Mi pequeña
barca, mi querida barquita, toda blanca con una red a lo largo de la borda, iba
suavemente, suavemente sobre la mar en calma, en calma, adormilada, densa, y
también azul, azul de un azul transparente, líquido, donde la luz se hundía ,
la luz azul, hasta las rocas del fondo.
Los chalets, los
hermosos chalets blancos, todos blancos, observaban a través de sus ventanas
abiertas el Mediterráneo que venía a acariciar los muros de sus jardines, de
sus hermosos jardines llenos de palmeras, de áloes, de árboles siempre verdes y
de plantas siempre en flor.
Le dije a mi
marinero, que remaba despacio, que se detuviera delante de la puerta de mi
amigo Pol. Y grité con todos mis pulmones:
-¡Pol, Pol, Pol!
Apareció en su
balcón, asustado como un hombre que uno acaba de despertar. El enorme sol de la
una, deslumbrándolo, le hacía cubrirse los ojos con la mano.
Le grité:
-¿Quieres dar
una vuelta ?
-Voy, respondió
Y cinco minutos
más tarde subía en mi barquita.
Le dije a mi marinero
que se dirigiera hacia alta mar.
Pol había traído
su periódico, que no había podido leer por la mañana, y, tumbado al fondo del
barco, se puso a ojearlo.
Yo miraba la tierra. A medida que me
alejaba de la orilla, toda la ciudad aparecía, la hermosa ciudad blanca,
tendida totalmente al borde de las olas azules. Después, por encima, la primera
montaña, la primera grada, un gran bosque de abetos, lleno también de chalets,
de chalets blancos, aquí y allá, parecidos a orondos huevos de pájaros gigantes.
Se esparcían a medida que nos aproximábamos a la cima, y sobre la cumbre se
veía uno muy grande, cuadrado, un hotel, tal vez, y tan blanco que parecía que
se había vuelto a pintar la misma mañana.
Mi marinero
remaba apáticamente, en meridional tranquilo; y como el sol que quemaba en el
medio del cielo azul me cansaba los ojos, miré hacia el agua, el agua azul,
profunda, a la cual los remos destruían su reposo.
Pol me dijo:
-Siempre nieva
en París. Hay helada todas las noches a 6 grados.
Yo aspiraba el
aire tibio inflando mi pecho, el aire inmóvil, adormilado sobre el mar, el aire
azul. Y volví a levantar los ojos.
Y vi detrás la
montaña verde, y por encima, allá, la inmensa montaña blanca aparecía. No se la
descubría en un instante. Ahora, comenzaba a mostrar su gran pared de nieve, su
alta pared brillante, cercada por una tenue cintura de cimas heladas, de cimas
blancas, agudas como pirámides, a lo largo de la orilla, la suave orilla
cálida, donde crecen las palmeras, donde florecen las anémonas.
Le dije a Pol:
-Aquí está la
nieve, mira. Y le mostré los Alpes.
La extensa
cadena blanca se extendía hasta perderse de vista y crecía en el cielo con cada
golpe de remo que azotaba el agua azul. La nieve parecía tan vecina, tan
próxima, tan espesa, tan amenazante que me daba miedo, me daba frío.
Luego
descubrimos más abajo una línea negra, derecha, cortando la montaña en dos.
Allá donde el sol de fuego dijo a la nieve de hielo: «Tú no irás más lejos».
Pol, que
sujetaba siempre su periódico, pronunció:
-Las noticias de
Piémont son terribles. Las avalanchas han destruido dieciocho pueblos. Escucha
esto; y leyó: «Las noticias del valle de Aoste son terribles. La población
enloquecida no tiene ya descanso. Las avalanchas sepultan una y otra vez los
pueblos. En el valle de Lucerna los desastres son también graves. En Locane,
siete muertos, en Sparone, quince, en Romborgogno, ocho, en Ronco, Valprato,
Campiglia, que la nieve ha cubierto, contamos treinta y dos cadáveres. En
Pirronne, en Saint-Damien, en Musternale, en Demonte, en Massello, en
Chiabrano, los muertos son igual-mente numerosos. El pueblo de Balzéglia ha
desaparecido completamente bajo la avalancha. Nadie recuerda haber visto semejante
calamidad.
»Detalles
horribles nos llegan de todas las costas. He aquí una entre mil:
»Un valiente
hombre de Groscavallo vivía con su mujer y sus dos niños. La mujer estaba
enferma desde hacía mucho tiempo.
»El domingo, día
del desastre, el padre cuidaba a su mujer, ayudado por su hija, mientras que su
hijo estaba en casa de un vecino.
»De repente, una
enorme avalancha cubre la choza y la destruye. Una gruesa viga, al caer, corta casi en
dos al padre, que muere en el instante. La madre fue protegida por la misma
viga, pero uno de sus brazos queda cortado y triturado debajo.
»Con su otra
mano podía tocar a su hija, prisionera igualmente bajo el montón de madera. La
pobre pequeña gritó “Socorro” durante casi treinta horas. De vez en cuando
decía: “Mamá, dame tu almohada para mi cabeza. Me duele.”
»Sólo la madre
ha sobrevivido.»
Nosotros
observábamos ahora la montaña, la enorme montaña blanca que siempre crecía,
mientras que la otra, la montaña verde, no parecía más que una enana a sus
pies.
La ciudad había
desaparecido en la lejanía.
Nada más que la
mar azul alrededor de nosotros, bajo nosotros, delante de nosotros, y los Alpes
blancos detrás de nosotros, los Alpes gigantes con su pesada capa de nieve.
Por encima de
nosotros, el cielo ligero ¡de un suave azul dorado de luz!
¡Oh! ¡Hermoso
día!
Pol continuó:
-¡Debe de ser
horroroso esta muerte, bajo esta pesada espuma de hielo!
Y suavemente
llevado por el mar, acunado por el movimiento de los remos, lejos de tierra, de
la que no veía más que la cresta blanca, pensaba en esta pobre y pequeña
humanidad, en esta insignificancia de vida, tan modesta y tan hostigada, que se
movía sobre este grano de arena perdido en la polvareda de los mundos, en esta
miserable tropa de hombres, diezmado por las enfermedades, aplastado por las
avalanchas, sacudido y perturbado por los temblores de tierra, en estos pobres
pequeños seres invisibles desde un kilómetro, y tan locos, tan vanidosos, tan
pendencieros, que se matan unos a otros, no teniendo más que unos días para
vivir. Yo comparaba las moscas que viven unas horas con los animales que viven
algunos años, con los universos que viven algunos siglos. ¿Qué es todo esto?
Pol dijo:
-Sé una buena
historia de nieve.
Le dije:
-Cuenta.
Él siguió:
-¿Te acuerdas
del gran Radier, Jules Radier, el guapo de Jules?
-Sí,
perfectamente
-Tú sabes cómo
estaba orgulloso de su cabeza, de sus cabellos, de su torso, de su vigor, de
sus bigotes. Él tenía todo mejor que los demás, pensaba. Y era un destroza
corazones, un irresistible, uno de esos buenos mozos de media estopa que tienen
mucho éxito sin que uno sepa realmente por qué.
»Ellos no son ni
inteligentes, ni finos, ni delicados, pero tienen un temperamento de galantes
chicos carniceros. Esto es suficiente.
»El pasado
invierno, estando París cubierto de nieve, fui a un baile a casa de una galante
mujer, que conoces, la bella Sylvie Raymond.»
-Sí,
perfectamente.
-Jules Radier
estaba allí, llevado por un amigo, y yo vi cómo él agradaba mucho a la señora
de la casa. Yo
pensé: «He aquí uno al que la nieve no molestará en absoluto para irse esta
noche».
»Luego me ocupé
yo mismo de buscar alguna distracción entre el montón de bellas disponibles.
»No tuve éxito.
No todo el mundo es Jules Radier y me fui, completamente solo, hacia la una de
la mañana.
»Delante de la
puerta, una decena de simones esperaban tristemente a los últimos invitados.
Parecían tener ganas de cerrar sus ojos amarillos, que miraban las aceras
blancas.
»Como no vivía
lejos, quise volver a pié. Y al girar la calle percibí una cosa extraña: una
gran sombra negra, un hombre, un gran hombre, se meneaba, iba, venía, patinaba
en la nieve levantándola, arrojándola, esparciéndola delante de él. ¿Era un
loco? Me acerqué con precaución. Era el bello Jules.
»Sujetaba con
una mano sus botines de charol y de la otra sus calcetines. Su pantalón estaba
subido por encima de sus rodillas, y corría en redondo, como en una doma,
empapando sus pies desnudos en esta espuma helada, buscando los lugares donde
permanecía intacta, más espesa y más blanca. Se movía, daba coces, hacía
movimientos de encerador de suelo.
»Permanecí
estupefacto.
»Murmuré:
»-¡Pero qué!
¿Perdiste la cabeza?
»Él respondió
sin pararse:
»-En absoluto,
me lavo los pies. Figúrate que he seducido a la bella Sylvie. ¡Hay
una oportunidad! Y creo que mi buena suerte va a materializarse esta misma
noche. Al hierro candente hay que batir de repente. Yo no había previsto esto,
sino habría tomado un baño.»
Pol concluyó:
-Como puedes ver
la nieve es útil para alguna cosa.
Mi marinero,
cansado, había dejado de remar. Permanecimos inmóviles sobre el agua serena.
Le dije al
hombre:
-Volvamos. Y él
retomó los remos.
A medida que nos
aproximábamos a tierra, la alta montaña blanca disminuía su altura, se hundía
detrás de la otra, la montaña verde.
La ciudad volvió
a aparecer, semejante a una espuma, una espuma blanca, al borde del mar azul.
Los chalets se mostraron entre los árboles. Ya no percibíamos más que una línea
de nieve, por encima, la línea labrada de cimas que se perdía a la derecha,
hacia Niza.
Después, una
única cumbre quedó visible, una gran cumbre que desaparecía poco a poco ella
misma, comida por la costa más próxima.
Y pronto no
vimos nada más que la orilla de la ciudad, la ciudad blanca y el mar azul sobre
el que se deslizaba mi barquita, mi querida barquita, al suave ruido de los
remos.
¡Son extraños,
esos antiguos recuerdos que nos obsesionan sin que podamos desprendernos de
ellos!
Este es tan
viejo, tan viejo, que no puedo comprender cómo ha perma-necido tan vivo y tenaz
en mi mente. He visto después tantas cosas sinies-tras, emocionantes o
terribles, que me asombra que no pase un día, ni un sólo día, sin que la figura
de la tía Campanilla
aparezca ante mis ojos, tal como la conocí, en tiempos, hace mucho, cuando yo
tenía diez o doce años.
Era una vieja
costurera que venía una vez a la semana, todos los martes, a repasar la ropa en
casa de mis padres. Mis padres vivían en una de esas casas de campo llamadas
castillos y que son simplemente antiguas mansiones de tejado puntiagudo, de las
cuales dependen cuatro o cinco granjas agrupadas a su alrededor.
El pueblo, un
pueblo grande, una villa, aparecía a unos cientos de metros, agolpado en torno
a la iglesia, una iglesia de ladrillos rojos ennegrecidos por el tiempo.
Así, pues, todos
los martes la tía
Campanilla llegaba entre seis y media y siete de la mañana y
subía enseguida al cuarto de costura para ponerse al trabajo.
Era una mujer
alta y flaca, barbuda, o mejor dicho peluda, pues tenía barba en toda la cara,
una barba sorprendente, inesperada, que crecía en penachos inverosímiles, en
mechones rizados que parecían diseminados por un loco en aquel gran rostro de
gendarme con faldas. Los tenía sobre la nariz, bajo la nariz, alrededor de la
nariz, en el mentón, en las mejillas; y sus cejas, de un espesor y de una
largura extravagantes, completamente grises, tupidas, erizadas, parecían
enteramente un par de bigotes colocados allí por error.
Cojeaba, no como
cojean los lisiados normales, sino como un barco anclado. Cuando asentaba sobre
la pierna sana el gran cuerpo huesudo y desviado, semejaba tomar impulso para
remontar una ola monstruosa, y después, de repente, se lanzaba como para
desaparecer en un abismo, se hundía en el suelo. Su marcha despertaba la idea
de una tempestad, de tanto como se balanceaba al mismo tiempo; y su cabeza,
siempre tocada con un enorme gorro blanco, cuyas cintas flotaban a su espalda,
parecía atravesar el horizonte, del norte al sur y del sur al norte, a cada uno
de sus movimientos.
Yo adoraba a
esta tía Campanilla. Tan pronto como me levantaba subía al cuarto de costura,
donde la encontraba instalada cosiendo, con un estufilla bajo los pies. En
cuanto yo llegaba, me obligaba a coger la estufilla y a sentarme encima para
que no me acatarrase en aquella vasta pieza fría, situada bajo el tejado.
-Eso te hace
circular la sangre -decía.
Me contaba
historias mientras zurcía la ropa con sus largos dedos ganchudos, que eran muy
vivos; sus ojos, tras unas gafas con cristales de aumento, pues la edad había
debilitado su vista, me parecían enormes, extrañamente profundos, dobles.
Tenía, por lo
que puedo recordar de las cosas que me decía y que conmovían mi corazón de
niño, un alma magnánima de pobre mujer. Sus juicios eran lisos y llanos. Me
contaba los acontecimientos del pueblo, la historia de una vaca que se había
escapado del establo y a la que habían encontrado, una mañana, ante el molino
de Prosper Malet, viendo cómo giraban las alas de madera, o la historia de un
huevo de gallina descubierto en el campanario de la iglesia sin que nadie
entendiera nunca qué animal había ido a ponerlo allí, o la historia del perro de
Jean-Jean Pilas, que había ido a recuperar a diez leguas del pueblo los
calzones de su amo robados por un transeúnte mientras se secaban frente a la
puerta después de una mojadura. Me contaba estas ingenuas aventuras de tal
forma que adquirían en mi mente proporciones de dramas inolvidables, de poemas
grandiosos y misteriosos; y los ingeniosos cuentos inventados por poetas y que
me narraba mi madre, por la noche, no tenían el sabor, la amplitud, la potencia
de los relatos de la aldeana.
Ahora bien, un
martes en que me había pasado toda la mañana escuchando a la tía Campanilla ,
quise volver a subir a su lado por la tarde, después de haber ido con el criado
a coger avellanas en el bosque de Hallets, detrás de la granja de Noirpré. Lo
recuerdo todo tan claramente como las cosas de ayer.
Ahora bien, al
abrir la puerta del cuarto de costura, vi a la vieja costurera tendida en el
suelo, al lado de su silla, boca abajo, con los brazos extendidos, sujetando
aún la aguja en una mano y, en la otra, una de mis camisas. Una de sus piernas,
la larga sin duda, con una media azul, se estiraba bajo la silla; y las gafas
brillaban junto a la pared, habiendo rodado lejos de ella.
Escapé lanzando
agudos gritos. Acudieron; y me enteré al cabo de unos minutos de que la tía Campanilla había
muerto.
No sabría
expresar la emoción profunda, punzante, terrible, que crispó mi corazón de
niño. Bajé a pasitos cortos al salón y fui a esconderme en un rincón oscuro,
hundido en una inmensa y antigua butaca donde me arrodillé para llorar. Sin duda
me quedé allí mucho tiempo, pues cayó la noche.
De repente
entraron con una lámpara, aunque no me vieron, y oí a mi padre y mi madre
conversar con el médico, cuya voz reconocí.
Habían ido a
buscarlo a toda prisa y él explicaba las causas del accidente. No entendí nada,
por lo demás. Después se sentó, y aceptó una copa de licor y unas galletas.
Seguía hablando;
y lo que dijo entonces se me quedó y se me quedará grabado en el alma hasta la muerte. Creo que
incluso puedo reproducir casi exactamente los términos que utilizó.
-¡Ah! -decía-
¡pobre mujer! Fue mi primera cliente. Se rompió la pierna el día de mi llegada
y ni siquiera había tenido tiempo de lavarme las manos al bajar de la
diligencia cuando vinieron en mi busca a toda prisa, pues era grave, muy grave.
"Tenía
diecisiete años y era una chica guapísima, ¡muy guapa, mucho! ¡Quién lo diría!
En cuanto a su historia, jamás la conté; y nadie, salvo yo y otra persona que
ya no está en la comarca, la supo nunca. Ahora que ha muerto, puedo ser menos
discreto.
"En aquella
época acababa de instalarse en la villa un joven maestro que tenía un hermoso
rostro y el esbelto talle de un suboficial. Todas las muchachas corrían tras
él, y se hacía el interesante, pues además le tenía mucho miedo al director de
la escuela, su superior, el señor Grabu, que no todos los días se levantaba de
buenas.
"El señor
Grabu empleaba ya entonces como costurera a la hermosa Hortense ,
que acaba de morir en su casa y a la cual bautizaron más adelante como
Campanilla, después de su accidente. El maestro se fijó en la guapa chiquilla,
quien sin duda se sintió halagada por la elección del inexpugnable
conquistador; el caso es que lo amó, y que él consiguió una primera cita, en el
desván de la escuela, al final de todo un día de costura, al llegar la noche.
"Ella
fingió regresar a casa, pero en lugar de bajar la escalera al salir de casa de
los Grabu, la subió, y fue a ocultarse entre el heno, para esperar a su
enamorado. Él se reunió en seguida con ella, y empezaba a galantearla cuando la
puerta del desván se abrió de nuevo y apareció el maestro de escuela,
preguntando:
"-¿Qué hace
usted aquí arriba, Sigisbert?
"Viéndose
cogido, el joven maestro, azarado, respondió estúpidamente:
"-Subí a
descansar un rato en las gavillas, señor Grabu.
"El desván
era muy grande, muy vasto, estaba absolutamente negro; y Sigisbert empujaba
hacia el fondo a la desconcertada joven, repitiendo:
"-Váyase,
escóndase. Voy a perder mi puesto, ¡escape, escóndase!
"El maestro
de escuela, al oír susurros, prosiguió:
"-¿No está
usted solo?
"-¡Claro
que sí, señor Grabu!
"-Claro que
no, puesto que está hablando.
"-Le juro
que sí, señor Grabu.
"-Pronto
voy a saberlo -prosiguió el viejo; y, cerrando la puerta con doble vuelta de
llave, bajó a buscar una vela.
"Entonces
el joven, un cobarde como hay muchos, perdió la cabeza y repetía, enfurecido de
repente:
"-Escóndase,
que no la encuentre.
Por su culpa voy a perder mi pan. Va usted a destrozar mi
carrera.. ¡Escóndase de una vez!
"Se oía la
llave que giraba de nuevo en la cerradura.
"Hortense
corrió al tragaluz que daba a la calle, lo abrió bruscamente, y luego, con voz
baja y resuelta:
"-Venga
usted a recogerme cuando él se haya marchado -dijo.
"Y saltó.
"El señor
Grabu no encontró a nadie y volvió a bajar, muy sorprendido.
"Un cuarto
de hora después, Sigisbert entraba en mi casa y me contaba su aventura. La
joven se había quedado al pie del muro, incapaz de levantarse, porque había
caído de dos pisos. Fui a buscarla con él. Llovía a cántaros, y me llevé a mi
casa a la pobre infeliz, cuya pierna derecha se había roto en tres sitios, y
los huesos habían desgarrado la
carne. No se quejaba, y se limitaba a decir con admirable
resignación:
"-¡Justo
castigo! ¡Justo castigo!
"Mandé en
busca de ayuda y de los padres de la costurera, a quienes les conté la fábula
de un carruaje desbocado que la había atropellado y lisiado ante mi puerta.
"Me
creyeron y los gendarmes buscaron en vano, durante un mes, al responsable del
accidente.
"¡Y eso es
todo! Y afirmo que esta mujer fue una heroína, de la raza de las que realizan
las más nobles acciones históricas.
"Aquel fue
su único amor. Ha muerto virgen. Es una mártir, un alma hermosa, ¡una abnegada
sublime! Y si yo no la admirase totalmente no les habría contado su historia,
que nunca quise decirle a nadie en vida de ella, ya comprenderán ustedes por
qué razón."
El médico había
enmudecido. Mamá lloraba. Papá pronunció unas palabras que no entendí bien; y
después se marcharon.
‘Y yo me quedé
de rodillas en mi butaca, sollozando, mientras oía un extraño ruido de pasos
pesados y de choques en la escalera.
Se llevaban el
cuerpo de Campanilla.
1886
1.042. Maupassant (Guy de) - 077
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