Tradición nicaragüense[1]
Cuando y cuando que se me
antoja he de escribir lo que me dé mi real gana; porque a mí nadie me manda, y
es muy mía mi cabeza y muy mías mis manos. Y no lo digo porque se me quiera
dar de atrevido por meterme a espigar en el fertilísimo campo del maestro
Ricardo Palma; ni lo digo tampoco porque espere pullas del maestro Ricardo
Contreras[2].
Lo digo sólo porque soy seguidor de la Ciencia del buen Ricardo[3].
Y el que quiera saber cuál es, busque el libro; que yo no he de irla enseñando
así no más, después que me costó trabajillo el aprenderla. Todas estas
advertencias se encierran en dos; conviene a saber: que por escribir
tradiciones no se paga alcabala; y que el que quiera leerme que me lea; y el
que no, no; pues yo no me he de disgustar con nadie porque tome mis escritos y
envuelva en ellos un pedazo de salchichón. ¡Conque a Contreras, que me ha
dicho hasta loco, no le guardo inquina! Vamos, pues, a que voy a comenzar la
narración siguiente:
Allá por aquellos años,
en que ya estaba para concluir el régimen colonial, era gobernador de León el
famoso coronel Arrechavala[4],
cuyo nombre no hay vieja que no lo sepa, y cuyas riquezas son proverbiales;
que cuentan que tenía adobes de oro.
El coronel Arrechavala
era apreciado en la capitanía general de la muy noble y muy leal ciudad de
Santiago de los Caballeros de Guate-mala.
Así es que en estas
tierras era un reicito sin corona. Aún pueden mis lectores conocer los restos
de sus posesiones pasando por la hacienda Los Arcos, cercana a León.
Todas las mañanitas
montaba el coronel uno de sus muchos caballos, que eran muy buenos, y como la
echaba de magnífico jinete daba una vuelta a la gran ciudad, luciendo los
escarceos de su cabalgadura.
El coronel no tenía nada
de campechano; al contrario, era hombre seco y duro; pero así y todo tenía sus
preferencias y distinguía con su confianza a algunas gentes de la metrópoli.
Una de ellas era doña
María de..., viuda de un capitán español que había muerto en San Miguel de la Frontera.
Pues, señor, vamos a que
todas las mañanitas a hora de paseo se acercaba a la casa de doña María el
coronel Arrechavala, y la buena señora le ofrecía dádivas, que, a decir verdad,
él recompensaba con largueza. Dijéralo, si no, la buena ración de onzas
españolas del tiempo de nuestro rey don Carlos IV que la viuda tenía amontonaditas
en el fondo de su baúl.
El coronel, como dije,
llegaba a la puerta, y de allí le daba su morralito doña María; morralito repleto
de bizcoletas, rosquillas y exquisitos bollos con bastante yema de huevo. Y con
todo lo cual se iba el coronel a tomar su chocolate.
Ahora va lo bueno de la
tradición.
Se chupaba los dedos el
coronel cuando comía albóndigas, y, a las vegadas, la buena doña María le hacía
sus platos del consabido manjar, cosa que él le agradecía con alma, vida y
estómago.
Y vaya que por cada plato
de albóndigas una saya de buriel, unas ajorcas de fino taraceo, una sortija, o
un rollito de relumbrantes peluconas, con lo cual ella era para él afable y
contentadiza.
He pecado al olvidarme de
decir que doña María era una de esas viuditas de linda cara y de decir ¡Rey
Dios! Sin embargo, aunque digo esto, no diré que el coronel anduviese en
trapicheos con ella. Hecha esta salvedad, prosigo mi narración, que nada tiene
de amorosa aunque tiene mucho de culinaria.
Una mañana llegó el
coronel a la casa de la viudita.
-Buenos días le dé Dios,
mi doña María.
-¡El señor coronel! Dios
lo trae. Aquí tiene unos marquesotes que se deshacen en la boca; y para el
almuerzo le mandaré... ¿qué le parece?
-¿Qué, mi doña María?
-Albóndigas de excelente
picadillo, con tomate y chile y buen caldo, señor coronel.
-¡Bravísimo! -dijo riendo
el rico militar. No deje usted de remitírmelas a la hora del almuerzo.
Amarró el morralito de
marquesotes en el pretal de la silla, se despidió de la viuda, dio un espolonazo
a su caballería y ésta tomó el camino de la casa con el zangoloteo de un rápido
pasitrote.
Doña María buscó la mejor
de sus soperas, la rellenó de albóndigas en caldillo y la cubrió con la más
limpia de sus servilletas, enviando en seguida a un muchacho, hijo suyo, de
edad de diez años, con el regalo, a la morada del coronel Arrechavala.
Al día siguiente, el trap
trap del caballo del coronel se oía en la calle en que vivía doña María, y
ésta con cara de risa asomada a la puerta en espera de su regalado visitador.
Llegóse él cerca y así le
dijo con un airecillo de seriedad rayano de la burla:
-Mi señora doña María:
para en otra, no se olvide de poner las albóndigas en el caldo.
La señora, sin entender
ni gota, se puso en jarras y le respondió:
-Vamos a ver, ¿por qué me
dice usted eso y me habla con ese modo y me mira con tanta sorna?
El coronel le contó el
caso; éste era que cuando iba con tamaño apetito a regodearse comiéndose las
albóndigas, se encontró con que en la sopera ¡sólo había caldo!
-¡Blas! Ve que malhaya el
al...
-Cálmese usted -le dijo
Arrechavala; no es para tanto.
Blas, el hijo de la
viuda, apareció todo cariacontecido y gimoteando, con el dedo en la boca y
rozándose al andar despaciosamente contra la pared.
-Ven acá -le dijo la
madre. Dice el señor coronel que ayer llevaste sólo el caldo en la sopera de
las albóndigas. ¿Es cierto?
El coronel contenía la
risa al ver la aflicción del rapazuelo.
-Es -dijo éste- que...
que... en el camino un hombre... que se me cayó la sopera en la calle... y
entonces... me puse a recoger lo que se había caído... y no llevé las
albóndigas porque solamente pude recoger el caldo...
-Ah, tunante -rugió doña
María, ya verás la paliza que te voy a dar...
El coronel, echando todo
su buen humor fuera, se puso a reír de manera tan desacompasada que por poco
revienta.
-No le pegue usted, mi
doña María -dijo. Esto merece premio.
Y al decir así se sacaba
una amarilla y se la tiraba al perillán.
-Hágame usted albóndigas
para mañana, y no sacuda usted los lomos del pobre Blas.
El generoso militar tomó
la calle, y fuese, y tuvo para reír por mucho tiempo. Tanto, que poco antes de
morir refería el cuento entre carcajada y carcajada.
Y a fe que desde entonces
se hicieron famosas las albóndigas del coronel Artechavala.
1.073. Dario (Ruben)
[1] Darío no oculta la influencia de las Tradiciones de Ricardo Palma (1833-1919); la declara en las
primeras líneas de su Tradición nicaragüense. En 1885 la Biblioteca Nacional
de Managua, donde Rubén tenía un empleo, recibió en canje algunas obras de don
Ricardo; entre ellas, seguramente la segunda edición de las Tradiciones peruanas (1883), que
alcanzaba hasta la sexta serie.
[2] Ricardo Contreras, profesor mexicano de gran información literaria,
fue el primer crítico de la poesía de Darío. El Diario Nicaragüense de Granada, 16 y 22 de octubre de 1884, núms.
85 y 90, respectivamente, publicó su comentario a «La ley escrita», en la que
Contreras, no obstante echarle en cara incorrecciones gramaticales, le hacía
magníficos augurios. Darío contestó con una extensísima «Epístola» en tercetos,
publicada en el mismo diario, 29 de octubre de 1884, núm. 96, con que luego el
poeta encabezó sus «Primeras notas» [Epístolas y poemas], Managua, 1888.
[3] En la
Biblioteca Nacional de Managua, Darío debió conocer el Poor Richard's Almanac (1733-1758) de
Benjamin Franklin (1706-1790) en traducciones españolas como la Ciencia del buen Ricardo, Madrid, 1844:
Caracas, 1858, y Guayaquil, 1879.
[4]El coronel Joaquín Arrechavala ocupó interinamente la Gobernación de la Provincia de Nicaragua (1813-1819).
Su figura se ha vuelto legendaria en ese país: aparece, siempre a caballo, como
protago-nista de anécdotas amorosas y cuentos de aparecidos.
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