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lunes, 1 de abril de 2013

El camino de la muerte

En una noche de otoño de 1816, cabalgaban a través de las selvas salteñas una joven y un muchacho. Volvían del rancho de una pobre vieja india, situado al pie de las sierras: apuraban el paso de sus caballos porque se venía acercando una tormenta, y también porque en aquellos tiempos de guerra era peligroso, para los que no fueran hombres armados, andar de noche en los caminos.
Todo el país luchaba por la independencia, desde Buenos Aires al Alto Perú. En Salta, el general Güemes había organizado la resisten-cia con los "gauchos", nombre que la gente empleaba como un título de honor para distinguir a sus indomables soldados. En pequeñas partidas, al mando de algún joven intrépido o en escuadrones a las órdenes de jefes expertos, inquietaban día y noche a los rea­listas, que desde el Alto Perú intentaban penetrar, en Salta y Jujuy. En cualquier momento, apostados en las que-bradas, detrás de las rocas o en las selvas oscuras, caían los "gauchos" sobre los enemigos desprevenidos, mataban a los oficiales, hacían algunos prisioneros, arrebataban las armas y los caballos, y desaparecían como por encanto. Los realistas no se atrevían ya a salir sino en grandes partidas; y aun así les acontecía a menudo ser sor­prendidos y obligados a rendirse.
No era de extrañar, pues, que los dos jóvenes jinetes se apuraran por llegar a casa.
La niña, de unos veinte años, manejaba con gracia y destreza su hermoso caballo negro, de paso firme y seguro como una mula. El niño iba a su lado, atento a los ruidos de la selva y a los relámpagos que se sucedían cada vez con mayor frecuencia.
-Aquello se nos viene acercando: -dijo- vamos a tener tormenta grande.
-Antes estaremos en casa -contestó su her­mana. -¿Seguirá bueno tata? Esta tarde lo dejamos bastante mejorado.
-¡Oh, sí! -contestó el muchacho- y allá quedó la chica para cuidarlo. Yo creo que lo enfer­ma el ser viejo y no poder pelear contra los godos.
-Yo también lo creo -dijo la joven. 
-Para él debe ser. un suplicio no poder tomar parte en la guerra. ¿Oíste lo que dijo la vieja Rosa? Anoche nuestros gauchos sorprendieron a una partida muy superior de realistas y mataron a todos.
El chico suspiró, porque su padre aun no le permitía formar parte de esas partidas, a pesar de suplicárselo. A los doce años se creía ya un hombre, manejaba las boleadoras tan bien como cualquiera y en punto a valiente no le iba en zaga a nadie.
-Oye, María, -preguntó,  ¿qué harías si vinieran los godos ahora?
-Según, Juan; es difícil decirlo, pero nunca haría una traición a nuestros gauchos.
-¿Les tendrías miedo?
-¡Miedo! -repitió María indignada.
¡Miedo ella! Al despedirse de José, su prometido, éste la vio por primera vez con lágrimas en los ojos. 
-No quiero que llores, María -le había dicho. 
-Cuando yo esté ausente, debes pensar siempre que ando peleando por la libertad de nuestra patria, con el general Güemes. Si llegara a sucederme algo, pensarás con orgullo que he muerto, no en una ocasión cualquiera, sino en la guerra por la libertad de nuestro país. A todos nos toca una vez, y si un día te llamara a ti la patria, María, estoy seguro de que no serías sorda a su llamado.
Y acordándose de eso, María repitió con los ojos chispeantes:
-¿Miedo yo?
En aquel instante les llegó en alas del viento un ruido diverso de los que hasta entonces habían lle­nado el bosque. Acostumbrados a la soledad salvaje de los montes, supieron clasificarlo en seguida.
-Viene una tropa -dijo Juan.
-Está subiendo la cuesta a la derecha -añadió María.
-¿Serán gauchos?
-No me parece -repuso María, y escuchando con atención, agregó: 
-No, porque no llevan guardamontes.
-Entonces vamos a asustarlos, -exclamó Juan lleno de bríos entusiasmado por la idea de venir por fin a las manos con los tan odiados godos, apodo con que comúnmente se designaba a los españoles.
-¡No, no! -dijo María alarmada. 
-¿Qué diría tata si te sucediera algo? ¡A correr!
Puso su caballo al galope y Juan tuvo que seguirla.
Pero no anduvieron mucho, cuando sintieron que los perseguían y aunque llevaban ventaja fueron alcanzados.
-¡Alto! -les gritó una voz. -¿Quién va?
-¡Argentinos! -contestó Juan con orgullo, empleando el nombre que ya acostumbraban a darse los patriotas.
Un relámpago reveló a los dos hermanos una partida de cuatro o cinco soldados españoles. Más allá se distinguía confusamente una masa negra de caballos y jinetes.
-¿Tú conoces estos parajes, chico? -preguntó un joven capitán.
-Sí.
-Entonces nos llevarás al desfiladero de la Cruz.
-No, porque no soy ningún traidor -respondió Juan altivamente.
-Serás traidor a tu rey si te niegas.
-Aquí no hay reyes.
-¿Y tú no eres súbdito del rey de España?
-¡Yo soy un argentino libre!
-Bueno, bueno, bueno -dijo el oficial impa­cientándose, argentino o español, nos llevarás al desfiladero de la Cruz.
-¡No quiero! -exclamó Juan, relampagueán­dole los ojos, e hizo ademán de tomar sus bolea­doras. María lo contuvo con un movimiento.
-Yo también conozco estas sierras -observó- y les voy a llevar.
-¿Usted? -preguntó el oficial, mirándola con sorpresa y duda.
-Sí, yo. -repuso serenamente; y dirigiéndose a su hermanito:
-Ve a casa, Juan, y dile a tata y a Anita que voy para que no te lleven a ti. 
-Y en voz tan baja que sólo Juan la oyó, añadió: A José le dirás que me llegó el turno de servir a la patria. ¿Oyes? No lo olvides. Vete.
Se volvió y dijo secamente al oficial:
-Ya estoy.
-¿Pero usted conoce bien los caminos de la sierra? -preguntó el oficial con desconfianza.
-Como que me he criado en estos lugares -respondió María con una altivez rayana en la inso­lencia; y añadió:
-Si no me tiene confianza, no tiene más que decirlo.
El capitán se mordió los labios; demasiado cono­cía él a estos criollos con quienes tenía que habér­selas; pero estaba muy contento de haber hallado un guía para exponerse ahora a irritar a la muchacha. En un instante, es cierto, cruzó por su mente la idea de que pudiera traicionarlo; mas la desechó en seguida. ¿En manos de quién podría entregarlos ella, desprevenida, sorprendida en medio del camino? Además, él también tenía ojos para ver a dónde iban si acaso se le ocurriese una mala idea; y por último el joven capitán estaba lleno de una confianza y fe en sí mismo genuinamente españolas.
El camino, o lo que como tal seguían, era una senda entre bosques enmarañados y espinosos, llenos de malezas casi impene-trables que con sus millones de púas y agarraderas destrozaban la cara y las manos de los jinetes e impacientaban a los caballos desgarrándoles la piel. La noche se volvía cada vez más oscura, iluminada tan sólo por los relámpagos que de cuando en cuando alumbraban el bosque con su luz extraña y fosfórica. Pero María no nece­sitaba luz; firme en su caballo negro, seguía derecha la angosta picada donde sólo cabía un jinete de frente, que iba a perderse... ¿quién sabe dónde! en la noche.
La patria había llamado y ella no debía vacilar. "A todos les llega su turno", habíale dicho José; a ella le llegaba ahora, y sencilla, serena, sin decla­maciones ni ínfulas de heroína, como una cosa que se entendía de por sí, tan natural que no había por qué hablar, María se dispuso al sacrificio. La quebra­da de la Cruz, llamada así porque un capricho de la naturaleza grabó en la roca una cruz gigantesca, era un punto importante que daba entrada a aquella parte de la sierra. María sabía que sus compatriotas la tenían ocupada y comprendió que las tropas espa­ñolas debían ir a prenderlos. Formaban éstas un cuerpo numeroso, y pocos eran los gauchos del desfiladero. ¡Oh! pero podían estar tranquilos.
-¿Queda lejos? -preguntó el capitán.
-Sí -respondió ella, y nada más.
La picada subía y subía. Los árboles de la selva gemían y entrechocaban sus ramas al recibir los latigazos helados del viento. Por fin la tropa cruzó la montaña y comenzó a bajar la cuesta del otro lado, internándose en el laberinto de la sierra. Habían caminado por espacio de una hora aproximada­mente, cuando María penetró en un desfiladero a la derecha.
-Mucho cuidado ahora -dijo.
La oscuridad era más densa aún por el contraste con la luz espectral de los relámpagos que revelaban, por segundos, conglomerados de murallones tremen­dos, picachos que se erguían gigantescos, amenaza­dores, y a la derecha del camino, un abismo en cuyo fondo rugía un torrente hasta el cual no llegaba la luz. Los truenos retumbaban como salvas de artille­ría pesada, repetidos con fragor horrendo por mil ecos, de quebrada en quebrada, de cueva en cueva, de gruta en gruta, a través de las fragosidades de la sierra. El viento huracanado se precipitaba a través del estrecho desfiladero, ya cantando como un órgano gigantesco grandiosas melodías, ya reme­dando gritos, lamentos, risas fantásticas y aullidos triunfantes de cien mil espíritus malignos.
-Diga usted, ¿queda lejos todavía? -gritó entre el fragor de la tormenta el oficial a María, que marchaba adelante, tranquila e impertérrita.
-Falta poco -respondió. Al cabo de algunos minutos se detuvo, tratando de orientarse. Un relámpago iluminó la entrada en la roca, que condu­cía a un sitio supersticiosamente temido por los habitantes de la comarca, llamado "Supayhuasi" -la casa del demonio. Era una galería o túnel en el interior de la montaña, que iba a dar a un preci­picio cuya profundidad sólo la fantasía podía cal­cular.
-Por aquí -gritó María, y ni el más leve temblor en la voz traicionó su emoción al entrar la primera. La galería que conducía a los dominios de la muerte era ancha, seca, alta y lisa; las tinieblas densas, afectaban un color purpúreo. Los pasos de los caballos resonaron sordamente cual en una bóveda, y el bramido de la tempestad llegaba amortiguado a medida que la tropa se internaba en la montaña.
-Podemos galopar -dijo María. El camino es seguro y recto.
-Pero, ¿a dónde va a dar? -preguntó el oficial que comenzaba a alarmarse. 
-Ya no veo luz ni salida... ¡oiga!
Mas ya le llegaba el eco de los cascos del caballo en que galopaba María y no tuvo más remedio que seguir hasta alcanzarla. Ella se puso a la par, y santi­guándose, condujo a los enemigos de su patria por el sendero de la muerte.
Las herraduras de los caballos resonaban con eco lúgubre. Las armas chocaban en la galería sin luz.
De repente, María sintió que su caballo se debatía en el vacío: oyó gritos horribles de espanto y de angustia; algo pesado se desplomó sobre ella, sus sentidos se nublaron, y cayó, cayó a las profundi­dades del abismo horrendo.
Tras María se precipitaron trescientos españoles.

(1816: Defensa de Salta por los gauchos de Güemes)

 1.062. Eflein (Ada Maria)

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