I
El general don José de San Martín leía cartas en
su despacho. Terminada la lectura, se volvió para llamar a un muchacho que
esperaba de pie junto a la puerta. Debía tener éste unos 16 años; era delgado,
fuerte, de ojos brillantes y fisonomía franca y alegre. Cuadrado como un
pequeño veterano, soportó tranquilamente la mirada del general.
-Voy a encargarte una misión difícil y honrosa.
Te conozco bien: tu padre y tres hermanos tuyos están en mi ejército y sé que
deseas servir a la patria. Lo que voy a encargarte es peligroso; pero eres de
una familia de valientes. ¿Estás resuelto a servirme?
-General, sí -contestó el muchacho sin vacilar.
-¿Lo has pensado bien?
-General, sí.
-Correrás peligros.
-Como todos nosotros, general.
San Martín sonrió a esa respuesta, pues veía que
el muchacho se contaba decididamente entre los patriotas.
-Debes tener presente que en caso de ser descubierto,
te fusilarán - continuó, para conocer la entereza de aquel niño.
-General, ya lo sé.
-Entonces ¿estás resuelto?
-General, sí.
-Muy bien. Quiero enviarte a Chile con una carta
que por nada ¿entien-des? ¡por nada! debe caer en manos ajenas. Si llegaras a
perderla, costaría la vida a muchas personas. La entregarás al abogado don
Manuel Rodríguez, en Santiago, y la contestación la traerás con las mismas
precauciones. Si te vieras en peligro, la destruirás; y si por desgracia fueras
descubierto, supongo que sabrás guardar el secreto. ¿Has entendido, Miguel?
-Perfectamente, general -respondió el muchacho;
y esta contestación, sencilla y firme, satisfizo al insigne conocedor de
hombres.
II
Dos días después, Miguel pasaba la cordillera en
compañía de unos arrieros. Llevaba la carta cosida en un cinturón debajo de la
ropa; tenía el aire más inocente y despreocupado del mundo, y nadie hubiera
sospechado que pensara en otras cosas que no fueran niñerías, pues durante el
viaje no hizo sino cantar, silbar y bromear. Refirió a sus compañeros que iba a
la finca de unos parientes al otro lado de la cordillera, y todos le cobraron
afecto por su buen humor. Cuando se separaron en territorio chileno, le
despidieron cariño-samente.
Miguel ignoraba que el señor Manuel Rodríguez,
destinatario de la carta, era uno de los chilenos que más activamente
contribuían a preparar la revolución patriota para cuando invadiera San Martín
con su ejército. Ignoraba, asimismo, que él sólo era uno de los innumerables
agentes y espías que el general tenía para llevar y traer correspondencia
secreta, sembrar noticias, verdaderas o falsas, según le conviniera, y tenerle
al corriente de cuanto ocurría en Chile y pudiera serle útil. El general le
había honrado con su confianza y debía justificarla. Eso le bastaba.
Llegó a Santiago de Chile sin contratiempos;
halló al doctor Rodríguez, le entregó la carta y recibió la respuesta,
guardándola en el cinturón secreto.
-Mucho cuidado con esta carta -le dijo también el
patriota chileno.
-Eres realmente muy niño para un encargo tan
peligroso; pero debes ser inteligente y guapo, y sobre todo buen patriota, para
que el general te juzgue digno de esta misión.
Miguel volvió a ponerse en camino lleno de placer
y de orgullo con este elogio y resuelto a merecerlo cada vez con mayor razón.
III
El gobernador de Chile, Marcó del Pont, sabía que
emisarios y agentes secretos de los patriotas trabajaban para sublevar al
pueblo, y que éste le odiaba y estaba deseoso de asociarse a los revolucionarios
de Buenos Aires. Por esto lo sometía a un régimen de humillación y de dureza. A
las siete de, la noche las casas debían estar cerradas, bajo pena de multa, y
nadie podía viajar sin recabar un permiso de las autoridades. Los sospechosos
de ser partidarios de los patriotas, eran encerrados en las fortalezas y
prisiones, donde San Bruno se encargaba de martirizarlos. Era natural,
entonces, que los chilenos esperasen ansiosos el momento en que el ejército
argentino tramontara los Andes, y que los agentes de San Martín hallasen
hombres dispuestos a auxiliarles. Reunían dinero, objetos de valor y armas;
aprestaban caballos, ganados, y cada cual contribuía en su medida. Los agentes
eran siempre bien recibidos y jamás se les hizo traición. Las autoridades
sabían que ocurría algo de anormal; pero ignoraban a quién hacer responsable o
aprehender. En la duda, consideraban sospechosos a todos los criollos y
redoblaban con ellos su dureza, lo que naturalmente dio como consecuencia, una
mayor ferocidad en el odio popular.
IV
El viaje de Miguel se,había efectuado sin tropiezos;
pero tuvo que pasar por un pueblo cerca del cual se hallaba una fuerza realista
bastante considerable, al mando del coronel Ordóñez. Se aproximó al caer la
tarde, ignorando que hubiera allí un campamento, pues éste no era visible desde
el camino. Alrededor se extendía la hermosa campiña chilena, fresca, verde y
ligera-mente ondulada. Un arroyo correntoso bajaba a la izquierda. En sus
márgenes se levantaban las chozas del pueblecito, grises, tristes,
silenciosas, envueltas ya en las primeras penumbras del crepúsculo, y
dominándolas, cerrando el horizonte, la cordillera gigantesca e imponente
subía en gradas cada vez, más grandiosas, semejante a una escalinata estupenda
rematada en los maravillosos nevados que teñían de oro rosado los últimos
rayos de luz. Las faldas de la montaña estaban ya en la sombra, y sus huecos y
quebradas envueltos en tintes fríos, azul, morado, violeta, mientras el
esplendor fantástico de las cumbres se destacaba de un cielo claro y
trasparente.
Miguel, poco sensible a las bellezas de la naturaleza,
se sintió de pronto impresionado por aquel cuadro mágico; mas un acontecimiento
inesperado vino a distraer su atención.
Dos soldados a quienes pareció sospechoso este
muchacho que viajaba solo y en dirección a las sierras (ya que cualquier cosa
era sospechosa en aquellos tiempos), se dirigieron hacia él al galope. En el
sobresalto del primer momento, cometió la imprudencia de huir, lo que
naturalmente avivó las sospechas de los soldados, quienes, cortándole el
camino, consiguieron prenderlo.
-¡Hola! -gritó uno de ellos sujetándole el
caballo por la rienda; -¿Quién eres y a dónde vas?
Miguel, recobrada su sangre fría, contestó humildemente
que era chileno, que se llamaba Juan Gómez y que iba a la hacienda de sus
padres; mas por su manera de hablar, los soldados conocieron que era cuyano, es decir, nativo de Cuyo, o por
extensión, de la región al oriente de los Andes, y le condujeron al campamento,
a pesar de sus súplicas. Allí lo entregaron a un sargento y éste a su vez a un
oficial superior.
Interrogado, respondió con serenidad, ocultando
su temor de que lo registraran y encontraran la carta.
Después del interrogatorio, le llevaron a una
carpa, donde se hallaba, en compañía de varios oficiales, el coronel Ordóñez.
-Te acusan de ser agente del general San Martín
-díjole el coronel sin preámbulos.
-¿Qué tienes que contestar?
Miguel habría preferido declarar orgullosamente
la verdad; pero la prudencia le hizo renunciar a esta idea, y como antes, negó
la acusación.
-Oye, muchacho, -agregó el coronel, -de nada te
sirve negar. Más vale que confieses francamente; así quizá pueda aliviarte el
castigo, porque eres muy joven.
Miguel no se dejó seducir y repitió su
declaración; pero a Ordóñez no se le engañaba tan fácilmente.
-¿Llevas alguna carta? -le preguntó de improviso.
-No -contestó Miguel; pero mudó de color y el
coronel lo advirtió.
-Regístrenlo.
En un abrir y cerrar de ojos dos soldados se apoderaron
del muchacho, y mientras el uno le sujetaba, el otro le registró, no tardando
en hallar el cinturón con la carta.
-Bien lo decía yo -observó Ordóñez, disponiéndose
a abrirla; pero en ese instante Miguel, con un movimiento brusco e imprevisto,
saltó como un pequeño tigre, le arrebató la carta de las manos y arrojóla en un
brasero allí encendido.
Todos permanecieron estupefactos ante tal
audacia. Luego, algunos quisieron castigarle; pero el coronel, deteniéndoles,
dijo, con una sonrisa extraña:
-Eres muy atrevido, muchacho. Quizá no sepas que
puedo fusilarte sin más trámites.
Miguel no contestó; pero sus ojos chispeantes y
sus mejillas encendidas, indicaban claramente que no tenía miedo. Ahora podían
hacer de él lo que quisieran; la carta ya no existía y jamás sabrían de su boca
a quién iba dirigida ni quién la enviaba.
-Hay que convenir que eres muy valiente -continuó
Ordóñez.
-Aquél que te ha mandado sabe elegir su gente. Ahora bien, puesto que
eres resuelto, quisiera salvarte y lo haré si me dices lo que contenía la
carta.
-No sé, señor.
-¿No sabes? Mira que tengo medios de refrescarte
la memoria.
-No sé, señor. La persona que me dio la carta no
me dijo lo que contenía.
El coronel reflexionó un momento.. Le pareció
creíble lo que decía Miguel, pues no era de suponer estuviera enterado del
contenido de la carta que llevaba.
-Bien -dijo, te creo. ¿Podrías decirme al menos
de quién provenía y a quién iba dirigida?
Miguel calló. Sólo ahora comenzaba la verdadera
prueba.
-Contesta -ordenó el coronel.
-No puedo, señor.
-¿Y por qué no?
-Porque he jurado.
-¡Oh! Si no es más que eso, un sacerdote te
desligará del juramento.
-Podría hacerlo; no por eso sería menos traidor.
El coronel Ordóñez admiró en secreto a ese niño
tan hombre; pero no lo demostró. Abriendo un cajón de la mesa sacó una gaveta y
tomó de ella un puñado de monedas de oro.
-¿Has tenido alguna vez una moneda de oro?
-preguntó a Miguel.
-No, señor -contestó el muchacho, cuyos ojos se
fijaron involun-tariamente en el metal reluciente.
-Bueno, pues, yo te daré diez onzas, ¿entiendes?
diez onzas si me dices lo- que quiero saber. Vamos ¿te decides? Piensa: ¡diez
onzas de oro! Una fortuna. ¡Cuántas cosas podrás comprar con tanto dinero, y
cómo te envidiarán! Y eso, con sólo decirme dos nombres.
Sobre Miguel el oro obraba una fascinación
funesta. ¡Cómo brillaban y con qué dulce retintín chocaban las monedas cuando
el coronel las hacía escurrir entre sus dedos y las dejaba caer suavemente en
la gaveta! ¿Diez onzas de oro! Para él una fortuna inaudita.
-Puedes decírmelo despacio -prosiguió el coronel,
observando con atención el efecto que el metal brillante hacía en Miguel.
-Nadie sino yo lo oirá.
Entonces, por fin, Miguel logró vencer la
terrible fascinación del oro, y apartando con un esfuerzo los ojos, repitió
estas tres palabritas que exasperaron al coronel:
-¡No quiero, señor!
Ordóñez le miró de una manera particular.
-¿Has
oído alguna vez hablar de San Bruno? -preguntóle.
Al oír ese nombre, que era pronunciado con
espanto en Chile y en Cuyo, Miguel se estremeció.
-A él te entregaré si no confiesas -prosiguió el
coronel.
-En tus propias manos está tu suerte: si contestas a mi pregunta, te
doy la libertad, y si no...
-No terminó su frase; pero trunca como estaba, era
terriblemente explícita.
Miguel bajó los ojos y permaneció callado. Esta
resistencia pasiva irritó más al realista.
-A ver, -ordenó, -unos cuanto azotes bien dados a
este muchacho.
Lleváronle afuera y en presencia de Ordóñez, de
sus oficiales y muchos soldados, dos de éstos le golpearon sin piedad. El
muchacho apretó los dientes para no gritar. Sus sentidos comenzaron a turbarse
a medida que los golpes llovían sobre su cuerpo; sus ideas se confundieron bajo
la influencia del dolor; antes sus ojos flotaron aún como una visión las
cumbres nevadas que ahora resaltaban con blancura lívida de sudario en el cielo
diáfano, y luego, perdió el conocimiento.
-Basta -dijo Ordóñez, enciérrenle por esta
noche. Mañana confesará, y agregó hablando con los oficiales, y si no lo
hace, tendré que mandarlo a Santiago. Y sería lástima que muchacho tan guapo
fuese a parar a manos de San Bruno. No debemos perder este hilo de la trama que
está tejiendo mi astuto ex amigo San Martín.
V
Entre los que presenciaron la flagelación se
encontraba un soldado chileno, que, como todos sus compatriotas, simpatizaba
con la causa de la libertad. Tenía dos hermanos, agentes de San Martín, y él
mismo esperaba la ocasión propicia para abandonar las filas realistas. El
valor y la constancia del muchacho, tema de las conversaciones en el campamento,
le llenaron de admiración, haciéndole concebir el deseo de salvarle si fuera
posible. Resolvió exponerse para dar libertad al prisionero y facilitarle los
medios de huir.
Miguel estaba en una choza, donde lo habían
dejado bajo cerrojo, sin preocuparse más de él. A media noche el silencio más profundo
reinaba en el campamento. Los fuegos estaban apagados y sólo los centinelas
velaban con el arma al brazo.
Cuando Miguel despertó de su largo desmayo, no
pudo recordar bien lo que había sucedido; pero al sentir el escozor de los
cardenales que le cubrían todo el cuerpo, no tardó en darse cuenta. El pobre
muchacho, débil y dolorido, solo y prisionero, se sintió desfallecer. ¡Al fin,
sólo era un niño! No pensaba en la fuga porque le parecía imposible, y esperaba
el día para salir de la terrible incertidumbre.
Entonces, en el silencio de la noche, percibió un
ruido suave cual el de un cerrojo corrido con precaución. La puerta se abrió
despacio y en el vano apareció la figura de un hombre. Miguel se levantó
sorprendido.
-¡Quieto! -susurró una voz. ¿Tienes valor para
escapar?
Miguel enmudeció de asombro. De repente no sintió
dolores, cansancio, ni debilidad; estaba fresco, ágil, y resuelto a todo con
tal de recobrar la libertad. Siguió al soldado y los dos se deslizaron como
sombras por el campamento dormido, hacia un pequeño corral donde se hallaban
los caballos de servicio. El de Miguel permanecía ensillado aún y atado a un
poste. Lo llevaron a la orilla del arroyo que corría espumoso entre las
barrancas.
-Este es el único punto por donde puedes escapar -dijo
el soldado, el único lugar donde no hay centinelas. Ten cuidado, porque el
arroyo es traicionero. Pronto, ¡a caballo, y buena suerte!
Aturdido por el cambio repentino de los sucesos,
el pequeño héroe obedeció, y despidiéndose de su generoso salvador con un
apretón de manos y un "¡Dios se lo pague!" bajó la barranca y entró
en el arroyo cruzándolo con felicidad. Luego, espoleó su caballo y huyó en
direccióri a las montañas, para mostrar a San Martín, con las llagas de los
azotes que desgarraron sus espaldas, cómo había sabido guardar un secreto y
servir a la Patria.
1.062. Eflein (Ada Maria)
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