Un día que el padre Apolo
estaba tañendo la divina lira, el sátiro salió de sus dominios y fue osado a
subir el sacro monte y sorpren-der al dios crinado. Éste le castigó tornándole
sordo como una roca. En balde en las espesuras de la selva llena de pájaros se
derramaban los trinos y emergían los arrullos. El sátiro no oía nada. Filomela
llegaba a cantarle, sobre su cabeza enmarañada y coronada de pámpanos,
canciones que hacían detenerse los arroyos y enrojecerse las rosas pálidas. Él
permanecía impasible, o lanzaba sus carcajadas salvajes y saltaba lascivo y
alegre cuando percibía por el ramaje lleno de brechas alguna cadera blanca y
rotunda que acariciaba el sol con su luz rubia.
Todos los animales le
rodeaban como a un amo a quien se obedece.
A su vista, para distraerle,
danzaban coros de bacantes encendidas en su fiebre loca, y acompañaban la
armonía, cerca de él, faunos adolescentes, como hermosos efebos que le
acariciaban reverentemente con su sonrisa; y aunque no escuchaba ninguna voz,
ni el ruido de los crótalos, gozaba de distintas maneras. Así pasaba la vida
este rey barbudo que tenía patas de cabra.
Era sátiro caprichoso.
Tenía dos consejeros
áulicos: una alondra y un asno. La primera perdió su prestigio cuando el sátiro
se volvió sordo. Antes, si cansado de su lascivia soplaba su flauta
dulcemente, la alondra le acompañaba.
Después, en su gran
bosque, donde no oía ni la voz del olímpico trueno, el paciente animal de las
largas orejas le servía para cabal-gar, en tanto que la alondra, en los apogeos
del alba, se le iba de las manos, cantando camino de los cielos.
La selva era enorme. De
ella tocaba a la alondra la cumbre; al asno el pasto. La alondra era saludada
por los primeros rayos de la aurora; bebía rocío en los retoños; despertaba al
roble diciéndole: «Viejo roble, despiértate». Se deleitaba con un beso del sol:
era amada por el lucero de la mañana. Y el hondo azul, tan grande, sabía que
ella, tan chica, existía bajo su inmensidad. El asno (aunque entonces no había
conversado con Kant) era experto en filosofía, según el decir común[1].
El sátiro, que le veía ramonear en la pastura, moviendo las orejas con aire
grave, tenía alta idea de tal pensador. En aquellos días el asno no tenía como
hoy tan larga fama. Moviendo sus mandíbulas no se habría imaginado que
escribiesen en su loa Daniel Heinsius en latín, Passerat, Buffon y el gran Hugo
en francés, Posada y Valderrama en español[2].
Él, pacienzudo, si le
picaban las moscas, las espantaba con el rabo, daba coces de cuando en cuando y
lanzaba bajo la bóveda del bosque el acorde extraño de su garganta. Y era
mimado allí. Al dormir su siesta sobre la tierra negra y amable, le daban su
olor las yerbas y las flores. Y los grandes árboles inclinaban sus follajes
para hacerle sombra.
Por aquellos días, Orfeo,
poeta, espantado de la miseria de los hombres, pensó huir a los bosques, donde
los troncos y las piedras le comprenderían y escucharían con éxtasis, y donde
él pondría temblor de armonía y fuego de amor y de vida al sonar de su
instrumento.
Cuando Orfeo tañía su
lira había sonrisa en el rostro apolíneo. Deméter sentía gozo. Las palmeras
derramaban su polen, las semillas reventaban, los leones movían blandamente su
crin. Una vez voló un clavel de su tallo hecho mariposa roja, y una estrella
descendió fascinada y se tornó flor de lis.
¿Qué selva mejor que la
del sátiro, a quien él encantaría, donde sería tenido como un semidiós; selva
toda alegría y danza, belleza y lujuria; donde ninfas y bacantes eran siempre
acariciadas y siempre vírgenes; donde había uvas y rosas y ruido de sistros, y
donde el rey caprípede bailaba delante de sus faunos, beodo y haciendo gestos
como Sileno?
Fue con su corona de
laurel, su lira, su frente de poeta orgulloso, erguida y radiante.
Llegó hasta donde estaba
el sátiro velludo y montaraz, y para pedirle hospitalidad, cantó. Cantó del
gran Jove, de Eros y de Afro-dita, de los centauros gallardos y de las bacantes
ardientes. Cantó la copa de Dionisio, y el tirso que hiere el aire alegre, y a
Pan, empera-dor de las montañas, soberano de los bosques, dios-sátiro que tam-bién
sabía cantar. Cantó de las intimidades del aire y de la tierra, gran madre. Así
explicó la melodía de una arpa eolia, el susurro de una arboleda, el ruido
ronco de un caracol y las notas armónicas que brotan de una siringa. Cantó del
verso, que baja del cielo y place a los dioses, del que acompaña el bárbitos
en la oda y el tímpano en el peán. Cantó los senos de nieve tibia y las copas
de oro labrado, y el buche del pájaro y la gloria del sol.
Y desde el principio del
cántico brilló la luz con más fulgores. Los enormes troncos se conmovieron, y
hubo rosas que se deshojaron y lirios que se inclinaron lánguidamente como en
un dulce desmayo. Porque Orfeo hacía gemir los leones y llorar los guijarros
con la música de su lira rítmica. Las bacantes más furiosas habían callado y le
oían como en un sueño. Una náyade virgen a quien nunca ni una sola mirada del
sátiro había profanado, se acercó tímida al cantor y le dijo: «Yo te amo».
Filomela había volado a posarse en la lira como la paloma anacreóntica[3].
No había más eco que el de la voz de Orfeo. Naturaleza sentía el himno. Venus,
que pasaba por las cercanías, preguntó de lejos con su divina voz: «¿Está aquí
acaso Apolo?»
Y en toda aquella
inmensidad de maravillosa armonía, el único que no oía nada era el sátiro
sordo.
Cuando el poeta concluyó,
dijo a éste:
-¿Os place mi canto? Si
es as¡, me quedaré con vos en la selva.
El sátiro dirigió una
mirada a sus dos consejeros. Era preciso que ellos resolviesen lo que no podía
comprender él. Aquella mirada pedía una opinión.
-Señor -dijo la alondra,
esforzándose en producir la voz más fuerte de su buche-, quédese quien así ha
cantado con nosotros. He aquí que su lira es bella y potente. Te ha ofrecido la
grandeza y la luz rara que hoy has visto en tu selva. Te ha dado su armonía.
Señor, yo sé de estas cosas. Cuando viene el alba desnuda y se despierta el
mundo, yo me remonto a los profundos cielos y vierto desde la altura las perlas
invisibles de mis trinos, y entre las claridades matutinas mi melodía inunda
el aire, y es el regocijo del espacio. Pues yo te digo que Orfeo ha cantado
bien, y es un elegido de los dioses. Su música embriagó el bosque entero. Las
águilas se han acercado a revolar sobre nuestras cabezas, los arbustos floridos
han agitado suavemente sus incensarios misteriosos, las abejas han dejado sus
celdillas para venir a escuchar. En cuanto a mí, ¡oh señor!, si yo estuviese
en lugar tuyo le daría mi guirnalda de pámpanos y mi tirso. Existen dos
potencias: la real y la ideal. Lo que Hércules haría con sus muñecas, Orfeo lo
hace con su inspiración. El dios robusto despedazaría de un puñetazo al mismo
Atos. Orfeo les amansaría con la eficacia de su voz triunfante, a Nemea su
león y a Erimanto su jabalí. De los hombres unos han nacido para forjar los
metales, otros para arrancar del suelo fértil las espigas del trigal, otros
para combatir en las sangrientas guerras, y otros para enseñar, glorificar y
cantar. Si soy tu copero y te doy vino, goza tu paladar; si te ofrezco un
himno, goza tu alma.
Mientras cantaba la
alondra, Orfeo le acompañaba con su instru-mento y un vasto y dominante soplo
lírico se escapaba del bosque verde y fragante. El sátiro sordo comenzaba a
impacientarse. ¿Quién era aquel extraño visitante? ¿Por qué ante él había
cesado la danza loca y voluptuosa? ¿Qué decían sus dos consejeros?
¡Ah, la alondra había
cantado, pero el sátiro no oía! Por fin, dirigió su vista al asno.
¿Faltaba su opinión? Pues
bien, ante la selva enorme y sonora, bajo el azul sagrado, el asno movió la
cabeza de un lado a otro, terco, silencioso, como el sabio que medita.
Entonces, con su pie
hendido, hirió el sátiro el suelo, arrugó su frente con enojo, y sin darse cuenta
de nada, exclamó, señalando a Orfeo la salida de la selva:
-¡No!...
Al vecino Olimpo llegó el
eco, y resonó allá, donde los dioses estaban de broma, un coro de carcajadas
formidables que después se llamaron homéricas.
Orfeo salió triste de la
selva del sátiro sordo y casi dispuesto a ahorcarse del primer laurel que
hallase en su camino.
No se ahorcó, pero se
casó con Eurídice.
Cuento griego
1.073. Dario (Ruben)
[1] «Referencia al poema de Victor Hugo, L'áne» (nota XXIV de Darío a la
edición de Azul... de 1890).
[2] Heinsius (1580-1665), holandés, autor de la Laus
Asini. Jean Passerat (1534-1602). Posada, seguramente
Joaquín Pablo Posada (1825-1880), «pobre y soberbio ingenio» colombiano, único
autor de ese apellido que Darío cita en sus escritos de Chile; lo menciona
precisamente en «La literatura en Centro América», artículo que publicó en
1888, el mismo año que «El sátiro sordo». En «Este era un rey de Bohemia» (de El Correo de la Tarde , Guatemala, 23 de
enero de 1891) dice Darío «pobre y raro Joaquín Pablo Posada». El doctor Adolfo
Valderrama (1834-1902), chileno, fue amigo de Darío; lo menciona numerosas
veces en sus escritos de Chile. «El asno de Sancho es silencioso y paciente, el
asno del Sileno de Plauto está dotado del don de la palabra, como el de Balaan,
como el que dialoga en Turmeda, como el que habla largamente al filósofo Kant
en el poema de Victor Hugo. El asno ha tenido insignes cantores, desde Grecia y
Roma, hasta Daniel Heinsius, hasta Hugo, hasta nuestro gran Lugones. Cierto es
que el dulce animal de las largas orejas, además de conducir a Sancho y a
Sileno, sirvió de caballería triunfal al Señor de Amor en su entrada a
Jerusalén», dice Darío en Letras (París,
Garnier [1911], pp. 145-146).
[3] «En la oda IX de Anacreonte, 'A una paloma', se encuentra la delicada
figura de la avecita adormecida sobre la lira del poeta» (nota XXV de Darío a
la edición de Azul... de 1890). Darío
conoció esta oda en la versión española de don Federico Baráibar incluida en Poetas líricas griegos (1884); es la
que aparece en la Biblioteca Clásica ,
vol. I. XIX, pp. 132-133 de la edición de 1911. «Y al fin sobre su lira / me
poso y me adormezco», son, precisamente, los versos a que alude Darío.
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