Sucedió esto hace mucho tiempo.
Tanto tiempo, que ni el más viejo de los udés recuerda cuándo fue. Lo contaba
mi abuelo, y a mi abuelo se lo dijo su padre. Conque fue hace muchísimo
tiempo...
Al cazador Soldigá se le murió la
mujer dejándole una hijita llamada Elgá.
Soldigá enterró a su mujer, la
lloró y luego volvió a casarse. Así fueron viviendo los tres: Soldigá, su
segunda mujer, Púninga, y su hija Elgá.
Soldigá quería mucho a su hija. Le
hacía juguetes de madera para que fuera acostumbrándose a lo que son los
quehaceres de una mujer: una cunita, chumashkás, un rodillo y un mazo para
curtir las pieles...
Pero la pequeña Elgá le pidió
a su padre:
-Hazme un trineo, un arco, flechas
y una jabalina. Púninga rezongó al oírla:
-¿Para qué quieres juguetes de
chico?
-Para ayudar a mi padre en la caza
cuando sea mayor.
-¡Qué ocurrencia! -chilló Púninga.
Eso no es cosa tuya.
Contempló Soldigá a su hija, vio
que iba haciéndose una chica valiente y fabricó los juguetes que le había
pedido: un pequeño trineo, un arco, una jabalina, un reno pequeño y una traílla
de perros.
Al ver que su marido no le había
hecho caso, Púninga le tomó ojeriza a Elgá. Empezó a maltratarla en cuanto el
padre salía de caza. Elgá lo soportaba todo, sin contárselo a su padre para no
afligirle.
Así iban viviendo.
Un día se tropezó Soldigá con un
jabalí en la taigá.
Soldigá le persiguió mucho rato hasta que le acorraló.
Entonces el jabalí se metió entre los arbustos y allí se escondió.
Por allí rondaba un tigre, un amba,
hambriento. Descubrió al jabalí y se puso a devorarlo. Sin saber que era un
tigre el que armaba tanto ruido en la espesura, Soldigá lanzó su jabalina.
Atravesó con ella al jabalí y al tigre lo hirió.
Enfurecido, el tigre se lanzó sobre
Soldigá. Y aunque el cazador le explicó que no había querido matarlo a él, sino
que apuntaba al jabalí, el tigre no quiso escucharle y lo devoró.
El amba conoció así el sabor de la
sangre humana. Tomó la costumbre de bajar a la aldea. Otros
cazadores, parientes de Soldigá, siguieron la senda del tigre y fueron a
pedirle que no les hiciera daño, que se marchara a otros lugares. Pero el amba
no los escuchó. Iba por las noches y robaba cerdos, renos, perros... Incluso
niños pequeños llegó a robar. ¿Qué puede haber peor que eso?
Muerto su padre, Elgá lo pasaba muy
mal. Púninga la odiaba y la mataba a trabajar. Iba Elgá por agua, lavaba los
cereales para hervirlos, salaba el pescado, curaba la yukola para los perros,
curtía las pieles, le hacía ropones a la madrastra, traía leña de la taigá para
el hogar.
Mientras, Púninga se pasaba los
días tumbada en la
yacija. Comía , dormía, fumaba su pipa y a cada momento le
gritaba a Elgá: «Chica, dame tal cosa. Chica, dame tal otra.»
Como Elgá sabía que se debe
obedecer a los mayores, hacía todo lo que la madrastra le ordenaba. Sufría
mucho, pero lo soportaba, diciéndose como consuelo:
-Cuando sea mayor dejaré a mi
madrastra. Viviré sola. Me dedicaré a la caza.
Elgá no se separaba de su jabalina
porque se la había hecho su padre. Y es que Elgá había querido mucho a su
padre. Adondequiera que fuese, siempre llevaba la jabalina.
Un día la mandó su madrastra traer
corteza de abedul para hacer nuevas chumashkás.
Elgá fue a la taigá, eligió un buen
abedul, hizo dos cortes y empezó a arrancar la corteza. En esto oyó
que alguien le preguntaba con un vozarrón terrible:
-¡Eh! ¿Qué haces tú aquí, chica?
¿Quién eres?
Se volvió Elgá y vio a un tigre. El
amba estaba rabioso porque hacía tiempo que se le daba mal la caza. Del hambre, tenía los
flancos hundidos. Pero Elgá contestó sin asustarse:
-Soy la hija de Soldigá. Y tú, ¿qué
quieres? Dijo el tigre:
-Yo devoré a Soldigá y ahora haré
lo mismo contigo.
-¡Largo de aquí, ladrón! -le gritó
Elgá.
El tigre saltó sobre Elgá, pero
ella se escondió detrás del abedul. El abedul se inclinó para protegerla. Con
todo el ímpetu que llevaba, el tigre pegó de cabeza contra el abedul y se
descalabró.
Elgá le amenazó con su jabalina:
-¡Largo de aquí, ladrón, si no
quieres pasarlo mal!
El amba lanzó un rugido tan
terrible que se desprendieron las hojas de los árboles. Pegó otro salto. Pero
entonces se juntaron dos abedules y le pillaron entre los dos. Le tenían tan
bien atenazado, que no pudo hacer nada por librarse de ellos. Elgá le lanzó la
jabalina, que le entró por un ojo y le salió por el otro. Elgá había dejado
ciego al amba, y así murió.
Elgá cortó la cola rayada del tigre
y se encaminó al campamento.
Se encontró con que la gente estaba
guardando sus enseres en fardos y desmontando las yurtas para marcharse de allí
por miedo al tigre.
-¿Adónde vais? -preguntó Elgá. El
tigre no vendrá ya nunca.
-¡Qué sabes tú, criatura! -replicó
el más anciano de los udés. El tigre vuelve siempre donde ha hecho presa una
vez. Si nos quedamos, no nos salvaremos.
Elgá mostró entonces a los ancianos
la cola rayada del amba.
-Os digo que nunca volverá. Mirad:
yo le he cortado la cola.
Los udés gritaron muy asustados:
-¿Qué has hecho, muchacha? Al amba
no se le puede matar. Su espíritu vendrá ahora a rondar de noche por el campamento
y nos matará a todos. La taigá invadirá nuestro campamento y la hierba borrará
todos los senderos. El pantano cubrirá este lugar...
-Conozco las leyes de los cazadores
-dijo Elgá. Yo le pedí dos veces al amba que se marchara, pero no me hizo caso.
-¡Ah! Entonces, es otra cosa
-dijeron los ancianos. La culpa la tiene él.
Los udés no se movieron de allí y
elogiaron mucho a Elgá.
A Púninga le sentó muy mal que
elogiaran a Elgá y la trataba aún peor. Hiciera lo que hiciera la niña, nada
era del agrado de Púninga. Elgá lavaba los cereales, los ponía a hervir y al
instante llegaba la madrastra, tiraba los cereales al suelo y la obligaba a
lavarlos otra vez. Si Elgá bordaba un ropón, a la madrastra no le gustaba.
-¿Qué haces, manirrota? -gritaba.
¿Dónde se ha visto bordar así? Deshazlo todo y vuelve a hacerlo. Y que sea más
bonito, con colores brillantes y un dibujo mejor.
Púninga siguió pegando voces. Elgá
salió de la yurta y fue a sentarse junto al río, donde crecían los helechos,
toda llorosa. Los helechos se agitaron, rumoreando.
-¿Por qué lloras, pequeña? -le
preguntó un helecho a Elgá. La niña le contó la vida tan triste que llevaba. El
helecho la acarició con sus blandas hojas y le dijo:
-No llores, pequeña. Esa pena tuya
tiene fácil arreglo. Nosotros te ayudaremos.
El helecho llamó a todas las flores
y las hierbas en ayuda de Elgá. Acudieron hierbas y flores de todas clases, se
posaron sobre el ropón enroscándose, estirándose, hasta formar un dibujo tan
bonito que nunca había visto Elgá nada igual.
El helecho recogió entonces todas
las lágrimas vertidas por Elgá, salpicó con ellas el ropón y allí quedó el
dibujo para siempre.
Elgá llevó el ropón al campamento.
Había allí muchas buenas
bordadoras. Pero, cuando vieron los dibujos bordados por Elgá, se quedaron con
la boca abierta de envidia y de sorpresa. ¡Nunca había habido un ropón igual!
Pero Púninga se enfadó todavía más
con Elgá.
-Lo que yo quiero es un ropón
bordado con pelo de reno.
Eso, en pleno verano, cuando los
renos han mudado el pelo y aún lo tienen corto. ¿Dónde iba a encontrar pelos
largos para el bordado?
Elgá anduvo por el campamento,
preguntando a las vecinas, pero nadie pudo hacer nada por ella.
Hecha un mar de lágrimas, Elgá se
puso a acariciar sus juguetes y lloró más fuerte aún al acordarse con cariño de
su padre.
De pronto le dijo a Elgá el reno de
juguete:
Cuentos del río Amur
-No llores, amita. Yo te ayudaré.
Se sacudió el reno, pegó en el
suelo con sus pezuñitas y empezó a crecer y crecer hasta hacerse muy grande.
Estaba cubierto de la piel larga y tupida que tienen los renos en invierno. Se
desprendió de su piel y recobró su tamaño de juguete.
Elgá hizo otro ropón. Tenía todos
los dedos llenos de pinchazos. Pero tampoco le pareció bien a la madrastra.
-¡Eso no lo haces tú! -gritó.
Alguien te ayuda. Pero no te servirá de nada. Nunca bordarás como yo. Voy a
bordarme yo un ropón, y entonces verás lo que es bordar. Ve al campamento que
hay junto al río Aniuí. Allí vive mi abuela. Dile que te dé mi aguja. Y mañana
por la mañana debes estar de vuelta. ¡No lo olvides!
Pero el campamento del río Aniuí
distaba varias jornadas de marcha.
¿Qué podía hacer Elgá? Muy triste,
se puso a acariciar sus juguetes recordando a su padre con cariño. De pronto
oyó una voz.
-No te apures, amita -decía. ¿Para
qué estamos nosotros aquí?
Miró Elgá y vio toda la traílla de
perritos delante de ella. ¡Doce perritos a cuál más lindo! Agitaban los rabos
peludos, movían las patas de impaciencia. Tenían el pelo blanco, los ojos
amarillos y el hocico negro.
-¿De dónde salís? -preguntó Elgá
sorprendida.
-¿No nos reconoces? -le contestaron.
Nos hizo Soldigá.
Se fijó Elgá y, en vez de los
perros de juguete, vio a unos perros vivos, de verdad. Habían cobrado vida al
oír que su amita lloraba.
Elgá enganchó los perros a un trineo,
se montó en él, y los perros partieron como un rayo. Iban en línea recta,
aunque se encontraran con un bosque o con un río. La niña cerró los ojos. Pero
los perros habían subido ya hasta las nubes. Elgá abrió los ojos. Había mucha
luz. Las nubes se extendían en torno como un manto de nieve. Elgá empuñó el
ostol para guiar el trineo.
-iTaj! ¡Taj! -gritaba.
¡Pot-pot-pot!
De tanto como corrían, los perros
levantaban trozos de nubes con las patas. Antes de que Elgá pudiera sentir
cansancio o frío, la habían conducido al campamento del río Aniuí.
Elgá se apeó del trineo para buscar
a la abuela de Púninga. Encontró a la viejecita enferma, sin lavar ni peinar.
Le dio pena de aquella anciana. Conque la aseó, la peinó, buscó una pequeña
raíz de ginseng y se la dio para que la masticara. La abuela
se la comió y se puso buena. Luego le dijo a Elgá:
-¡Gracias, niña! Eres buena. Te has
portado bien conmigo y voy a pagarte en la misma moneda. Lo que mi nieta quiere
no es su aguja, sino tu muerte. Voy a darte la aguja, pero no olvides que
cuando se la entregues a ella, debes presentársela por la punta.
El sol empezaba a salir del mar
cuando Elgá había vuelto ya a casa gracias a sus perros.
La madrastra estaba más furiosa que
nunca.
-¿Qué? ¿Dónde está mi aguja?
-Aquí está -dijo Elgá. Aquí la
traigo.
Cuando iba a entregársela recordó
la recomendación de la anciana, y se la presentó por la punta.
Pero aquella era una aguja muy
especial. En cuanto Púninga la cogió, se puso a coserle todos los dedos los
unos a los otros. Por mucho que hizo Púninga, no pudo ya separarlos.
-Me has jugado una mala pasada,
chica -le dijo a Elgá.
Había comprendido quién ayudaba a
Elgá. Esperó a que la niña se durmiese, hizo lumbre en el hogar y arrojó al
fuego todos los juguetes que le había hecho a Elgá su padre. Arrojó al fuego el
reno, arrojó los perros... Empezaron a arder. Sólo que un perrito pudo escapar,
corrió donde estaba Elgá y la despertó pegándole con el hocico.
-iElgá, Elgá! Tu madrastra nos
quiere matar a todos. Tenemos que escapar.
-¿Adónde?
-Adonde no esté tu madrastra
-contestó el perro.
Elgá salió a toda prisa de la yurta
y el perro la siguió.
Los descubrió Púninga y se lanzó
tras ellos.
En esto asomó la luna, y su reflejo
se extendió como un camino sobre el río. Elgá y el perro corrieron por aquel
camino. Púninga siguió tras ellos. Pero el camino no aguantó su peso y se
quebró. La madrastra se cayó. Empuñó entonces la pequeña jabalina de Elgá y la
arrojó contra la niña. La
jabalina voló hasta la hija de Soldigá y le dijo:
-¡Adiós, amita! Ahora nos separamos
también nosotros.
La jabalina dio media vuelta, llegó
hasta donde estaba la Madrastra, le entró por un ojo, le salió por el otro y se
convirtió en polvo. Los ojos se le pusieron a Púninga como platos. Empezó a
manotear, y los brazos se le convirtieron en alas. Luego le crecieron unas uñas
muy largas a la madrastra en los pies. Se había convertido en una lechuza de
ojos redondos. Quería volver a su casa, pero las alas la llevaron a la taigá. Se posó la
madrastra en un árbol y empezó a gritar:
-iPu-nin-gá! ¡Pu-nin-gá!
Hasta hoy día grita así la lechuza.
Mientras, Elgá y el perrito
siguieron corriendo por el camino del agua y llegaron a la luna. La niña hubiera
querido volver a su casa, pero empezó a clarear y desapareció el camino. Así se
quedaron la niña y el perrito en la luna.
Al amanecer baja Elgá a la tierra. Entra en
todas las viviendas buscando la jabalina de Soldigá; lo mira todo, ilumina las
armas por si encuentra la jabalina de Soldigá. Y si ve que algún niño duerme
con los ojos llorosos, Elgá le enjuga las lágrimas y le regala algún bonito
sueño para que no recuerde lo que le ha hecho llorar. Por eso los niños olvidan
pronto los agravios.
Pero, cuando oye a la lechuza
gritar: «iPu-nin-gá! «Pu-nin-gá!» en la taigá, Elgá se marcha corriendo.
Se la puede ver si de pronto abre
uno los ojos de noche cuando los roza la luz de la luna.
1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074
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