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lunes, 1 de abril de 2013

El sátiro sordo

Habitaba cerca del Olimpo un sátiro, y era el viejo rey de su selva. Los dioses le habían dicho: «Goza, el bosque es tuyo; sé un feliz bribón, persigue ninfas y suena tu flauta». El sátiro se divertía.

Un día que el padre Apolo estaba tañendo la divi­na lira, el sátiro salió de sus dominios y fue osado a subir el sacro monte y sorpren-der al dios crina­do. Éste le castigó tornándole sordo como una roca. En balde en las espesuras de la selva llena de pájaros se derramaban los trinos y emergían los arrullos. El sátiro no oía nada. Filomela llegaba a cantarle, sobre su cabeza enmarañada y coronada de pámpanos, canciones que hacían detenerse los arroyos y enrojecerse las rosas pálidas. Él perma­necía impasible, o lanzaba sus carcajadas salvajes y saltaba lascivo y alegre cuando percibía por el ramaje lleno de brechas alguna cadera blanca y rotunda que acariciaba el sol con su luz rubia.
Todos los animales le rodeaban como a un amo a quien se obedece.
A su vista, para distraerle, danzaban coros de bacantes encendidas en su fiebre loca, y acompa­ñaban la armonía, cerca de él, faunos adolescentes, como hermosos efebos que le acariciaban reveren­temente con su sonrisa; y aunque no escuchaba ninguna voz, ni el ruido de los crótalos, gozaba de distintas maneras. Así pasaba la vida este rey bar­budo que tenía patas de cabra.

Era sátiro caprichoso.
Tenía dos consejeros áulicos: una alondra y un asno. La primera perdió su prestigio cuando el sátiro se volvió sordo. Antes, si cansado de su lascivia sopla­ba su flauta dulcemente, la alondra le acompañaba.
Después, en su gran bosque, donde no oía ni la voz del olímpico trueno, el paciente animal de las largas orejas le servía para cabal-gar, en tanto que la alondra, en los apogeos del alba, se le iba de las manos, cantando camino de los cielos.
La selva era enorme. De ella tocaba a la alondra la cumbre; al asno el pasto. La alondra era saludada por los primeros rayos de la aurora; bebía rocío en los retoños; despertaba al roble diciéndole: «Viejo roble, despiértate». Se deleitaba con un beso del sol: era amada por el lucero de la mañana. Y el hondo azul, tan grande, sabía que ella, tan chica, existía bajo su inmensidad. El asno (aunque entonces no había con­versado con Kant) era experto en filosofía, según el decir común[1]. El sátiro, que le veía ramonear en la pastura, moviendo las orejas con aire grave, tenía alta idea de tal pensador. En aquellos días el asno no tenía como hoy tan larga fama. Moviendo sus mandíbulas no se habría imaginado que escribiesen en su loa Daniel Heinsius en latín, Passerat, Buffon y el gran Hugo en francés, Posada y Valderrama en español[2].
Él, pacienzudo, si le picaban las moscas, las espantaba con el rabo, daba coces de cuando en cuando y lanzaba bajo la bóveda del bosque el acorde extraño de su garganta. Y era mimado allí. Al dormir su siesta sobre la tierra negra y amable, le daban su olor las yerbas y las flores. Y los gran­des árboles inclinaban sus follajes para hacerle sombra.
Por aquellos días, Orfeo, poeta, espantado de la miseria de los hombres, pensó huir a los bosques, donde los troncos y las piedras le comprenderían y escucharían con éxtasis, y donde él pondría tem­blor de armonía y fuego de amor y de vida al sonar de su instrumento.
Cuando Orfeo tañía su lira había sonrisa en el rostro apolíneo. Deméter sentía gozo. Las palmeras derramaban su polen, las semillas reventaban, los leones movían blandamente su crin. Una vez voló un clavel de su tallo hecho mariposa roja, y una estrella descendió fascinada y se tornó flor de lis.
¿Qué selva mejor que la del sátiro, a quien él encantaría, donde sería tenido como un semidiós; selva toda alegría y danza, belleza y lujuria; donde ninfas y bacantes eran siempre acariciadas y siem­pre vírgenes; donde había uvas y rosas y ruido de sistros, y donde el rey caprípede bailaba delante de sus faunos, beodo y haciendo gestos como Sileno?
Fue con su corona de laurel, su lira, su frente de poeta orgulloso, erguida y radiante.
Llegó hasta donde estaba el sátiro velludo y montaraz, y para pedirle hospitalidad, cantó. Cantó del gran Jove, de Eros y de Afro-dita, de los centauros gallardos y de las bacantes ardientes. Cantó la copa de Dionisio, y el tirso que hiere el aire alegre, y a Pan, empera-dor de las montañas, soberano de los bosques, dios-sátiro que tam-bién sabía cantar. Cantó de las intimidades del aire y de la tierra, gran madre. Así explicó la melodía de una arpa eolia, el susurro de una arboleda, el ruido ronco de un caracol y las notas armónicas que bro­tan de una siringa. Cantó del verso, que baja del cielo y place a los dioses, del que acompaña el bár­bitos en la oda y el tímpano en el peán. Cantó los senos de nieve tibia y las copas de oro labrado, y el buche del pájaro y la gloria del sol.
Y desde el principio del cántico brilló la luz con más fulgores. Los enormes troncos se conmovie­ron, y hubo rosas que se deshojaron y lirios que se inclinaron lánguidamente como en un dulce des­mayo. Porque Orfeo hacía gemir los leones y llo­rar los guijarros con la música de su lira rítmica. Las bacantes más furiosas habían callado y le oían como en un sueño. Una náyade virgen a quien nunca ni una sola mirada del sátiro había profana­do, se acercó tímida al cantor y le dijo: «Yo te amo». Filomela había volado a posarse en la lira como la paloma anacreóntica[3]. No había más eco que el de la voz de Orfeo. Naturaleza sentía el himno. Venus, que pasaba por las cercanías, preguntó de lejos con su divina voz: «¿Está aquí acaso Apolo?»
Y en toda aquella inmensidad de maravillosa armonía, el único que no oía nada era el sátiro sordo.
Cuando el poeta concluyó, dijo a éste:
-¿Os place mi canto? Si es as¡, me quedaré con vos en la selva.
El sátiro dirigió una mirada a sus dos conseje­ros. Era preciso que ellos resolviesen lo que no podía comprender él. Aquella mirada pedía una opinión.

-Señor -dijo la alondra, esforzándose en pro­ducir la voz más fuerte de su buche-, quédese quien así ha cantado con nosotros. He aquí que su lira es bella y potente. Te ha ofrecido la grandeza y la luz rara que hoy has visto en tu selva. Te ha dado su armonía. Señor, yo sé de estas cosas. Cuando viene el alba desnuda y se despierta el mundo, yo me remonto a los profundos cielos y vierto desde la altura las perlas invisibles de mis tri­nos, y entre las claridades matutinas mi melodía inunda el aire, y es el regocijo del espacio. Pues yo te digo que Orfeo ha cantado bien, y es un elegido de los dioses. Su música embriagó el bosque entero. Las águilas se han acercado a revolar sobre nuestras cabezas, los arbustos floridos han agitado suave­mente sus incensarios misteriosos, las abejas han dejado sus celdillas para venir a escuchar. En cuan­to a mí, ¡oh señor!, si yo estuviese en lugar tuyo le daría mi guirnalda de pámpanos y mi tirso. Existen dos potencias: la real y la ideal. Lo que Hércules haría con sus muñecas, Orfeo lo hace con su inspi­ración. El dios robusto despedazaría de un puñeta­zo al mismo Atos. Orfeo les amansaría con la efica­cia de su voz triunfante, a Nemea su león y a Erimanto su jabalí. De los hombres unos han naci­do para forjar los metales, otros para arrancar del suelo fértil las espigas del trigal, otros para combatir en las sangrientas guerras, y otros para enseñar, glo­rificar y cantar. Si soy tu copero y te doy vino, goza tu paladar; si te ofrezco un himno, goza tu alma.
Mientras cantaba la alondra, Orfeo le acompaña­ba con su instru-mento y un vasto y dominante soplo lírico se escapaba del bosque verde y fragan­te. El sátiro sordo comenzaba a impacientarse. ¿Quién era aquel extraño visitante? ¿Por qué ante él había cesado la danza loca y voluptuosa? ¿Qué decían sus dos consejeros?
¡Ah, la alondra había cantado, pero el sátiro no oía! Por fin, dirigió su vista al asno.
¿Faltaba su opinión? Pues bien, ante la selva enorme y sonora, bajo el azul sagrado, el asno movió la cabeza de un lado a otro, terco, silencio­so, como el sabio que medita.
Entonces, con su pie hendido, hirió el sátiro el suelo, arrugó su frente con enojo, y sin darse cuen­ta de nada, exclamó, señalando a Orfeo la salida de la selva:
-¡No!...
Al vecino Olimpo llegó el eco, y resonó allá, donde los dioses estaban de broma, un coro de carcajadas formidables que después se llamaron homéricas.
Orfeo salió triste de la selva del sátiro sordo y casi dispuesto a ahorcarse del primer laurel que hallase en su camino.
No se ahorcó, pero se casó con Eurídice.

Cuento griego

1.073. Dario (Ruben)




[1] «Referencia al poema de Victor Hugo, L'áne» (nota XXIV de Darío a la edición de Azul... de 1890).
[2] Heinsius (1580-1665), holandés, autor de la Laus Asini. Jean Passerat (1534-1602). Posada, seguramente Joaquín Pablo Posada (1825-1880), «pobre y soberbio ingenio» colombiano, único autor de ese apellido que Darío cita en sus escritos de Chile; lo menciona precisamente en «La literatura en Centro América», artículo que publicó en 1888, el mismo año que «El sátiro sordo». En «Este era un rey de Bohemia» (de El Correo de la Tarde, Guatemala, 23 de enero de 1891) dice Darío «pobre y raro Joaquín Pablo Posada». El doctor Adolfo Valderrama (1834-1902), chileno, fue amigo de Darío; lo menciona numerosas veces en sus escritos de Chile. «El asno de Sancho es silencioso y paciente, el asno del Sileno de Plauto está dotado del don de la palabra, como el de Balaan, como el que dialoga en Turmeda, como el que habla largamente al filósofo Kant en el poema de Victor Hugo. El asno ha tenido insignes cantores, desde Grecia y Roma, hasta Daniel Heinsius, hasta Hugo, hasta nuestro gran Lugones. Cierto es que el dulce animal de las largas ore­jas, además de conducir a Sancho y a Sileno, sirvió de caballería triunfal al Señor de Amor en su entrada a Jerusalén», dice Darío en Letras (París, Garnier [1911], pp. 145-146).
[3] «En la oda IX de Anacreonte, 'A una paloma', se encuentra la deli­cada figura de la avecita adormecida sobre la lira del poeta» (nota XXV de Darío a la edición de Azul... de 1890). Darío conoció esta oda en la versión española de don Federico Baráibar incluida en Poetas líri­cas griegos (1884); es la que aparece en la Biblioteca Clásica, vol. I. XIX, pp. 132-133 de la edición de 1911. «Y al fin sobre su lira / me poso y me adormezco», son, precisamente, los versos a que alude Darío.

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