Antes había muchos udegués. Un
chiquillo podía lanzar una piedra y llegar de un campamento a otro. Vivían
desde el río Koppi hasta el golfo de Jadí por la orilla del mar, a lo largo de
todos los ríos de las montañas de Sijoté-Alín. El humo de sus hogares subía al
cielo como nubes. De ese humo, los cisnes blancos se volvían negros mientras
pasaban volando sobre los campamentos.
Vivían entonces en Júngara dos
hermanos llamados Kandá y Egdá. Su padre era un hombre corriente, pero ellos no
sé a quién habrían salido. Crecieron tanto que no ha vuelto a haber nadie como
ellos. Tenían la altura de un alerce de setenta anillos. En cuanto a la fuerza,
por donde pasaban quedaban unos hoyos profundos en la tierra. Cuando Kandá
y Egdá corrían en esquíes, iban más aprisa que las aves migratorias. Entre sus
paisanos no había cazadores iguales a Kandá y Egdá. Ni siquiera para el oso
utilizaban ningún arma: lo estrujaban entre sus brazos. A los tigres les echaban
mano conforme iban corriendo. Incluso a la pantera de las nieves la agarraban
por el rabo...
Lo que más les gustaba a los
hermanos era cazar martas cebellinas.
La marta es un animal astuto. Le
hace dar vueltas y vueltas al cazador. Mientras va detrás de una cebellina, el
cazador no come ni bebe. La marta va de un lado para otro, gira, borra sus
huellas. Luego se mete en el agujero de algún árbol, ¡y a ver quién la saca de
allí!
Sólo Kandá y Egdá no perdían tiempo
en perseguir a las cebellinas. La marta es veloz, pero los hermanos lo eran
todavía más. En cuanto una marta acosada por ellos se escondía en el agujero de
un árbol, Kandá se ponía junto al agujero y Egdá sacudía el árbol con una sola
mano. La marta intentaba escapar del agujero, pero Kandá tenía ya su gorro de
piel preparado a la entrada. ¿Qué iba a hacer la marta?
Así cazaban los hermanos.
Terminaron con todas las martas de
su coto de caza. Entonces empezaron a andar por otros lugares, por los cotos de
otros cazadores.
Muy enfadados, aquellos cazadores
les dijeron a los hermanos:
-Os estáis llevando nuestras
presas. Si nos quitáis lo que nos pertenece, es que nos consideráis muertos, es
como si nos hubierais matado. Vamos a tomarlo así. Habéis cometido un crimen.
Conque os vamos a denunciar por habernos matado...
Pero Kandá y Egdá se reían de eso.
Muy ufanos de su fuerza, no temían a la venganza. No temían a las denuncias. No temían al
zanguín.
-Un gran cazador necesita cazar
mucho -decían.
-¿A qué le llamáis cazar mucho?
-preguntó al zanguín. Vosotros cazáis las piezas que corresponden a otros.
Habrá que multaros. Habrá que poneros una buena baitá.
-Ni pagaremos la baitá ni dejaremos
de cazar cebellinas -contestaron los hermanos-. Y seguiremos hasta cazar al Amo
de las Martas Cebellinas.
El zanguín se enfadó al ver que
Kandá y Egdá no reconocían la
ley. Partió su báculo por la mitad y arrojó los pedazos en
direcciones distintas como prueba de que los hermanos no habían sido
perdonados.
Partieron de nuevo los hermanos a
la caza de cebellinas. Su afán era cazar al Amo de las Martas Cebellinas.
Habían oído contar a los ancianos que ese animal existía: era tres veces mayor
que las otras martas, negro como el carbón, raudo como el viento, dejaba ciegas
a las personas si le contemplaban demasiado tiempo.
Recorrieron la taigá entera en
busca del Amo de las Martas y, entre tanto, acabaron con todas las demás. Y
menos mal si hubiera sido con provecho. Pero agarraban una, veían que no era la
que buscaban y la dejaban tirada, estropeando la piel, además, para que no le
sirviera a nadie.
Los demás cazadores estaban
desesperados.
Los hermanos comprendieron que no
eran bastante listos para dar con el Amo de las Martas Cebellinas. Fueron donde
el zanguin y le saludaron humildemente.
-¿Sabes tú dónde vive el Amo de las
Martas?
-¿Cómo voy a saber yo esas cosas?
No soy nadie para saberlas. Preguntádselo a Onkú, el amo de las montañas y los
bosques -contestó el zanguín. ¡El lo sabe! -¿Y dónde vive Onkú?
-Vive en la montaña más alta de
Sijoté-Alín, entre riscos y piedras. Tiene una casa de piedra. El camino es
difícil. Y sólo se le puede ver si él quiere.
-Está bien -dijo Kandá. ¡Vamos,
hermano! Se pusieron en camino.
Primero fueron por una llanura. Se
encontraron con un río rojo. Hicieron una barca de corteza de árbol y cruzaron
el río. Caminaron por un bosque de abedules. Llegaron a un río amarillo.
Hicieron una lancha con un tronco de álamo. Cruzaron el río amarillo. Luego
caminaron por un bosque de pinos. Los hermanos encontraron en su camino un río
blanco. El agua se agitaba, como si estuviera hirviendo, pero la verdad es que
estaba muy fría y bastaba meter un dedo dentro para que se cubriera de hielo.
Los hermanos lanzaron al río unas cuantas piedras grandes y por ellas pasaron.
En la orilla opuesta crecía un bosque de cedros. Los hermanos oyeron gritr a
tres cuervos y tres búhos.
Echaron a andar Kandá y Egdá por
entre los cedros, pero crecían tan apretados que parecían una muralla. Sus
ramas se entrelazaban.
Los hermanos optaron por echar
abajo los cedros para abrirse camino. En cuanto pasaban, los árboles abatidos
echaban otra vez raíces y se enderezaban, tan altos como antes.
El camino recién abierto
desaparecía, absorbido por el bosque intransitable.
Así llegaron los hermanos hasta un
monte muy alto, coronado por una roca que formaba tres terrazas. Era tan alto
el monte que, al mirar hacia su cumbre, se le caía a la gente el gorro hacia
atrás.
Empezaron los hermanos a subir al
monte. Entonces gritaron seis cuervos y seis búhos. Kandá se puso a llamar
pensando que ya faltaría poco para llegar donde el Amo de las Martas. Llamó con
voz recia. Tan recia, que se desprendía la corteza de los árboles. Pero nadie
contestaba. Los hermanos siguieron subiendo.
Terminó el bosque. Allí eran
arbustos lo que crecía. Y había también muchas piedras. Cuanto más caminaban,
más piedras aparecían, hasta que se vieron entre riscos. Subieron a la primera
terraza rocosa y se sentaron a descansar. Luego empezaron a subir a la segunda
terraza. Las piedras rodaban bajo sus pies como si alguien las empujara. Pero
Kandá y Egdá continuaron subiendo hasta llegar a la segunda terraza. Se
sentaron a descansar un poco. Luego emprendieron la subida a la tercera
terraza. Los riscos se amonto-naban, formaban hileras y, cuanto más avanzaban
los hermanos, más se parecían las rocas a personas. Eran rocas enteramente
vivas. No tenían ojos, y sin embargo observaban a los hermanos, giraban cuando
pasaban por su lado. Mal que bien, llegaron los hermanos hasta la tercera
terraza. Las piedras rodaban bajo sus pies y se escurrían cuando intentaban
cogerlas. Arriba del todo, gritaban nueve cuervos y nueve búhos.
-Me parece, Egdá, que hemos llegado
hasta la casa del Amo -dijo Kandá.
Subieron a la roca. Y vieron una casa de
piedra sostenida por diez postes y mirando hacia Oriente, como dice la ley, con
sus dos ojos: las ventanas. Era una casa tan alta que el tejado llegaba a las
nubes. Pero, dentro, todo era como debe ser: las yacijas, el hogar, el lecho de
pieles de oso, para los ancianos. Aunque todo de unas dimen-siones tan grandes
que los hermanos parecían unos niños.
En una yacija había una roca
entera, recubierta de musgo.
Egdá llamó a gritos, con tanta
fuerza que incluso el viento sopló en todas direcciones.
-¡Eh, padre! Hemos venido a verte.
Queremos tratar de un asunto contigo.
La roca recubierta de musgo se
volvió hacia los hermanos. Se fijaron, y no era una roca, sino una persona, un
hombre oscuro como hecho de piedra que, de su propio peso, se hundía hasta la cintura
en la tierra. Y
miraba a los hermanos con sus ojos de piedra.
Sólo de su mirada se les había
encogido el corazón: ¡el propio Onkú estaba delante de los hermanos!
Kandá y Egdá se inclinaron delante
de él, le ofrecieron carne de alce, le ofrecieron comida de la que comen los
simples humanos.
-Padre, ayúdanos a cazar al Amo de
las Martas Cebellinas. Les hemos dicho a nuestros paisanos que lo cazaríamos. Y
cuando se da una palabra, hay que cumplirla.
Habló Onkú: su voz hizo que se
agrietaran las rocas más próximas y se desprendieran aludes de nieve. La tierra
retembló.
-He oído hablar de vosotros -dijo.
Y todo son quejas. La gente sencilla está disgustada de que hayáis exterminado
todas las martas. Y el Amo de las Martas Cebellinas también está disgustado
porque no tiene ahora ya nada que hacer sobre la tierra. No le podréis
capturar. Como habéis matado a las martas, sus almas se han ido a pastar al
cielo. Y su Amo con ellas...
Los hermanos se quedaron
pensativos. Encendieron sus pipas. Le ofrecieron tabaco a Onkú, y también él
fumó. No hizo más que encender su pipa, cuando las cumbres de los montes
empezaron a echar humo y luego llamas y piedras. Se formaron nubarrones
surcados de relámpagos y descargó una lluvia de fuego.
Los hermanos, asustados, estaban
más muertos que vivos. Otra vez pensaron, pesarosos, que por haber querido
hacer alarde de su fuerza, habían puesto a la gente contra ellos, que el Amo de
las Martas les guardaba rencor y también Onkú parecía enfadado.
Dijo Kandá:
-¿Y qué se podría hacer para llevar
de nuevo las martas a la tierra, padre?
Onkú se sacó la pipa de la boca y
los montes dejaron de echar humo.
-Si se mata a una marta cebellina
en el cielo -dijo, su alma va a la tierra y penetra en otra marta...
-Bueno, hermano -dijo entonces
Kandá, parece que tendremos que ir a cazar martas a otros lugares...
-Así parece -contestó Egdá.
Se dispusieron a emprender el
camino de vuelta. Miraron hacia abajo y se marearon, de tan alto como habían
subido para ver a Onkú. Estaban pensando en cómo bajarían, porque alrededor
todo eran precipicios y no se veía ningún camino, cuando llegaron unos búhos y
los levantaron en volandas. Todo desapareció de golpe: Onkú, las montañas, las
rocas parecidas a personas... Los hermanos se encontraban cerca de su
campamento.
Los hermanos se pusieron a trenzar
una cuerda. Talaron todo un mimbral. Trenzaron una cuerda tan larga que un buen
corredor no habría podido llegar de un extremo al otro ni aún corriendo desde
la salida hasta la puesta del sol. Era una cuerda resistente. Para probarla,
Kandá enganchó un extremo a una roca roja y el otro a una roca negra. Pegó un
puñetazo en el centro. Las rocas se convirtieron en polvo, pero la cuerda quedó
intacta.
Egdá lanzó la cuerda hacia el cielo
y la enganchó en un extremo. Los hermanos tiraron con todas sus fuerzas hasta
atraer el cielo hacia la
tierra. Luego sujetaron la cuerda con una pequeña montaña.
Juntaron una reserva de material de caza y de comida y treparon por la cuerda
al cielo en busca de almas de cebellinas.
Los hermanos llegaron hasta el
cielo.
Al principio veían la tierra abajo,
pero luego se metieron entre nubes. Las nubes eran como una buena capa de
nieve, resistente, y toda estaba marcada por infinidad de huellas de
cebellinas. Sus corazones de cazadores se inflamaron.
-¡Ahora sí que tendremos
cebellinas, hermano!
Estuvieron cazando mucho tiempo sin
que disminuyera el número de cebellinas.
Incluso empezaban a estar cansados.
Dijo Kandá que echaba de menos su casa y que no estaría mal darse una vuelta
por allí...
Los hermanos fueron a buscar el
sitio por donde había subido al cielo, y no lo podían encontrar.
Mientras ellos cazaban, había
llegado la primavera a la tierra.
Los jabatos vinieron a afilarse los
colmillos en la cuerda con la
que Kandá y Egdá habían tirado del cielo hasta la tierra. Hasta que la
cuerda se desgastó y el cielo volvió a su sitio.
Anda que te anda por el cielo, los
hermanos trazaron incluso un camino, pero no consiguieron bajar a la tierra. De noche, ese
camino se ve muy bien en el cielo: lo cruza de parte a parte. La gente lo llama
de distintas maneras, pero los udés dicen:
-Es el Bua Guidiní, el Camino de
los hombres del cielo.
Egdá y Kandá van y vienen por él
cazando cebellinas.
Desde entonces, no se han
extinguido las martas cebellinas sobre la tierra.
1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074
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