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lunes, 1 de abril de 2013

El mensajero de san martin

I

El general don José de San Martín leía cartas en su despacho. Terminada la lectura, se volvió para llamar a un muchacho que esperaba de pie junto a la puerta. Debía tener éste unos 16 años; era delgado, fuerte, de ojos brillantes y fisonomía franca y alegre. Cuadrado como un pequeño veterano, soportó tranquilamente la mirada del general.
-Voy a encargarte una misión difícil y honrosa. Te conozco bien: tu padre y tres hermanos tuyos están en mi ejército y sé que deseas servir a la patria. Lo que voy a encargarte es peligroso; pero eres de una familia de valientes. ¿Estás resuelto a servirme?
-General, sí -contestó el muchacho sin vacilar.
-¿Lo has pensado bien?
-General, sí.
-Correrás peligros.
-Como todos nosotros, general.
San Martín sonrió a esa respuesta, pues veía que el muchacho se contaba decididamente entre los patriotas.
-Debes tener presente que en caso de ser descu­bierto, te fusilarán - continuó, para conocer la entereza de aquel niño.
-General, ya lo sé.
-Entonces ¿estás resuelto?
-General, sí.
-Muy bien. Quiero enviarte a Chile con una carta que por nada ¿entien-des? ¡por nada! debe caer en manos ajenas. Si llegaras a perderla, costaría la vida a muchas personas. La entregarás al abogado don Manuel Rodríguez, en Santiago, y la contestación la traerás con las mismas precauciones. Si te vieras en peligro, la destruirás; y si por desgracia fueras descubierto, supongo que sabrás guardar el secreto. ¿Has entendido, Miguel?
-Perfectamente, general -respondió el mucha­cho; y esta contestación, sencilla y firme, satisfizo al insigne conocedor de hombres.

II

Dos días después, Miguel pasaba la cordillera en compañía de unos arrieros. Llevaba la carta cosida en un cinturón debajo de la ropa; tenía el aire más inocente y despreocupado del mundo, y nadie hubiera sospechado que pensara en otras cosas que no fueran niñerías, pues durante el viaje no hizo sino cantar, silbar y bromear. Refirió a sus compañeros que iba a la finca de unos parientes al otro lado de la cordillera, y todos le cobraron afecto por su buen humor. Cuando se separaron en territorio chileno, le despidieron cariño-samente.
Miguel ignoraba que el señor Manuel Rodríguez, destinatario de la carta, era uno de los chilenos que más activamente contribuían a preparar la revo­lución patriota para cuando invadiera San Martín con su ejército. Ignoraba, asimismo, que él sólo era uno de los innumerables agentes y espías que el general tenía para llevar y traer correspondencia secreta, sembrar noticias, verdaderas o falsas, según le conviniera, y tenerle al corriente de cuanto ocurría en Chile y pudiera serle útil. El general le había honrado con su confianza y debía justificarla. Eso le bastaba.
Llegó a Santiago de Chile sin contratiempos; halló al doctor Rodríguez, le entregó la carta y recibió la respuesta, guardándola en el cinturón secreto.
-Mucho cuidado con esta carta -le dijo también el patriota chileno.
-Eres realmente muy niño para un encargo tan peligroso; pero debes ser inteligente y guapo, y sobre todo buen patriota, para que el general te juzgue digno de esta misión.
Miguel volvió a ponerse en camino lleno de placer y de orgullo con este elogio y resuelto a merecerlo cada vez con mayor razón.

III

El gobernador de Chile, Marcó del Pont, sabía que emisarios y agentes secretos de los patriotas trabajaban para sublevar al pueblo, y que éste le odiaba y estaba deseoso de asociarse a los revolu­cionarios de Buenos Aires. Por esto lo sometía a un régimen de humillación y de dureza. A las siete de, la noche las casas debían estar cerradas, bajo pena de multa, y nadie podía viajar sin recabar un permiso de las autoridades. Los sospechosos de ser partidarios de los patriotas, eran encerrados en las fortalezas y prisiones, donde San Bruno se encargaba de martirizarlos. Era natural, entonces, que los chilenos esperasen ansiosos el momento en que el ejército argentino tramontara los Andes, y que los agentes de San Martín hallasen hombres dispuestos a auxiliarles. Reunían dinero, objetos de valor y armas; aprestaban caballos, ganados, y cada cual contribuía en su medida. Los agentes eran siempre bien recibidos y jamás se les hizo traición. Las auto­ridades sabían que ocurría algo de anormal; pero ignoraban a quién hacer responsable o aprehender. En la duda, consideraban sospechosos a todos los criollos y redoblaban con ellos su dureza, lo que naturalmente dio como consecuencia, una mayor ferocidad en el odio popular.

IV

El viaje de Miguel se,había efectuado sin tro­piezos; pero tuvo que pasar por un pueblo cerca del cual se hallaba una fuerza realista bastante conside­rable, al mando del coronel Ordóñez. Se aproximó al caer la tarde, ignorando que hubiera allí un campamento, pues éste no era visible desde el camino. Alrededor se extendía la hermosa campiña chilena, fresca, verde y ligera-mente ondulada. Un arroyo correntoso bajaba a la izquierda. En sus márgenes se levantaban las chozas del pueblecito, grises, tristes, silenciosas, envueltas ya en las prime­ras penumbras del crepúsculo, y dominándolas, cerrando el horizonte, la cordillera gigantesca e imponente subía en gradas cada vez, más grandiosas, semejante a una escalinata estupenda rematada en los maravillosos nevados que teñían de oro rosado los últimos rayos de luz. Las faldas de la montaña estaban ya en la sombra, y sus huecos y quebradas envueltos en tintes fríos, azul, morado, violeta, mientras el esplendor fantástico de las cumbres se destacaba de un cielo claro y trasparente.
Miguel, poco sensible a las bellezas de la natura­leza, se sintió de pronto impresionado por aquel cuadro mágico; mas un acontecimiento inesperado vino a distraer su atención.
Dos soldados a quienes pareció sospechoso este muchacho que viajaba solo y en dirección a las sierras (ya que cualquier cosa era sospechosa en aquellos tiempos), se dirigieron hacia él al galope. En el sobresalto del primer momento, cometió la imprudencia de huir, lo que naturalmente avivó las sospechas de los soldados, quienes, cortándole el camino, consiguieron prenderlo.
-¡Hola! -gritó uno de ellos sujetándole el caballo por la rienda; -¿Quién eres y a dónde vas?
Miguel, recobrada su sangre fría, contestó humil­demente que era chileno, que se llamaba Juan Gómez y que iba a la hacienda de sus padres; mas por su manera de hablar, los soldados conocieron que era cuyano, es decir, nativo de Cuyo, o por extensión, de la región al oriente de los Andes, y le condujeron al campamento, a pesar de sus súplicas. Allí lo entregaron a un sargento y éste a su vez a un oficial superior.
Interrogado, respondió con serenidad, ocultando su temor de que lo registraran y encontraran la carta.
Después del interrogatorio, le llevaron a una carpa, donde se hallaba, en compañía de varios ofi­ciales, el coronel Ordóñez.
-Te acusan de ser agente del general San Martín -díjole el coronel sin preámbulos. 
-¿Qué tienes que contestar?
Miguel habría preferido declarar orgullosamente la verdad; pero la prudencia le hizo renunciar a esta idea, y como antes, negó la acusación.
-Oye, muchacho, -agregó el coronel, -de nada te sirve negar. Más vale que confieses francamente; así quizá pueda aliviarte el castigo, porque eres muy joven.
Miguel no se dejó seducir y repitió su declaración; pero a Ordóñez no se le engañaba tan fácilmente.
-¿Llevas alguna carta? -le preguntó de impro­viso.
-No -contestó Miguel; pero mudó de color y el coronel lo advirtió.
-Regístrenlo.
En un abrir y cerrar de ojos dos soldados se apo­deraron del muchacho, y mientras el uno le sujetaba, el otro le registró, no tardando en hallar el cinturón con la carta.
-Bien lo decía yo -observó Ordóñez, disponién­dose a abrirla; pero en ese instante Miguel, con un movimiento brusco e imprevisto, saltó como un pequeño tigre, le arrebató la carta de las manos y arrojóla en un brasero allí encendido.
Todos permanecieron estupefactos ante tal audacia. Luego, algunos quisieron castigarle; pero el coronel, deteniéndoles, dijo, con una sonrisa ex­traña:
-Eres muy atrevido, muchacho. Quizá no sepas que puedo fusilarte sin más trámites.
Miguel no contestó; pero sus ojos chispeantes y sus mejillas encendidas, indicaban claramente que no tenía miedo. Ahora podían hacer de él lo que quisieran; la carta ya no existía y jamás sabrían de su boca a quién iba dirigida ni quién la enviaba.
-Hay que convenir que eres muy valiente -con­tinuó Ordóñez. 
-Aquél que te ha mandado sabe elegir su gente. Ahora bien, puesto que eres resuelto, quisiera salvarte y lo haré si me dices lo que conte­nía la carta.
-No sé, señor.
-¿No sabes? Mira que tengo medios de refres­carte la memoria.
-No sé, señor. La persona que me dio la carta no me dijo lo que contenía.
El coronel reflexionó un momento.. Le pareció creíble lo que decía Miguel, pues no era de suponer estuviera enterado del contenido de la carta que llevaba.
-Bien -dijo, te creo. ¿Podrías decirme al menos de quién provenía y a quién iba dirigida?
Miguel calló. Sólo ahora comenzaba la verdadera prueba.
-Contesta -ordenó el coronel.
-No puedo, señor.
-¿Y por qué no?
-Porque he jurado.
-¡Oh! Si no es más que eso, un sacerdote te desligará del juramento.
-Podría hacerlo; no por eso sería menos traidor.
El coronel Ordóñez admiró en secreto a ese niño tan hombre; pero no lo demostró. Abriendo un cajón de la mesa sacó una gaveta y tomó de ella un puñado de monedas de oro.
-¿Has tenido alguna vez una moneda de oro? -preguntó a Miguel.
-No, señor -contestó el muchacho, cuyos ojos se fijaron involun-tariamente en el metal reluciente.
-Bueno, pues, yo te daré diez onzas, ¿entiendes? diez onzas si me dices lo- que quiero saber. Vamos ¿te decides? Piensa: ¡diez onzas de oro! Una for­tuna. ¡Cuántas cosas podrás comprar con tanto dinero, y cómo te envidiarán! Y eso, con sólo decirme dos nombres.
Sobre Miguel el oro obraba una fascinación funesta. ¡Cómo brillaban y con qué dulce retintín chocaban las monedas cuando el coronel las hacía escurrir entre sus dedos y las dejaba caer suavemente en la gaveta! ¿Diez onzas de oro! Para él una fortuna inaudita.
-Puedes decírmelo despacio -prosiguió el coro­nel, observando con atención el efecto que el metal brillante hacía en Miguel. 
-Nadie sino yo lo oirá.
Entonces, por fin, Miguel logró vencer la terrible fascinación del oro, y apartando con un esfuerzo los ojos, repitió estas tres palabritas que exasperaron al coronel:
-¡No quiero, señor!
Ordóñez le miró de una manera particular. 
-¿Has oído alguna vez hablar de San Bruno? -preguntóle.
Al oír ese nombre, que era pronunciado con espanto en Chile y en Cuyo, Miguel se estremeció.
-A él te entregaré si no confiesas -prosiguió el coronel. 
-En tus propias manos está tu suerte: si contestas a mi pregunta, te doy la libertad, y si no... 
-No terminó su frase; pero trunca como estaba, era terriblemente explícita.
Miguel bajó los ojos y permaneció callado. Esta resistencia pasiva irritó más al realista.
-A ver, -ordenó, -unos cuanto azotes bien dados a este muchacho.
Lleváronle afuera y en presencia de Ordóñez, de sus oficiales y muchos soldados, dos de éstos le golpearon sin piedad. El muchacho apretó los dientes para no gritar. Sus sentidos comenzaron a turbarse a medida que los golpes llovían sobre su cuerpo; sus ideas se confundieron bajo la influencia del dolor; antes sus ojos flotaron aún como una visión las cumbres nevadas que ahora resaltaban con blancura lívida de sudario en el cielo diáfano, y luego, perdió el conocimiento.
-Basta -dijo Ordóñez, enciérrenle por esta noche. Mañana confesará, y agregó hablando con los oficiales, y si no lo hace, tendré que mandarlo a Santiago. Y sería lástima que muchacho tan guapo fuese a parar a manos de San Bruno. No debemos perder este hilo de la trama que está tejiendo mi astuto ex amigo San Martín.

V

Entre los que presenciaron la flagelación se encon­traba un soldado chileno, que, como todos sus compatriotas, simpatizaba con la causa de la liber­tad. Tenía dos hermanos, agentes de San Martín, y él mismo esperaba la ocasión propicia para aban­donar las filas realistas. El valor y la constancia del muchacho, tema de las conversaciones en el campa­mento, le llenaron de admiración, haciéndole concebir el deseo de salvarle si fuera posible. Resol­vió exponerse para dar libertad al prisionero y faci­litarle los medios de huir.
Miguel estaba en una choza, donde lo habían dejado bajo cerrojo, sin preocuparse más de él. A media noche el silencio más profundo reinaba en el campamento. Los fuegos estaban apagados y sólo los centinelas velaban con el arma al brazo.
Cuando Miguel despertó de su largo desmayo, no pudo recordar bien lo que había sucedido; pero al sentir el escozor de los cardenales que le cubrían todo el cuerpo, no tardó en darse cuenta. El pobre muchacho, débil y dolorido, solo y prisionero, se sintió desfallecer. ¡Al fin, sólo era un niño! No pensaba en la fuga porque le parecía imposible, y esperaba el día para salir de la terrible incertidumbre.
Entonces, en el silencio de la noche, percibió un ruido suave cual el de un cerrojo corrido con precau­ción. La puerta se abrió despacio y en el vano apareció la figura de un hombre. Miguel se levantó sorprendido.
-¡Quieto! -susurró una voz. ¿Tienes valor para escapar?
Miguel enmudeció de asombro. De repente no sintió dolores, cansancio, ni debilidad; estaba fresco, ágil, y resuelto a todo con tal de recobrar la libertad. Siguió al soldado y los dos se deslizaron como sombras por el campamento dormido, hacia un pequeño corral donde se hallaban los caballos de servicio. El de Miguel permanecía ensillado aún y atado a un poste. Lo llevaron a la orilla del arroyo que corría espumoso entre las barrancas.
-Este es el único punto por donde puedes escapar -dijo el soldado, el único lugar donde no hay centinelas. Ten cuidado, porque el arroyo es traicionero. Pronto, ¡a caballo, y buena suerte!
Aturdido por el cambio repentino de los sucesos, el pequeño héroe obedeció, y despidiéndose de su generoso salvador con un apretón de manos y un "¡Dios se lo pague!" bajó la barranca y entró en el arroyo cruzándolo con felicidad. Luego, espoleó su caballo y huyó en direccióri a las montañas, para mostrar a San Martín, con las llagas de los azotes que desgarraron sus espaldas, cómo había sabido guardar un secreto y servir a la Patria.

1.062. Eflein (Ada Maria)

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