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lunes, 1 de abril de 2013

El documento perdido

I

Un día de diciembre del año 1869 las calles de Buenos Aires amanecieron llenas de gente alegre y bulliciosa. Donde había más aglomeración y profu­sión de adornos era en el muelle de pasajeros que avanzaba en el río su línea recta y gris.
Volvían a la patria los guerreros del Paraguay. Durante cinco años, habían luchado entre selvas y pantarios con las tropas del tirano Francisco Solano López. Después de soportar heroicamente fatigas, penurias, privaciones, enfermedades, lluvias, marchas abrumadoras y calores tropicales, regresa-ban victo­riosos a recibir los homenajes del pueblo y la recom­pensa de la patria.
Veíanse banderas destrozadas por las balas, paseadás en triunfo entre las aclamaciones de una muchedumbre delirante; armas que reflejaban el sol, bandas militares que lanzaban al aire sus notas vibrantes cual voces de gloria.
Mas no todos los habitantes de Buenos Aires participaban de la fiesta. Muchas familias lloraban la pérdida de uno que marchó lleno de entusiasmo y que ahora dormía para siempre, a la sombra de naranjos y palmeras; otras se preparaban a recibir heridos o mutilados.

II

Entre las familias entristecidas hallábase la del comandante Castro, uno que no volvía con las tropas victoriosas. Después de la toma de Humaitá, desapareció, y ni la más leve noticia suya se conocía desde aquel día. ¿Había muerto o estaba prisionero? No figuraba en la lista de los caídos; pero esto no significaba nada, pues en la guerra existen mil contingencias y posibilidades. Los suyos no abri­gaban, sin embargo, esperanza de volverle a ver después de tanto tiempo transcurrido, y ese día, la dolorosa herida sangraba de nuevo.
Componíásé la familia de Castró de la señora y dos niñas: una de ellas ya señorita, y la otra, de cabellos como hebras de luz solar y ojos que traían al recuerdo esos pensamientos grandes, oscuros, aterciopelados que se ven en los jardines, encanta­dora chicuela de once años, llamada Celia.
Celia lloraba porque veía afligidas a su madre y hermana; pero en el fondo su corazoncillo tenía la firme convicción de que su padre no había muerto. Con la carita bañada en lágrimas, cubrió de besos a su madre, asegurándole que su papá volvería. La señora acarició a la deliciosa criatura, y Elena, la mayor, se estrechó contra ellas. Abraza­das, lloraban las tres, cuando entró una sirvienta y anunció:
-El señor Mendoza pide permiso para saludar á la señora.
Un momento después apareció un caballero de hermosa presencia, alto, moreno, de barba negra corta, y ojos negros también. Se adelantó vivamente hacia la señora y, besándole la mano, exclamó:
-¡Mis pobres amigas! ¡Qué día triste es éste para ustedes!
-Más triste de lo que puede expresarse con palabras -repuso la señora. 
- Hoy que todos son felices, sentimos doblemente nuestra desgracia.
-Lo sé, y he venido como amigo leal a acompa­ñarlas en el dolor.
-Agradecemos de todo corazón. ¡Oh, si pudié­semos concebir una espe-ranza!
-Estoy segura de que papá volverá  interpuso Celia con su vocecita clara.
-¡Pobrecilla! -dijo el señor Mendoza cariño­samente, inclinándose para atraerla a su lado; mas ella esquivó la caricia y fue a sentarse en un rincón, desde donde clavó los ojos en el caballero, con la mirada intensa de los niños, a veces la más pene­trante de las miradas.
Alberto Mendoza era pariente lejano de la familia de Castro. El comandante y los suyos estimábanle, a excepción de Celia, que sentía por él una aversión instintiva y profunda-.
-No quiero molestarla hoy con asuntos de negocios -díjole Mendoza a la señora; pero...
La señora hizo un gesto de alarma.
-No se asuste, Sofía, -continuó aquél; respeto demasiado su dolor para tener tan poca delicadeza. Pero usted comprende... en fin, ¿cuándo podríamos conversar sobre este asunto?
-Mañana, si usted quiere.
-Muy bien. Usted no sabe lo doloroso que es para mí causarle esta incomodidad.
Se despidió de la señora y de Elena y quiso besar a Celia.
-Celia, da la mano, -ordenó la madre.
La chica obedeció de mala gana, sufrió con mar­cada expresión de disgusto un beso, y luego, con disimulo, se pasó el revés de la mano por los labios.

III

Próximamente un año antes de la guerra, el comandante, contra toda costumbre, se dejó tentar por los naipes y perdió una gruesa suma. En su angustia -pues no tenía tanto dinero en efectivo- recurrió a su pariente, quien lo facilitó a un interés elevado. Cuando venció el plazo, felizmente pudo pagar. Todo el negocio se hizo en secreto, de amigo a amigo. Castro, avergonzado por su falta, no quiso enterar a su esposa, y para que nadie descubriera el recibo firmado por Mendoza, lo guardó en un cajón secreto de su escritorio. Al menos, tal fue su intención.
En 1865, López, presidente del Paraguay, pro­vocó la guerra que en nuestra historia se llama de la Triple Alianza, apoderándose repentinamente de algunos buques argentinos en Corrientes. Castro marchó como segundo jefe de un regimiento, y Mendoza quedó encargado de velar por la familia.
Pasó el tiempo, sucediéronse algunas batallas, y después de Humaitá nada más se supo de Castro.
En la mente de Mendoza esa circunstancia propi­ció la germinación de un plan infame. Había malgas­tado su fortuna y codiciaba desde hacía tiempo la de su pariente. La señora de` Castro nada sabía de aquel préstamo, e ignoraba, por tanto, que existiera un recibo comprobante del pago de la deuda. Si él conseguía apoderarse del papel, podría, mediante un documento falso, exigir a la señora la devolución de aquella suma, con todos los intereses acumulados. Sabía perfectamente que se despojaría de todo para pagar una deuda de honor y salvar el buen nom­bre de su esposo. En su calidad de amigo y conse­jero, fácil le fue convencerla de que sería bueno revisar los papeles del comandante. De.esta manera pudo registrar el escritorio y todos los lugares donde era probable que se hallara un documento de tanta importancia. Sin embargo, no encontró nada. Castro lo habría destruido o llevado consigo, y en ambos casos no existía peligro, pues se daba como un hecho su muerte.

IV

-¿Cuánto dijo usted, Mendoza?
-Un millón quinientos mil pesos moneda corriente, Sofía.
-¡Pero eso es imposible!
-Aquí está el recibo y en este, papel he hecho los cálculos. Puede revisarlos, -y mostró a la señora un pliego cubierto de cifras.
La afligida dama no dudó ni un momento. Ante los ojos tenía un papel firmado por su esposo, comprometiéndose a pagar dentro de tal plazo una gruesa suma de dinero. Mendoza explicó con emoción bien fingida que había callado en la espe­ranza de volver a ver al comandante, y que si se había decidido a cobrar era sólo por tener obliga­ciones apremiantes. En fin, no quería aparecer como hombre cruel. Daría a la señora un mes de plazo y si hasta entonces no había reunido la suma, se vería en la dolorosa necesidad de proceder al remate; o si la señora temía el escándalo público, harían senci­llamente una transferencia, de suerte que sus bienes pasarían a manos de él.
Esto último era un golpe hábil y audaz.

V

El mes de plazo tocaba a su fin y la señora veía llegar, llena de angustia, el día fatal.
Su único consuelo era la pequeña Celia, la cual le aseguraba con insistencia que su papá volvería y entonces quedaría todo arreglado.
Había leído un cuento de hadas, en el que una ni­ñita desesperada por tener a su madre muy enferma, pidió consejo a una anciana que vivía en medio del bosque, la que le dijo: "Toma el objeto por ti más apreciado y regálalo a la persona que más lo desee ó más necesidad tenga de él; después arrodí­llate y reza mucho, y Dios, si te considera digna de esa merced, devolverá la salud a tu madre." Pero para eso se necesitaba ser muy buena, muy buena... La niña del cuento siguió el consejo, y al otro día su madre estaba sana.
Impresionó tan profundamente esto a Celia, que le inspiró la idea de hacer algo análogo. Pero, ¿era ella bastante buena? Hizo examen de conciencia, y con un poquito de vanidad infantil se convenció de que había sido siempre, obediente, aplicada y amable. El objeto del cual iba a desprenderse era un precioso libro de cuentos magníficamente iluminado. Tam­bién sabía a quién debía regalárselo, si quería ser digna de la merced divina. En la misma calle vivía la lavandera con una hijita de diez años, que deseaba ardientemente el libro. ¡Cuántas veces se lo había mostrado Celia, nada más que para gozar con su admiración!
Para aumentar el mérito del sacrificio, puso entre las páginas del libro su señalador más bonito, y atisbando el momento propicio, se escabulló y echó a correr por la calle. Encontró a la chica de la lavandera sentada en el umbral de su casa, y con un esfuerzo heroico, poniéndole el libro entre las manos:
-Toma, para vos -le dijo, y volvióse corriendo a casa. Oyó todavía el grito de sorpresa y alegría de la chica. Se encerró en su cuartito y se puso a rezar con toda su alma cuantas oraciones sabía y otras improvisadas. No le cabía duda de que Dios la oiría, si no al instante, al día siguiente o más tarde; pero con toda seguridad.

VI

El día temido llegó. La señora y Elena recorrían la casa querida que debían abandonar dentro de pocas horas, mientras Celia, apostada cerca de la puerta de calle, esperaba desde temprano. Cada vez que se anunciaba alguna persona saltaba electrizada. ¡Seguramente su papá vendría a tiempo para impe­dir que tuviesen que dejar la casa!
Golpeaion. ¿Sería?... ¡Ay, no! Ese hombrecito flaco con cara de carancho que miraba a todos lados, como si temiese ser perseguido, era el notario, y testigos, los dos caballeros vestidos con raída ele­gancia. Mendoza salió para instalarlos en el escritorio. El notario era amigo suyo, acostumbrado a manejar asuntos turbios; y a juzgar por el brillo de sus ojitos oblicuos, no debía salir perdiendo en el que tenía entre manos. En cuanto a los testigos, eran de la misma ralea.
Se instalaron alrededor de la mesa y allá fueron también Mendoza, la señora y Elena. El notario traía escrito el documento y se puso a leerlo con voz gangosa y monótona como quien está habituado a leer con la mayor indiferencia las cosas más impor­tantes. A las damas se les antojaba el murmullo de un rezo fúnebre. Cuando calló, ambas creyeron despertar de un ensueño, Mendoza ofreció una pluma a la señora para que firmase.
-¡No! ¡No quiero firmar! -exclamó la pobre madre, casi asfixiada y con un sollozo seco.
-Vamos, Sofía, mi pobre amiga, abreviemos este momento doloroso -dijo Mendoza, tratando de ponerle la pluma entre los dedos.
-Firma, mamá, ya que Dios lo quiere así -agregó Elena con dulzura.
Su madre, cual si obrara bajo una voluntad extraña, tomó la pluma y maquinalmente la mojó en el tintero.
En ese instante, pasos precipitados se acercaron en la galería, la puerta se abrió con estrépito y apareció un hombre de elevada estatura, vestido con viejo uniforme, el cabello y la barba enmara­ñados. Al mismo tiempo Celia se precipitó hacia su madre, exclamando con su vocecita atiplada y fuera de aliento:
-¡Mamá! ¡Elena!... ¡Papá, papá!
Durante un instante nadie se movió.
Luego, con gritos inarticulados de alegría, Elena y su madre se arrojaron en brazos del comandante.
Mendoza, en cuyo semblante, fuera de su palidez, nada traicionaba lo que pasaba en su interior, saludó efusivamente al recién llegado.
-Pero ¿qué sucede aquí? -preguntó éste al fin, reparando en el notario y los testigos.
Elena explicó.
Primero Castro no comprendió nada. Al fin recor­dó el asunto del cual trataban, y fijando los ojos en su amigo dijo con asombro más que con enojo:
-Pero... ¡yo le he devuelto la cantidad prestada!
-Yo no he recibido nada -repuso fríamente el otro, resuelto a jugar el todo por el todo.
-¡Es usted un miserable!
-No me insulte. Aquí tiene el papel firmado por usted mismo.
Castro reconoció con asombro su propia letra y por un momento dudó, mas luego comprendió que tenía bajo sus ojos una obligación falsificada.
-Esta es una impostura -exclamó exaltado: yo le he pagado a usted.
-Pues entonces debe existir un recibo.
-Está entre mis papeles.
El comandante abrió el cajón secreto, donde creía haber guardado el recibo, y palideció al verlo vacío.
-Sin embargo, debo tenerlo -murmuró, y ayudado de su esposa y Elena, se puso a registrar con manos febriles la mesa, los estantes, los armarios. Mendoza, con los brazos cruzados, permanecía im­pasible: el notario y los testigos, desconcertados e inquietos, se mantenían a un lado.
No quedaba cajón por registrar, y el recibo no aparecía. Mendoza triunfaba, y el notario frotábase las manos, cuando se oyeron voces delante de la puerta.
-Le digo que la señora está ocupada.
-No la voy a detener, quiero solamente entre­garle esto.
La señora abrió la puerta y se halló frente a frente con la lavandera.
-Señora, -dijo ésta, la niña Celia le ha rega­lado un libro a mi chica y entre las hojas he encon­trado este papel. Se lo traigo porque tal vez tenga importancia para usted.
La señora lo desdobló. Era el recibo extraviado.
¿Cómo, de qué manera, por qué descuido un, papel de tanta importancia había caído entre las hojas de un libro de cuentos de Celia? Misterio inex­plicable. El hecho era que llegaba a tiempo para impedir que un miserable despojase de lo suyo a la familia de la niña.

VII

Herido en la toma del fuerte de Humaitá, Castro había sido arrastrado al interior de las selvas según el bárbaro sistema de López. Sufrió penurias sin nombre y sin número, y presenció escenas indes­criptibles de miseria y crueldad.
Al fin pudo evadirse y después de una peregri­nación inverosímil a través de aquel país, entonces semisalvaje, llegó, terminada la guerra, a orillas del Paraná y logró pasar a territorio argentino.
Celia fue la heroína del día; estaba firmemente convencida de que todos los acontecimientos felices, eran mercedes que Dios le había concedido expresamente a ella.

(Llegada de los guerreros del Paraguay a Buenos Aires)

1.062. Eflein (Ada Maria)

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