Translate

lunes, 1 de abril de 2013

El palacio del sol

A vosotras, madres de las muchachas anémicas, va esta historia, la historia de Berta, la niña de los ojos color de aceituna, fresca como una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul.
Ya veréis, sanas y respetables señoras, que hay algo mejor que el arsénico y el fierro para encen­der la púrpura de las lindas mejillas virginales; y que es preciso abrir la puerta de su jaula a vuestras avecitas encantadoras, sobre todo cuando llega el tiempo de la primavera y hay ardor en las venas y en las savias, y mil átomos de sol abejean en los jardines, como un enjambre de oro sobre las rosas entreabiertas.

Cumplidos sus quince años, Berta empezó a entristecerse, en tanto que sus ojos llameantes se rodeaban de ojeras melancólicas.
-Berta, te he comprado dos muñecas... la niña de los ojos color de aceituna, fresca como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul.

Cuando Berta, ya alto el divino cochero, subió a los salones por las gradas del jardín que imitaban esmaragdita, todos, la mamá, la prima, los criados, pusieron la boca en forma de O. Venía ella saltan­do como un pájaro, con el rostro lleno de vida y de púrpura, el seno, hermoso y henchido, reci­biendo las caricias de una crencha castaña, libre y al desgaire, los brazos desnudos hasta el codo, medio mostrando la malla de sus casi impercepti­bles venas azules, los labios entreabiertos por la sonrisa, como para emitir una canción.
Todos exclamaron: «¡Aleluya! ¡Gloria! ¡Hosana al rey de los Esculapios! ¡Fama eterna a los glóbu­los de ácido arsenioso y a las duchas triunfales!» Y mientras Berta corrió a su retrete a vestir sus más ricos brocados, se enviaron presentes al viejo de las antiparras de aros de carey, de los guantes negros, de la calva ilustre y del cruzado levitón. Y ahora, oíd vosotras, madres de las muchachas anémicas, cómo hay algo mejor que el arsénico y el fierro para eso de encender la púrpura de las lindas meji­llas virginales. Y sabréis cómo no, no fueron los glóbulos; no, no fueron las duchas; no, no fue el farmacéutico quien devolvió la salud y vida a Berta, la niña de los ojos color de aceituna, alegre y fresca como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul.

Asi que Berta se vio en el carro del hada, la pre­guntó:
-¿Y a dónde me llevas?
-Al palacio del sol.
Y desde luego sintió la niña que sus manos se tornaban ardientes, y que su corazoncito le saltaba como henchido de sangre impetuosa.
-Oye -siguió el hada: Yo soy la buena hada de los sueños de las niñas adolescentes: yo soy la que cura a las cloróticas con sólo llevarlas en mi carro de oro al palacio del sol, adonde vas tú. Cuida de no beber tanto el néctar de la danza, y de no desvanecerte en las primeras rápidas alegrías. Ya llegamos. Pronto volverás a tu morada. Un minuto en el palacio del sol deja en los cuerpos y en las almas años de fuego, niña mía.
En verdad, estaban en un lindo palacio encan­tado, donde parecía sentirse el sol en el ambiente. ¡Oh, qué luz, qué incendios! Sintió Berta que se le llenaban los pulmones de aire de campo y de mar, y las venas de fuego; sintió en el cerebro esparci­mientos de armonía, y como que el alma se le ensanchaba, y como que se ponía más elástica y tersa su delicada carne de mujer. Luego vio sueños reales, y oyó músicas embriagantes. En vastas gale­rías deslumbradoras, llenas de claridades y de aro­mas, de sederías y de mármoles, vio un torbellino de parejas arrebatadas por las ondas invisibles y dominan-tes de un vals. Vio que otras tantas ané­micas como ella, llegaban pálidas y entristecidas, respiraban aquel aire y luego se arrojaban en bra­zos de jóvenes vigorosos y esbeltos, cuyos bozos de oro y finos cabellos brillaban a la luz; y danzaban, y danzaban con ellos, en una ardiente estrechez, oyendo requiebros misteriosos que iban al alma, respirando de tanto en tanto como hálitos impreg­nados de vainilla, de haba de Tonka, de violeta, de canela, hasta que con fiebre, jade-antes, rendidas, como palomas fatigadas de un largo vuelo, caían sobre cojines de seda, los senos palpitantes, las gar­gantas sonro-sadas, y así, soñando, soñando en cosas embriagadoras... Y ella también cayó al remolino, al maelstrom atrayente, y bailó, gritó, pasó, entre los espasmos de un placer agitado; y recordaba entonces que no debía embriagarse tanto con el vino de la danza, aunque no cesaba de mirar al hermoso compañero, con sus grandes ojos de mirada primaveral. Y él la arrastraba por las vastas galerías, ciñendo su talle y hablándola al oído en la lengua amorosa y rítmica de los voca­blos apacibles, de las frases irisadas y olorosas, de los periodos cristalinos y orientales.
Y entonces ella sintió que su cuerpo y su alma se llenaban de sol, de efluvios poderosos y de vida. ¡No, no esperéis más!

El hada la volvió al jardín de su palacio, al jardín donde cortaba flores envuelta en una oleada de perfumes, que subía místicamente a las ramas tré­mulas para flotar como el alma errante de los cáli­ces muertos.

¡Madres de las muchachas anémicas! Os felicito por la victoria de los arseniatos e hipofosfitos del señor doctor. Pero en verdad os digo: es preciso, en provecho de las lindas mejillas virginales, abrir la puerta de su jaula a vuestras avecitas encantadoras, sobre todo en el tiempo de la primavera, cuando hay ardor en las venas y en las savias, y mil átomos de sol abejean en los jardines como un enjambre de oro sobre las rosas entreabiertas. Para vuestras cloróticas, el sol en los cuerpos y en las almas. Sí, al palacio del sol, de donde vuelven las niñas como Berta, la de los ojos color de aceituna, frescas como una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentiles como la princesa de un cuento azul.

1.073. Dario (Ruben)


No hay comentarios:

Publicar un comentario