Los ulchíes viven en la cuenca del
Amur hace mucho tiempo. Desde que vinieron aquí, los montes pequeños se han
hecho grandes y los grandes ríos se han vuelto pequeños.
Tres tribus de ulchíes, los Sulakí,
los Punadí y los Gubatú, eran parientes, tenían un fuego para todos. Vivían los
unos al lado de los otros: sus casas se alineaban a la orilla del Amur.
Vivían los ulchíes en buena
armonía. Cuando había que construir una casa, lo hacían entre todos: unos
amasaban la arcilla, otros cortaban los troncos, otros traían pértigas para el
tejado. En la pesca participaban también todos: unos en lanchas grandes, otros
en barcas pequeñas y algunos, a horcajadas sobre un tronco, empujaban los
peces hacia las redes. Se llevaban bien con las gentes del bosque y con las
gentes del agua, de modo que nunca les faltaban focas, salmones, cebellinas,
alces...
Entre los Sulakí había un niño
llamado Mambu.
Cuando nació, su madre le lavó
durante quince días con su leche. El padre colgó del arco de su cuna un hacha
pequeña y un cuchillo para que el niño se acostumbrara a las armas.
Nada más ver el cuchillo, Mambu lo
agarró con las dos manos y salió de su cuna. Muy sorprendidos, el padre y la
madre dijeron para sus adentros: «Nuestro Mambu será un hombre muy fuerte o
será un hombre desgraciado».
Mambu salió de su casa, tiró una
piedra a un soto de avellanos y mató una perdiz. La colgó encima de la puerta
para que vieran todos que en aquella casa había nacido un cazador.
-Entre los buenos, será el mejor
-dijo entonces la gente de Mambu.
Porque, hasta entonces, no habían
visto los Sulakí a gente mala. Desgraciadamente, pronto habrían de tropezar con
gentes malvadas.
En otoño, cuando más peces tenían
los ríos, los Sulakí llenaron sus cobertizos de pescado, prepararon yukola para
los perros, guardaron panzas de esturión y de salmón para todo el invierno,
curaron y secaron muchos peces y también hicieron provisión de airelas, fresas
silvestres, raíces de saraná y arándanos.
Una vez apareció una barca sobre el
Amur. Era una barca grande, con la proa y la popa muy altas. Nunca habían visto
los ulchíes otra igual. Tenía las velas amarillas y, en lo alto del mástil,
ondeaba una enseña con un dragón dorado. Las aguas del río se agitaban al paso
de la barca porque iban muchos hombres dentro. Empuñaban sables de un palmo de
anchura y lanzas de la altura de dos hombres. Llevaban la mitad de la cabeza
afeitada y por detrás les colgaba una coleta atada con una cinta negra.
Los ancianos dijeron:
-Hay que acogerlos bien. Son gente
extraña y parecen venir de lejos. Seguramente traerán muchas noticias... Mambu
no estaba de acuerdo.
-Son gentes malas. Hay que huir de
ellos a la taigá. ¿Por qué tienen los sables en las manos? ¿Por qué apuntan con
las lanzas?
La barca se detuvo delante de la
aldea de los Sulakí.
Bajaron a tierra los que venían en
ella y, al principal, lo bajaron en andas. Ocho portadores doblaban la espalda
bajo su peso. Llevaba un gorro con una pluma de pavo real y una bola de jaspe.
En los bordados de su bata lucían todos los colores del arco iris. El forastero
tenía una barriga tan grande que no permitía ver su cara.
Al verle dijo Mambu:
-Eso no es una persona. Es una
barriga. Tendremos que sentir su visita.
-¡Qué sabes tú! -contestaban los
ancianos.
Conque corrieron los ulchíes al
encuentro de los recién llegados para ofrecerles, según las leyes de la
hospitalidad, abrigo y comida. Las mujeres traían ya fuentes de pescado, de
mos, de cereales. Pero el hombre-barriga dijo mirando a los ulchíes:
-Somos súbditos del rey de Nikán.
Nuestro rey es el rey más grande de la tierra. No hay en el mundo nadie más grande que
nuestro rey. Ha ordenado imponeros un tributo.
Los ulchíes no comprendían lo que
era un tributo porque nunca se lo habían pagado a nadie. Preguntaron de qué se
trataba.
El hombre-barriga les contestó:
-Nos llevaremos una marta cebellina
por persona. Y ya siempre será así. El rey de Nikán os promete a cambio su
gracia para que pesquéis en el río, para que cazéis en el bosque y también para
que respiréis estos aires.
Los ulchíes se sorprendieron.
-Se conoce que esta gente es pobre
-decían las mujeres. Se conoce que no tienen cebellinas. Tendrá frío su rey...
Bueno, pues que se abrigue con nuestras cebellinas.
Pero las gentes de Nikán habían
empezado ya a meterse por las casas. Entraron en todas las casas, husmearon por
los cobertizos con toda facilidad, ya que los ulchíes no habían puesto nunca
cerraduras en ninguna puerta. ¿Para qué, si todos eran parientes? Los guerreros
nikanos revolvían por todas partes y se llevaban las pieles. Habían recogido ya
la cebellina por persona de que hablaban al principio, pero seguían llevándose
a su barca todas las pieles que encontraban: de oso, de cebellina, de lince, de
foca, de zorro, de turón... Jade-antes, con los ojos desorbitados, se peleaban
por una misma piel. Mambu dijo al hombre-barriga:
-Honorable: hace ya tiempo que tus
guerreros han cogido lo que tú llamas tributo, pero siguen llevándose nuestras
pieles... ¿No sería hora de que lo dejaran ya?
El hombre-barriga rebulló. Alargó
la cabeza para mirar a Mambu con unos ojos de brillo verde como los de la serpiente Simú ,
igual que si quisiera devorar al muchacho.
-El resto, mis guerreros lo cogen
para mí y para ellos por haberos traído la gracia del rey de Nikán. Estamos
cansados del viaje tan largo y hemos tenido muchos gastos...
Los ancianos sacudían la cabeza,
agraviados, viendo que por la gracia del rey de Nikán eran desposeídos de todos
sus bienes.
-Hay que quitarles todo lo que se
han llevado -dijo Mambu.
¿Pero cómo? Los de Nikán
amontonaron todas las pieles en su barca. El hombre-barriga se sentó encima. Se
apartaron de la orilla valiéndose de los bicheros y se marcharon.
¡Valientes visitantes! Ni siquiera
miraron la comida que les ofrecían, pero habían dejado los cobertizos vacíos.
Las mujeres se pusieron a llorar y los hombres a maldecir.
Mambu estaba fuera de sí. Dijo:
-Si no puede ser para nosotros,
tampoco será para ellos.
Bajó a la orilla del río y se puso
a silbar.
Sabido es que cuando alguien silba
junto a la orilla se levanta el viento. Mambu aspiró y aspiró aire hasta que se
puso redondo. Luego estuvo silbando mucho rato. Se levantó el viento pequeño
que acarició la hierba, onduló el agua del río y agitó la enseña en el mástil
de los nikanos. Mambu siguió silbando. Acudió entonces el viento mediano en
ayuda de su hermano menor. En los árboles, las hojas susurraron y se agitaron
las ramas. Sobre las olas del río aparecieron crestas de espuma. El mástil de
la barca nikana empezó a doblarse. Mambu seguía silbando. El viento mediano, al
ver que tampoco tenía fuerzas suficientes, llamó en su ayuda al hermano mayor.
Acudió el viento grande. Los árboles empezaron a doblarse y partirse. El agua
del Amur se puso oscura. Las olas, coronadas de espuma, eran más altas que las
casas. El viento se llevó la vela de la barca nikana, partió el mástil y la
llenó de agua... Siguió soplando más y más. Volcó la barca. Los guerreros
nikanos cayeron al agua. Los que llevaban más armas se fueron al fondo
inmediatamente. Los demás trataban de mantenerse a flote tragando agua. En
cuanto al hombre-barriga, flotaba sobre las olas como un globo: estaba tan
gordo que la grasa le impedía irse al fondo. En aquella tormenta perdieron todo
lo que les habían quitado a los Sulakí y sus equipajes también. De milagro
pudieron salir a la otra orilla. Fueron a informar al jefe manchú. Les preguntó
qué tributo traían de los ulchíes para el rey nikano. El hombre-barriga
contestó retorciendo su bata:
-¡Agua del Amur!
El viento soplaba cada vez más
fuerte.
Las viviendas de los ulchíes se
tambaleaban, las pértigas de los tejados salían volando... Los ancianos le
dijeron a Mambu que cesara de silbar. Pero Mambu había soltado ya todo el aire
y los vientos galopaban sobre el Amur sin necesidad de que él silbara.
-¡Basta! -les gritaba Mambu.
Pero, ya desencadenados, los
vientos no le oían.
Empuñó entonces Mambu su arco
grande, tensó la cuerda, puso una flecha de abedul de hierro con una brasa en
la punta y la lanzó contra el viento grande. El viento se asustó y corrió a su
casa. El viento mediano y el viento pequeño hicieron igual. Todo quedó en
calma. Se aplacaron las olas. Los árboles se enderezaron. Dijo Mambu:
-El lince va siempre a beber agua
al mismo sitio. ¡Los hombres de Nikán volverán! Tenemos que abandonar este
sitio. Porque el hombre-barriga volverá hasta que nos haya devorado a todos...
Los ancianos no le hicieron caso.
No querían abandonar el sitio donde habían vivido siempre.
-¿Cómo nos vamos a ir? -protestaban.
Nuestros padres están aquí enterrados.
Pasó algún tiempo, y los hombres de
Nikán se presentaron nuevamente donde los Sulakí. Venían en grandes trineos
tirados por unas fieras horribles: tenían la cabeza como el alce, pelos en el
rabo, pezuñas redondas en las cuatro patas y, en el cuello, pelos caídos hacia
un lado. Los hombres eran el doble de numerosos que la vez anterior. Y el
hombre-barriga venía con ellos.
De nuevo exigieron el tributo. De
nuevo andaban husmeando por los cobertizos. Mambu dijo al hombre-barriga:
-Nadie había cortado aquí nunca dos
ramas en el mismo sitio.
El hombre-barriga se puso a
gritarle a Mambu, pegando patadas en el suelo. Acudieron sus guerreros y
echaron a Mambu a un lado.
Mambu fue a su casa. Cogió tocino
de oso. Lo cortó en pedazos. Llegó furtivamente hasta los trineos de los
nikanos y ató trozos de tocino a la parte de abajo de los trineos.
Otra vez les vaciaron los nikanos
los cobertizos a los Sulakí. Se llevaron las pieles y todo lo que encontraron.
Se montaron en los trineos. Les gritaron a sus fieras, que partieron como
centellas. Sólo se escuchaba el rechinar de los patines a través del remolino
de nieve que iban dejando atrás.
También ahora lloraban las mujeres
y maldecían los hombres. Entonces les dijo Mambu:
-Traed aquí a todos los perros!
Trajeron a todos los perros que
había en la aldea. Mambu
agarró al más fuerte de los guías, le dio a olfatear el tocino de oso y luego
la huella de los trineos. El perro comprendió en seguida qué dirección había
tomado el tocino y se lanzó por su pista. Los otros perros le siguieron.
Iba el hombre-barriga en su trineo,
encantado de haberles quitado tantas cosas a los ulchíes. No contaba lo que le
daría al rey, y se callaba lo que él se guardaría.
El hombre-barriga y sus guerreros
habían llegado al centro del Amur, cuando los perros les dieron alcance.
Olían el tocino de oso; pero, como
no daban con él, los perros acometieron a los nikanos. A la mitad, los dejaron
tirados por la nieve, muertos a mordiscos. También les pegaron dentelladas a
las fieras que tiraban de los trineos. Toda la caravana se dispersó.
Los nikanos intentaron huir, pero
los perros seguían mordién-dolos, colgados de ellos...
Mal que bien, el hombre-barriga
logró al fin librarse de los perros en la otra orilla.
Los supervivientes corrieron a ver
al jefe manchú. El ambán les preguntó qué tributo traían de los ulchíes. Ya
estaba pensando en lo que le entregaría al rey y lo que se quedaría él.
-¡Dientes de perro! -contestó el
hombre-barriga señalando las mordeduras y los desgarrones.
El ambán se puso furioso. Dio orden
de enviar tropas contra los Sulakí y de exterminarlos a todos...
Toda una nube de nikanos partió
contra los ulchíes.
Desgraciadamente, no estaba Mambu
en la aldea. Había
ido a visitar a las gentes de la taigó y se quedó algún tiempo allí. Sólo
regresó a su casa en el verano.
Se encontró con que todos los
Sulakí habían sido muertos y las casas incendiadas. No quedaba ni un alma en la aldea. Unicamente
los cuervos croaban girando en lo alto. Mambu observó que los Sulakí habían
peleado bien porque mataron a muchos guerreros nikanos, pero tardaron en
decidirse a empuñar las armas y también ellos perdieron todos la vida.
Mambu rompió a llorar sintiéndose
huérfano.
Pero no podía entregarse a las
lamentaciones... Tenía que «levantar los huesos de sus paisanos», vengar a los
muertos, como mandaba la ley.
Por cada muerto debía matar a un enemigo. El solo no tenía
fuerzas para tanto.
Fue Mambu a pedir ayuda a los
Punadí, pero no encontró más que cenizas ya frías: los nikanos habían
incendiado todas las casas y se habían llevado prisioneros a todos los Punadí.
Fue entonces Mambu a pedirles a los
Gubatú que le ayudaran a vengar a dos tribus. Llegó a la aldea y se encontró
las casas vacías y todas los objetos cubiertos de polvo. Únicamente las ratas
correteaban por allí.
Los Gubatú habían abandonado su
aldea por miedo a los nikanos. ¿A dónde se habrían marchado? Imposible saberlo:
no habían dejado ninguna huella.
Mambu-huérfano se echó a llorar.
¿Cómo podría vengarse de los enemigos? Mambu fue a pedir ayuda a las gentes del
río. Se reunieron todos, escucharon a Mambu y luego contestó un viejo
hombre-kaluga:
-Los Sulakí y los Punadí eran
buenas gentes. Nos encantaría ayudarte, pero nosotros no podemos vivir fuera
del agua. ¿Cómo íbamos a guerrear en tierra? Nosotros no sabemos andar por la
tierra...
Mambú fue a pedir ayuda a las
gentes de la taigó.
Acudieron todos al enterarse de que un simple hombre había
venido a pedirles ayuda.
Los de la taigá lanzaron horribles
rugidos contra los nikanos. Un viejo hombre-oso le dijo a Mambu-huérfano que
les encantaría vengar a los Sulakí y vengar a los Punadí, que eran gentes
buenas, pero los de la taigá no podían cruzar el río a nado.
Mambu fue a ver a las gentes
forestales. Se inclinó delante del abedul y le explicó la desgracia que le
había ocurrido.
-Vosotros podéis cruzar el río
flotando -les dijo- y podéis vivir fuera del agua. ¡Os ruego que me ayudéis! Yo
solo no podré vengarlos.
Las gentes forestales accedieron a
ayudarle.
Mambu empuñó su hacha y cortó
muchos abedules. Les quitó la corteza, los alisó y los cortó en estacas.
Taladró unos ojos a las estacas para que pudieran ver por dónde iban y les
talló una nariz a cada una para que olfatearan las ropas y, por el olor a humo,
descubrieran a los que habían matado a los Sulakí y habían apresado a los
Punadí. Luego les dio una palmadita a cada una. Las estacas movieron los ojos
para mirar a Mambu en espera de sus órdenes.
-¡Eh, gentes forestales! -gritó
Mambu. ¡Id a guerrear! Yo solo no puedo vengar a todos. Os lo suplico: id
vosotros, os lo ruego. Que no quede ningún culpable con vida.
Les explicó por dónde debían ir.
Las estacas se lanzaron al agua y luego flotaron, siguiendo el camino que
habían seguido los nikanos al venir.
Mambu se sentó a la orilla del río.
Se sentó a esperar, sin comer ni beber, a que regresaran las gentes forestales.
Conque las gentes forestales
cruzaron el río, saltaron a tierra y llegaron a la ciudad nikana. En aquella
ciudad estaban en un palacio el hombre-barriga y el ambán repartiéndose el rico
botín y jactándose de la sangre derramada. Y también los guerreros, allí al
lado, se repartían lo que les habían quitado a los ulchíes, dispután-dose cada
piel.
De pronto saltaron las ventanas
hechas astillas. Las gentes forestales entraron por puertas y ventanas y se
liaron con todos aquellos ladrones y asesinos. Los sables no les hacían nada.
No oían los gritos porque no tenían orejas. No se les podía poner la
zancadilla, puesto que no tenían piernas. Y era inútil pedirles piedad, puesto
que no tenían corazón.
Con todos acabaron las gentes
forestales. Al hombre-barriga le pegaron con tanta fuerza por los dos costados,
que sólo quedó de él una mancha grasienta en el suelo. Y al ambán le hicieron
tantos chichones, que no pudo reconocerse ya hasta el final de sus días.
Mambu-huérfano seguía en el mismo
sitio, esperando, negro como la tierra de tanto sufrimiento.
Volvieron las gentes forestales.
Salieron a la orilla y dijeron:
-A todos los hemos matado. ¿Qué
hacemos ahora?
-Gracias -contestó Mambu.
Les cerró los ojos a las gentes
forestales, les alisó las narices. Volvieron a ser simples estacas. Mambu cortó
mimbres, ató con ellos las estacas hasta formar una balsa en la que se montó
él. Valiéndose del bichero se apartó de la orilla donde nació y se le saltaron
las lágrimas:
-¿Cómo podría vivir yo aquí solo?
El hombre no puede vivir solo... Iré por el río a buscar otras personas.
Olvidaré mi nombre y pediré que me adopten en otra tribu...
Mambu se dejó arrastrar por el
Amur.
Navegaría por el río mientras tuviera
fuerzas. Al pasar por delante de alguna aldea gritaría:
-¡Eh, buenas gentes! Admitidme como
uno de los vuestros. Dadme un nombre y acogedme en vuestra tribu.
Pero seguro que Mambu no tuvo que
navegar así mucho tiempo. A un valiente como él, cualquier aldea le aceptaría.
Cualquier anciano llamaría con gusto «hijo» a un valiente como él. En cuanto
Mambu lo pidiese...
En cuanto a los Sulakí, los Punadí
y los Gubatú, desde entonces no se ha vuelto a saber de ellos. Sólo en los
cuentos los mencionan a veces los ancianos.
1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074
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