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sábado, 27 de diciembre de 2014

Blanco y azul

Mi pequeña barca, mi querida barquita, toda blanca con una red a lo largo de la borda, iba suavemente, suavemente sobre la mar en calma, en calma, adormilada, densa, y también azul, azul de un azul transparente, líquido, donde la luz se hundía , la luz azul, hasta las rocas del fondo.
Los chalets, los hermosos chalets blancos, todos blancos, observaban a través de sus ventanas abiertas el Mediterráneo que venía a acariciar los muros de sus jardines, de sus hermosos jardines llenos de palmeras, de áloes, de árboles siempre verdes y de plantas siempre en flor.
Le dije a mi marinero, que remaba despacio, que se detuviera delante de la puerta de mi amigo Pol. Y grité con todos mis pulmones:
-¡Pol, Pol, Pol!
Apareció en su balcón, asustado como un hombre que uno acaba de despertar. El enorme sol de la una, deslumbrándolo, le hacía cubrirse los ojos con la mano.
Le grité:
-¿Quieres dar una vuelta ?
-Voy, respondió
Y cinco minutos más tarde subía en mi barquita.
Le dije a mi marinero que se dirigiera hacia alta mar.
Pol había traído su periódico, que no había podido leer por la mañana, y, tumbado al fondo del barco, se puso a ojearlo.
Yo miraba la tierra. A medida que me alejaba de la orilla, toda la ciudad aparecía, la hermosa ciudad blanca, tendida totalmente al borde de las olas azules. Después, por encima, la primera montaña, la primera grada, un gran bosque de abetos, lleno también de chalets, de chalets blancos, aquí y allá, parecidos a orondos huevos de pájaros gigantes. Se esparcían a medida que nos aproximábamos a la cima, y sobre la cumbre se veía uno muy grande, cuadrado, un hotel, tal vez, y tan blanco que parecía que se había vuelto a pintar la misma mañana.
Mi marinero remaba apáticamente, en meridional tranquilo; y como el sol que quemaba en el medio del cielo azul me cansaba los ojos, miré hacia el agua, el agua azul, profunda, a la cual los remos destruían su reposo.
Pol me dijo:
-Siempre nieva en París. Hay helada todas las noches a 6 grados.
Yo aspiraba el aire tibio inflando mi pecho, el aire inmóvil, adormilado sobre el mar, el aire azul. Y volví a levantar los ojos.
Y vi detrás la montaña verde, y por encima, allá, la inmensa montaña blanca aparecía. No se la descubría en un instante. Ahora, comenzaba a mostrar su gran pared de nieve, su alta pared brillante, cercada por una tenue cintura de cimas heladas, de cimas blancas, agudas como pirámides, a lo largo de la orilla, la suave orilla cálida, donde crecen las palmeras, donde florecen las anémonas.
Le dije a Pol:
-Aquí está la nieve, mira. Y le mostré los Alpes.
La extensa cadena blanca se extendía hasta perderse de vista y crecía en el cielo con cada golpe de remo que azotaba el agua azul. La nieve parecía tan vecina, tan próxima, tan espesa, tan amenazante que me daba miedo, me daba frío.
Luego descubrimos más abajo una línea negra, derecha, cortando la montaña en dos. Allá donde el sol de fuego dijo a la nieve de hielo: «Tú no irás más lejos».
Pol, que sujetaba siempre su periódico, pronunció:
-Las noticias de Piémont son terribles. Las avalanchas han destruido dieciocho pueblos. Escucha esto; y leyó: «Las noticias del valle de Aoste son terribles. La población enloquecida no tiene ya descanso. Las avalanchas sepultan una y otra vez los pueblos. En el valle de Lucerna los desastres son también graves. En Locane, siete muertos, en Sparone, quince, en Romborgogno, ocho, en Ronco, Valprato, Campiglia, que la nieve ha cubierto, contamos treinta y dos cadáveres. En Pirronne, en Saint-Damien, en Musternale, en Demonte, en Massello, en Chiabrano, los muertos son igual-mente numerosos. El pueblo de Balzéglia ha desaparecido completamente bajo la avalancha. Nadie recuerda haber visto semejante calamidad.
»Detalles horribles nos llegan de todas las costas. He aquí una entre mil:
»Un valiente hombre de Groscavallo vivía con su mujer y sus dos niños. La mujer estaba enferma desde hacía mucho tiempo.
»El domingo, día del desastre, el padre cuidaba a su mujer, ayudado por su hija, mientras que su hijo estaba en casa de un vecino.
»De repente, una enorme avalancha cubre la choza y la destruye. Una gruesa viga, al caer, corta casi en dos al padre, que muere en el instante. La madre fue protegida por la misma viga, pero uno de sus brazos queda cortado y triturado debajo.
»Con su otra mano podía tocar a su hija, prisionera igualmente bajo el montón de madera. La pobre pequeña gritó “Socorro” durante casi treinta horas. De vez en cuando decía: “Mamá, dame tu almohada para mi cabeza. Me duele.”
»Sólo la madre ha sobrevivido.»
Nosotros observábamos ahora la montaña, la enorme montaña blanca que siempre crecía, mientras que la otra, la montaña verde, no parecía más que una enana a sus pies.
La ciudad había desaparecido en la lejanía.
Nada más que la mar azul alrededor de nosotros, bajo nosotros, delante de nosotros, y los Alpes blancos detrás de nosotros, los Alpes gigantes con su pesada capa de nieve.
Por encima de nosotros, el cielo ligero ¡de un suave azul dorado de luz!
¡Oh! ¡Hermoso día!
Pol continuó:
-¡Debe de ser horroroso esta muerte, bajo esta pesada espuma de hielo!
Y suavemente llevado por el mar, acunado por el movimiento de los remos, lejos de tierra, de la que no veía más que la cresta blanca, pensaba en esta pobre y pequeña humanidad, en esta insignificancia de vida, tan modesta y tan hostigada, que se movía sobre este grano de arena perdido en la polvareda de los mundos, en esta miserable tropa de hombres, diezmado por las enfermedades, aplastado por las avalanchas, sacudido y perturbado por los temblores de tierra, en estos pobres pequeños seres invisibles desde un kilómetro, y tan locos, tan vanidosos, tan pendencieros, que se matan unos a otros, no teniendo más que unos días para vivir. Yo comparaba las moscas que viven unas horas con los animales que viven algunos años, con los universos que viven algunos siglos. ¿Qué es todo esto?
Pol dijo:
-Sé una buena historia de nieve.
Le dije:
-Cuenta.
Él siguió:
-¿Te acuerdas del gran Radier, Jules Radier, el guapo de Jules?
-Sí, perfectamente
-Tú sabes cómo estaba orgulloso de su cabeza, de sus cabellos, de su torso, de su vigor, de sus bigotes. Él tenía todo mejor que los demás, pensaba. Y era un destroza corazones, un irresistible, uno de esos buenos mozos de media estopa que tienen mucho éxito sin que uno sepa realmente por qué.
»Ellos no son ni inteligentes, ni finos, ni delicados, pero tienen un temperamento de galantes chicos carniceros. Esto es suficiente.
»El pasado invierno, estando París cubierto de nieve, fui a un baile a casa de una galante mujer, que conoces, la bella Sylvie Raymond.»
-Sí, perfectamente.
-Jules Radier estaba allí, llevado por un amigo, y yo vi cómo él agradaba mucho a la señora de la casa. Yo pensé: «He aquí uno al que la nieve no molestará en absoluto para irse esta noche».
»Luego me ocupé yo mismo de buscar alguna distracción entre el montón de bellas disponibles.
»No tuve éxito. No todo el mundo es Jules Radier y me fui, completamente solo, hacia la una de la mañana.
»Delante de la puerta, una decena de simones esperaban tristemente a los últimos invitados. Parecían tener ganas de cerrar sus ojos amarillos, que miraban las aceras blancas.
»Como no vivía lejos, quise volver a pié. Y al girar la calle percibí una cosa extraña: una gran sombra negra, un hombre, un gran hombre, se meneaba, iba, venía, patinaba en la nieve levantándola, arrojándola, esparciéndola delante de él. ¿Era un loco? Me acerqué con precaución. Era el bello Jules.
»Sujetaba con una mano sus botines de charol y de la otra sus calcetines. Su pantalón estaba subido por encima de sus rodillas, y corría en redondo, como en una doma, empapando sus pies desnudos en esta espuma helada, buscando los lugares donde permanecía intacta, más espesa y más blanca. Se movía, daba coces, hacía movimientos de encerador de suelo.
»Permanecí estupefacto.
»Murmuré:
»-¡Pero qué! ¿Perdiste la cabeza?
»Él respondió sin pararse:
»-En absoluto, me lavo los pies. Figúrate que he seducido a la bella Sylvie. ¡Hay una oportunidad! Y creo que mi buena suerte va a materializarse esta misma noche. Al hierro candente hay que batir de repente. Yo no había previsto esto, sino habría tomado un baño.»
Pol concluyó:
-Como puedes ver la nieve es útil para alguna cosa.
Mi marinero, cansado, había dejado de remar. Permanecimos inmóviles sobre el agua serena.
Le dije al hombre:
-Volvamos. Y él retomó los remos.
A medida que nos aproximábamos a tierra, la alta montaña blanca disminuía su altura, se hundía detrás de la otra, la montaña verde.
La ciudad volvió a aparecer, semejante a una espuma, una espuma blanca, al borde del mar azul. Los chalets se mostraron entre los árboles. Ya no percibíamos más que una línea de nieve, por encima, la línea labrada de cimas que se perdía a la derecha, hacia Niza.
Después, una única cumbre quedó visible, una gran cumbre que desaparecía poco a poco ella misma, comida por la costa más próxima.
Y pronto no vimos nada más que la orilla de la ciudad, la ciudad blanca y el mar azul sobre el que se deslizaba mi barquita, mi querida barquita, al suave ruido de los remos.
¡Son extraños, esos antiguos recuerdos que nos obsesionan sin que podamos desprendernos de ellos!
Este es tan viejo, tan viejo, que no puedo comprender cómo ha perma-necido tan vivo y tenaz en mi mente. He visto después tantas cosas sinies-tras, emocionantes o terribles, que me asombra que no pase un día, ni un sólo día, sin que la figura de la tía Campanilla aparezca ante mis ojos, tal como la conocí, en tiempos, hace mucho, cuando yo tenía diez o doce años.
Era una vieja costurera que venía una vez a la semana, todos los martes, a repasar la ropa en casa de mis padres. Mis padres vivían en una de esas casas de campo llamadas castillos y que son simplemente antiguas mansiones de tejado puntiagudo, de las cuales dependen cuatro o cinco granjas agrupadas a su alrededor.
El pueblo, un pueblo grande, una villa, aparecía a unos cientos de metros, agolpado en torno a la iglesia, una iglesia de ladrillos rojos ennegrecidos por el tiempo.
Así, pues, todos los martes la tía Campanilla llegaba entre seis y media y siete de la mañana y subía enseguida al cuarto de costura para ponerse al trabajo.
Era una mujer alta y flaca, barbuda, o mejor dicho peluda, pues tenía barba en toda la cara, una barba sorprendente, inesperada, que crecía en penachos inverosímiles, en mechones rizados que parecían diseminados por un loco en aquel gran rostro de gendarme con faldas. Los tenía sobre la nariz, bajo la nariz, alrededor de la nariz, en el mentón, en las mejillas; y sus cejas, de un espesor y de una largura extravagantes, completamente grises, tupidas, erizadas, parecían enteramente un par de bigotes colocados allí por error.
Cojeaba, no como cojean los lisiados normales, sino como un barco anclado. Cuando asentaba sobre la pierna sana el gran cuerpo huesudo y desviado, semejaba tomar impulso para remontar una ola monstruosa, y después, de repente, se lanzaba como para desaparecer en un abismo, se hundía en el suelo. Su marcha despertaba la idea de una tempestad, de tanto como se balanceaba al mismo tiempo; y su cabeza, siempre tocada con un enorme gorro blanco, cuyas cintas flotaban a su espalda, parecía atravesar el horizonte, del norte al sur y del sur al norte, a cada uno de sus movimientos.
Yo adoraba a esta tía Campanilla. Tan pronto como me levantaba subía al cuarto de costura, donde la encontraba instalada cosiendo, con un estufilla bajo los pies. En cuanto yo llegaba, me obligaba a coger la estufilla y a sentarme encima para que no me acatarrase en aquella vasta pieza fría, situada bajo el tejado.
-Eso te hace circular la sangre -decía.
Me contaba historias mientras zurcía la ropa con sus largos dedos ganchudos, que eran muy vivos; sus ojos, tras unas gafas con cristales de aumento, pues la edad había debilitado su vista, me parecían enormes, extrañamente profundos, dobles.
Tenía, por lo que puedo recordar de las cosas que me decía y que conmovían mi corazón de niño, un alma magnánima de pobre mujer. Sus juicios eran lisos y llanos. Me contaba los acontecimientos del pueblo, la historia de una vaca que se había escapado del establo y a la que habían encontrado, una mañana, ante el molino de Prosper Malet, viendo cómo giraban las alas de madera, o la historia de un huevo de gallina descubierto en el campanario de la iglesia sin que nadie entendiera nunca qué animal había ido a ponerlo allí, o la historia del perro de Jean-Jean Pilas, que había ido a recuperar a diez leguas del pueblo los calzones de su amo robados por un transeúnte mientras se secaban frente a la puerta después de una mojadura. Me contaba estas ingenuas aventuras de tal forma que adquirían en mi mente proporciones de dramas inolvidables, de poemas grandiosos y misteriosos; y los ingeniosos cuentos inventados por poetas y que me narraba mi madre, por la noche, no tenían el sabor, la amplitud, la potencia de los relatos de la aldeana.
Ahora bien, un martes en que me había pasado toda la mañana escuchando a la tía Campanilla, quise volver a subir a su lado por la tarde, después de haber ido con el criado a coger avellanas en el bosque de Hallets, detrás de la granja de Noirpré. Lo recuerdo todo tan claramente como las cosas de ayer.
Ahora bien, al abrir la puerta del cuarto de costura, vi a la vieja costurera tendida en el suelo, al lado de su silla, boca abajo, con los brazos extendidos, sujetando aún la aguja en una mano y, en la otra, una de mis camisas. Una de sus piernas, la larga sin duda, con una media azul, se estiraba bajo la silla; y las gafas brillaban junto a la pared, habiendo rodado lejos de ella.
Escapé lanzando agudos gritos. Acudieron; y me enteré al cabo de unos minutos de que la tía Campanilla había muerto.
No sabría expresar la emoción profunda, punzante, terrible, que crispó mi corazón de niño. Bajé a pasitos cortos al salón y fui a esconderme en un rincón oscuro, hundido en una inmensa y antigua butaca donde me arrodillé para llorar. Sin duda me quedé allí mucho tiempo, pues cayó la noche.
De repente entraron con una lámpara, aunque no me vieron, y oí a mi padre y mi madre conversar con el médico, cuya voz reconocí.
Habían ido a buscarlo a toda prisa y él explicaba las causas del accidente. No entendí nada, por lo demás. Después se sentó, y aceptó una copa de licor y unas galletas.
Seguía hablando; y lo que dijo entonces se me quedó y se me quedará grabado en el alma hasta la muerte. Creo que incluso puedo reproducir casi exactamente los términos que utilizó.
-¡Ah! -decía- ¡pobre mujer! Fue mi primera cliente. Se rompió la pierna el día de mi llegada y ni siquiera había tenido tiempo de lavarme las manos al bajar de la diligencia cuando vinieron en mi busca a toda prisa, pues era grave, muy grave.
"Tenía diecisiete años y era una chica guapísima, ¡muy guapa, mucho! ¡Quién lo diría! En cuanto a su historia, jamás la conté; y nadie, salvo yo y otra persona que ya no está en la comarca, la supo nunca. Ahora que ha muerto, puedo ser menos discreto.
"En aquella época acababa de instalarse en la villa un joven maestro que tenía un hermoso rostro y el esbelto talle de un suboficial. Todas las muchachas corrían tras él, y se hacía el interesante, pues además le tenía mucho miedo al director de la escuela, su superior, el señor Grabu, que no todos los días se levantaba de buenas.
"El señor Grabu empleaba ya entonces como costurera a la hermosa Hortense, que acaba de morir en su casa y a la cual bautizaron más adelante como Campanilla, después de su accidente. El maestro se fijó en la guapa chiquilla, quien sin duda se sintió halagada por la elección del inexpugnable conquistador; el caso es que lo amó, y que él consiguió una primera cita, en el desván de la escuela, al final de todo un día de costura, al llegar la noche.
"Ella fingió regresar a casa, pero en lugar de bajar la escalera al salir de casa de los Grabu, la subió, y fue a ocultarse entre el heno, para esperar a su enamorado. Él se reunió en seguida con ella, y empezaba a galantearla cuando la puerta del desván se abrió de nuevo y apareció el maestro de escuela, preguntando:
"-¿Qué hace usted aquí arriba, Sigisbert?
"Viéndose cogido, el joven maestro, azarado, respondió estúpidamente:
"-Subí a descansar un rato en las gavillas, señor Grabu.
"El desván era muy grande, muy vasto, estaba absolutamente negro; y Sigisbert empujaba hacia el fondo a la desconcertada joven, repitiendo:
"-Váyase, escóndase. Voy a perder mi puesto, ¡escape, escóndase!
"El maestro de escuela, al oír susurros, prosiguió:
"-¿No está usted solo?
"-¡Claro que sí, señor Grabu!
"-Claro que no, puesto que está hablando.
"-Le juro que sí, señor Grabu.
"-Pronto voy a saberlo -prosiguió el viejo; y, cerrando la puerta con doble vuelta de llave, bajó a buscar una vela.
"Entonces el joven, un cobarde como hay muchos, perdió la cabeza y repetía, enfurecido de repente:
"-Escóndase, que no la encuentre. Por su culpa voy a perder mi pan. Va usted a destrozar mi carrera.. ¡Escóndase de una vez!
"Se oía la llave que giraba de nuevo en la cerradura.
"Hortense corrió al tragaluz que daba a la calle, lo abrió bruscamente, y luego, con voz baja y resuelta:
"-Venga usted a recogerme cuando él se haya marchado -dijo.
"Y saltó.
"El señor Grabu no encontró a nadie y volvió a bajar, muy sorprendido.
"Un cuarto de hora después, Sigisbert entraba en mi casa y me contaba su aventura. La joven se había quedado al pie del muro, incapaz de levantarse, porque había caído de dos pisos. Fui a buscarla con él. Llovía a cántaros, y me llevé a mi casa a la pobre infeliz, cuya pierna derecha se había roto en tres sitios, y los huesos habían desgarrado la carne. No se quejaba, y se limitaba a decir con admirable resignación:
"-¡Justo castigo! ¡Justo castigo!
"Mandé en busca de ayuda y de los padres de la costurera, a quienes les conté la fábula de un carruaje desbocado que la había atropellado y lisiado ante mi puerta.
"Me creyeron y los gendarmes buscaron en vano, durante un mes, al responsable del accidente.
"¡Y eso es todo! Y afirmo que esta mujer fue una heroína, de la raza de las que realizan las más nobles acciones históricas.
"Aquel fue su único amor. Ha muerto virgen. Es una mártir, un alma hermosa, ¡una abnegada sublime! Y si yo no la admirase totalmente no les habría contado su historia, que nunca quise decirle a nadie en vida de ella, ya comprenderán ustedes por qué razón."
El médico había enmudecido. Mamá lloraba. Papá pronunció unas palabras que no entendí bien; y después se marcharon.
‘Y yo me quedé de rodillas en mi butaca, sollozando, mientras oía un extraño ruido de pasos pesados y de choques en la escalera.
Se llevaban el cuerpo de Campanilla.

1886

1.042. Maupassant (Guy de) - 077

 

 

 

 

 

 

 

 



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