I
Durante la presidencia de Sarmiento, la
instrucción pública recibió un gran impulso. Fundáronse numerosas escuelas y
colegios de enseñanza primaria y secundaria bajo la dirección de maestros y
maestras contratados en Norte América y Europa. Esta organización escolar
constituye el timbre de gloria de dicho presidente.
Muchos de los que obtenían título de maestro en
las escuelas superiores, abandonaban la vida agradable y cómoda de las ciudades,
para salir al campo y combatir la ignorancia en medio de poblaciones indiferentes
y a menudo hostiles.
Entre otras escuelas rurales se fundó una en un
pueblecito del Sur de la provincia de Buenos Aires, bajo la dirección del joven
porteño Eduardo García, quien partió a su destino lleno de ánimo y buena
voluntad. Estaba orgulloso de su misión. Imaginaba poder conquistar fácilmente
la simpatía de los campesinos; ver a los niños acudir gustosos a la escuela, la
que no tardaría en ser un modelo en su género. Concebía su camino lleno de
flores e iluminado por el sol. Hermoso era para él, instruir y educar a la
juventud, inculcar en las almas nuevos sentimientos grandes y nobles, redimir
de su esclavitud a los ignorantes, hacer de ellos hombres útiles y buenos
ciudadanos; enseñándoles el principio base de toda moral: el respeto a sí mismo
y a los demás.
Así pensaba y soñaba García, mientras la galera,
arrastrada por seis caballos briosos, rodaba dando tumbos y saltos a través de
la llanura. Era un hermoso día primaveral: tenía el cielo un color azul
profundo; el aire, frescura y olor de tierra fértil. El horizonte amplio y
diáfano, permitía a la mirada hundirse en la lejanía. En un día tal, los
pensamientos del joven maestro no podían dejar de ser gratos y halagüeños.
A su llegada al pueblo, después de veinticuatro
horas de viaje en ferrocarril y en diligencia, sufrió un ligero desengaño por
la ausencia del juez de paz que debía esperarlo. Informado de que no tardaría
en volver de la estancia cercana donde se hallaba en aquel momento, pasó entre
tanto a la pulpería. Allí fue el blanco de las miradas de los paisanos,
curiosos y burlones.
-¿Usted ha de ser el maestro? -se animó al fin a
preguntarle un mozo, con cierto aire de petulancia.
-Sí, soy el maestro.
El mismo paisano dijo algo a media voz que hizo
reír a los demás. El maestro se sintió penosamente impresionado, pues
comprendía que se burlaban de él. En ese instante un jinete se detuvo ante la
pulpería. Era el juez de paz. Saludó cordialmente, se disculpó por haber
tardado e invitó a García a acompañarlo a su casa. En el caminó pasaron
delante de un rancho grande y desvencijado.
-Ahí está la escuela -dijo el juez.
Las escuelas de Buenos Aires no eran en aquellos
tiempos muy hermosas, y García no podía haber esperado otra cosa en el campo;
pero al verla tan oscura y silenciosa a la media luz gris de la tarde,
experimentó un sentimiento indefinible de tristeza.
II
Pronto, muy pronto, empezó a darse cuenta de que
su tarea era mucho más difícil de lo imaginado.
Los paisanos se cuidaban poco de los propósitos
oficiales de instrucción obligatoria, y no se preocupaban de enviar a sus
hijos a la escuela. El día de la inauguración, de treinta niños que debieran
haber concurrido, sólo se presentaron doce chicos entre seis y catorce años,
sin la más remota idea de disciplina, incapaces de comprender por qué se les
obligaba a estar sentados y quietos durante tantas horas al día. Todo en la
escuela les parecía ridículo, y principalmente el maestro con su manera de
hablar tan distinta de la que estaban acostumbrados a oír. García no se animaba
a tratarlos con severidad, en el noble deseo de que los niños tomasen cariño a
la escuela.
Cierto día, sin embargo, un chico insolente le
hizo perder la paciencia y fue preciso aplicarle una ligera corrección. El
muchacho escapó llorando y fue a llevar la queja a su padre. Este, generoso
distribuidor de azotes a sus hijos, se indignó al saber que el maestro había
tocado a uno de ellos, y acudió furioso a reclamar, prometiendo ir
inmediatamente a ver al juez de paz.
Por la tarde el juez se apeó en la puerta de la
escuela. Era hombre benévolo, habituado a la vida del campo, gran conocedor dé
sus gauchos, sobre quienes tenía mucho ascendiente. Estimaba y quería al
maestro, cuyos esfuerzos sabía apreciar.
-¿Cómo es eso, amigo? Me vienen con quejas de
usted.
García refirió el hecho tal como había ocurrido.
-¿Cómo habría procedido usted en mi lugar?
-preguntó después.
-¿Yo? -el juez de paz se rió.
-Creo que no habría
tenido la paciencia de usted, y en vez de sacudir al chico, le habría aplicado
unos buenos rebencazos. Naturalmente, eso usted no puede ni debe hacerlo. He
hablado con el padre explicándole que su hijo es un pilluelo insolente,
merecedor, cuando menos, de una paliza al día, y que usted, al castigarle tan
levemente, se ha mostrado demasiado benévolo. Se fue rezongando; pero la cosa
no pasará de ahí. Me ha prometido mandar nuevamente al muchacho y creo que éste
será ahora un poco más respetuoso.
Así sucedió en efecto. El chico volvió con cara
hosca, sin atreverse a chistar pues el juez de paz le había atajado en el
camino, diciéndole que si no respetaba al "señor maestro", iba a
habérselas con él. Los demás niños, viendo al compañero con la peor parte en la
contienda y que el mismo señor juez de paz le había amonestado, se mantuvieron
quietos. La disciplina comenzó a afianzarse, acudieron más alumnos, elevándose
su número a veinte, y la escuela funcionó desde entonces, con regularidad.
III
Los días de Eduardo García no fueron por esto más
agradables. Echaba de menos la vida civilizada, su familia, sus amigos, el
movimiento y las costumbres de la ciudad. Entre él y los gauchos formábase
gradualmente una corriente de antipatía, fundada en la falta absoluta de
comprensión mutua.
Contribuía más a mantener este estado de cosas,
un joven de apellido Juárez, el mismo que provocó la risa de los otros en la
pulpería el día de la llegada del maestro. No era malo el paisanito; pero sí
pendenciero, presuntuoso y creía darse importancia ante sus iguales, tomando a
los otros por blanco de sus chanzas.
Cuando García dictaba la clase, Juárez solía
detenerse delante de la ventana, escuchaba un momento, imitábalo con
insolencia, o luego, dirigíale bromas, que divertían a los niños y curiosos.
-Usted debe mezclarse más entre las gentes del
pueblo -aconsejó el juez de paz a García, al verle desalentado y afligido.
-Le
creen orgulloso y engreído porque viene de Buenos Aires; piensan que usted les
desprecia. Créame, hay entre estos gauchos hombres muy buenos, que podrían ser
sus verdaderos amigos. A usted le corresponde dar el primer paso.
García no contestó; sólo se pasó la mano por la
frente con un ademán lánguido.
IV
Llegó el día de la patrona del pueblo, que se
festejaba como de costumbre, con carreras, palos jabonados y otras diversiones.
Para distraerse, y también para seguir el consejo
del juez, García acudió al sitio de reunión.
Desde lejos oía gritar a los gauchos delante de
la pulpería, donde examinaban los caballos, hacían apuestas o jugaban a la
taba. El más bullanguero era siempre Juárez, quien blandiendo su talero de cabo
de plata, recorría los grupos con aire de personaje principal de la fiesta. Fue
el primero en divisar a García cuando llegó montado en un tordillo y el primero
en gritarle una broma un tanto grosera. Si la hubiese contestado con otra, bien
dicha, el incidente habría parado allí; mas en lugar de esto, García se puso
encarnado y siguió adelante sin responder, entre un coro de risas. Envalentonado,
comenzó el paisanito una serie de indirectas más o menos insolentes y
provocadoras, acerca del señorito que venía de Buenos Aires para darse tono con
su gran sabiduría, y que ni siquiera, sabía ensillar y montar bien un caballo
viejo. García permaneció tranquilo al principio; acabó, empero, por perder su
calma y contestó con aspereza a uno de esos alfilerazos, lo que motivó una
explosión de risas. Exasperado se volvió hacia el provocador y levantó el
rebenque para castigarlo. Al punto sacó éste su cuchillo, arrolló su poncho en
el brazo y lo retó a combate singular. Estalló una gritería general y se formó
rueda, preparándose los gauchos a pre-senciar un espectáculo interesante.
El momento fue decisivo. Si hubiese saltado del
caballo, pedido un cuchillo a uno de los paisanos y hecho frente a Juárez, el
maestro se habría conquistado el respeto de todo el concurso, aunque resultara
vencido.
-¡Vamos, bájese y venga a pelear si se atreve!
-le gritó Juárez.
-Usted sabe que yo no manejo el cuchillo.
-¡Ah, sí! El pueblero sabe provocar; pero tiene
miedo de pelear.
-No tengo miedo. Además yo no lo he provocado;
usted es quien ha estado fastidiándome.
Juárez; que hasta entonces sólo había fingido
enojo, comenzó a enfadarse de veras, y con voz de desafío le dijo:
-¡Empuñe su rebenque entonces!
Pero García ya había vuelto bridas, convencido de
que él, representante de la civilización, no debía batirse con un gaucho.
Juárez quedó furioso considerándose desairado.
Los demás juzgaban a García de muy diversas maneras; algunos le llamaban
cobarde, otros decían que se había portado con dignidad. El incidente, en
verdad, le había colocado en una situación equívoca.
V
Al atardecer, Juárez y dos compañeros, todos más
o menos ebrios, volvían a la estancia. Gritaban, reían, cantaban, se vanagloriaban
de sus hazañas, de las carreras que ganaran sus caballos, de la suerte que
habían tenido en el juego de la taba.
De pronto divisaron un jinete que iba delante, al
tranco de su caballo, con la cabeza inclinada como fatigado o distraído en sus
pensamientos.
Era el maestro; Juárez lanzó un juramento.
-¡Ahora voy a enseñarle!...
Pero se detuvo; en su mente embotada había
surgido otra idea.
-Le daremos un susto -propuso a sus compañeros.
-No está muy acostumbrado al caballo. Espantémosle el tordillo.
-¿Y si se cae y se mata? -observó otro, menos
ebrio.
-¡Qué se ha de matar! Sólo le voy a dar un susto
para hacerle recordar la fiesta de la patrona.
Se adelantó a sus compañeros y de pronto se lanzó
a la carrera. Al pasar como una exhalación junto a García dio un alarido y
agitó ante los ojos del tordillo el pañuelo que se había quitado del cuello. El
animal saltó a un lado y el jinete fue despedido bruscamente de la silla. Se
oyó un grito, Juárez soltó una carcajada y siguió corriendo. A corta distancia
se detuvo, preparándose a ver al maestro sentado en el pasto y frotándose los
miembros; pero distinguió sólo una forma humana que yacía inmóvil en el suelo.
Experimentó una sensación desagradable. Lentamente
se encaminó hacia el lugar donde se hallaba el cuerpo y vio que manaba sangre
de una herida en la cabeza. Al inclinarse sobre él, oyó que García murmuró:
-¡Juárez!... ¡Juá...rez!
El gaucho se turbó: su víctima le había reconocido,
a pesar de la rapidez con que todo había pasado. Si llegaba a denunciarlo,
tendría que habérselas cón la justicia.
Disipados los vapores de la embriaguez, comprendió
el alcance de su acción.
Entretanto se habían acercado los compañeros y
rodeaban al herido. Convinieron en la necesidad urgente de transportarle a su
casa y buscar un médico. Uno recordó que en la estancia del patrón se hallaba
de visita un doctor, y se encargó de traerlo. Los otros alzaron al maestro que
gemía en cuanto lo tocaban, y paso a paso lo condujeron a la comisaría.
-Le hemos encontrado en el camino de la estancia
de Morales -declararon; debe habérsele espantado el caballo.
El médico comprobó, además de la herida en la
cabeza, otras lesiones graves.
Para Juárez comenzó una época de angustia. Si
moría García, él era el asesino; y si sanaba, seguramente le delataría, puesto
que le había reconocido y no tenía por cierto ningún motivo para perdonarle.
Juárez era bastante noble para'no desearle la muerte, y todas las tardes,
llevado por los remordimientos, iba a casa del juez de paz, cuya familia se
había hecho cargo del enfermo, a preguntar por él. Siempre le respondían que
seguía mal. Una tarde, sin embargo, dijeron:
-El médico cree que salvará.
Sintió a un tiempo, alegría grande y violento
sobresalto. Pidió permiso para verlo; pero se lo negaron.
Insistió en su deseo y unos cuantos días después
consiguió entrar. Al lado del lecho se hallaba el médico y el juez de paz.
García, cuya cara de un blanco de cera destacábase apenas de la almohada,
volvió su mirada lánguida hacia el mozo, que permanecía en la puerta dando
vueltas a su sombrero.
-Adelante, Juárez, -invitó el juez de paz.
-Puede
felicitar al señor maestro, está fuera de peligro.
Juárez balbuceó algunas palabras mientras García
fijó en él sus ojos, en los cuales había una expresión perpleja, como si en su
mente luchase algún recuerdo relacionado con ese hombre. Los otros lo advirtieron,
interpretando mal el gesto.
-¿No lo reconoce? -preguntó el médico.
-Sí -murmuró García, y Juárez sintió un temblor
nervioso, pues sabía, mejor que el juez y el médico, lo que el maestro acababa
de recordar.
-¿Y cómo fue aquello? -inquirió el juez.
-Nos
estaba por contar cómo se cayó. No, no se vaya, Juárez. Usted es de los que
hallaron al señor, ¿no? Pues entonces tendrá interés en saber cómo sucedió la
desgracia.
-Yo volvía de la fiesta -dijo, García con voz
apagada y se me ocurrió dar un paseo por el campo. Iba al tranco de mi
tordillo cuando... de pronto, al costado mismo, se levantó un avestruz y echó a
correr. Mi caballo salió a un lado y mé arrojó al suelo...
Su mirada se cruzó con la de Juárez, quien al pie
de la cama jugaba nerviosamente con su talero, presa de la angustia y esperando
a cada instante oír la palabra temida. Al encontrarse sus ojos con los de
García, experimentó una sacudida violenta de sorpresa y gratitud, mientras por
el semblante pálido del enfermo pasaba una sonrisa como un rayo de luz.
VI
La conducta caballeresca del maestro puso en
revolución los sentimientos elevados del gaucho. Tanta nobleza de ánimo en un
hombre a quien había mortificado, ofendido y fastidiado sin piedad, le llenó de
admiración. Aprovechó un momento en que sabía solo al enfermo, y al ver que
éste le sonreía, se precipitó hacia la cama, tomó en sus manos tostadas y rudas
la blanca y fina de García y prorrumpió en estas palabras:
-¡He sido un bruto!...
García le estrechó la mano en sus dedos débiles.
-Dejemos eso -dijo.
Desde ese día comenzó a acentuarse la mejoría del
enfermo. Contribuían a ello las pruebas de cariño que recibía constantemente.
Todos sus alumnos iban a visitarlo, y no hubo un gaucho que al pasar por su
casa dejara de preguntar cómo seguía. Juárez, impetuoso y sin gobierno en los
impulsos, declaró en la pulpería delante del paisanaje reunido, que no
toleraría a nadie que hablara mal del maestro, su mejor amigo desde entonces.
Se admiraron mucho del cambio: inquirieron, y aunque no se llegó a descubrir
toda la verdad, trascendió lo bastante para propiciar al joven pueblero, hasta
entonces blanco de burlas, las simpatías de aquellos hombres, rudos si se
quiere, pero que sabían apreciar los sentimientos de honor y de hidalguía.
El día que García volvió a su escuela fue una
verdadera fiesta. Parado en su puerta vio llegar a los niños que corrían
gozosos a saludarle; recibió la felicitación de los vecinos, y los jinetes al
pasar le hacían señas amistosas. En aquel momento experimentaba la suprema
felicidad del que, tras luchas y sufrimientos, recoge el premio de su
perseverancia.
1.062. Eflein (Ada Maria)
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