Todo el país luchaba por la independencia, desde
Buenos Aires al Alto Perú. En Salta, el general Güemes había organizado la
resisten-cia con los "gauchos", nombre que la gente empleaba como un
título de honor para distinguir a sus indomables soldados. En pequeñas
partidas, al mando de algún joven intrépido o en escuadrones a las órdenes de
jefes expertos, inquietaban día y noche a los realistas, que desde el Alto
Perú intentaban penetrar, en Salta y Jujuy. En cualquier momento, apostados en
las que-bradas, detrás de las rocas o en las selvas oscuras, caían los
"gauchos" sobre los enemigos desprevenidos, mataban a los oficiales,
hacían algunos prisioneros, arrebataban las armas y los caballos, y
desaparecían como por encanto. Los realistas no se atrevían ya a salir sino en
grandes partidas; y aun así les acontecía a menudo ser sorprendidos y
obligados a rendirse.
No era de extrañar, pues, que los dos jóvenes
jinetes se apuraran por llegar a casa.
La niña, de unos veinte años, manejaba con gracia
y destreza su hermoso caballo negro, de paso firme y seguro como una mula. El
niño iba a su lado, atento a los ruidos de la selva y a los relámpagos que se
sucedían cada vez con mayor frecuencia.
-Aquello se nos viene acercando: -dijo- vamos a
tener tormenta grande.
-Antes estaremos en casa -contestó su hermana.
-¿Seguirá bueno tata? Esta tarde lo dejamos bastante mejorado.
-¡Oh, sí! -contestó el muchacho- y allá quedó la
chica para cuidarlo. Yo creo que lo enferma el ser viejo y no poder pelear
contra los godos.
-Yo también lo creo -dijo la joven.
-Para él debe
ser. un suplicio no poder tomar parte en la guerra. ¿Oíste lo que dijo la vieja
Rosa? Anoche nuestros gauchos sorprendieron a una partida muy superior de
realistas y mataron a todos.
El chico suspiró, porque su padre aun no le permitía
formar parte de esas partidas, a pesar de suplicárselo. A los doce años se
creía ya un hombre, manejaba las boleadoras tan bien como cualquiera y en punto
a valiente no le iba en zaga a nadie.
-Oye, María, -preguntó, ¿qué harías si vinieran
los godos ahora?
-Según, Juan; es difícil decirlo, pero nunca
haría una traición a nuestros gauchos.
-¿Les tendrías miedo?
-¡Miedo! -repitió María indignada.
¡Miedo ella! Al despedirse de José, su prometido,
éste la vio por primera vez con lágrimas en los ojos.
-No quiero que llores,
María -le había dicho.
-Cuando yo esté ausente, debes pensar siempre que ando
peleando por la libertad de nuestra patria, con el general Güemes. Si llegara a
sucederme algo, pensarás con orgullo que he muerto, no en una ocasión cualquiera,
sino en la guerra por la libertad de nuestro país. A todos nos toca una vez, y
si un día te llamara a ti la patria, María, estoy seguro de que no serías sorda
a su llamado.
Y acordándose de eso, María repitió con los ojos
chispeantes:
-¿Miedo yo?
En aquel instante les llegó en alas del viento un
ruido diverso de los que hasta entonces habían llenado el bosque.
Acostumbrados a la soledad salvaje de los montes, supieron clasificarlo en
seguida.
-Viene una tropa -dijo Juan.
-Está subiendo la cuesta a la derecha -añadió
María.
-¿Serán gauchos?
-No me parece -repuso María, y escuchando con
atención, agregó:
-No, porque no llevan guardamontes.
-Entonces vamos a asustarlos, -exclamó Juan lleno
de bríos entusiasmado por la idea de venir por fin a las manos con los tan
odiados godos, apodo con que
comúnmente se designaba a los españoles.
-¡No, no! -dijo María alarmada.
-¿Qué diría tata
si te sucediera algo? ¡A correr!
Puso su caballo al galope y Juan tuvo que
seguirla.
Pero no anduvieron mucho, cuando sintieron que
los perseguían y aunque llevaban ventaja fueron alcanzados.
-¡Alto! -les gritó una voz. -¿Quién va?
-¡Argentinos! -contestó Juan con orgullo,
empleando el nombre que ya acostumbraban a darse los patriotas.
Un relámpago reveló a los dos hermanos una partida
de cuatro o cinco soldados españoles. Más allá se distinguía confusamente una
masa negra de caballos y jinetes.
-¿Tú conoces estos parajes, chico? -preguntó un
joven capitán.
-Sí.
-Entonces nos llevarás al desfiladero de la Cruz.
-No, porque no soy ningún traidor -respondió Juan
altivamente.
-Serás traidor a tu rey si te niegas.
-Aquí no hay reyes.
-¿Y tú no eres súbdito del rey de España?
-¡Yo soy un argentino libre!
-Bueno, bueno, bueno -dijo el oficial impacientándose, argentino o español, nos llevarás al desfiladero de la Cruz.
-¡No quiero! -exclamó Juan, relampagueándole los
ojos, e hizo ademán de tomar sus boleadoras. María lo contuvo con un
movimiento.
-Yo también conozco estas sierras -observó- y les
voy a llevar.
-¿Usted? -preguntó el oficial, mirándola con
sorpresa y duda.
-Sí, yo. -repuso serenamente; y dirigiéndose a su
hermanito:
-Ve a casa, Juan, y dile a tata y a Anita que voy
para que no te lleven a ti.
-Y en voz tan baja que sólo Juan la oyó, añadió: A
José le dirás que me llegó el turno de servir a la patria. ¿Oyes? No lo
olvides. Vete.
Se volvió y dijo secamente al oficial:
-Ya estoy.
-¿Pero usted conoce bien los caminos de la
sierra? -preguntó el oficial con desconfianza.
-Como que me he criado en estos lugares
-respondió María con una altivez rayana en la insolencia; y añadió:
-Si no me tiene confianza, no tiene más que
decirlo.
El capitán se mordió los labios; demasiado conocía
él a estos criollos con quienes tenía que habérselas; pero estaba muy contento
de haber hallado un guía para exponerse ahora a irritar a la muchacha. En un
instante, es cierto, cruzó por su mente la idea de que pudiera traicionarlo;
mas la desechó en seguida. ¿En manos de quién podría entregarlos ella,
desprevenida, sorprendida en medio del camino? Además, él también tenía ojos
para ver a dónde iban si acaso se le ocurriese una mala idea; y por último el
joven capitán estaba lleno de una confianza y fe en sí mismo genuinamente
españolas.
El camino, o lo que como tal seguían, era una
senda entre bosques enmarañados y espinosos, llenos de malezas casi impene-trables
que con sus millones de púas y agarraderas destrozaban la cara y las manos de
los jinetes e impacientaban a los caballos desgarrándoles la piel. La noche se
volvía cada vez más oscura, iluminada tan sólo por los relámpagos que de cuando
en cuando alumbraban el bosque con su luz extraña y fosfórica. Pero María no
necesitaba luz; firme en su caballo negro, seguía derecha la angosta picada
donde sólo cabía un jinete de frente, que iba a perderse... ¿quién sabe dónde!
en la noche.
La patria había llamado y ella no debía vacilar.
"A todos les llega su turno", habíale dicho José; a ella le llegaba
ahora, y sencilla, serena, sin declamaciones ni ínfulas de heroína, como una
cosa que se entendía de por sí, tan natural que no había por qué hablar, María
se dispuso al sacrificio. La quebrada de la Cruz, llamada así porque un
capricho de la naturaleza grabó en la roca una cruz gigantesca, era un punto
importante que daba entrada a aquella parte de la sierra. María sabía que sus
compatriotas la tenían ocupada y comprendió que las tropas españolas debían ir
a prenderlos. Formaban éstas un cuerpo numeroso, y pocos eran los gauchos del
desfiladero. ¡Oh! pero podían estar tranquilos.
-¿Queda lejos? -preguntó el capitán.
-Sí -respondió ella, y nada más.
La picada subía y subía. Los árboles de la selva
gemían y entrechocaban sus ramas al recibir los latigazos helados del viento.
Por fin la tropa cruzó la montaña y comenzó a bajar la cuesta del otro lado,
internándose en el laberinto de la sierra. Habían caminado por espacio de una
hora aproximadamente, cuando María penetró en un desfiladero a la derecha.
-Mucho cuidado ahora -dijo.
La oscuridad era más densa aún por el contraste
con la luz espectral de los relámpagos que revelaban, por segundos, conglomerados
de murallones tremendos, picachos que se erguían gigantescos, amenazadores,
y a la derecha del camino, un abismo en cuyo fondo rugía un torrente hasta el
cual no llegaba la luz. Los truenos retumbaban como salvas de artillería
pesada, repetidos con fragor horrendo por mil ecos, de quebrada en quebrada, de
cueva en cueva, de gruta en gruta, a través de las fragosidades de la sierra.
El viento huracanado se precipitaba a través del estrecho desfiladero, ya
cantando como un órgano gigantesco grandiosas melodías, ya remedando gritos,
lamentos, risas fantásticas y aullidos triunfantes de cien mil espíritus
malignos.
-Diga usted, ¿queda lejos todavía? -gritó entre
el fragor de la tormenta el oficial a María, que marchaba adelante, tranquila e
impertérrita.
-Falta poco -respondió. Al cabo de algunos
minutos se detuvo, tratando de orientarse. Un relámpago iluminó la entrada en
la roca, que conducía a un sitio supersticiosamente temido por los habitantes
de la comarca, llamado "Supayhuasi" -la casa del demonio. Era una
galería o túnel en el interior de la montaña, que iba a dar a un precipicio
cuya profundidad sólo la fantasía podía calcular.
-Por aquí -gritó María, y ni el más leve temblor
en la voz traicionó su emoción al entrar la primera. La galería que conducía a
los dominios de la muerte era ancha, seca, alta y lisa; las tinieblas densas,
afectaban un color purpúreo. Los pasos de los caballos resonaron sordamente
cual en una bóveda, y el bramido de la tempestad llegaba amortiguado a medida
que la tropa se internaba en la montaña.
-Podemos galopar -dijo María. El camino es seguro
y recto.
-Pero, ¿a dónde va a dar? -preguntó el oficial
que comenzaba a alarmarse.
-Ya no veo luz ni salida... ¡oiga!
Mas ya le llegaba el eco de los cascos del
caballo en que galopaba María y no tuvo más remedio que seguir hasta
alcanzarla. Ella se puso a la par, y santiguándose, condujo a los enemigos de
su patria por el sendero de la muerte.
Las herraduras de los caballos resonaban con eco
lúgubre. Las armas chocaban en la galería sin luz.
De repente, María sintió que su caballo se
debatía en el vacío: oyó gritos horribles de espanto y de angustia; algo pesado
se desplomó sobre ella, sus sentidos se nublaron, y cayó, cayó a las profundidades
del abismo horrendo.
Tras María se precipitaron trescientos españoles.
(1816: Defensa de Salta por los gauchos de Güemes)
1.062. Eflein (Ada Maria)
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