El trabajo bien hecho no se pierde.
Aprovecha a las personas. Si no es a ti, a tu hijo; si no es a tu hijo, a tu
nieto.
A un joven ulchí se le murió el
padre, que ya era muy viejo. Antes de morir llamó al hijo, le miró y dijo
llorando:
-Me da pena de ti, hijo mío. Mi
abuelo fue angazá, mi padre fue angazá, lo mismo me han llamado a mí toda la
vida y se ve que igual te ocurrirá a ti. Yo me he pasado la vida trabajando
para Boldá el rico y no he ganado nada. Boldá tiene la mano ligera para tomar.
Boldá tiene la mano dura para dar. Yo no te dejo nada. Sólo el cuchillo, el
eslabón y el tridente. A mí me quedaron de mi padre y a él se los dejó el
suyo... Ahora te servirán a ti.
Dicho esto, el padre murió.
Le vistieron para su último camino.
Le enterraron. Monoktó ofreció una modesta velada de recordatorio.
Monoktó tomó el cuchillo, el
eslabón y el tridente y se puso a trabajar para Boldá lo mismo que había
trabajado su padre.
Y la gente olvidó su nombre porque
nadie le llamaba más que angazá: pobre.
Bien había dicho el anciano que
Boldá tenía la mano dura para dar.
Boldá llamó a Monoktó y le dijo:
-Tu padre tenía una deuda conmigo.
Esa deuda ha pasado ahora a ti. Si no trabajas lo que me debía tu padre, el
chamán no conducirá su alma a Buní. Pero yo te ayudaré: te alimentaré y te
vestiré y luego me pagarás lo que comas y la ropa que gastes.
Monoktó se puso a trabajar por lo
que debía su padre. Boldá se puso a ayudarle. Sólo que, con su ayuda, el
pobrecillo lo pasaba peor cada día. Monoktó andaba vestido de andrajos, se
alimentaba de las sobras y no se atrevía a decir una palabra. Boldá, que apenas
podía abrir la boca de tan gordo como estaba, solía decirle:
-Trabaja, Monoktó, trabaja. Tú y yo
somos ahora como hermanos. Los dos ayudamos a que el alma de tu padre llegue a
Buní: yo, dándote trabajo, y tú, trabajando. ¡Trabaja, Monoktó!
Boldá sacaba riquezas de todas
partes. Era amigo de mercaderes de allende los mares a quienes compraba
mercancías que luego revendía a sus paisanos al triple. Media aldea trabajaba
para Boldá pescando, curando el pescado, preparando la yukola, cuidando de sus
perros. Media aldea trabajaba para él en la taigá cazando animales de pelo y de
pluma. Y Boldá, ¡venga a barrer para su casa! Boldá tenía diez mujeres que sus
paisanos se habían visto obligados a darle para saldar sus deudas sin que él
pagara rescate por ninguna. Boldá tenía diez criados (diez esclavos habría que
decir), que le servían en pago de sus deudas y lloraban amargamente su suerte.
Cada otoño iba Boldá al reino de Nikán con diez barcas de velas amarillas de
piel de pescado. El ambán de San-Sin, el jefe más importante de la ciudad,
tomaba el té con Boldá y le compraba las pieles que traía. No le preguntaba a
Boldá lo que le habían costado, pero él pagaba un buen precio.
Boldá engordaba a ojos vistas. Cada
día tenía más grasa. Monoktó, en cambio, apenas podía tenerse de pie.
Un día pidió Monoktó:
-Deja que vaya a pescar para mí.
Mira que tengo el vientre pegado a la espalda. Si me muero, ¿cómo voy a pagar la deuda
de mi padre?
Contestó Boldá con voz muy suave:
-¡Sí, claro que sí! Pero pesca
primero para mí una tina grande y luego pescas para ti... Y no cojas mi
tridente. Ni toques mi barca.
Monoktó estuvo todo el día pescando
hasta llenar una tina para Boldá. Entonces empezó a llover. ¡Un aguacero!... El
angazá se sentó en la orilla. ¿Cómo iba a pescar para él? El muchacho no tenía
barca. Ni tampoco tenía fuerzas ya. Empuñó Monoktó el tridente del padre y ni
siquiera podía levantarlo. Contempló el muchacho sus brazos y se le saltaron
las lágrimas:
-Estoy perdido. Ya se aproxima la muerte. No tengo fuerza
en los brazos.
Miró el cuchillo, el tridente y el
eslabón, la herencia que le había dejado su padre, y les dijo muy enfadado:
-Sois unos malos ayudantes. En
tantos años como os he manejado, bien podíais haber aprendido a hacer algo
solos. Pero, sin mis manos, no servís para nada.
El cuchillo se sintió avergonzado.
Rebulló en el cinto de Monoktó,
salió de su funda y corrió al bosque. Se puso a cortar ramas secas y juntó un
montón. Luego empezó a cortar mimbres para una cabaña y también cortó muchos.
Miró el eslabón a su amo y vio que
estaba tendido en el suelo, sin movimiento. El eslabón salió de la bolsita
donde estaba guardado, llegó hasta unas matas secas, hizo saltar una chispa y
encendió una hoguera.
Mientras, el cuchillo había
construido una cabaña. Otra vez se fue a la taigá, cortó un álamo grande y se
puso a hacer una barca. El cuchillo iba y venía arrancando virutas que caían
rizándose hacia todas partes y el tronco crujía al volverse de un lado y de
otro para facilitarle el trabajo...
Antes de que Monoktó pudiera darse
cuenta, el cuchillo del padre había tallado para el muchacho una barca mejor
que lo hubiera hecho cualquier maestro.
Monoktó se metió en la cabaña. Acercó las
manos al fuego. Necesitaba que entraran en calor antes de empuñar el tridente.
Entonces rebulló el tridente,
avergonzado de estarse sin hacer nada mientras sus compañeros trabajaban. Se
levantó y, con el mango, empujó la barca al agua. La barca fue deslizándose por
el río. El eslabón se metió en la barca e hizo saltar chispas para que los
peces acudieran a la
luz. Entonces le tocó trabajar al tridente.
Cada vez que se hundía en el agua,
sacaba una trucha, un esturión o un amur .
Volvió la barca a la orilla. El tridente se
recostó en la cabaña. El
eslabón se escondió en su bolsita.
Monoktó comió hasta saciar su
hambre. Notó que recuperaba fuerzas y volvía a ser un hombre. Después de
cumplir su cometido, el cuchillo saltó a la funda que colgaba del cinto de
Monoktó.
Les dijo Monoktó:
-Os doy las gracias. Ahora veo que
sois unos buenos ayudantes. Con vosotros saldaré la deuda de mi padre. Pescaré
para mí. Dejaré de pensar en Boldá.
Pero Boldá ya estaba allí. Vio
fuego junto al río, oyó el chapoteo de los peces, olió el aroma a pescado asado
y al instante quiso saber quién había encendido una hoguera, pescaba peces y se
los comía asados sin su permiso. Llegó corriendo y vio a su angazá bien comido,
en una espaciosa cabaña, calentándose junto al fuego que ardía delante y, en la
orilla, una barca nueva llena de peces...
-¡Eh! -gritó Boldá. ¿Qué es esto,
angazá? ¡No has terminado de trabajar para mí en pago de la deuda de tu padre y
tienes tanto pescado! ¿No decías que estabas sin fuerzas? ¡Pues menuda cabaña
te has hecho! Además, ¿por qué has cogido mi barca?
-Esta barca no es tuya -contestó el
angazá Monoktó.
-Ni tuya tampoco. Tú no tienes
barca -dijo Boldá.
-Pues es mía -afirmó Monoktó.
Y contó el muchacho cómo le habían
ayudado, cuando estaba ya a punto de morir, los objetos heredados de su padre.
Miró Boldá al muchacho y dijo con
voz suave:
-Muy bien, angazá. Te perdono la
deuda de tu padre, pero dame tu cuchillo.
Monoktó se puso muy triste. Fumó un
rato y pensó que tendría que desprenderse del cuchillo. Así lo hizo. Pero Boldá
no se marchó. Volvió a decir con voz suave:
-Esta que te he perdonado es la
deuda grande que tenía tu padre. Pero también tenía otra mediana. En el
cobertizo mediano tengo hecha una marca en la pared. ¡Dame tu tridente!
Suspiró Monoktó. Le entregó el
tridente. Pero Boldá no se marchó. Estuvo fumando un buen rato y dijo con voz
suave:
-Tu padre, angazá, me debía también
una deuda pequeña: en la pared del cobertizo pequeño está hecha la marca. Dame el
eslabón. Así quedará zanjado lo de tu padre. En cuanto a lo que me debes tú, ya
me lo cobraré luego...
Con lágrimas en los ojos le entregó
Monoktó también su eslabón a Boldá.
¡Qué más quería el ricachón! Echó a
correr llevando los objetos del viejo en una mano y sujetándose con la otra el
barrigón para que no le estorbara.
«No importa -pensaba Monoktó. Ahora
que he pagado las deudas de mi padre me he quitado un gran peso de encima y
podré vivir mejor.»
A la mañana siguiente se levantó
Boldá, encantado porque los objetos que dejó el viejo a Monoktó eran ahora
suyos y trabajarían para él.
Boldá fue al bosque, donde tenía a
unos pobretones trabajando para él: estaban tallando un álamo para hacer una
barca. Boldá empezó a empujones y a gritos con todos:
-¿Así es como trabajáis? ¡Os voy a
dejar sin comer! Tengo un cuchillo que, él solo, lo hace todo más aprisa que
vosotros, holgazanes. Este cuchillo le ha hecho a Monoktó una lancha mientras
él se fumaba una pipa...
Boldá sacó el cuchillo de su funda
y lo lanzó al bosque. El cuchillo se quedó donde había caído. No se puso a
cortar leña ni a tallar una barca.
-¿Cómo es esto? -gritó Boldá. Este
cuchillo trabajaba él solo para Monoktó.
Los hombres miraron a Boldá y
dijeron:
-Monoktó sabe hacerlo todo con sus
propias manos y por eso le obedece el cuchillo. Tus manos, en cambio, no saben
más que contar el dinero que nos sacas.
Boldá corrió al río y lanzó el
tridente. El tridente quedó clavado en el fondo. Boldá no pudo sacarlo por
mucho que lo intentó.
Furioso, Boldá comprendió que los
objetos del viejo no querían servirle a él. Sacó el eslabón del bolsillo y lo
arrojó al suelo.
Al caer, el eslabón arrancó chispas
que prendieron una llama. La llama se extendió por la tierra camino de la casa
y los cobertizos de Boldá. Y antes de que él pudiera darse cuenta, el fuego
había envuelto ya los cobertizos y la casa. Ardieron todos los bienes del ricachón.
Corrió Boldá a apagar el fuego,
pero no lo consiguió. En cambio, él se calentó tanto del fuego que se derritió
toda su grasa y no quedó de él nada más que las botas y la bata.
Monoktó fue al sitio donde Boldá
había arrojado el cuchillo. Vio que se había clavado en unas piedras y que esas
piedras ya no eran como antes: machacándolas y echándolas al fuego, se
convertirían en hierro.
Monoktó fue en busca de su
tridente. Iba a agarrarlo cuando vio que tenía brotes verdes: el tridente se
había convertido en un árbol. Los ulchíes empezaron a sacar de aquel árbol
jabalinas, mangos de hacha, pértigas y otros objetos, tan sólidos y flexibles
como no los habían tenido nunca.
Monoktó fue en busca del eslabón.
En el sitio donde estaban la casa y los cobertizos de Boldá se extendía ahora
un pantano y sobre el pantano corrían unas lucecillas azules que encendía el
eslabón del viejo para que nadie se acercara a aquel lugar maldito.
La gente vino a saludar a Monoktó.
-Gracias, Monoktó -dijeron
recordando su nombre. ¡Gracias por habernos librado de Boldá!
1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074
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