Dos caballeros, sin embargo, se habían atrevido a
desafiar la inclemencia del tiempo, y en un vehículo pesado y poco elegante,
fueron hasta una casa grande y silenciosa, donde preguntaron por el doctor don
Mariano Moreno. El esclavo que los anunció volvió al instante, rogándoles que
le siguieran. Los condujo a un gabinete de estudio, amueblado con la mayor
sencillez, cuyo único lujo consistía en dos candelabros de plata, en los cuales
ardían varias bujías.
Cuando entraron los caballeros, se levantó del
sillón del escritorio un joven, cuya personalidad interesaba inmediatamente.
Su rostro pálido, sus ojos negros y llenos de luz, sus movimientos rápidos y
nerviosos, revelaban un temperamento fogoso, hecho para la lucha, el mando y la
actividad; era el doctor Mariano Moreno, graduado hacía poco en la Universidad
de Chuquisaca. A un lado, un poco en la sombra, se hallaba otro joven a quien
presentó como su hermano Manuel.
Después de los saludos, uno de los caballeros
tomó la palabra.
-Hemos venido, doctor, para hacerle algunas
observaciones acerca de lo que quedó últimamente resuelto en la asamblea, y
pedirle su parecer.
-Estoy a las órdenes de ustedes -respondió el
abogado.
-Todavía no he terminado el trabajo que leeré mañana, y llegan ustedes
muy a tiempo. ¿Desean que recapitulemos primero?
-Ibamos a suplicárselo.
-Muy bien. Como ustedes saben, le proponemos al
virrey una nueva política de entrada libre al puerto para los buques ingleses y
portugueses. A causa de la guerra con Francia en que está enredada España, ésta
no nos puede mandar mercaderías como antes, ni nosotros podemos vender las
nuestras, puesto que existe la prohibición absoluta de negociar con otros
países. En consecuencia, el virrey no tiene dinero ni para pagar los gastos más
necesarios de la administración. Ahora, si hubiese libertad de comercio,
entraría dinero en el país, la aduana percibiría rentas, el pueblo podría
pagar los impuestos y la colonia prosperaría de una manera nunca vista.
-Sin duda; y acerca de esa solicitud quisiéramos
consultarle. Hemos vuelto a conversar con nuestros amigos y varios de ellos
creen que sería mejor presentarse personalmente y no dejar documentaciones. Se
discutió mucho el punto y al fin decidimos someterlo a la resolución de usted.
¿Cuál es su opinión?
-Creo que es preferible presentarla por escrito,
detallando todas las razones; así el señor Cisneros podrá estudiar el asunto
detenidamente y convencerse de su justicia. El fallo, no lo duden, será favojable.
-¿Usted lo cree así?
-Estoy convencido de ello. El virrey se verá
entre dos fuegos: la ley que prohibe el comercio libre y la falta de dinero.
Dudará tal vez, vacilará un momento; pero acabará por decidirse en nuestro
favor. No puede obrar de otra manera. Está reducido a la necesidad vergonzosa
de quedar debiendo los sueldos a los empleados. Nuestra pretención no sólo es
justa: es oportuna.
-Perfectamente, doctor, nos someteremos en todo a
su juicio superior, y se hará como usted lo crea conveniente. Sólo nos resta
suplicarle que tenga el escrito pronto para ser leído mañana a las ocho, pues muchos
de .nosotros hemos venido de muy lejos, expresamente para este asunto, y nos
perjudicaríamos si tuviéramos que permanecer fuera de nuestras estancias más
tiempo del absolutamente necesario.
-Lo comprendo, señores, y pueden ustedes estar
seguros de que no faltaré a mi palabra.
Los dos hacendados se levantaron para despedirse.
-He oído decir que su señor padre está muy
enfermo -observó uno de ellos, mientras se envolvía en su capote.
-Sí, es exacto; -repuso don Mariano, y su hermoso
rostro sé nubló, pero esta noche seguía un poco más aliviado.
Los caballeros expresaron en términos corteses su
esperanza de que el enfermo sanara pronto, y se despidieron.
Cuando salieron, el abogado volvióse hacia
Manuel.
-Ven a sentarte aquí -le suplicó indicándole el sillón
del escritorio.
-Ayúdame: siempre me ha gustado tenerte de secretario.
Manuel obedeció; estaba habituado a ceder a su
hermano mayor, cuya inteligencia brillante y voluntad dominadora se imponían a
todos. Mariano, por su parte, sabía apreciar en lo que valían la sólida
instrucción, y el juicio recto, acertado y frío de Manuel. Había entre los dos
hermanos un mutuo aprecio y un gran cariño.
Manuel se preparó a escribir, y Mariano comenzó a
pasearse por la habitación, con los ojos clavados en el suelo y la frente
arrugada, como un hombre cuyo cerebro trabaja intensamente. Cada vez que penetraba
en el círculo de luz de las bujías, Manuel hacía un movimiento instintivo como
para escribir; pero su hermano seguía callado. Al fin se detuvo, haciendo un
ademán impaciente.
-No puedo pensar, -dijo- siempre me persigue la
imagen de nuestro padre enfermo y me impide trabajar con calma. Y, sin embargo,
necesito concentrar todas mis ideas en esta petición.
Manuel no respondió, sólo miró el reloj, deseoso
de que pasara más veloz el tiempo para velar otra vez al lado de su padre.
-Hagamos un esfuerzo -continuó Mariano frotándose
las sienes y la frente con sus dedos blancos y nerviosos, como para aclarar sus
ideas; y reanudó su trabajo sin abandonar su paseo lento por el gabinete.
De pronto Manuel se estremeció.
-¿Qué fue eso?
-¿Qué?
-Me pareció oír un grito.
Ambos escucharon conteniendo el aliento.
-Te has equivocado -dijo Mariano al cabo de un
instante de silencio. - Continuemos.
Un momento después sintieron pasos en el corredor
y un esclavo se precipitó dentro del gabinete.
-¡Señores! -exclamó fuera de aliento, -¡el
amo!...
Manuel saltó de su asiento.
-¿Ha empeorado de pronto?
-Han mandado llamar al médico.
Los dos hermanos corrieron hacia la puerta. De
pronto Mariano se detuvo.
-Anda tú -díjole a Manuel- y vuelve para
informarme: sospecho que han extremado las alarmas. Avísame si hay peligro; ya
sabes que debemos terminar este trabajo.
-¿El escrito?
-Si.
-¡Oh, déjame! No puedo acompañarte más.
-No eres allí indispensable y este trabajo debe
quedar terminado esta noche. Cumplamos con nuestro deber, Manuel.
-Nuestro deber nos lleva allá -repuso éste,
indicando las habitaciones interiores.
El hermano le miró fija, profundamente, y luego,
con voz serena y firme, replicó:
-No olvides que el dolor no debe cegarnos.
El hermano menor vaciló, impresionado por la
severidad de aquél, y casi instintivamente se dirigió otra vez hacia la mesa.
-No ahora, -dijo Mariano, empujándole suavemente
con la mano; ve a informarte.
Manuel salió del escritorio y el ruido de sus
pasos rápidos se perdió en el corredor.
Mariano se sentó a escribir. En su espíritu
rígido e inflexible, el deber sofocaba las aflicciones. En medio del torbellino
de ideas que se revolvía en su cabeza, midió las dificultades que ocasionaría a
los hacendados si faltaba a su palabra, él en quien habían puesto su confianza;
y al mismo tiempo flotaba ante sus ojos, como una visión, la imagen de su padre
yacente en el lecho. Creía oír gritos, exclamaciones, sollozos en el interior
de la casa, sonidos imaginarios, pero enloquecedores. El doctor Moreno se
oprimió la cabeza entre las manos, y luego, resuelto y austero como uno de
aquellos romanos del tiempo de la República, en cuyo ejemplo de severidad
terrible y grande se había inspirado, escribió. La pluma voló por el papel con
rapidez; los pensamientos, bajo la misma tensión nerviosa, eran claros y
nítidos, las ideas brotaban brillantes, inagotables, y la mano que escribía
podía apenas seguirlas, a pesar de su ligereza. Así fue terminado ese documento,
que se conoce con el nombre de "Representacibn de los Hacendados", y
que por sí solo bastaría para cubrir de gloria el,nombre de Moreno.
Volaron las horas y el abogado, febriciente, nervioso,
consignó este último párrafo: "Estos son los votos de veinte mil
propietarios que represento y el único medio de establecer, con la dignidad
propia del carácter de V. E., los
principios de nuestra felicidad y de la reparación del erario."
-Trazó la última raya y arrojó la pluma.
El hermano no había vuelto; su ausencia era también
una contestación.
Penetró en las habitaciones de la casa solariega
y llegó al aposento de su padre. El anciano fijó en su predilecto una mirada de
intenso cariño,y en sus labios dibujóse una sonrisa de satisfacción. Pareció
comprender que la ausencia de aquel hijo, su gran esperanza, había respondido a
las serias tareas de su profesión.
Se aproximó al lecho, tomó suavemente la mano
descarnada y laxa del enfermo, e inclinándose le besó en la frente, como si
depositara el homenaje de su veneración. El anciano cerró los ojos y su
sonrisa, al acentuarse, dio al conjunto de su semblante una expresión de
tranquila felicidad.
Reunióse luego con Manuel en un ángulo del
aposento.
-¿Qué dice el médico? -preguntó ansioso.
-Que no nos quedan esperanzas.
Mariano midió conmovido aquella aflicción que
humedecía los ojos de su hermano anudándole la voz en la garganta.
Abrumado por el cansancio y las emociones, se
sentó en un sillón. Sus sentidos comenzaron a embotarse; entre dormido y
despierto, oyó el viento que continuaba su gira caprichosa y violenta en el
espacio. A veces, una gran ráfaga penetraba en el patio, sacudía las plantas
de los arriates, y las ramas de los árboles, y prisionera se revolvía furiosa,.
empujaba las puertas, murmuraba sus misteriosas canciones o silbaba sus, aires
melancólicos por las rendijas.
Arrullado por el ruido monótono, el fatigado
joven se durmió. Los otros, compadecidos, le dejaron.
Lentamente el día disipó las sombras pesadas de
aquella noche tormen-tosa. Un amanecer ceniciento, indeciblemente triste, que
daba a los objetos un tinte lívido, empezó a inundar con su luz la habitación
del enfermo. Manuel despertó a su hermano, el que se recordó sobresaltado, con
la cabeza pesada y los miembros entumecidos.
-¿Qué hay? -murmuró; y luego, con una exclamación
de alarma, se puso de pie:
-¿Mi padre?
-Parece que duerme: no hay novedad. Te desperté
porque yá han sonado las siete y media y se aproxima la hora que tenías
señalado.
En un momento, Mariano fue otra vez el soldado
del deber, sereno y austero. Se inclinó sobre el enfermo, escuchó durante
algunos segundos su respiración regular, y después de recoger en el escritorio
su manuscrito, se dirigió al Consulado, donde le esperaban los hacendados.
De pie junto a la mesa, daba lectura a la
solicitud, cuando alguien, informado a su vez con urgencia, llegó donde estaba
Moreno y le dijo algunas palabras en voz trémula, agitada.
El abogado le miró con fijeza, dejó caer la mano
con el papel, y cerró los ojos. Por un instante quedó lívido. Reaccionó con
energía, pudo continuar la lectura de la solicitud y se retiró después,
evitando el encuentro con sus clientes, amigos y conocidos.
Todos querían rendirle un aplauso por su obra,
pero cuando lo buscaban, empezó a difundirse la triste nueva de que el anciano
padre de Moreno había muerto en momentos en que su hijo cumplía serenamente con
su deber.
(1809: Representación de los hacendados)
1.062. Eflein (Ada Maria)
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