Ya veréis, sanas y
respetables señoras, que hay algo mejor que el arsénico y el fierro para encender
la púrpura de las lindas mejillas virginales; y que es preciso abrir la puerta
de su jaula a vuestras avecitas encantadoras, sobre todo cuando llega el tiempo
de la primavera y hay ardor en las venas y en las savias, y mil átomos de sol
abejean en los jardines, como un enjambre de oro sobre las rosas entreabiertas.
Cumplidos sus quince
años, Berta empezó a entristecerse, en tanto que sus ojos llameantes se
rodeaban de ojeras melancólicas.
-Berta, te he comprado
dos muñecas... la niña de los ojos color de aceituna, fresca como un alba,
gentil como la princesa de un cuento azul.
Cuando Berta, ya alto el
divino cochero, subió a los salones por las gradas del jardín que imitaban
esmaragdita, todos, la mamá, la prima, los criados, pusieron la boca en forma
de O. Venía ella saltando como un pájaro, con el rostro lleno de vida y de
púrpura, el seno, hermoso y henchido, recibiendo las caricias de una crencha
castaña, libre y al desgaire, los brazos desnudos hasta el codo, medio
mostrando la malla de sus casi imperceptibles venas azules, los labios
entreabiertos por la sonrisa, como para emitir una canción.
Todos exclamaron:
«¡Aleluya! ¡Gloria! ¡Hosana al rey de los Esculapios! ¡Fama eterna a los glóbulos
de ácido arsenioso y a las duchas triunfales!» Y mientras Berta corrió a su
retrete a vestir sus más ricos brocados, se enviaron presentes al viejo de las
antiparras de aros de carey, de los guantes negros, de la calva ilustre y del
cruzado levitón. Y ahora, oíd vosotras, madres de las muchachas anémicas, cómo
hay algo mejor que el arsénico y el fierro para eso de encender la púrpura de
las lindas mejillas virginales. Y sabréis cómo no, no fueron los glóbulos; no,
no fueron las duchas; no, no fue el farmacéutico quien devolvió la salud y vida
a Berta, la niña de los ojos color de aceituna, alegre y fresca como un alba,
gentil como la princesa de un cuento azul.
Asi que Berta se vio en
el carro del hada, la preguntó:
-¿Y a dónde me llevas?
-Al palacio del sol.
Y desde luego sintió la
niña que sus manos se tornaban ardientes, y que su corazoncito le saltaba como
henchido de sangre impetuosa.
-Oye -siguió el hada: Yo
soy la buena hada de los sueños de las niñas adolescentes: yo soy la que cura a
las cloróticas con sólo llevarlas en mi carro de oro al palacio del sol, adonde
vas tú. Cuida de no beber tanto el néctar de la danza, y de no desvanecerte en
las primeras rápidas alegrías. Ya llegamos. Pronto volverás a tu morada. Un
minuto en el palacio del sol deja en los cuerpos y en las almas años de fuego,
niña mía.
En verdad, estaban en un
lindo palacio encantado, donde parecía sentirse el sol en el ambiente. ¡Oh,
qué luz, qué incendios! Sintió Berta que se le llenaban los pulmones de aire de
campo y de mar, y las venas de fuego; sintió en el cerebro esparcimientos de
armonía, y como que el alma se le ensanchaba, y como que se ponía más elástica
y tersa su delicada carne de mujer. Luego vio sueños reales, y oyó músicas
embriagantes. En vastas galerías deslumbradoras, llenas de claridades y de aromas,
de sederías y de mármoles, vio un torbellino de parejas arrebatadas por las
ondas invisibles y dominan-tes de un vals. Vio que otras tantas anémicas como
ella, llegaban pálidas y entristecidas, respiraban aquel aire y luego se
arrojaban en brazos de jóvenes vigorosos y esbeltos, cuyos bozos de oro y
finos cabellos brillaban a la luz; y danzaban, y danzaban con ellos, en una
ardiente estrechez, oyendo requiebros misteriosos que iban al alma, respirando
de tanto en tanto como hálitos impregnados de vainilla, de haba de Tonka, de
violeta, de canela, hasta que con fiebre, jade-antes, rendidas, como palomas
fatigadas de un largo vuelo, caían sobre cojines de seda, los senos
palpitantes, las gargantas sonro-sadas, y así, soñando, soñando en cosas
embriagadoras... Y ella también cayó al remolino, al maelstrom atrayente, y
bailó, gritó, pasó, entre los espasmos de un placer agitado; y recordaba
entonces que no debía embriagarse tanto con el vino de la danza, aunque no
cesaba de mirar al hermoso compañero, con sus grandes ojos de mirada
primaveral. Y él la arrastraba por las vastas galerías, ciñendo su talle y
hablándola al oído en la lengua amorosa y rítmica de los vocablos apacibles,
de las frases irisadas y olorosas, de los periodos cristalinos y orientales.
Y entonces ella sintió
que su cuerpo y su alma se llenaban de sol, de efluvios poderosos y de vida.
¡No, no esperéis más!
El hada la volvió al
jardín de su palacio, al jardín donde cortaba flores envuelta en una oleada de
perfumes, que subía místicamente a las ramas trémulas para flotar como el alma
errante de los cálices muertos.
¡Madres de las muchachas
anémicas! Os felicito por la victoria de los arseniatos e hipofosfitos del
señor doctor. Pero en verdad os digo: es preciso, en provecho de las lindas
mejillas virginales, abrir la puerta de su jaula a vuestras avecitas
encantadoras, sobre todo en el tiempo de la primavera, cuando hay ardor en las
venas y en las savias, y mil átomos de sol abejean en los jardines como un
enjambre de oro sobre las rosas entreabiertas. Para vuestras cloróticas, el
sol en los cuerpos y en las almas. Sí, al palacio del sol, de donde vuelven las
niñas como Berta, la de los ojos color de aceituna, frescas como una rama de
durazno en flor, luminosa como un alba, gentiles como la princesa de un cuento
azul.
1.073. Dario (Ruben)
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