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lunes, 1 de abril de 2013

La muerte de la emperatriz de la china

Delicada y fina como una joya humana vivía aquella muchachita de carne rosada, en la pequeña casa que tenía un saloncito con los tapi­ces de color azul desfalleciente. Era su estuche.
¿Quién era el dueño de aquel delicioso pájaro alegre, de ojos negros y boca roja? ¿Para quién can­taba su canción divina cuando la señorita Prima­vera mostraba en el triunfo del sol su bello rostro riente, y abría las flores del campo, y alborotaba la nidada? Suzette se llamaba la avecita que había puesto en jaula de seda, peluches y encajes un soñador artista cazador, que la había cazado una mañana de mayo en que había mucha luz en el aire y muchas rosas abiertas.
Recaredo -¡capricho paternal!, ¡él no tenía la culpa de llamarse Recaredo!- se había casado hacía año y medio. 
-¿Me amas? 
-Te amo. ¿Y tú? 
-Con toda el alma.
¡Hermoso el día dorado, después de lo del cura! Habían ido luego al campo nuevo; a gozar libres del gozo del amor. Murmuraban allá en sus venta­nas de hojas verdes las campanillas y las violetas silvestres que olían cerca del riachuelo, cuando pasaban los dos amantes, el brazo de él en la cin­tura de ella, el brazo de ella en la cintura de él, los rojos labios en flor dejando escapar los besos. Des­pués, fue la vuelta a la gran ciudad, al nido lleno de perfume de juventud y de calor dichoso.
¿Dije ya que Recaredo era escultor? Pues si no lo he dicho, sabedlo.

Era escultor. En la pequeña casa tenía su taller, con profusión de mármoles, yesos, bronces y terraco­tas. A veces, los que pasaban oían a través de las rejas y persianas una voz que cantaba y un marti­llo vibrante y metálico. Suzette, Recaredo; la boca que emergía el cántico, y el golpe del cincel.
Luego el incesante idilio nupcial. En puntillas, llegar donde él trabajaba, e, inundándole de cabe­llos la nuca, besarle rápidamente. Quieto, quiete­cito, llegar donde ella duerme en su chaise-longue, los piececitos calzados y con medias negras, uno sobre otro, el libro abierto sobre el regazo, medio dormida; y allí el beso es en los labios, beso que sorbe el aliento y hace que se abran los ojos, inefa­blemente luminosos. Y a todo esto, las carcajadas del mirlo, un mirlo enjaulado que cuando Suzette toca de Chopin, se pone triste y no canta. ¡Las car­cajadas del mirlo! No era poca cosa. 
-¿Me quie­res? 
-¿No lo sabes? 
-¿Me amas? 
-¡Te adoro! Ya estaba el animalucho echando toda la risa del pico. Se le sacaba de la jaula, revolaba por el saloncito azulado, se detenía en la cabeza de un Apolo de yeso, o en la frámea de un viejo germano de bron­ce oscuro. Tiiiiiirit... rrrrrrtch fiii... ¡Vaya que a veces era malcriado e insolente en su algarabía! Pero era lindo sobre la mano de Suzette que le mimaba, le apretaba el pico entre sus dientes hasta hacerlo desesperar, y le decía a veces con una voz severa que temblaba de terneza: 
-¡Señor Mirlo, es usted un picarón!
Cuando los dos amados estaban juntos, se arre­glaban uno a otro el cabello.
-Canta -decía él.
Y ella cantaba, lentamente; y aunque no eran sino pobres mucha-chos enamorados, se veían her­mosos, gloriosos y reales; él la miraba como a una Elsa y ella le miraba como a un Lohengrin. Porque el Amor, ¡oh jóvenes llenos de sangre y de sueños!, pone un azul de cristal ante los ojos, y da las infi­nitas alegrías.
¡Cómo se amaban! Él la contemplaba sobre las estrellas de Dios; su amor recorría toda la escala de la pasión, y era ya contenido, ya tempestuoso en su querer, y a veces casi místico. En ocasiones dijé­rase aquel artista un teósofo que veía en la amada mujer algo supremo y extrahumano, como la Ayes­ha de Rider Haggard[1]; la aspiraba como una flor, le sonreía como a un astro, y se sentía soberbiamen­te vencedor al estrechar contra su pecho aquella adora-ble cabeza, que cuando estaba pensativa y quieta era comparable al perfil hierático de la medalla de una emperatriz bizantina.

Recaredo amaba su arte. Tenía la pasión de la forma; hacía brotar del mármol gallardas diosas desnudas de ojos blancos, serenos y sin pupilas; su taller estaba poblado de un pueblo de estatuas silen-ciosas, animales de metal, gárgolas terroríficas, grifos de largas colas vegetales, creaciones góticas quizá inspiradas por el ocultismo. Y sobre todo, ¡la gran afición!, japonerías y chinerías. Recaredo era en esto un original. No sé qué habría dado por hablar chino o japonés. Conocía los mejores álbu­mes; había leído buenos exotistas, adoraba a Loti y a Judith Gautier, y hacía sacrificios por adquirir trabajos legítimos, de Yokohama, de Nagasaki, de Kioto o de Nankín o Pekín: los cuchillos, las pipas, las máscaras feas y misteriosas como las caras de los sueños hípnicos, los mandarinitos ena­nos con panzas de cucurbitáceos y ojos circunfle­jos, los monstruos de grandes bocas de batracios, abiertas y dentadas, y diminutos soldados de Tar­taria, con faces foscas.
-¡Oh -le decía Suzette-, aborrezco tu casa de brujo, ese terrible taller, arca extraña que te roba a mis caricias!
Él sonreía, dejaba su lugar de labor, su templo de raras chuche-rías y corría al pequeño salón azul, a ver y mirar su gracioso dije vivo, y oír cantar y reír al loco mirlo jovial.
Aquella mañana, cuando entró, vio que estaba su dulce Suzette, soñolienta y tendida, cerca de un tazón de rosas que sostenía un trípode. ¿Era la Bella del bosque durmiente? Medio dormida, el delicado cuerpo modelado bajo una bata blanca, la cabellera castaña apelotonada sobre uno de los hombros, toda ella exhalando su suave olor feme­nino, era como una deliciosa figura de los amables cuentos que empiezan: «Éste era un rey...»
La despertó:
-¡Suzette, mi bella!
Traía la cara alegre; le brillaban los ojos negros bajo su fez rojo de labor; llevaba una carta en la mano.
-Carta de Robert, Suzette. ¡El bribonazo está en China! «Hong Kong, 18 de enero...»
Suzette, un tanto amodorrada, se había sentado y le había quitado el papel. ¡Conque aquel andariego había llegado tan lejos! «Hong Kong, 18 de enero.» Era gracioso. ¡Un excelente muchacho el tal Robert, con la manía de viajar! Llegaría al fin del mundo. ¡Robert, un grande amigo! Se veían como de la familia. Había partido hacía dos años para San Francisco de California. ¡Habríase visto loco igual!
Comenzó a leer.

«Hong Kong, 18 de enero de 1888.

»Mi buen Recaredo:
»Vine y vi. No he vencido aún.
»En San Francisco supe vuestro matrimonio y me alegré. Di un salto y caí en la China. He veni­do como agente de una casa califor-niana, impor­tadora de sedas, lacas, marfiles y demás chinerías. Junto con esta carta debes recibir un regalo mío, que, dada tu afición por las cosas de este país ama­rillo, te llegará de perlas. Ponme a los pies de Suzet­te, y conserva el obsequio en memoria de tu

Robert.»

Ni más ni menos. Ambos soltaron la carcajada. El mirlo a su vez hizo estallar la jaula en una explo­sión de gritos musicales.
La caja había llegado, una caja de regular tama­ño, llena de marchamos, de números y de letras negras que decían y daban a entender que el con­tenido era muy frágil. Cuando la caja se abrió, apareció el misterio. Era un fino busto de porcela­na, un admirable busto de mujer sonriente, pálido y encantador. En la base tenía tres inscripciones, una en caracteres chinescos, otra en inglés y otra en francés: La emperatriz de la China. ¡La empe­ratriz de la China! ¿Qué manos de artista asiático habían modelado aquellas formas atrayentes de misterio? Era una cabellera recogida y apretada, una faz enigmática, ojos bajos y extraños, de prin­cesa celeste, sonrisa de esfinge, cuello erguido sobre los hombros columbinos, cubiertos por una onda de seda bordada de dragones, todo dando magia a la porcelana blanca, con tonos de cera inmaculada y cándida. ¡La emperatriz de la China! Suzette pasaba sus dedos de rosa sobre los ojos de aquella graciosa soberana, un tanto inclinados, con sus curvos epicantus bajo los puros y nobles arcos de las cejas. Estaba contenta. Y Recaredo sentía orgullo de poseer su porcelana. Le haría un gabinete especial, para que viviese y reinase sola, como en el Louvre la Venus de Milo, triunfadora, cobijada imperialmente por el plafón de su recin­to sagrado.
Así lo hizo. En un extremo del taller formó un gabinete minúsculo, con biombos cubiertos de arrozales y de grullas. Predominaba la nota amari­lla. Toda la gama: oro, fuego, ocre de oriente, hoja de otoño, hasta el pálido que agoniza fundido en la blancura. En el centro, sobre un pedestal dorado y negro, se alzaba riendo la exótica imperial. Alrede­dor de ella había colocado Recaredo todas sus japo­nerías y curiosidades chinas. La cubría un gran qui­tasol nipón, pinta-do de camelias y de anchas rosas sangrientas. Era cosa de risa, cuando el artista soña­dor, después de dejar la pipa y los cinceles, llegaba frente a la emperatriz, con las manos cruzadas sobre el pecho, a hacer zalemas. Una, dos, diez, veinte veces la visitaba. Era una pasión.

En un plato de laca yokohamesa le ponía flores frescas todos los días. Tenía, en momentos, verda­deros arrobos delante del busto asiático que le conmovía en su deleitable e inmóvil majestad. Estudiaba sus menores detalles, el caracol de la oreja, el arco del labio, la nariz pulida, el epican­tus del párpado. ¡Un ídolo, la famosa emperatriz! Suzette le llamaba de lejos:
-¡Recaredo!
-¡Voy!
Y seguía en la contemplación de su obra de arte. Hasta que Suzette llegaba a llevárselo a rastras y a besos.
Un día, las flores del plato de laca desaparecie­ron como por encanto.
-¿Quién ha quitado las flores? -gritó el artis­ta desde el taller.
-Yo -dijo una voz vibradora.
Era Suzette que entreabría una cortina, toda sonrosada y hacien-do relampaguear sus ojos negros.

Allá en lo hondo de su cerebro, se decía el señor Recaredo, artista escultor: 
-¿Qué tendrá mi mujer­cita? 
-No comía casi. 
Aquellos buenos libros des­florados por su espátula de marfil, estaban en el pequeño estante negro, con sus hojas cerradas, sufriendo la nostalgia de las blandas manos de rosa y del tibio regazo perfumado. El señor Recaredo la veía triste. 
-¿Qué tendrá mi mujercita? 
-En la mesa no quería comer. Estaba seria ¡qué seria! Le miraba a veces con el rabo del ojo, y el marido veía aquellas pupilas oscuras, húmedas, como que que­rían llorar. Y ella, al responder, hablaba como los niños a quienes se ha negado un dulce. 
-¿Qué tendrá mi mujercita? 
-¡Nada! Aquel «nada» lo decía ella con voz de queja, y entre sílaba y sílaba había lágrimas.
¡Oh, señor Recaredo! Lo que tiene vuestra mujercita es que sois un hombre abominable. ¿No habéis notado que desde que esa buena de la emperatriz de la China ha llegado a vuestra casa, el saloncito azul se ha entristecido, y el mirlo no canta ni ríe con su risa perlada? Suzette despierta a Chopin, y lentamente hace brotar la melodía enferma y melancólica del negro piano sonoro. ¡Tiene celos, señor Recaredo! Tiene el mal de los celos, ahogador y quemante, como una serpiente encendida que aprieta el alma. ¡Celos! Quizá él lo comprendía, porque una tarde dijo a la muchachi­ta de su corazón estas palabras, frente a frente, a través del humo de una taza de café:
-Eres demasiado injusta. ¿Acaso no te amo con toda mi alma? ¿Acaso no sabes leer en mis ojos lo que hay dentro de mi corazón?
Suzette rompió a llorar. ¡Que la amaba! No, ya no la amaba. Habían huido las buenas y radiantes horas, y los besos que chasqueaban también eran idos, como pájaros en fuga. Ya no la quería. Y a ella, a la que en él veía su religión, su delicia, su sueño, su rey, a ella, a Suzette la había dejado por la otra.
¡La otra! Recaredo dio un salto. Estaba engaña­da. ¿Lo diría por la rubia Eulogia, a quien en un tiempo había dirigido madrigales?
Ella movió la cabeza:
-No.
¿Por la ricachona Gabriela, de largos cabellos negros, blanca como un alabastro y cuyo busto había hecho? ¿O por aquella Luisa, la danzarina, que tenía una cintura de avispa, un seno de buena nodriza y unos ojos incendiarios? ¿O por la viudita Andrea, que al reír sacaba la punta de la lengua, roja y felina, entre sus dientes brillantes y amarfilados?
No, no era ninguna de ésas. Recaredo se quedó con gran asombro.
-Mira, chiquilla, dime la verdad. ¿Quién es ella? Sabes cuánto te adoro. Mi Elsa, mi Julieta, alma, amor mío...
Temblaba tanta verdad de amor en aquellas palabras entrecortadas y trémulas que Suzette, con los ojos enrojecidos, secos ya de lágrimas, se levan­tó irguiendo su linda cabeza heráldica.
-¿Me amas?
-¡Bien lo sabes!
-Deja, pues, que me vengue de mi rival. Ella o yo: escoge. Si es cierto que me adoras, ¿querrás permitir que la aparte para siempre de tu camino, que quede yo sola, confiada en tu pasión?
-Sea -dijo Recaredo. Y viendo irse a su ave­cita celosa y terca, prosiguió sorbiendo el café, tan negro como la tinta.
No había tomado tres sorbos cuando oyó un gran ruido de fracaso, en el recinto de su taller.
Fue. ¿Qué miraron sus ojos? El busto había desaparecido del pedestal de negro y oro, y entre minúsculos mandarines caídos y descolgados aba­nicos, se veían por el suelo pedazos de porcelana que crujían bajo los pequeños zapatos de Suzette, quien toda encendida y con el cabello suelto, aguardando los besos, decía entre carcajadas argentinas al maridito asustado:
-¡Estoy vengada! ¡Ha muerto ya para ti la emperatriz de la China!
Y cuando comenzó la ardiente reconciliación de los labios, en el saloncito azul, todo lleno de rego­cijo, el mirlo, en su jaula, se moría de risa.

1.073. Dario (Ruben)



[1] La Ayesha de sir Henry Rider Haggard (1856-1925) se publicó en 1905; pero en She (1887), que Darío debió conocer, ya aparece el personaje.

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