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lunes, 1 de abril de 2013

El deber

Llovía a torrentes. El viento helado del sur barría las calles desiertas de Buenos Aires, convertidas en lodazales y alumbradas apenas por algún miserable farolillo. Los vecinos permanecían en sus casas con las puertas y ventanas bien cerradas, contentos de no tener que estar fuera en noche semejante, escu­chando el rumor de la lluvia y el silbido melancólico de las ráfagas invernales.
Dos caballeros, sin embargo, se habían atrevido a desafiar la inclemencia del tiempo, y en un vehículo pesado y poco elegante, fueron hasta una casa grande y silenciosa, donde preguntaron por el doctor don Mariano Moreno. El esclavo que los anunció volvió al instante, rogándoles que le siguieran. Los condujo a un gabinete de estudio, amueblado con la mayor sencillez, cuyo único lujo consistía en dos candelabros de plata, en los cuales ardían varias bujías.
Cuando entraron los caballeros, se levantó del sillón del escritorio un joven, cuya personalidad inte­resaba inmediatamente. Su rostro pálido, sus ojos negros y llenos de luz, sus movimientos rápidos y nerviosos, revelaban un temperamento fogoso, hecho para la lucha, el mando y la actividad; era el doctor Mariano Moreno, graduado hacía poco en la Universidad de Chuquisaca. A un lado, un poco en la sombra, se hallaba otro joven a quien presentó como su hermano Manuel.
Después de los saludos, uno de los caballeros tomó la palabra.
-Hemos venido, doctor, para hacerle algunas observaciones acerca de lo que quedó últimamente resuelto en la asamblea, y pedirle su parecer.
-Estoy a las órdenes de ustedes -respondió el abogado. 
-Todavía no he terminado el trabajo que leeré mañana, y llegan ustedes muy a tiempo. ¿Desean que recapitulemos primero?
-Ibamos a suplicárselo.
-Muy bien. Como ustedes saben, le proponemos al virrey una nueva política de entrada libre al puerto para los buques ingleses y portugueses. A causa de la guerra con Francia en que está enredada España, ésta no nos puede mandar mercaderías como antes, ni nosotros podemos vender las nuestras, puesto que existe la prohibición absoluta de nego­ciar con otros países. En consecuencia, el virrey no tiene dinero ni para pagar los gastos más necesarios de la administración. Ahora, si hubiese libertad de comercio, entraría dinero en el país, la aduana perci­biría rentas, el pueblo podría pagar los impuestos y la colonia prosperaría de una manera nunca vista.
-Sin duda; y acerca de esa solicitud quisiéramos consultarle. Hemos vuelto a conversar con nuestros amigos y varios de ellos creen que sería mejor presentarse personalmente y no dejar documenta­ciones. Se discutió mucho el punto y al fin decidimos someterlo a la resolución de usted. ¿Cuál es su opinión?
-Creo que es preferible presentarla por escrito, detallando todas las razones; así el señor Cisneros podrá estudiar el asunto detenidamente y conven­cerse de su justicia. El fallo, no lo duden, será favo­jable.
-¿Usted lo cree así?
-Estoy convencido de ello. El virrey se verá entre dos fuegos: la ley que prohibe el comercio libre y la falta de dinero. Dudará tal vez, vacilará un momento; pero acabará por decidirse en nuestro favor. No puede obrar de otra manera. Está reducido a la necesidad vergonzosa de quedar debiendo los sueldos a los empleados. Nuestra pretención no sólo es justa: es oportuna.
-Perfectamente, doctor, nos someteremos en todo a su juicio superior, y se hará como usted lo crea conveniente. Sólo nos resta suplicarle que tenga el escrito pronto para ser leído mañana a las ocho, pues muchos de .nosotros hemos venido de muy lejos, expresamente para este asunto, y nos perjudicaríamos si tuviéramos que permanecer fuera de nuestras estancias más tiempo del absolutamente necesario.
-Lo comprendo, señores, y pueden ustedes estar seguros de que no faltaré a mi palabra.
Los dos hacendados se levantaron para despedirse.
-He oído decir que su señor padre está muy enfermo -observó uno de ellos, mientras se envol­vía en su capote.
-Sí, es exacto; -repuso don Mariano, y su hermoso rostro sé nubló, pero esta noche seguía un poco más aliviado.
Los caballeros expresaron en términos corteses su esperanza de que el enfermo sanara pronto, y se despidieron.
Cuando salieron, el abogado volvióse hacia Manuel.
-Ven a sentarte aquí -le suplicó indicándole el sillón del escritorio. 
-Ayúdame: siempre me ha gustado tenerte de secretario.
Manuel obedeció; estaba habituado a ceder a su hermano mayor, cuya inteligencia brillante y volun­tad dominadora se imponían a todos. Mariano, por su parte, sabía apreciar en lo que valían la sólida instrucción, y el juicio recto, acertado y frío de Manuel. Había entre los dos hermanos un mutuo aprecio y un gran cariño.
Manuel se preparó a escribir, y Mariano comenzó a pasearse por la habitación, con los ojos clavados en el suelo y la frente arrugada, como un hombre cuyo cerebro trabaja intensamente. Cada vez que pene­traba en el círculo de luz de las bujías, Manuel hacía un movimiento instintivo como para escribir; pero su hermano seguía callado. Al fin se detuvo, haciendo un ademán impaciente.
-No puedo pensar, -dijo- siempre me persigue la imagen de nuestro padre enfermo y me impide trabajar con calma. Y, sin embargo, necesito concen­trar todas mis ideas en esta petición.
Manuel no respondió, sólo miró el reloj, deseoso de que pasara más veloz el tiempo para velar otra vez al lado de su padre.
-Hagamos un esfuerzo -continuó Mariano frotándose las sienes y la frente con sus dedos blancos y nerviosos, como para aclarar sus ideas; y reanudó su trabajo sin abandonar su paseo lento por el gabinete.
De pronto Manuel se estremeció.
-¿Qué fue eso?
-¿Qué?
-Me pareció oír un grito.
Ambos escucharon conteniendo el aliento.
-Te has equivocado -dijo Mariano al cabo de un instante de silencio. - Continuemos.
Un momento después sintieron pasos en el corre­dor y un esclavo se precipitó dentro del gabinete.
-¡Señores! -exclamó fuera de aliento, -¡el amo!...
Manuel saltó de su asiento.
-¿Ha empeorado de pronto?
-Han mandado llamar al médico.
Los dos hermanos corrieron hacia la puerta. De pronto Mariano se detuvo.
-Anda tú -díjole a Manuel- y vuelve para informarme: sospecho que han extremado las alarmas. Avísame si hay peligro; ya sabes que debemos terminar este trabajo.
-¿El escrito?
-Si.
-¡Oh, déjame! No puedo acompañarte más.
-No eres allí indispensable y este trabajo debe quedar terminado esta noche. Cumplamos con nuestro deber, Manuel.
-Nuestro deber nos lleva allá -repuso éste, indicando las habitaciones interiores.
El hermano le miró fija, profundamente, y luego, con voz serena y firme, replicó:
-No olvides que el dolor no debe cegarnos.
El hermano menor vaciló, impresionado por la severidad de aquél, y casi instintivamente se dirigió otra vez hacia la mesa.
-No ahora, -dijo Mariano, empujándole suave­mente con la mano; ve a informarte.
Manuel salió del escritorio y el ruido de sus pasos rápidos se perdió en el corredor.
Mariano se sentó a escribir. En su espíritu rígido e inflexible, el deber sofocaba las aflicciones. En medio del torbellino de ideas que se revolvía en su cabeza, midió las dificultades que ocasionaría a los hacendados si faltaba a su palabra, él en quien habían puesto su confianza; y al mismo tiempo flotaba ante sus ojos, como una visión, la imagen de su padre yacente en el lecho. Creía oír gritos, excla­maciones, sollozos en el interior de la casa, sonidos imaginarios, pero enloquecedores. El doctor Moreno se oprimió la cabeza entre las manos, y luego, resuel­to y austero como uno de aquellos romanos del tiempo de la República, en cuyo ejemplo de seve­ridad terrible y grande se había inspirado, escribió. La pluma voló por el papel con rapidez; los pensa­mientos, bajo la misma tensión nerviosa, eran claros y nítidos, las ideas brotaban brillantes, inagotables, y la mano que escribía podía apenas seguirlas, a pesar de su ligereza. Así fue terminado ese docu­mento, que se conoce con el nombre de "Represen­tacibn de los Hacendados", y que por sí solo bastaría para cubrir de gloria el,nombre de Moreno.
Volaron las horas y el abogado, febriciente, ner­vioso, consignó este último párrafo: "Estos son los votos de veinte mil propietarios que represento y el único medio de establecer, con la dignidad propia del carácter de V. E., los principios de nuestra feli­cidad y de la reparación del erario."
-Trazó la última raya y arrojó la pluma.
El hermano no había vuelto; su ausencia era tam­bién una contestación.
Penetró en las habitaciones de la casa solariega y llegó al aposento de su padre. El anciano fijó en su predilecto una mirada de intenso cariño,y en sus labios dibujóse una sonrisa de satisfacción. Pareció comprender que la ausencia de aquel hijo, su gran esperanza, había respondido a las serias tareas de su profesión.
Se aproximó al lecho, tomó suavemente la mano descarnada y laxa del enfermo, e inclinándose le besó en la frente, como si depositara el homenaje de su veneración. El anciano cerró los ojos y su sonrisa, al acentuarse, dio al conjunto de su semblante una expresión de tranquila felicidad.
Reunióse luego con Manuel en un ángulo del aposento.
-¿Qué dice el médico? -preguntó ansioso.
-Que no nos quedan esperanzas.
Mariano midió conmovido aquella aflicción que humedecía los ojos de su hermano anudándole la voz en la garganta.
Abrumado por el cansancio y las emociones, se sentó en un sillón. Sus sentidos comenzaron a embo­tarse; entre dormido y despierto, oyó el viento que continuaba su gira caprichosa y violenta en el espa­cio. A veces, una gran ráfaga penetraba en el patio, sacudía las plantas de los arriates, y las ramas de los árboles, y prisionera se revolvía furiosa,. empujaba las puertas, murmuraba sus misteriosas canciones o silbaba sus, aires melancólicos por las rendijas.
Arrullado por el ruido monótono, el fatigado joven se durmió. Los otros, compadecidos, le dejaron.
Lentamente el día disipó las sombras pesadas de aquella noche tormen-tosa. Un amanecer ceniciento, indeciblemente triste, que daba a los objetos un tinte lívido, empezó a inundar con su luz la habi­tación del enfermo. Manuel despertó a su hermano, el que se recordó sobresaltado, con la cabeza pesada y los miembros entumecidos.
-¿Qué hay? -murmuró; y luego, con una exclamación de alarma, se puso de pie:
-¿Mi padre?
-Parece que duerme: no hay novedad. Te desperté porque yá han sonado las siete y media y se aproxima la hora que tenías señalado.
En un momento, Mariano fue otra vez el soldado del deber, sereno y austero. Se inclinó sobre el enfermo, escuchó durante algunos segundos su respiración regular, y después de recoger en el escri­torio su manuscrito, se dirigió al Consulado, donde le esperaban los hacendados.
De pie junto a la mesa, daba lectura a la solicitud, cuando alguien, informado a su vez con urgencia, llegó donde estaba Moreno y le dijo algunas palabras en voz trémula, agitada.
El abogado le miró con fijeza, dejó caer la mano con el papel, y cerró los ojos. Por un instante quedó lívido. Reaccionó con energía, pudo continuar la lectura de la solicitud y se retiró después, evitando el encuentro con sus clientes, amigos y conocidos.
Todos querían rendirle un aplauso por su obra, pero cuando lo buscaban, empezó a difundirse la triste nueva de que el anciano padre de Moreno había muerto en momentos en que su hijo cumplía serenamente con su deber.

(1809: Representación de los hacendados)

1.062. Eflein (Ada Maria)

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