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lunes, 1 de abril de 2013

El velo de la reina Mab­

La reina Mab[1], en su carro hecho de una sola perla, tirado por cuatro coleópteros de petos dora­dos y alas de pedrería, caminando sobre un rayo de sol, se coló por la ventana de una boardilla donde estaban cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes, lamentándose como unos desdi­chados.
Por aquel tiempo, las hadas habían repartido sus dones a los mortales. A unos habían dado las varitas misteriosas que llenan de oro las pesadas cajas del comercio; a otros unas espigas maravillo­sas que al desgranarlas colmaban las trojes de riqueza; a otros unos cristales que hacían ver en el riñón de la madre tierra oro y piedras preciosas; a quiénes, cabelleras espesas y músculos de Goliat, y mazas enormes para machacar el hierro encendi­do; y a quiénes, talones fuertes y piernas ágiles para montar en las rápidas caballe-rías que se beben el viento y que tienden las crines en la carrera.
Los cuatro hombres se quejaban. Al uno le había tocado en suerte una cantera, al otro el iris, al otro el ritmo, al otro el cielo azul.

La reina Mab oyó sus palabras. Decía el primero:
-¡Y bien! ¡Heme aquí en la gran lucha de mis sueños de mármol! Yo he arrancado el bloque y tengo el cincel. Todos tenéis, unos el oro, otros la armonía, otros la luz; yo pienso en la blanca y divi­na Venus, que muestra su desnudez bajo el plafón color de cielo. Yo quiero dar a la masa la línea y la hermosura plástica; y que circule por las venas de la estatua una sangre incolora como la de los dio­ses. Yo tengo el espíritu de Grecia en el cerebro y amo los desnudos en que la ninfa huye y el fauno tiende los brazos. ¡Oh, Fidias! Tú eres para mí soberbio y augusto como un semidiós, en el recin­to de la eterna belleza, rey ante un ejército de her­mosuras que a tus ojos arrojan el magnífico kitón mostrando la esplendidez de la forma en sus cuer­pos de rosa y de nieve.
«Tú golpeas, hieres y domas el mármol, y suena el golpe armó-nico como un verso, y te adula la cigarra, amante del sol, oculta entre los pámpanos de la viña virgen. Para ti son los Apolos rubios y luminosos, las Minervas severas y soberanas. Tú, como un mago, conviertes la roca en simulacro y el colmillo del elefante en copa del festín. Y al ver tu grandeza siento el martirio de mi pequeñez. Por­que pasaron los tiempos gloriosos. Porque tiemblo ante las miradas de hoy. Porque contemplo el ideal inmenso y las fuerzas exhaustas. Porque, a medida que cincelo el bloque, me ataraza el desa­liento.»

Y decía el otro: -Lo que es hoy romperé mis pin­celes. ¿Para qué quiero el iris y esta gran paleta del campo florido, si a la postre mi cuadro no será admitido en el Salón? ¿Qué abordaré? He recorri­do todas las escuelas, todas las inspiraciones artís­ticas. He pintado el torso de Diana y el rostro de la Madona. He pedido a las campiñas sus colores, sus matices; he adulado a la luz como a una amada, y la he abrazado como a una querida. He sido adorador del desnudo, con sus magnificen­cias, con los tonos de sus carnaciones y con sus fugaces medias tintas. He trazado en mis lienzos los nimbos de los santos y las alas de los querubi­nes. ¡Ah, pero siempre el terrible desencanto! ¡El porvenir! ¡Vender una Cleopatra en dos pesetas para poder almorzar!
«¡Y yo, que podría en el estremecimiento de mi inspiración trazar el gran cuadro que tengo aquí dentro!...»

Y decía el otro: -Perdida mi alma en la gran ilu­sión de mis sinfonías, ¡temo todas las decepciones. Yo escucho todas las armonías, desde la lira de Ter­pandro hasta las fantasías orquestales de Wagner. Mis ideales brillan en medio de mis audacias de inspirado. Yo tengo la percepción del filósofo que oye la música de los astros. Todos los ruidos pue­den aprisionarse, todos los ecos son susceptibles de combinaciones. Todo cabe en la línea de mis esca­las cromáticas.
«La luz vibrante es himno, y la melodía de la selva halla un eco en mi corazón. Desde el ruido de la tempestad hasta el canto del pájaro, todo se confunde y enlaza en la infinita cadencia. Entre tanto, no diviso sino la muchedumbre que befa y la celda del manicomio.»

Y el último: -Todos bebemos el agua clara de la fuente de Jonia. Pero el ideal flota en el azul; y para que los espíritus gocen de su luz suprema, es preciso que asciendan. Yo tengo el verso que es de miel y el que es de oro, y el que es de hierro can­dente. Yo soy el ánfora del celeste perfume: tengo el amor. Paloma, estrella, nido, lirio, vosotros conocéis mi morada. Para los vuelos inconmensu­rables tengo alas de águila que parten a golpes mágicos el huracán. Y para hallar consonantes, los busco en dos bocas que se juntan; y estalla el beso, y escribo la estrofa, y entonces, si veis mi alma, conoceréis a mi musa. Amo las epopeyas, porque de ellas brota el soplo heroico que agita las bande­ras que ondean sobre las lanzas y los penachos que tiemblan sobre los cascos; los cantos líricos, por­que hablan de las diosas y de los amores; y las églo­gas, porque son olorosas a verbena y a tomillo, y al santo aliento del buey coronado de rosas. Yo escri­biría algo inmortal; mas me abruma un porvenir de miseria y de hambre.
Entonces la reina Mab, del fondo de su carro hecho de una sola perla, tomó un velo azul, casi impalpable, como formado de suspiros, o de mira­das de ángeles rubios y pensativos. Y aquel velo era el velo de los sueños, de los dulces sueños que hacen ver la vida de color de rosa. Y con él envol­vió a los cuatro hombres flacos, barbudos e imper­tinentes. Los cuales cesaron de estar tristes porque penetró en su pecho la esperanza, y en su cabeza el sol alegre, con el diablillo de la vanidad, que con­suela en sus profundas decepciones a los pobres artistas.
Y desde entonces, en las boardillas de los bri­llantes infelices, donde flota el sueño azul, se pien­sa en el porvenir como en la aurora, y se oyen risas que quitan la tristeza, y se bailan extrañas faran­dolas alrededor de un blanco Apolo, de un lindo paisaje, de un violín viejo, de un amarillento manuscrito.

1.073. Dario (Ruben)


[1] En la edición de Azul de Guatemala, nota XIV, Darío escribió: «La reina Mab es una de las creaciones de la mitología inglesa. Es la reina de los suefios. Shakespeare se refiere a ella, por boca de Mercutio, en la escena IV del acto I de Romeo y Julieta... Shelley escri­bió uno de sus mejores poemas titulado `La reina Mab'. Mi cuento... ha tenido mejor suerte que todos sus hermanos. El insigne poeta y afamado artista catalán Apeles Mestres lo ilustró con tres admirables rasgos de su brillante lápiz, los que, como todo lo que autoriza su firma tienen el sello de su ingenio poderoso». «En `El velo de la reina Mab' -dice Darío en la Historia de mis libros- mi imaginación encontró asunto apropiado. El deslumbramiento shakespeareano me poseyó y realicé por primera vez el poema en prosa. Más que en nin­guna de mis tentativas, en ésta perseguí el ritmo y la sonoridad ver­bales, la transposición musical, hasta entonces -es un hecho reco­nocido- desconocida en la prosa castellana, pues las cadencias de algunos clásicos son, en sus desenvueltos periodos, otra cosa.»

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