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lunes, 1 de abril de 2013

El maestro de escuela

I

Durante la presidencia de Sarmiento, la instrucción pública recibió un gran impulso. Fundáronse nume­rosas escuelas y colegios de enseñanza primaria y secundaria bajo la dirección de maestros y maestras contratados en Norte América y Europa. Esta orga­nización escolar constituye el timbre de gloria de dicho presidente.
Muchos de los que obtenían título de maestro en las escuelas superiores, abandonaban la vida agrada­ble y cómoda de las ciudades, para salir al campo y combatir la ignorancia en medio de poblaciones indi­ferentes y a menudo hostiles.
Entre otras escuelas rurales se fundó una en un pueblecito del Sur de la provincia de Buenos Aires, bajo la dirección del joven porteño Eduardo García, quien partió a su destino lleno de ánimo y buena voluntad. Estaba orgulloso de su misión. Imaginaba poder conquistar fácilmente la simpatía de los campesinos; ver a los niños acudir gustosos a la escuela, la que no tardaría en ser un modelo en su género. Concebía su camino lleno de flores e ilumi­nado por el sol. Hermoso era para él, instruir y educar a la juventud, inculcar en las almas nuevos sentimientos grandes y nobles, redimir de su escla­vitud a los ignorantes, hacer de ellos hombres útiles y buenos ciudadanos; enseñándoles el principio base de toda moral: el respeto a sí mismo y a los demás.
Así pensaba y soñaba García, mientras la galera, arrastrada por seis caballos briosos, rodaba dando tumbos y saltos a través de la llanura. Era un hermoso día primaveral: tenía el cielo un color azul profundo; el aire, frescura y olor de tierra fértil. El horizonte amplio y diáfano, permitía a la mirada hundirse en la lejanía. En un día tal, los pensamien­tos del joven maestro no podían dejar de ser gratos y halagüeños.
A su llegada al pueblo, después de veinticuatro horas de viaje en ferrocarril y en diligencia, sufrió un ligero desengaño por la ausencia del juez de paz que debía esperarlo. Informado de que no tardaría en volver de la estancia cercana donde se hallaba en aquel momento, pasó entre tanto a la pulpería. Allí fue el blanco de las miradas de los paisanos, curiosos y burlones.
-¿Usted ha de ser el maestro? -se animó al fin a preguntarle un mozo, con cierto aire de petulancia.
-Sí, soy el maestro.
El mismo paisano dijo algo a media voz que hizo reír a los demás. El maestro se sintió penosamente impresionado, pues comprendía que se burlaban de él. En ese instante un jinete se detuvo ante la pulpe­ría. Era el juez de paz. Saludó cordialmente, se disculpó por haber tardado e invitó a García a acom­pañarlo a su casa. En el caminó pasaron delante de un rancho grande y desvencijado.
-Ahí está la escuela -dijo el juez.
Las escuelas de Buenos Aires no eran en aquellos tiempos muy hermosas, y García no podía haber esperado otra cosa en el campo; pero al verla tan oscura y silenciosa a la media luz gris de la tarde, experimentó un sentimiento indefinible de tristeza.

II

Pronto, muy pronto, empezó a darse cuenta de que su tarea era mucho más difícil de lo imaginado.
Los paisanos se cuidaban poco de los propósitos oficiales de instrucción obligatoria, y no se preocu­paban de enviar a sus hijos a la escuela. El día de la inauguración, de treinta niños que debieran haber concurrido, sólo se presentaron doce chicos entre seis y catorce años, sin la más remota idea de disci­plina, incapaces de comprender por qué se les obli­gaba a estar sentados y quietos durante tantas horas al día. Todo en la escuela les parecía ridículo, y principalmente el maestro con su manera de hablar tan distinta de la que estaban acostumbrados a oír. García no se animaba a tratarlos con severidad, en el noble deseo de que los niños tomasen cariño a la escuela.
Cierto día, sin embargo, un chico insolente le hizo perder la paciencia y fue preciso aplicarle una ligera corrección. El muchacho escapó llorando y fue a llevar la queja a su padre. Este, generoso distribuidor de azotes a sus hijos, se indignó al saber que el maestro había tocado a uno de ellos, y acudió furioso a reclamar, prometiendo ir inmediatamente a ver al juez de paz.
Por la tarde el juez se apeó en la puerta de la escuela. Era hombre benévolo, habituado a la vida del campo, gran conocedor dé sus gauchos, sobre quienes tenía mucho ascendiente. Estimaba y quería al maestro, cuyos esfuerzos sabía apreciar.
-¿Cómo es eso, amigo? Me vienen con quejas de usted.
García refirió el hecho tal como había ocurrido.
-¿Cómo habría procedido usted en mi lugar? -preguntó después.
-¿Yo? -el juez de paz se rió. 
-Creo que no habría tenido la paciencia de usted, y en vez de sacudir al chico, le habría aplicado unos buenos rebencazos. Naturalmente, eso usted no puede ni debe hacerlo. He hablado con el padre explicándole que su hijo es un pilluelo insolente, merecedor, cuando menos, de una paliza al día, y que usted, al castigarle tan levemente, se ha mostrado demasiado benévolo. Se fue rezongando; pero la cosa no pasará de ahí. Me ha prometido mandar nuevamente al muchacho y creo que éste será ahora un poco más respetuoso.
Así sucedió en efecto. El chico volvió con cara hosca, sin atreverse a chistar pues el juez de paz le había atajado en el camino, diciéndole que si no respetaba al "señor maestro", iba a habérselas con él. Los demás niños, viendo al compañero con la peor parte en la contienda y que el mismo señor juez de paz le había amonestado, se mantuvieron quietos. La disciplina comenzó a afianzarse, acudie­ron más alumnos, elevándose su número a veinte, y la escuela funcionó desde entonces, con regula­ridad.

III

Los días de Eduardo García no fueron por esto más agradables. Echaba de menos la vida civilizada, su familia, sus amigos, el movimiento y las costum­bres de la ciudad. Entre él y los gauchos formábase gradualmente una corriente de antipatía, fundada en la falta absoluta de comprensión mutua.
Contribuía más a mantener este estado de cosas, un joven de apellido Juárez, el mismo que provocó la risa de los otros en la pulpería el día de la llegada del maestro. No era malo el paisanito; pero sí pendenciero, presuntuoso y creía darse importancia ante sus iguales, tomando a los otros por blanco de sus chanzas.
Cuando García dictaba la clase, Juárez solía detenerse delante de la ventana, escuchaba un momento, imitábalo con insolencia, o luego, dirigía­le bromas, que divertían a los niños y curiosos.
-Usted debe mezclarse más entre las gentes del pueblo -aconsejó el juez de paz a García, al verle desalentado y afligido.
-Le creen orgulloso y engre­ído porque viene de Buenos Aires; piensan que usted les desprecia. Créame, hay entre estos gauchos hombres muy buenos, que podrían ser sus verdade­ros amigos. A usted le corresponde dar el primer paso.
García no contestó; sólo se pasó la mano por la frente con un ademán lánguido.

IV

Llegó el día de la patrona del pueblo, que se festejaba como de costumbre, con carreras, palos jabonados y otras diversiones.
Para distraerse, y también para seguir el consejo del juez, García acudió al sitio de reunión.
Desde lejos oía gritar a los gauchos delante de la pulpería, donde examinaban los caballos, hacían apuestas o jugaban a la taba. El más bullanguero era siempre Juárez, quien blandiendo su talero de cabo de plata, recorría los grupos con aire de personaje principal de la fiesta. Fue el primero en divisar a García cuando llegó montado en un tordillo y el primero en gritarle una broma un tanto grosera. Si la hubiese contestado con otra, bien dicha, el incidente habría parado allí; mas en lugar de esto, García se puso encarnado y siguió adelante sin responder, entre un coro de risas. Envalentonado, comenzó el paisanito una serie de indirectas más o menos insolentes y provocadoras, acerca del señorito que venía de Buenos Aires para darse tono con su gran sabiduría, y que ni siquiera, sabía ensillar y montar bien un caballo viejo. García permaneció tranquilo al principio; acabó, empero, por perder su calma y contestó con aspereza a uno de esos alfilerazos, lo que motivó una explosión de risas. Exasperado se volvió hacia el provocador y levantó el rebenque para castigarlo. Al punto sacó éste su cuchillo, arrolló su poncho en el brazo y lo retó a combate singular. Estalló una gritería general y se formó rueda, preparándose los gauchos a pre-senciar un espectáculo interesante.
El momento fue decisivo. Si hubiese saltado del caballo, pedido un cuchillo a uno de los paisanos y hecho frente a Juárez, el maestro se habría conquis­tado el respeto de todo el concurso, aunque resul­tara vencido.
-¡Vamos, bájese y venga a pelear si se atreve! -le gritó Juárez.
-Usted sabe que yo no manejo el cuchillo.
-¡Ah, sí! El pueblero sabe provocar; pero tiene miedo de pelear.
-No tengo miedo. Además yo no lo he provo­cado; usted es quien ha estado fastidiándome.
Juárez; que hasta entonces sólo había fingido enojo, comenzó a enfadarse de veras, y con voz de desafío le dijo:
-¡Empuñe su rebenque entonces!
Pero García ya había vuelto bridas, convencido de que él, representante de la civilización, no debía batirse con un gaucho.
Juárez quedó furioso considerándose desairado. Los demás juzgaban a García de muy diversas mane­ras; algunos le llamaban cobarde, otros decían que se había portado con dignidad. El incidente, en verdad, le había colocado en una situación equívoca.

V

Al atardecer, Juárez y dos compañeros, todos más o menos ebrios, volvían a la estancia. Gritaban, reían, cantaban, se vanagloriaban de sus hazañas, de las carreras que ganaran sus caballos, de la suerte que habían tenido en el juego de la taba.
De pronto divisaron un jinete que iba delante, al tranco de su caballo, con la cabeza inclinada como fatigado o distraído en sus pensamientos.
Era el maestro; Juárez lanzó un juramento.
-¡Ahora voy a enseñarle!...
Pero se detuvo; en su mente embotada había surgido otra idea.
-Le daremos un susto -propuso a sus compa­ñeros. 
-No está muy acostumbrado al caballo. Espantémosle el tordillo.
-¿Y si se cae y se mata? -observó otro, menos ebrio.
-¡Qué se ha de matar! Sólo le voy a dar un susto para hacerle recordar la fiesta de la patrona.
Se adelantó a sus compañeros y de pronto se lanzó a la carrera. Al pasar como una exhalación junto a García dio un alarido y agitó ante los ojos del tordillo el pañuelo que se había quitado del cuello. El animal saltó a un lado y el jinete fue despedido bruscamente de la silla. Se oyó un grito, Juárez soltó una carcajada y siguió corriendo. A corta distancia se detuvo, preparándose a ver al maestro sentado en el pasto y frotándose los miem­bros; pero distinguió sólo una forma humana que yacía inmóvil en el suelo.
Experimentó una sensación desagradable. Lenta­mente se encaminó hacia el lugar donde se hallaba el cuerpo y vio que manaba sangre de una herida en la cabeza. Al inclinarse sobre él, oyó que García murmuró:
-¡Juárez!... ¡Juá...rez!
El gaucho se turbó: su víctima le había recono­cido, a pesar de la rapidez con que todo había pasa­do. Si llegaba a denunciarlo, tendría que habérselas cón la justicia.
Disipados los vapores de la embriaguez, compren­dió el alcance de su acción.
Entretanto se habían acercado los compañeros y rodeaban al herido. Convinieron en la necesidad urgente de transportarle a su casa y buscar un médico. Uno recordó que en la estancia del patrón se hallaba de visita un doctor, y se encargó de traerlo. Los otros alzaron al maestro que gemía en cuanto lo tocaban, y paso a paso lo condujeron a la comisaría.
-Le hemos encontrado en el camino de la estan­cia de Morales -declararon; debe habérsele espan­tado el caballo.
El médico comprobó, además de la herida en la cabeza, otras lesiones graves.
Para Juárez comenzó una época de angustia. Si moría García, él era el asesino; y si sanaba, segura­mente le delataría, puesto que le había reconocido y no tenía por cierto ningún motivo para perdo­narle. Juárez era bastante noble para'no desearle la muerte, y todas las tardes, llevado por los remor­dimientos, iba a casa del juez de paz, cuya familia se había hecho cargo del enfermo, a preguntar por él. Siempre le respondían que seguía mal. Una tarde, sin embargo, dijeron: 
-El médico cree que salvará.
Sintió a un tiempo, alegría grande y violento sobresalto. Pidió permiso para verlo; pero se lo negaron.
Insistió en su deseo y unos cuantos días después consiguió entrar. Al lado del lecho se hallaba el médico y el juez de paz. García, cuya cara de un blanco de cera destacábase apenas de la almohada, volvió su mirada lánguida hacia el mozo, que perma­necía en la puerta dando vueltas a su sombrero.
-Adelante, Juárez, -invitó el juez de paz. 
-Puede felicitar al señor maestro, está fuera de peligro.
Juárez balbuceó algunas palabras mientras García fijó en él sus ojos, en los cuales había una expresión perpleja, como si en su mente luchase algún recuer­do relacionado con ese hombre. Los otros lo advir­tieron, interpretando mal el gesto.
-¿No lo reconoce? -preguntó el médico.
-Sí -murmuró García, y Juárez sintió un temblor nervioso, pues sabía, mejor que el juez y el médico, lo que el maestro acababa de recordar.
-¿Y cómo fue aquello? -inquirió el juez. 
-Nos estaba por contar cómo se cayó. No, no se vaya, Juárez. Usted es de los que hallaron al señor, ¿no? Pues entonces tendrá interés en saber cómo sucedió la desgracia.
-Yo volvía de la fiesta -dijo, García con voz apagada y se me ocurrió dar un paseo por el campo. Iba al tranco de mi tordillo cuando... de pronto, al costado mismo, se levantó un avestruz y echó a correr. Mi caballo salió a un lado y mé arrojó al suelo...
Su mirada se cruzó con la de Juárez, quien al pie de la cama jugaba nerviosamente con su talero, presa de la angustia y esperando a cada instante oír la palabra temida. Al encontrarse sus ojos con los de García, experimentó una sacudida violenta de sor­presa y gratitud, mientras por el semblante pálido del enfermo pasaba una sonrisa como un rayo de luz.

VI

La conducta caballeresca del maestro puso en revolución los sentimientos elevados del gaucho. Tanta nobleza de ánimo en un hombre a quien había mortificado, ofendido y fastidiado sin piedad, le llenó de admiración. Aprovechó un momento en que sabía solo al enfermo, y al ver que éste le sonreía, se precipitó hacia la cama, tomó en sus manos tostadas y rudas la blanca y fina de García y prorrumpió en estas palabras:
-¡He sido un bruto!...
García le estrechó la mano en sus dedos débiles.
-Dejemos eso -dijo.
Desde ese día comenzó a acentuarse la mejoría del enfermo. Contribuían a ello las pruebas de cari­ño que recibía constantemente. Todos sus alumnos iban a visitarlo, y no hubo un gaucho que al pasar por su casa dejara de preguntar cómo seguía. Juárez, impetuoso y sin gobierno en los impulsos, declaró en la pulpería delante del paisanaje reunido, que no toleraría a nadie que hablara mal del maestro, su mejor amigo desde entonces. Se admiraron mucho del cambio: inquirieron, y aunque no se llegó a des­cubrir toda la verdad, trascendió lo bastante para propiciar al joven pueblero, hasta entonces blanco de burlas, las simpatías de aquellos hombres, rudos si se quiere, pero que sabían apreciar los senti­mientos de honor y de hidalguía.
El día que García volvió a su escuela fue una verdadera fiesta. Parado en su puerta vio llegar a los niños que corrían gozosos a saludarle; recibió la felicitación de los vecinos, y los jinetes al pasar le hacían señas amistosas. En aquel momento experi­mentaba la suprema felicidad del que, tras luchas y sufrimientos, recoge el premio de su perseverancia.

1.062. Eflein (Ada Maria) 

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