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sábado, 27 de diciembre de 2014

La pequeña elgá

Sucedió esto hace mucho tiempo. Tanto tiempo, que ni el más viejo de los udés recuerda cuándo fue. Lo contaba mi abuelo, y a mi abuelo se lo dijo su padre. Conque fue hace muchísimo tiempo...
Al cazador Soldigá se le murió la mujer dejándole una hijita llamada Elgá.
Soldigá enterró a su mujer, la lloró y luego volvió a casarse. Así fueron viviendo los tres: Soldigá, su segunda mujer, Púninga, y su hija Elgá.
Soldigá quería mucho a su hija. Le hacía juguetes de madera para que fuera acostumbrándose a lo que son los quehaceres de una mujer: una cunita, chumashkás, un rodillo y un mazo para curtir las pieles...
Pero la pequeña Elgá le pidió a su padre:
-Hazme un trineo, un arco, flechas y una jabalina. Púninga rezongó al oírla:
-¿Para qué quieres juguetes de chico?
-Para ayudar a mi padre en la caza cuando sea mayor.
-¡Qué ocurrencia! -chilló Púninga. Eso no es cosa tuya.
Contempló Soldigá a su hija, vio que iba haciéndose una chica valiente y fabricó los juguetes que le había pedido: un pequeño trineo, un arco, una jabalina, un reno pequeño y una traílla de perros.
Al ver que su marido no le había hecho caso, Púninga le tomó ojeriza a Elgá. Empezó a maltratarla en cuanto el padre salía de caza. Elgá lo soportaba todo, sin contárselo a su padre para no afligirle.
Así iban viviendo.
Un día se tropezó Soldigá con un jabalí en la taigá. Soldigá le persiguió mucho rato hasta que le acorraló. Entonces el jabalí se metió entre los arbustos y allí se escondió.
Por allí rondaba un tigre, un amba, hambriento. Descubrió al jabalí y se puso a devorarlo. Sin saber que era un tigre el que armaba tanto ruido en la espesura, Soldigá lanzó su jabalina. Atravesó con ella al jabalí y al tigre lo hirió.
Enfurecido, el tigre se lanzó sobre Soldigá. Y aunque el cazador le explicó que no había querido matarlo a él, sino que apuntaba al jabalí, el tigre no quiso escucharle y lo devoró.
El amba conoció así el sabor de la sangre humana. Tomó la costumbre de bajar a la aldea. Otros cazadores, parientes de Soldigá, siguieron la senda del tigre y fueron a pedirle que no les hiciera daño, que se marchara a otros lugares. Pero el amba no los escuchó. Iba por las noches y robaba cerdos, renos, perros... Incluso niños pequeños llegó a robar. ¿Qué puede haber peor que eso?
Muerto su padre, Elgá lo pasaba muy mal. Púninga la odiaba y la mataba a trabajar. Iba Elgá por agua, lavaba los cereales para hervirlos, salaba el pescado, curaba la yukola para los perros, curtía las pieles, le hacía ropones a la madrastra, traía leña de la taigá para el hogar.
Mientras, Púninga se pasaba los días tumbada en la yacija. Comía, dormía, fumaba su pipa y a cada momento le gritaba a Elgá: «Chica, dame tal cosa. Chica, dame tal otra.»
Como Elgá sabía que se debe obedecer a los mayores, hacía todo lo que la madrastra le ordenaba. Sufría mucho, pero lo soportaba, diciéndose como consuelo:
-Cuando sea mayor dejaré a mi madrastra. Viviré sola. Me dedicaré a la caza.
Elgá no se separaba de su jabalina porque se la había hecho su padre. Y es que Elgá había querido mucho a su padre. Adondequiera que fuese, siempre llevaba la jabalina.
Un día la mandó su madrastra traer corteza de abedul para hacer nuevas chumashkás.
Elgá fue a la taigá, eligió un buen abedul, hizo dos cortes y empezó a arrancar la corteza. En esto oyó que alguien le preguntaba con un vozarrón terrible:
-¡Eh! ¿Qué haces tú aquí, chica? ¿Quién eres?
Se volvió Elgá y vio a un tigre. El amba estaba rabioso porque hacía tiempo que se le daba mal la caza. Del hambre, tenía los flancos hundidos. Pero Elgá contestó sin asustarse:
-Soy la hija de Soldigá. Y tú, ¿qué quieres? Dijo el tigre:
-Yo devoré a Soldigá y ahora haré lo mismo contigo.
-¡Largo de aquí, ladrón! -le gritó Elgá.
El tigre saltó sobre Elgá, pero ella se escondió detrás del abedul. El abedul se inclinó para protegerla. Con todo el ímpetu que llevaba, el tigre pegó de cabeza contra el abedul y se descalabró.
Elgá le amenazó con su jabalina:
-¡Largo de aquí, ladrón, si no quieres pasarlo mal!
El amba lanzó un rugido tan terrible que se desprendieron las hojas de los árboles. Pegó otro salto. Pero entonces se juntaron dos abedules y le pillaron entre los dos. Le tenían tan bien atenazado, que no pudo hacer nada por librarse de ellos. Elgá le lanzó la jabalina, que le entró por un ojo y le salió por el otro. Elgá había dejado ciego al amba, y así murió.
Elgá cortó la cola rayada del tigre y se encaminó al campamento.
Se encontró con que la gente estaba guardando sus enseres en fardos y desmontando las yurtas para marcharse de allí por miedo al tigre.
-¿Adónde vais? -preguntó Elgá. El tigre no vendrá ya nunca.
-¡Qué sabes tú, criatura! -replicó el más anciano de los udés. El tigre vuelve siempre donde ha hecho presa una vez. Si nos quedamos, no nos salvaremos.
Elgá mostró entonces a los ancianos la cola rayada del amba.
-Os digo que nunca volverá. Mirad: yo le he cortado la cola.
Los udés gritaron muy asustados:
-¿Qué has hecho, muchacha? Al amba no se le puede matar. Su espíritu vendrá ahora a rondar de noche por el campamento y nos matará a todos. La taigá invadirá nuestro campamento y la hierba borrará todos los senderos. El pantano cubrirá este lugar...
-Conozco las leyes de los cazadores -dijo Elgá. Yo le pedí dos veces al amba que se marchara, pero no me hizo caso.
-¡Ah! Entonces, es otra cosa -dijeron los ancianos. La culpa la tiene él.
Los udés no se movieron de allí y elogiaron mucho a Elgá.
A Púninga le sentó muy mal que elogiaran a Elgá y la trataba aún peor. Hiciera lo que hiciera la niña, nada era del agrado de Púninga. Elgá lavaba los cereales, los ponía a hervir y al instante llegaba la madrastra, tiraba los cereales al suelo y la obligaba a lavarlos otra vez. Si Elgá bordaba un ropón, a la madrastra no le gustaba.
-¿Qué haces, manirrota? -gritaba. ¿Dónde se ha visto bordar así? Deshazlo todo y vuelve a hacerlo. Y que sea más bonito, con colores brillantes y un dibujo mejor.
Púninga siguió pegando voces. Elgá salió de la yurta y fue a sentarse junto al río, donde crecían los helechos, toda llorosa. Los helechos se agitaron, rumoreando.
-¿Por qué lloras, pequeña? -le preguntó un helecho a Elgá. La niña le contó la vida tan triste que llevaba. El helecho la acarició con sus blandas hojas y le dijo:
-No llores, pequeña. Esa pena tuya tiene fácil arreglo. Nosotros te ayudaremos.
El helecho llamó a todas las flores y las hierbas en ayuda de Elgá. Acudieron hierbas y flores de todas clases, se posaron sobre el ropón enroscándose, estirándose, hasta formar un dibujo tan bonito que nunca había visto Elgá nada igual.
El helecho recogió entonces todas las lágrimas vertidas por Elgá, salpicó con ellas el ropón y allí quedó el dibujo para siempre.
Elgá llevó el ropón al campamento.
Había allí muchas buenas bordadoras. Pero, cuando vieron los dibujos bordados por Elgá, se quedaron con la boca abierta de envidia y de sorpresa. ¡Nunca había habido un ropón igual!
Pero Púninga se enfadó todavía más con Elgá.
-Lo que yo quiero es un ropón bordado con pelo de reno.
Eso, en pleno verano, cuando los renos han mudado el pelo y aún lo tienen corto. ¿Dónde iba a encontrar pelos largos para el bordado?
Elgá anduvo por el campamento, preguntando a las vecinas, pero nadie pudo hacer nada por ella.
Hecha un mar de lágrimas, Elgá se puso a acariciar sus juguetes y lloró más fuerte aún al acordarse con cariño de su padre.
De pronto le dijo a Elgá el reno de juguete:
Cuentos del río Amur
-No llores, amita. Yo te ayudaré.
Se sacudió el reno, pegó en el suelo con sus pezuñitas y empezó a crecer y crecer hasta hacerse muy grande. Estaba cubierto de la piel larga y tupida que tienen los renos en invierno. Se desprendió de su piel y recobró su tamaño de juguete.
Elgá hizo otro ropón. Tenía todos los dedos llenos de pinchazos. Pero tampoco le pareció bien a la madrastra.
-¡Eso no lo haces tú! -gritó. Alguien te ayuda. Pero no te servirá de nada. Nunca bordarás como yo. Voy a bordarme yo un ropón, y entonces verás lo que es bordar. Ve al campamento que hay junto al río Aniuí. Allí vive mi abuela. Dile que te dé mi aguja. Y mañana por la mañana debes estar de vuelta. ¡No lo olvides!
Pero el campamento del río Aniuí distaba varias jornadas de marcha.
¿Qué podía hacer Elgá? Muy triste, se puso a acariciar sus juguetes recordando a su padre con cariño. De pronto oyó una voz.
-No te apures, amita -decía. ¿Para qué estamos nosotros aquí?
Miró Elgá y vio toda la traílla de perritos delante de ella. ¡Doce perritos a cuál más lindo! Agitaban los rabos peludos, movían las patas de impaciencia. Tenían el pelo blanco, los ojos amarillos y el hocico negro.
-¿De dónde salís? -preguntó Elgá sorprendida.
-¿No nos reconoces? -le contestaron. Nos hizo Soldigá.
Se fijó Elgá y, en vez de los perros de juguete, vio a unos perros vivos, de verdad. Habían cobrado vida al oír que su amita lloraba.
Elgá enganchó los perros a un trineo, se montó en él, y los perros partieron como un rayo. Iban en línea recta, aunque se encontraran con un bosque o con un río. La niña cerró los ojos. Pero los perros habían subido ya hasta las nubes. Elgá abrió los ojos. Había mucha luz. Las nubes se extendían en torno como un manto de nieve. Elgá empuñó el ostol para guiar el trineo.
-iTaj! ¡Taj! -gritaba. ¡Pot-pot-pot!
De tanto como corrían, los perros levantaban trozos de nubes con las patas. Antes de que Elgá pudiera sentir cansancio o frío, la habían conducido al campamento del río Aniuí.
Elgá se apeó del trineo para buscar a la abuela de Púninga. Encontró a la viejecita enferma, sin lavar ni peinar. Le dio pena de aquella anciana. Conque la aseó, la peinó, buscó una pequeña raíz de ginseng y se la dio para que la masticara. La abuela se la comió y se puso buena. Luego le dijo a Elgá:
-¡Gracias, niña! Eres buena. Te has portado bien conmigo y voy a pagarte en la misma moneda. Lo que mi nieta quiere no es su aguja, sino tu muerte. Voy a darte la aguja, pero no olvides que cuando se la entregues a ella, debes presentársela por la punta.
El sol empezaba a salir del mar cuando Elgá había vuelto ya a casa gracias a sus perros.
La madrastra estaba más furiosa que nunca.
-¿Qué? ¿Dónde está mi aguja?
-Aquí está -dijo Elgá. Aquí la traigo.
Cuando iba a entregársela recordó la recomendación de la anciana, y se la presentó por la punta.
Pero aquella era una aguja muy especial. En cuanto Púninga la cogió, se puso a coserle todos los dedos los unos a los otros. Por mucho que hizo Púninga, no pudo ya separarlos.
-Me has jugado una mala pasada, chica -le dijo a Elgá.
Había comprendido quién ayudaba a Elgá. Esperó a que la niña se durmiese, hizo lumbre en el hogar y arrojó al fuego todos los juguetes que le había hecho a Elgá su padre. Arrojó al fuego el reno, arrojó los perros... Empezaron a arder. Sólo que un perrito pudo escapar, corrió donde estaba Elgá y la despertó pegándole con el hocico.
-iElgá, Elgá! Tu madrastra nos quiere matar a todos. Tenemos que escapar.
-¿Adónde?
-Adonde no esté tu madrastra -contestó el perro.
Elgá salió a toda prisa de la yurta y el perro la siguió.
Los descubrió Púninga y se lanzó tras ellos.
En esto asomó la luna, y su reflejo se extendió como un camino sobre el río. Elgá y el perro corrieron por aquel camino. Púninga siguió tras ellos. Pero el camino no aguantó su peso y se quebró. La madrastra se cayó. Empuñó entonces la pequeña jabalina de Elgá y la arrojó contra la niña. La jabalina voló hasta la hija de Soldigá y le dijo:
-¡Adiós, amita! Ahora nos separamos también nosotros.
La jabalina dio media vuelta, llegó hasta donde estaba la Madrastra, le entró por un ojo, le salió por el otro y se convirtió en polvo. Los ojos se le pusieron a Púninga como platos. Empezó a manotear, y los brazos se le convirtieron en alas. Luego le crecieron unas uñas muy largas a la madrastra en los pies. Se había convertido en una lechuza de ojos redondos. Quería volver a su casa, pero las alas la llevaron a la taigá. Se posó la madrastra en un árbol y empezó a gritar:
-iPu-nin-gá! ¡Pu-nin-gá!
Hasta hoy día grita así la lechuza.
Mientras, Elgá y el perrito siguieron corriendo por el camino del agua y llegaron a la luna. La niña hubiera querido volver a su casa, pero empezó a clarear y desapareció el camino. Así se quedaron la niña y el perrito en la luna.
Al amanecer baja Elgá a la tierra. Entra en todas las viviendas buscando la jabalina de Soldigá; lo mira todo, ilumina las armas por si encuentra la jabalina de Soldigá. Y si ve que algún niño duerme con los ojos llorosos, Elgá le enjuga las lágrimas y le regala algún bonito sueño para que no recuerde lo que le ha hecho llorar. Por eso los niños olvidan pronto los agravios.
Pero, cuando oye a la lechuza gritar: «iPu-nin-gá! «Pu-nin-gá!» en la taigá, Elgá se marcha corriendo.
Se la puede ver si de pronto abre uno los ojos de noche cuando los roza la luz de la luna.

1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074

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