DIARIO DEL MARQUÉS DE ROSEVEYRE
12 DE JUNIO
1880.- ¡A Loëche! ¡Quieren que vaya a pasar un mes a Loëche! ¡Misericordia!¡ Un
mes en esta ciudad que dicen ser la más triste, la más muerta, la más aburrida
de las villas! ¡Qué digo, una ciudad! ¡Es un agujero, no una ciudad! ¡Me
condenan a un mes de baño..., en fin!
13 DE JUNIO.- He
pensado toda la noche en este viaje que me espanta ¡Sólo me queda una cosa por
hacer, voy a llevar una mujer! ¿Podrá distraerme esto, tal vez? Y además yo
aprenderé, con esta prueba, si estoy maduro para el matrimonio.
Un mes a solas,
un mes de vida en común con alguien, de una vida en pareja completa, de
conversación a todas las hora del día y de la noche. ¡Diablos!
Estar con una
mujer durante un mes, es verdad, no es tan grave como tenerla de por vida; pero
es de por sí mucho más serio que estar con ella por una noche. Sé que podré
devolverla, con algunos cientos de luises; ¡pero entonces permaneceré solo en
Loëche, lo que no es nada divertido!
La elección será
difícil. No quiero ni una coqueta ni una espabilada. Es necesario que no me
sienta ni ridículo ni orgulloso de ella. Quiero que se diga: “El Marqués de
Roseveyre está de buena suerte”; pero no quiero que se cuchichee: “ Ese pobre
Marqués de Roseveyre!”. En suma, tengo que exigir a mi pasajera compañera todas
las cualidades que exigiría a mi compañera definitiva. La única diferencia que
se puede establecer es aquella que existe entre el objeto nuevo y el objeto de
ocasión. ¡Bah!, ¡se puede encontrar, voy a pensar en ello!
14 DE JUNIO.-
¡Berthe!... He aquí mi acompañante. Veinte años, guapa, recién salida del
Conservatorio, esperando un papel, futura estrella. Buenos modales, altivez,
carácter y... amor. Objeto de ocasión pudiendo pasar por nuevo.
15 DE JUNIO.-
Está libre. Sin compromiso de negocios o de corazón, ella acepta, yo mismo he
encargado sus vestidos, para que no tenga aspecto de jovencita.
20 DE JUNIO.-
Basilea. Duerme. Voy a comenzar mis notas de viaje.
De hecho, ella
es encantadora. Cuando llegó a la estación delante de mí, no la reconocía,
hasta tal punto tenía aspecto de mujer de mundo. Verdaderamente tiene porvenir
esta niña.... en el teatro.
Me pareció
cambiada en sus modales, en su andar, en su actitud y sus gestos, en la forma
de sonreír, en la voz, en todo, irreprochable, en fin. ¡Y peinada! ¡Oh! Peinada
de una forma divina, de una manera encantadora y sencilla, en una mujer que ya
no tiene que atraer las miradas, que ya no tiene que agradar a todos, cuyo
papel ya no es seducir, a primera vista, a los que la vean, sino que quiere
gustar a uno solo, discreta y únicamente. Y esto se dejaba ver en todo su
aspecto. Se mostraba tan finamente y tan completamente, la metamorfosis me
pareció tan absoluta y hábil, que le ofrecí mi brazo como hubiera hecho con mi
mujer. Ella lo tomó con soltura como si se tratara de mi mujer.
Frente a frente
en el portalón permanecimos en un primer momento inmóviles y mudos. Después
ella levantó su velo y sonrió... Nada más. Un sonreír de buen tono.¡Oh! Me daba
miedo besarla, la comedia de la ternura, el eterno y banal juego de las
jóvenes. Pero no, ella se contuvo. Es fuerte.
Más tarde hemos
charlado un poco como dos jóvenes esposos, un poco como dos extraños. Era
amable. Muchas veces sonreía mirán-dome. Era yo ahora quien tenía ganas de
abrazarla. Pero permanecí tranquilo.
En la frontera,
un funcionario abrió bruscamente la puerta y me preguntó:
-¿Su nombre,
señor?
Me sorprendió.
Respondí:
-Marqués de
Roseveyre.
-¿A dónde se
dirige usted?
-A las termas de
Loëche, en le Valais.
Escribió en un
registro. Respondió:
-¿La señora es
su mujer?
¿Qué hacer? ¿Qué
responder? Levanté los ojos hacia ella dudando. Ella estaba pálida y miraba a
lo lejos...
Sentí que iba a
ofenderla muy gratuitamente. Y además, en fin, sería mi compañía durante un
mes.
Dije:
-Sí, señor.
De repente la vi
enrojecer. Me sentí feliz.
Pero en el
hotel, llegando aquí, la propietaria le tendió el registro. Ella me lo pasó muy
rápidamente; me di cuenta de que ella me estaba mirando mientras escribía. ¡Era
nuestra primera noche de intimidad!... ¿Una vez pasada la página, quien leería
este registro? Yo escribí: “Marqués y marquesa de Roseveyre, dirigiéndose a
Loëche.”
21 DE JUNIO.-
Seis de la
mañana. Bâle. Salimos para Berne. Decididamente tengo buena
mano.
21 DE JUNIO.-
Diez de la noche.
Jornada singular. Estoy un poco emocionado. Esto es tonto y
divertido.
Durante el
trayecto, hemos podido hablar un poco. Se había levantado un poco temprano;
estaba cansada; dormitaba.
Tan pronto
estuvimos en Berne, quisimos contemplar ese panorama de los Alpes que yo no
conocía en absoluto; y he aquí que salimos por la ciudad, como dos recién
casados.
Y de repente
percibimos una llanura desmesurada, y allá abajo, allá abajo, los glaciares. De
lejos, así, no parecían inmensos; sin embargo, aquella vista me produjo un
escalofrío en las venas. Un resplandeciente sol poniente caía sobre nosotros;
el calor era terrible. Fríos y blancos permanecían ellos, los montes helados.
El Jungfrau, el Vierge, dominando a sus hermanos, extendía su ancha falda de
nieve, y todos, hasta perderse de vista, se alzaban a su alrededor, los
gigantes de cabeza blanca, las eternas cimas heladas que el agonizante día
hacía más claras, como plateadas, sobre el azul oscuro de la noche.
Su infinidad
inerte y colosal daba la sensación de comienzo de un mundo sorprendente y
nuevo, de una región escarpada, muerta, petrificada pero atrayente como el mar,
llena de un poder de seducción misteriosa. El aire que había acariciado sus
cimas siempre heladas parecía venir hacia nosotros por encima de los campos
estrechos y floridos, muy diferente al aire fecundante de las llanuras. Tenía
algo de desapacible y de poderoso, de estéril, como un aroma de espacios
inaccesibles.
Berthe,
ensimismada, observaba sin cesar, sin poder pronunciar ni una palabra.
De repente me
cogió la mano y la apretó.
Yo mismo sentía en el alma esa especie de fiebre, esa
exaltación que nos sobrecoge delante de ciertos espectáculos inesperados.
Agarré esa pequeña mano temblorosa y la llevé a mis labios; y la besé, a fe
mía, con amor.
Permanecí un
poco turbado.¿Pero por quien? ¿Por ella o por los glaciares?
24 DE JUNIO.-
Loëche, diez de la noche.
Todo el viaje ha
sido delicioso. Hemos pasado medio día en Thun, contemplando la ruda frontera
de montañas que debíamos franquear al día siguiente.
Al amanecer,
atravesamos el lago, el más hermoso de Suiza tal vez. Unas mulas nos esperaban.
Nos sentamos sobre sus lomos y partimos. Después de haber desayunado en un
pueblecito, comenzamos a escalar, entrando lentamente en la garganta que sube
poblada de árboles, siempre dominada por las altas cumbres. De territorio en
sitio, sobre las pendientes que parecen venir del cielo; se distinguen puntos
blancos, chalets construidos allí no se sabe cómo. Atravesamos torrentes,
percibimos, a veces, entre dos puntiagudas cimas y cubiertas de abetos, una
inmensa pirámide de nieve que parecía tan próxima que hubiéramos jurado
alcanzarla en diez minutos, pero que apenas habríamos llegado en veinticuatro
horas.
A veces
atravesábamos caos de piedras, estrechas llanuras tapizadas de rocas
desprendidas como si dos montañas se hubieran enfrentado en esta contienda,
dejando sobre el campo de batalla los restos de sus miembros de granito.
Berthe,
extenuada, dormía sobre su animal, abriendo de vez en cuando los ojos para ver
de nuevo. Acabó por adormecerse, y yo la sujetaba por una mano, feliz de su
contacto, de sentir a través de su vestido el suave calor de su cuerpo. Llegó
la noche, todavía subíamos. Nos paramos delante de la puerta de un pequeño
albergue perdido en la montaña.
¡Dormimos! ¡Oh!
¡Dormimos!
Al amanecer,
corrí a la ventana, y prorrumpí en un grito. Berthe llegó a mi lado y se quedó
estupefacta y embelesada. Habíamos dormido en la nieve.
Todo a nuestro
alrededor, montes enormes y estériles cuyos huesos grises sobresalían bajo su
abrigo blanco, montes sin pinos, sombríos y helados, se elevaban tan alto que
parecían inaccesibles.
Una hora después
de estar en ruta de nuevo, percibimos, al fondo de este embudo de granito y de
nieve, un lago negro, sombrío, sin una onda, que durante largo tiempo habíamos
seguido. Un guía nos trajo algunos edelweiss, las flores blancas de los
glaciares. Berthe hizo un ramillete para su blusa.
De repente, la
garganta de peñascos se abrió delante de nosotros, descubriendo un horizonte
sorprendente: toda la cadena de los Alpes piamonteses más allá del valle del
Ródano. Las enormes cumbres, de lugar en lugar, dominaban la multitud de cimas
menores. Eran el monte Rose, arduo y macizo; el Cervin, recta pirámide donde
muchos hombres han muerto, el Dent-du-Midi; otros cientos de puntos blancos,
relucientes como cabezas de diamantes, bajo el sol.
Pero bruscamente
el sendero que seguíamos se detuvo al borde de un precipicio, y en el abismo, en
el fondo del agujero negro de dos mil metros, encerrado entre cuatro muros de
rectos peñascos, sombríos, salvajes, sobre una capa de hierba, percibimos
algunos puntos blancos con bastante parecido a corderos en un prado. Eran las
casas de Loëche.
Fue necesario
dejar las mulas, siendo el camino tan peligroso. El sendero desciende a lo
largo de la roca, serpentea, gira, va, vuelve, sin jamás perder de vista el
precipicio, y siempre también el pueblo que crece a medida que nos acercamos.
Es a lo que se le llama el pasaje de la Gemmi, uno de los más bellos de los
Alpes, si no el más bello.
Berthe,
apoyándose en mí, prorrumpía gritos de alegría y gritos de pavor, feliz y
temerosa como un niño. Como estábamos a algunos pasos de los guías y ocultos
por un voladizo de la roca, me abrazó. Yo la abracé...
Yo me había
dicho:
-En Loëche,
pondré cuidado en hacer entender que no estoy con mi mujer.
Pero por todos
lados yo la había tratado como tal, en todas partes la había hecho pasar por la
Marquesa de Roseveyre. No podía ahora inscribirla bajo otro nombre. Y además la
habría herido en el corazón, y verdaderamente era encantadora.
Pero le dije:
-Querida amiga,
llevas mi apellido, la gente me cree tu marido; espero que te comportes con
todo el mundo con una extrema prudencia y una extrema discreción. Nada de
conocidos, de charlas, de relaciones. Que te crean noble, actúa de forma que
nunca tenga que reprocharme lo que he hecho.
Ella respondió:
-No tenga miedo,
mi pequeño René.
26 DE JUNIO.-
Loëche no es triste. No. Es salvaje, pero muy hermosa. Este muro de rocas altas
de dos mil metros, de donde se deslizan cientos de torrentes semejantes a
hilillos de plata; este ruido eterno del agua que discurre; este pueblo
sepultado en los Alpes desde donde se ve, como desde el fondo de un pozo, el
sol lejano atravesar el cielo; el glaciar vecino, muy blanco en la escotadura
de la montaña, y ese pequeño valle lleno de arroyos, lleno de árboles, pleno de
frescura y de vida, que desciende hacia el Ródano y deja ver en el horizontes
las cimas nevadas del Piémont: todo esto me seduce y me encandila. Tal vez
si... si Berthe no estuviera aquí?...
Es perfecta,
esta niña, reservada y distinguida más que nadie. Yo escucho decir:
-¡Qué hermosa
es, esta marquesita!...
27 DE JUNIO.-
Primer baño. Descendemos directamente de la habitación a las piscinas, donde
veinte bañistas tiemblan, ya vestidos con largos vestidos de lana, juntos
hombres y mujeres. Unos comen, otros leen, otros charlan. Mueven delante de sí
pequeñas tablas flotantes. A veces juegan al anillo, lo que no siempre es
decoroso. Vistos a través de las galerías que rodean el baño, tenemos aspecto
de gruesos sapos en una tinaja.
Berthe ha venido
a sentarse a esta galería para charlar un poco conmigo. La han mirado mucho.
28 DE JUNIO.- Segundo
baño. Cuatro horas de agua. Las tomaré de ocho en ocho horas. Tengo por
compañeros bañistas el Príncipe de Vanoris (Italia), el Conde Lovenberg
(Austria), el barón Samuel Vernhe (Hungría u otra parte), además una quincena
de personajes de menor importancia, pero todos nobles. Todo el mundo es noble
en las villas termales.
Ellos me piden,
uno tras otro, ser presentados a Berthe. Yo respondo: “¡Sí!” y me retiro. Me
creen celoso, ¡qué tontería!
29 DE JUNIO.-
¡Diablos! ¡Diablos! La Princesa de Vanoris ha venido ella misma en persona a
buscarme, deseando conocer a mi mujer, en el momento en que entrábamos en el
hotel. Yo le presenté a Berthe, pero le he rogado con delicadeza que evitara
encontrarse con esta dama.
2 DE JULIO.- El
Príncipe nos ha agarrado del cuello para llevarnos a su apartamento, donde los
bañistas insignes tomaban el té. Berthe era, sin duda alguna, mejor que todas
las damas; ¿pero qué hacer?
3 DE JULIO.- ¡A
fe mía, qué le vamos a hacer! Entre estos treinta hidalgos, ¿no se encuentran
al menos diez de fantasía? ¿Entre estas dieciséis o diecisiete mujeres, están
más de doce seriamente casadas, y de estas doce, más de seis irreprochables?
¡Tanto peor para ellas, tanto peor para ellos! ¡Ellos lo han querido!
10 DE JULIO.-
Berthe es la reina de Loëche! ¡Todo el mundo está loco por ella; la celebran,
la miman, la adoran! Por otra parte, ella es soberbia en gracia y distinción.
Me envidian.
La Princesa de
Vanoris me ha preguntado:
-¡Ah!, Marqués,
¿dónde ha encontrado este tesoro?
Yo tenía deseos
de responder:
-¡Primer premio
del Conservatorio, curso de comedia, contratada en el Odeón, libre a partir del
5 de agosto de 1880!
¡Qué cara
hubiera puesto, Dios mío!
20 DE JULIO.-
Berthe es realmente sorprendente. Ni una falta de tacto, ni una falta de gusto;
¡una maravilla!
10 DE AGOSTO.-
París. Se acabó. Tengo el corazón hecho polvo. La víspera de la partida creí
que todo el mundo iba a llorar.
Decidimos ir a
ver amanecer sobre el Torrenthon, luego de volver a descender a la hora de
nuestra partida.
Nos pusimos en
marcha hacia media noche, sobre unas mulas. Los guías portaban faroles: y la
larga caravana se extendía por el camino sinuoso del bosque de pinos. Luego
atravesamos los pastos donde rebaños de vacas erraban en libertad. Después
alcanzamos la región de las rocas, donde la misma hierba desaparecía.
A veces, en la
sombra, se distinguía, sea a derecha, sea a izquierda, una masa blanca, un
amontonamiento de nieve en un agujero de la montaña.
El frío llegaba
a ser mordiente, pinchaba los ojos y la piel. El viento desecante de las cimas soplaba,
quemando las gargantas, aportando los hálitos helados de cien lugares de picos
congelados.
Cuando llegamos
a nuestro destino era ya de noche. Desem-balamos todas las provisiones para
beber el champán al amanecer.
El cielo
palidecía sobre nuestras cabezas. Vimos de pronto un obstáculo a nuestros pies;
luego, a unos cientos de metros, otra cima.
El horizonte
entero parecía lívido, sin que se distinguiera nada todavía a lo lejos.
Pronto
descubrimos, a la izquierda, una enorme cima, el Jungfrau, después otra,
después otra. Aparecían poco a poco como si fueran levantándose a lo largo del
nacimiento del día. Y nosotros quedábamos estupefactos de encontrarnos así en
el medio de estos colosos, en este país desolado de nieves eternas. De repente,
en frente, se nos mostró la desmesurada cadena del Piémont. Otras cumbres
aparecieron al norte. Realmente era el inmenso país de los grandes montes de
frentes helados, desde el Rhindenhorn, pesado como su nombre, hasta el fantasma
apenas visible del patriarca de los Alpes, el Mont Blanc.
Unos eran
orgullosos y rectos, otros acuclillados, otros deformes, pero todos
homogéneamente blancos, como si algún Dios hubiera arrojado sobre la jorobada
tierra un sábana inmaculada.
Unos parecían
tan cerca que habríamos podido saltar sobre ellos; otros estaban tan lejos que
apenas los distinguíamos.
El cielo se
volvió rojo; y todos enrojecieron. Las nubes parecían sangrar sobre ellos. Era
maravilloso, casi pavoroso.
Pero pronto la
nube encendida palideció, y toda la armada de cumbres insensiblemente se volvió
rosa, de un rosa suave y tierno como los vestidos de una jovencita.
Y el sol
apareció por encima de la capa de nieves. Entonces, de repente, el pueblo
entero de los glaciares se hizo blanco, de un blanco brillante, como si el
horizonte estuviera lleno de una multitud de cúpulas de plata.
Las mujeres,
extasiadas, miraban.
Se
estremecieron; un tapón de champán acababa de saltar; Y el Príncipe de Vanoris,
ofreciendo un vaso a Berthe, gritó:
-¡Bebo por la
Marquesa de Roseveyre!
Todos clamaron:
“ ¡Yo bebo por la Marquesa de Roseveyre!”
Ella montó
encima de su mula y respondió:
-¡Yo bebo por
todos mis amigos!
Tres horas más
tarde, cogimos el tren para Ginebra, en el valle del Ródano.
Tan pronto estuvimos
a solas Berthe, tan feliz y contenta hace un rato, se puso a sollozar, el
rostro entre sus manos.
Yo me lancé a
sus rodillas:
-¿Qué tienes?
¿Qué tienes? Dime, ¿qué tienes?
Ella balbuceó
entre sus lágrimas:
-¡Es... es... es
pues que se ha acabado ser una mujer honesta!
¡Verdaderamente,
en ese momento estuve a punto de cometer una tontería, una gran tontería...!
No la hice.
Dejé a Berthe
entrando en París. Tal vez más tarde habría sido demasiado débil.
(El diario del
Marqués de Roseveyre no ofrece ningún interés durante los dos años siguientes.
En la fecha 20 de julio de 1883 encontramos las líneas siguientes).
20 DE JULIO DE
1883.- Florencia. Triste recuerdo dentro de poco. Me paseaba por los Cassines
cuando una mujer hizo parar su coche y me llamó. Era la Princesa de Vanoris.
Tan pronto me tuvo al alcance de la voz:
-¡Oh!, Marqués,
mi querido Marqués, ¡qué contenta estoy de reencontrarlo! Rápido, rápido, deme
noticias de la Marquesa; es realmente la mujer más encantadora que he visto en
toda mi vida!.
Me quedé
sorprendido, no sabiendo qué decir y golpeado en el corazón de una forma
violenta. Balbuceé:
-No me hable
nunca de ella, Princesa, hace tres años que la he perdido.
Ella me cogió la
mano.
-¡Oh! ¡Cómo lo
siento, amigo mío!
Se fue. Me sentí
triste, descontento, pensando en Berthe, como si acabáramos de separarnos.
¡El Destino muy
a menudo se equivoca!
Cuántas mujeres
honestas habían nacido para ser mujerzuelas, y lo demuestran.
¡Pobre Berthe!
Cuántas otras habían nacido para ser mujeres honestas...y ésta... más que las
demás... tal vez.... En fin, no pensemos más.
Después de comer
en su casa, Jacobo de Randal dio permiso al criado para salir, y se puso a
despachar su correspondencia. Tenía costumbre de acabar así la última noche del
año, solo, escribiendo; recordaba cuanto le había ocurrido en doce meses, todo
lo acabado, todo lo muerto, y al surgir entre sus meditaciones la imagen de un
amigo, escribía una frase afectuosa, el saludo cordial de Año Nuevo.
Se sentó, abrió
un cajón y sacando una fotografía, después de mirarla y darle un beso, la dejó
encima de la mesa y empezó una carta:
«Mi adorable
Irene: Habrás recibido un recuerdo mío; ahora, solo en mi casa, pensando en
ti...»
No pasó
adelante; dejando la pluma, se levantó; iba y venia...
Desde marzo
tenía una querida, no una querida como las otras, mujer de aventuras, actriz,
callejera o mundana; era una mujer a la que había pretendido y logrado con
verdadero amor. Él ya no era un joven; pero distando todavía de ser viejo,
miraba seriamente las cosas a través de un prisma positivo y práctico.
«Hizo balance»
de su pasión, como lo hacía siempre al terminar el año, de sus amistades y de
todas las variaciones y sucesos de su existencia. Ya calmado su primer
apasionamiento ardoroso, podía examinar con precisión hasta qué punto la quería
y cuál pudiera ser el porvenir de aquellos amores. Descubrió arraigado en su
alma un cariño profundo, mezcla de ternura, encanto y agradecimiento, poderosos
lazos que sujetan para toda la vida.
Un campanillazo
lo hizo estremecer. Dudó. ¿Abriría? Es preciso abrir a un desconocido, que al
pasar llama en la noche de Año Nuevo. Cogió una bujía, salió al recibimiento,
hizo girar la llave, trajo hacia sí la puerta... y vio en el descansillo a su
querida, pálida como un cadáver y apoyando una mano en la pared. Sorprendido ,
preguntó:
-¿Qué te pasa?
Ella dijo:
-¿Puedo entrar?
-¡Ya lo creo!
-¿No me verá
nadie?
-Absolutamente
nadie.
-¿Ibas a salir?
-No.
Entró -como
quien tiene muy conocida la casa- y desplomándose, casi desmayada, en el diván
del gabinete, rompió a llorar, con la cara entre las manos. Él, arrodillado
junto a ella, procuraba suavemente descubrir y ver sus ojos, repitiendo:
-Irene, Irene
mía, ¿por qué lloras? Te lo suplico. ¡Dime por qué lloras!
La mujer
balbució entre sollozos:
-¡No puedo...
vivir así!
No la
comprendía.
-¿Vivir así?
¿Cómo?
-No puedo vivir
así... en mi casa. No quise decírtelo nunca, pero es horrible... No puedo...,
sufro demasiado... Me atormenta... ¡Me ha maltratado!...
-¿Tu marido?
-Sí...
-¡Ah!...
Lo sorprendió,
porque no imaginaba -¡cómo imaginarlo!- que fuera brutal con su querida el
marido; un hombre de finos modales, que frecuentaba el casino, la sala de
armas, paseos y escenarios; jinete y tirador; muy conocido y estimado en
sociedad, correcto y cortés; hombre de pocos alcances y de limitados
conocimientos, pero con la inteligencia indispensable para discurrir como todas
las gentes de su mundo y respetar las preocupaciones y rutinas elegantes.
Parecía ocuparse
de su mujer como debe hacerlo un hombre acaudalado y aristócrata: atendiendo a
sus caprichos, a su salud, a sus trajes y dejándola perfectamente libre. Desde
que Randal fue presentado a Irene y ella le recibió con agrado, tuvo derecho a
las deferencias que todo marido culto sabe guardar a los contertulios de su
mujer. Cuando Randal pasó de ser amigo a ser amante, las deferencias del esposo
aumentaron, como es natural. Y como nada le hizo sospechar que hubiese
tempestades íntimas en aquel matrimonio, le sorprendía mucho esta revelación
inesperada.
-¡Te ha
maltratado! No llores y dime cómo fue.
Irene contó una
historia muy larga: sus desavenencias, al principio triviales, más hondas de
día en día, la incompatibilidad de sus temperamentos. Empezaron las disputas,
acabando en una separación completa; el marido se mostró suspicaz, violento.
Más adelante, celoso, celoso de Randal; y acababa de maltratarla.
-... No vuelvo a
mi casa, no. Dime lo que debo hacer.
Jacobo se había
sentado muy cerca, y le cogió las manos.
-Piénsalo mucho,
y no lo hagas ciegamente; que todas las culpas caigan sobre tu marido; tú salva
tu posición de mujer irreprochable.
Mirándolo con
inquietud, Irene le preguntó:
-¿Qué me
aconsejas?
-Vuelve a tu
casa y sufre con resignación hasta encontrar un pretexto para separarte con
todos los honores.
-¿No es algo
cobarde tu consejo?
-Es prudente. No
puedes arrojar por la ventana tu honra y las atenciones que debes a tu familia.
¡Qué dirán de ti si renuncias a todo en un momento de locura!
Irene se levantó
excitada, violenta:
-No puedo más.
Todo acabó.¡Se acabó, se acabó y se acabó!
Luego, apoyando
ambas manos en el pecho de su amante, lo miró a los ojos.
-¿Me quieres?
-Mucho.
-¿De veras?
-¡Tan de veras!
-Pues bien;
viviremos juntos en tu casa.
Randal exclamó
asombrado:
-¿En mi casa?
¿Conmigo? ¿Te has vuelto loca? ¿Comprometerte, deshonrarte para toda la vida?
Ella repuso
lentamente, con seriedad, midiendo las palabras:
-Oye, Jacobo. Me
ha prohibido que te vea. Yo no soy mujer de las que mienten y engañan. Si
vuelvo a mi casa, no volveré más a la tuya. Elige.
-Si te
divorciases, nos casaríamos.
-Sería necesario
esperar dos o tres años... Tu cariño, ¿tiene tanta paciencia? ¿No se
sublevaría en ese tiempo?
-Reflexiona. Si
te quedas hoy aquí, mañana te reclamará; es tu marido: el derecho le asiste, le
ampara la ley.
-No me interesa
quedarme aquí, lo que yo quiero es ir contigo a cualquier parte. Si me quieres,
vámonos a donde tú digas, y si no me quieres, adiós.
Jacobo la
detuvo:
-Irene, ten
calma.
Ella no quería
oírle; con los ojos llenos de lágrimas, repetía:
-Déjame...,
déjame..., déjame...
La hizo sentar a
la fuerza y se arrodilló de nuevo a sus pies. Trató -acumulando reflexiones y
consejos- de hacerle comprender lo irreparable de aquella resolución. Estuvo
elocuente, y hasta en su mismo cariño halló argumentos convincentes. Le suplicó
una y mil veces que le atendiera, que
razonara como él, que no se ofuscase.
Fría, serena,
cuando Jacobo calló, Irene dijo:
-Está bien;
permite que me levante y que me vaya.
-No; eso, no.
-Déjame. Tú me
rechazas, me voy
-Te vas pensando
que no te quiero.
-Me rechazas.
-¡Dime si tu
resolución, si tu loca resolución, de la cual te arrepentirás luego, es
irrevocable!
-Sí... Pero
¡déjame!
-No; si estás
decidida, mi casa es tu casa. Nos iremos lo antes posible a un lugar seguro; te
acompañaré, te seguiré...
-No; no quiero
que te sacrifiques. Comprendo... que te sacrificas.
-Espera; hice
cuanto pude para convencerte; no quise contribuir a perjudicarte. Pero lo que
tú hagas, yo lo acepto.
Irene volvió a
sentarse, le miró a los ojos fijamente y
dijo:
-Habla;
explícame cómo te convenciste cuando te proponías convencerme; dime lo que has
pensado.
-No he pensado
nada. Te advierto que haces una locura, una terrible y dolorosa locura.
Insistes, y te pido mi parte; lo de cada uno debe ser de los dos: tu locura,
como todo.
-Tampoco me
convences.
-Óyeme bien. No
se trata ni de sacrificio ni de abnegación. Cuando comprendí que te amaba,
pensé lo que debieran pensar todos los amantes en situaciones parecidas: «El
hombre que pretende a una mujer, que la enamora, que la consigue, contrae un
sagrado compromiso. Naturalmente, cuando se trata de una como tú y no de una
mujer fácil y casquivana. El matrimonio, que tiene mucha importancia social, un
gran valor legal, a mi juicio, vale poco, moralmente, por las condiciones que
lo determinan. Así, cuando una mujer sujeta por ese lazo jurídico, pero que no
quiere a su esposo, que no puede quererle, cuyo corazón es libre, siente cariño
por un hombre y se hace suya, ese hombre se compromete más en ese mutuo
consentimiento que formalizando legalmente un matrimonio. Y si ella y él son
personas honradas, la unión debe ser más íntima y estrecha que si la
consagraran todas las ceremonias. En tales circunstancias, la mujer se arriesga
mucho. Y, porque no lo ignora, porque lo da todo, su corazón, su cuerpo, su
alma, su honor, su vida; porque se ha resignado a sufrir todas las miserias y
todas las derrotas; porque realiza su amor heroicamente; porque se ha resuelto
a desafiar las iras de su marido, que puede matarla, y el desprecio del mundo,
que puede perderla, ¡es digna de respeto! Por eso también su amante, al
pretenderla, debió pensarlo y prevenirlo todo, preferirla siempre a todo, en
cualquier circunstancia. No tengo nada que añadir. Advertí primero, como un
hombre prudente; ahora ya puedo hablar como un hombre apasionado. ¡Soy tuyo!
Radiante de
alegría, Irene selló sus labios con un beso.
-Viviremos como
siempre; no ha pasado nada: he fingido... Quise ver cuánto me querías... Una
prueba muy arriesgada... Ya la hice... ¡Qué feliz Año Nuevo me ofreces!
1.042. Maupassant (Guy de) - 077
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