leche, y en vez de esto me obliga a
venir aquí a pie y escuchar estas gallinas...»
Lapkin está indignado;
hunde la barba en el cuello, coloca la cabeza sobre su carpeta y se tranquiliza
poco a poco... Vencido por el cansancio, empieza a dormirse.
-¡He encontrado la
carpeta! -oye la exclamación de Cosiaokin triunfante. No me falta sino encontrar
el abrigo, y ¡a casa!
Pero en este momento
óyense ladridos de un perro, y de otro, y de un tercero... El ladrar de los
perros acompañado del cacareo de gallinas forman una música salvaje. Un
desconocido se acerca a Lapkin y le pregunta algo...; parécele que alguien pasa
sobre él para saltar por la ventana...; gritan, pegan porrazos...; una mujer
con delantal encarnado y un farol en la mano le interroga...
-¡No tiene usted derecho
a insultarme! -dice desde dentro Cosiaokin-. ¡Soy funcionario de la Audiencia ! Aquí tiene
usted mi tarjeta.
-¿Para qué quiero yo su
tarjeta? -respondió una voz ronca. Usted me ha dispersado las gallinas, pisoteado
los huevos...; admiro su obra...; los pavitos tenían que salir del cascarón un
día de estos, y usted les ha aplastado...; ¡qué me importa a mí su tarjeta!
-¿Usted se atreve a
detenerme? ¡Eso yo no lo admitiré jamás!
«¡Qué sed tengo!...»,
piensa Lapkin esforzandose por abrir los ojos y sintiendo que otra vez alguien
pasa por encima de él y sale por la ventana...
-¡Soy Cosiaokin; mi casa
está al lado! ¡Todo el mundo me conoce!...
-¡No conocemos a ningún
Cosiaokin!
-¿Qué me cuenta usted?
¡Que llamen al alcalde; él, me conoce!
-¡No se acalore usted!
Ahora mismo vendrá la policía; conocemos a todos los veraneantes del lugar; a
usted no lo hemos visto nunca.
-Todos me conocen; cinco
años ha, sin interrupción, que veraneo en los Grili-Viselki.
-¡Caramba!; pero esto no
son los Grili-Viselki; esto, es Hilovo...; los Viselki están a la derecha,
detrás de la fábrica de fósforos, a cuatro kilómetros de aquí.
-¡Que el demonio me
lleve!... ¡Entonces he tomado otro camino!...
Los gritos humanos, el
cacareo y los ladridos se confunden en una zarabanda por entre la cual de vez
en cuando se oyen las exclamaciones de Cosiaokin: «¡Usted no tiene derecho...»
«Me las pagará...» «Ya sabrá usted con quién trata!...»
Por fin las
vociferaciones se apaciguan, y Lapkin siente que le sacuden el hombro para despertarle...
1.014. Chejov (Anton)
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