Si tú eres malo, no esperes
bondades de los demás...
Vivía en el Amur un nivjo llamado
Solodó Joingá. Era hombre muy rico. Tenía veinte traíllas de perros. Diez
angazás pescaban en el río para él. Diez esclavos manchúes cuidaban de su
hacienda, tejían cuerdas de mimbre y redes de ortigas. Diez jóvenes esclavas
traídas de Nikán bordaban tapices para Solodó, cosían, guisaban, recogían
bayas. En diez cobertizos guardaba sus riquezas.
Solodó era muy avaricioso. Tenía
muchos bienes, pero siempre quería más. La avidez es como un río: cuanto más
avanza, más crece. Solodó iba siempre mirando a su alrededor por si encontraba
alguna otra cosa que apropiarse. Sus riquezas, andaba siempre cambiándolas de
sitio, palpándolas, contemplán-dolas encantado.
Solodó tenía un hijo llamado
Aliumká. No se puede decir que el muchacho fuera guapo: toda su hermosura
estaba en las riquezas del padre. No se puede decir que fuera inteligente: toda
su inteligencia estaba en los bienes del padre. Pero Solodó decía:
-No importa que a Aliumká le falte
algo. Teniendo los cobertizos llenos, siempre vivirá a su gusto.
Llegó el tiempo de casar a Aliumká.
Con pelo de perro y ortigas, la
madre trenzó un anillo para ponérselo a la novia. Y empezaron a buscar novia para Aliumká.
Prepararon un buen rescate. Y Aliumká estaba tan engreído con eso, que todas
las novias le parecían mal. Le presentaron una.
-Tiene los ojos feos -dijo Aliumká.
-¿Por qué ofendes a la muchacha?
-protestaba la gente. ¡Tú si que tienes los ojos torcidos! Por eso no ves bien
a la novia. Solodó
agitaba desdeñosamente la mano.
-Mi hijo es rico -decía. Conque no
necesita ser guapo. Y si tiene los ojos torcidos, mejor. Así vigila con uno la
casa y con el otro el río para ver si los angazás trabajan bien...
A otra muchacha la rechazó Aliumká
diciendo que tenía los brazos cortos. La gente le decía:
-¿Por qué ofendes a la muchacha?
Mírate tú: ¡tú sí que tienes un brazo más corto que el otro!
De nuevo salía Solodó en defensa de
su hijo:
-Si Aliumká no tiene los brazos
iguales, no importa: con el corto recoge el dinero que está más cerca y con el
largo el dinero que está más lejos. A Aliumká no se le escapará ningún dinero.
La tercera muchacha tampoco le gustó a Aliumká.
-¡Es coja! -dijo.
-¿Por qué ofendes a la muchacha? Tú
sí que tienes las piernas torcidas: un perro podría pasar entre ellas. Solodó
acariciaba al hijo:
-¿Y qué falta le hacen a Aliumká
las piernas derechas? El no necesita ir a la taigá porque vosotros le traéis la caza. El no necesita ir
al río porque tiene quien pesque para él. Mi hijo tiene piernas de amo: así
está más cómodo cuando se sienta a hablar con los mercaderes de Nikán...
Seguían buscando novia para
Aliumká. Les presentaron otra muchacha. Aliumká resopló desdeñosamente:
-¡Es tonta! -dijo.
La gente miró a Solodó y a Aliumká.
Nadie dijo nada por no ofender al padre.
Le presentaron una muchacha más a
Aliumká.
Al verla, se quedó con la boca
abierta.
La muchacha tenía el cutis blanco
como la corteza del abedul joven. La trenza le llegaba hasta las rodillas. El
cabello era negro como la noche, suave y brillante. De rostro era lindísima.
Andaba con la cabeza un poco inclinada hacia un lado, sonriente, y los dientes
parecían copos de nieve sobre una piel de marta.
Cuando al fin volvió de su asombro
dijo Aliumká:
-Habría que pensarlo. Quizá me
decida por ésta. Pero esta vez frunció el ceño Solodó.
-Valiente novia! -dijo. Lo que dan
de dote es una miseria. En mi casa sólo puede entrar una novia rica.
No se pudo encontrar novia para
Aliumká entre los nivjos.
Había oído decir que también en el
cielo vive gente, gente divertida, que vierte agua sobre la tierra, que lanza
nieve sobre la tierra. Las
mujeres de los cielos eran hermosas y traviesas. A veces dejaban caer hasta la
tierra cordeles con anzuelos de oro para pescar a simples mortales.
Pensaba Aliumká: «Yo no quiero una
novia como todas. Tomaré por esposa a una mujer de los cielos.» Desde entonces,
andaba por la aldea mirando hacia arriba. Y, como no veía dónde posaba los
pies, estaba lleno de cardenales de tanto caerse.
Una vez salió el arco iris sobre la
aldea.
Aliumká se llevó un alegrón.
-¡Ya está! -se dijo. Se conoce que
han echado un anzuelo. Ahora me subo a un árbol, agarró la cuerda, tiro y me
traigo a una mujer de los cielos.
Trepó en seguida a un pino
centenario (con las piernas torcidas no le costó nada subir). Cuando estuvo
arriba del todo, se montó a horcajadas en la última rama buscando el anzuelo de
oro. Pero, como los ojos le miraban hacia lados diferentes, veía las ramas por
los dos extremos. Le pareció que la rama en la que estaba montado era el
anzuelo, tiró de ella con todas sus fuerzas, y la rama se rompió...
Aliumká se pegó tal golpe al caer,
que se le escaparon las pocas entendederas que le quedaban y vio todas las
estrellas.
«¡Qué lástima! -pensó. Habré
agarrado mal el anzuelo.»
Viendo el padre que Aliumká no
tendría ya remedio si le ocurría otra cosa parecida, pensó que lo mejor sería
llevar a su hijo a buscar novia al reino de Nikán. Había oído contar que allí
daban muy buena dote a las novias.
¡Siempre se piensa que lo de otros
lugares es mejor!
Conque Solodó hizo sus preparativos
para ir a San-Sin. Juntó cien pieles de marta cebellina, cien de nutria, cien
de ardilla, cien de turón, cien de zorros plateados, diez de foca y diez de
oso. Nadie había dado nunca rescate igual por una muchacha del linaje de los
Joingá. Los nivjos se limitaban a sacudir la cabeza.
Pero Solodó seguía con lo mismo:
-Llevando un rescate así, le
conseguiremos a Aliumká una hija de rey por esposa.
Aliumká estaba encantado, claro.
Ningún nivjo se había casado con la hija de un rey.
Los Joingá partieron en busca de la
novia.
Remontaron el Amur hasta el lugar
donde sus aguas azules se encuentran con las aguas amarillas del Súngari. Y por
el Súngari llegaron hasta el reino de Nikán.
Viajaron mucho tiempo. Vieron a
muchas gentes. Los nikanos salían a la orilla, miraban a Solodó y su hijo y los
señalaban con el dedo como si se tratara de bichos raros. Aliumká no hacía más
que preguntarle a su padre si llegarían pronto y el padre estaba ya harto de
oírle cuando llegaron a su punto de destino.
Fueron recibidos como personajes de
importancia. El ambán en persona fue a su encuentro, acompañado de un tolmach
que puso a sus órdenes.
-¿Has visto cómo nos reciben?
-preguntó Solodó a su hijo. En habiendo dinero, siempre habrá parientes.
Padre e hijo pasaron allí unos
cuantos días. Aliumká andaba por las calles mirándolo todo. Las casas eran muy
altas. Sus tejados llegaban casi hasta el cielo.. Y en los tejados había
dragones de piedra con las fauces abiertas por donde asomaban sus lenguas
rojas. Las calles estaban llenas de gente que armaba tanto ruido como si
aquello fuera un campamento de morsas: compraban, vendían, cambiaban...
El ambón agasajaba a Solodó con
gusanos de mar, lenguas de ruiseñor, nidos de golondrina, carne que se deshacía
en la boca y tortitas que sólo en el cielo podían cocer, seguramente. Y Solodó
engullía, atragantándose de pura gula: de lo que no cuesta, una cesta.
-Os presentaremos a las novias
mejores que tenemos -le dijo el ambán.
-¡Eso, eso! -contestó Solodó.
Tienen que ser las mejores. Con un rescate como el que traemos, queremos una
hija de rey. ¡Por eso hemos venido!
Les condujo el ambán a que vieran
las novias. Era una casa muy grande. En la casa había un vasto salón. En el
salón había cien ventanas. Las ventanas tenían un centenar de cristales de
colores. En aquel salón aguardaban las novias, en fila. Eran tantas que Solodó
no sabía a cuál mirar. Sin hablar ya de Aliumká, a quien le pareció que había
el doble, puesto que a cada una la veía por separado con cada uno de sus ojos.
Detrás de cada novia había un esclavo y, junto a cada esclavo, un montón de
objetos que eran la dote.
Solodó observaba a los esclavos,
calculando cuál sería más robusto. Pero Aliumká miraba a las novias sin poder
acertar cuál sería la mejor, porque todas tenían el rostro tapado.
Le dijo al ambán:
-Quisiera ver la cara a alguna, por
lo menos.
-Imposible -contestó el ambán. El
que mira a las hijas de rey puede quedarse ciego.
-¡Cualquiera es buena! -le decía
Solodó a su hijo temblando de codicia. ¿No ves la dote que tienen?
Llegaban ya los nivjos al final de
la hilera cuando vieron que detrás de una de las novias había dos esclavos.
Solodó casi pegó un salto de alegría.
-iElige ésta! -murmuró al oído de
su hijo. Debe de ser la hija de rey más verdadera.
Los Joingá entregaron su rescate y
a ellos les entregaron la
novia. El ambón hizo cargar una barcaza de dos mástiles con
la dote de la novia: sedas, té, arroz, harina para un año entero... Luego
llegaron unos esclavos llevando en andas a la novia.
-Nuestra señora -dijeron- no camina
sola. Tiene los pies tan pequeños que no la sostienen sobre la tierra.
Solodó no podía apartar los ojos
del atuendo de la
novia. Llevaba una bata con dragones bordados en oro y, sobre
la cabeza, un tocado con cascabeles, pájaros y flores... Tantas cosas, en fin,
que costaba trabajo adivinar dónde estaba la cabeza. Adornaban
sus brazos pulseras de plata y manejaba un abanico de varillas de bambú y papel
de arroz pintado de oro. Al abrirlo, quedaba totalmente oculta detrás. Aliumká
hubiera querido ver el rostro de su prometida, pero ella no consentía levantar
el velo.
-Espera hasta que lleguemos a casa
-le decía el padre.
Habían descendido ya todo el
Súngari y se acercaban al Amur, cuando fueron atacados por unos bandoleros
junjuzos. Llevaban la barba teñida de rojo. Iban armados con lanzas de la
altura de dos hombres y sables de un palmo de anchura. Con su sampán negro de
cuarenta remos dieron alcance a la barcaza y cayeron sobre ella como cuervos
sobre la carroña.
Se llevaron todo lo que había en la barcaza. Solodó
consiguió a duras penas que les perdonaran la vida. Pero todavía
quedaba la novia de Aliumká, con su fastuoso atuendo, sin atreverse casi a
respirar. Los junjuzos se acercaron, la rodearon, alzaron un pico del velo que
le cubría el rostro y al instante retrocedieron, abandonando la barcaza a toda
velocidad. Volvieron a su sampán negro con vela amarilla y desaparecieron.
-Se conoce que los ha deslumbrado
la belleza de la hija de rey -dijo Solodó a Aliumká.
Navegar río abajo nunca fue un gran
trabajo. Conque río abajo navegaron Solodó y su hijo, encantados de que, por lo
menos, los junjuzos no se hubieran atrevido a llevarse a la novia.
Por fin llegaron a su campamento.
Aunque no traían la dote, hicieron
entrar a la bella nikana en la casa de Aliumká. Toda la gente del poblado
acudió a verla. Aliumká levantó el velo que cubría su rostro y, nada más verla,
todos los nivjos salieron corriendo. El último que abandonó la casa fue Solodó
a cuatro patas.
Muy sorprendido de que los nivjos
hubieran huido de esa manera, Aliumká se puso también a mirar a su mujer. Tres
días se pasó mirándola, pero no la veía bien.
Por fin se le ocurrió taparse un
ojo con la mano y entonces descubrió que podía ser su abuela.
Salió Aliumká de casa. Se sentó a
la puerta a fumar. Entonces se dio cuenta de que todos sus paisanos estaban
riéndose de la novia que había traído de Nikán.
-¿Adónde vas, esposo mío? -gritaba
ella.
-Voy a dar una vuelta -contestó
Aliumká. Tu belleza me ha hecho daño a la vista.
Aliumká se montó en una barca y se
marchó.
Nadie sabe adónde iría a parar.
Solodó mandó en su busca en todas direcciones a criados montados en veinte trineos
tirados por perros. Pero no le encontraron.
1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074
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