Por aquel tiempo, las
hadas habían repartido sus dones a los mortales. A unos habían dado las varitas
misteriosas que llenan de oro las pesadas cajas del comercio; a otros unas
espigas maravillosas que al desgranarlas colmaban las trojes de riqueza; a
otros unos cristales que hacían ver en el riñón de la madre tierra oro y
piedras preciosas; a quiénes, cabelleras espesas y músculos de Goliat, y mazas
enormes para machacar el hierro encendido; y a quiénes, talones fuertes y
piernas ágiles para montar en las rápidas caballe-rías que se beben el viento y
que tienden las crines en la carrera.
Los cuatro hombres se
quejaban. Al uno le había tocado en suerte una cantera, al otro el iris, al
otro el ritmo, al otro el cielo azul.
La reina Mab oyó sus
palabras. Decía el primero:
-¡Y bien! ¡Heme aquí en
la gran lucha de mis sueños de mármol! Yo he arrancado el bloque y tengo el
cincel. Todos tenéis, unos el oro, otros la armonía, otros la luz; yo pienso en
la blanca y divina Venus, que muestra su desnudez bajo el plafón color de
cielo. Yo quiero dar a la masa la línea y la hermosura plástica; y que circule
por las venas de la estatua una sangre incolora como la de los dioses. Yo tengo
el espíritu de Grecia en el cerebro y amo los desnudos en que la ninfa huye y
el fauno tiende los brazos. ¡Oh, Fidias! Tú eres para mí soberbio y augusto
como un semidiós, en el recinto de la eterna belleza, rey ante un ejército de
hermosuras que a tus ojos arrojan el magnífico kitón mostrando la esplendidez de la forma en sus cuerpos de rosa
y de nieve.
«Tú golpeas, hieres y
domas el mármol, y suena el golpe armó-nico como un verso, y te adula la
cigarra, amante del sol, oculta entre los pámpanos de la viña virgen. Para ti
son los Apolos rubios y luminosos, las Minervas severas y soberanas. Tú, como
un mago, conviertes la roca en simulacro y el colmillo del elefante en copa del
festín. Y al ver tu grandeza siento el martirio de mi pequeñez. Porque pasaron
los tiempos gloriosos. Porque tiemblo ante las miradas de hoy. Porque contemplo
el ideal inmenso y las fuerzas exhaustas. Porque, a medida que cincelo el
bloque, me ataraza el desaliento.»
Y decía el otro: -Lo que
es hoy romperé mis pinceles. ¿Para qué quiero el iris y esta gran paleta del
campo florido, si a la postre mi cuadro no será admitido en el Salón? ¿Qué
abordaré? He recorrido todas las escuelas, todas las inspiraciones artísticas.
He pintado el torso de Diana y el rostro de la Madona. He pedido a las
campiñas sus colores, sus matices; he adulado a la luz como a una amada, y la
he abrazado como a una querida. He sido adorador del desnudo, con sus
magnificencias, con los tonos de sus carnaciones y con sus fugaces medias
tintas. He trazado en mis lienzos los nimbos de los santos y las alas de los
querubines. ¡Ah, pero siempre el terrible desencanto! ¡El porvenir! ¡Vender
una Cleopatra en dos pesetas para poder almorzar!
«¡Y yo, que podría en el
estremecimiento de mi inspiración trazar el gran cuadro que tengo aquí
dentro!...»
Y decía el otro: -Perdida
mi alma en la gran ilusión de mis sinfonías, ¡temo todas las decepciones. Yo
escucho todas las armonías, desde la lira de Terpandro hasta las fantasías
orquestales de Wagner. Mis ideales brillan en medio de mis audacias de
inspirado. Yo tengo la percepción del filósofo que oye la música de los astros.
Todos los ruidos pueden aprisionarse, todos los ecos son susceptibles de
combinaciones. Todo cabe en la línea de mis escalas cromáticas.
«La luz vibrante es
himno, y la melodía de la selva halla un eco en mi corazón. Desde el ruido de
la tempestad hasta el canto del pájaro, todo se confunde y enlaza en la
infinita cadencia. Entre tanto, no diviso sino la muchedumbre que befa y la
celda del manicomio.»
Y el último: -Todos
bebemos el agua clara de la fuente de Jonia. Pero el ideal flota en el azul; y
para que los espíritus gocen de su luz suprema, es preciso que asciendan. Yo
tengo el verso que es de miel y el que es de oro, y el que es de hierro candente.
Yo soy el ánfora del celeste perfume: tengo el amor. Paloma, estrella, nido,
lirio, vosotros conocéis mi morada. Para los vuelos inconmensurables tengo
alas de águila que parten a golpes mágicos el huracán. Y para hallar
consonantes, los busco en dos bocas que se juntan; y estalla el beso, y escribo
la estrofa, y entonces, si veis mi alma, conoceréis a mi musa. Amo las
epopeyas, porque de ellas brota el soplo heroico que agita las banderas que
ondean sobre las lanzas y los penachos que tiemblan sobre los cascos; los
cantos líricos, porque hablan de las diosas y de los amores; y las églogas,
porque son olorosas a verbena y a tomillo, y al santo aliento del buey coronado
de rosas. Yo escribiría algo inmortal; mas me abruma un porvenir de miseria y
de hambre.
Entonces la reina Mab,
del fondo de su carro hecho de una sola perla, tomó un velo azul, casi
impalpable, como formado de suspiros, o de miradas de ángeles rubios y
pensativos. Y aquel velo era el velo de los sueños, de los dulces sueños que
hacen ver la vida de color de rosa. Y con él envolvió a los cuatro hombres
flacos, barbudos e impertinentes. Los cuales cesaron de estar tristes porque
penetró en su pecho la esperanza, y en su cabeza el sol alegre, con el
diablillo de la vanidad, que consuela en sus profundas decepciones a los
pobres artistas.
Y desde entonces, en las
boardillas de los brillantes infelices, donde flota el sueño azul, se piensa
en el porvenir como en la aurora, y se oyen risas que quitan la tristeza, y se
bailan extrañas farandolas alrededor de un blanco Apolo, de un lindo paisaje,
de un violín viejo, de un amarillento manuscrito.
1.073. Dario (Ruben)
[1] En la edición de Azul de
Guatemala, nota XIV, Darío escribió: «La reina Mab es una de las creaciones de
la mitología inglesa. Es la reina de los suefios. Shakespeare se refiere a
ella, por boca de Mercutio, en la escena IV del acto I de Romeo y Julieta... Shelley escribió uno de sus mejores poemas
titulado `La reina Mab'. Mi cuento... ha tenido mejor suerte que todos sus
hermanos. El insigne poeta y afamado artista catalán Apeles Mestres lo ilustró
con tres admirables rasgos de su brillante lápiz, los que, como todo lo que
autoriza su firma tienen el sello de su ingenio poderoso». «En `El velo de la
reina Mab' -dice Darío en la
Historia de mis libros- mi imaginación encontró asunto
apropiado. El deslumbramiento shakespeareano me poseyó y realicé por primera
vez el poema en prosa. Más que en ninguna de mis tentativas, en ésta perseguí
el ritmo y la sonoridad verbales, la transposición musical, hasta entonces -es
un hecho reconocido- desconocida en la prosa castellana, pues las cadencias de
algunos clásicos son, en sus desenvueltos periodos, otra cosa.»
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