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martes, 9 de diciembre de 2014

Mi ilustre amigo salsapan - Cap. I

En la tarde del 19 de septiembre de 1855 fui a visitar a mi antiguo camarada el ilustre doctor Adriano Selsam, profesor de Patología general, jefe de clínica, partero de la gran duquesa, etc., etc.
Lo encontré solo en su magnífico salón de la Bergstrasse; estaba sentado delante de una mesita de mármol negro y tenía los ojos fijos en un pequefio globo de cristal que al parecer no contenía más que agua de roca perfectamente limpia.
A pesar de los rayos rojos del crepúsculo, que entraban por las tres altas ventanas del salón, abiertas sobre los jardines del palacio, el rostro flaco de mi amigo Selsam, su nariz como hoja de navaja y su barbilla prominente recibían por los reflejos del globo cristalino matices de colores tenebrosos y trágicos; dijérase una calavera sacada de una cabeza recién cortada. Y el filo rojo de su bata completaba la ilusión.
Todo esto me sorprendió hasta tal punto, que no me atrevía a interrumpir sus reflexiones. Y hasta iba a retirarme, cuando un suizo gordinflón que había encontrado roncando en el vestíbulo tuvo la idea de abrir los ojos y gritar con voz estentórea:
-El señor consejero Teodoro Kilian.
Selsam, exhalando un suspiro, se volvió hacia mí lentamente, como un autómata, me tendió la mano y me dijo:
-Salve tibi, Teodoro. ¿Quomodo vades?
-Optime, Adriano -le respondí. Y luego alzando la voz añadí:
-¿Qué haces, querido amigo? ¿Estás meditando acaso sobre la doctrina del doctor Sangrado?
Pero su mirada tomó una expresión tan turbia que me extrañó:
-Teodoro -dijo al cabo de un momento de silencio. La cuestión no es para risa ni broma. Estoy estudiando la enfermedad de tu respetable tía, la señora doña Ana Wunderlich. Lo que tú me has dicho de ella anteayer es muy grave. Esas exaltaciones, esos éxtasis, esos sobresaltos y sobre todo las expresiones exageradas de que hace uso la venerable señora al hablar de la Creación de Haydn, de los Oratorios de Hendel y de las Sinfonías de Beethoven, presagian una enfermedad peligrosa.
-Y tú pretendes, por lo visto, profundizar en su conocimiento contemplando ese globo de agua fresca.
-Precisamente te trae aquí el más venturoso azar. En ti pensaba ahora mismo.
Y señalándome un violín que estaba colgado de la pared, me dijo:
-¿Quieres tener la bondad de tocar el Rapto en el Serrallo, de Mozart?
Este requerimiento me pareció tan extraño que me di a pensar si la cabeza de mi pobre amigo Selsam no estaría perdiendo su habitual equilibrio como le sucedía a la de mi tía. Pero él, adivinando mi pensamiento, añadió con una sonrisa irónica:
-Tranquilízate, querido Teodoro; tranquilízate.
Mis facultades intelectuales están intactas. Estoy en vías de hacer un descubrimiento grande, sublime.
-Bueno, esto me basta.
Y descolgando el violín, me puse a contemplarlo con ojos de envidia. Era uno de aquellos famosos Levenhaupt, que Federico el Grande mandó construir en número de doce para acompañar sus conciertos de flauta, instrumentos perfectos, irreprochables y que algunos peritos comparan con los Stradivarius.
Sea de esto lo que fuere, apenas hube puesto el arco sobre las cuerdas sentí que todo lo que me habían contado quedaba muy por debajo de la realidad. Y uniendo la elegancia del trabajo a la extremada pureza de los sonidos, hube de creerme transportado al séptimo ciclo.
-¡Oh, gran maestro -exclamé. ¡Oh, sublime creador de las más puras melodías! ¿Quién podrá permanecer insensible a tanta gracia, tanto vigor y tanta inspiración?
Mi sombrero había caído al suelo, mis párpados temblaban, mis rodillas vacilaban. Estaba como fuera de mí, y ni Selsam, ni el globo de vidrio, ni la enfermedad de mi tía tenían existencia real para mí.
En fin, al cabo de una hora me desperté como quien sale de un sueño, tendido sobre el sofá y preguntando qué era lo que había ocurrido.
Vi a Selsam armado de una fuerte lupa, examinando el globo de cristal. El agua contenida en él se había puesto turbia y millares de infusorios la surcaban en todas las direcciones.
-Bueno, Selsam -le dije con voz débil: ¿estás contento?
Entonces, con la faz radiante vino hasta mí y tomándome las dos manos exclamó lleno de efusión:
-Gracias, gracias, querido y digno camarada; mil veces gracias. Acabas de hacer a la ciencia un servicio eminente.
Estaba admirado.
-¿Pero cómo tocando un aria de música he podido hacer un servicio a la ciencia?
-Sí, querido Teodoro, y no dejaré ignorar al mundo la parte gloriosa que has tomado en la solución del gran problema. Ven, sígueme; vas a verlo todo, vas a comprenderlo todo.
Encendió un candelabro, pues había llegado la noche, abrió una puerta lateral y me hizo señas indicándome que le siguiera.
Apoderóse de mí la más profunda emoción; al atravesar varias habitaciones sucesivas, imaginábame que una revolución iba a realizarse en todo mi ser y que iba a obtener la clave de los mundos invisibles.
El candelabro lanzaba su luz brillante sobre los muebles suntuosos de la casa opulenta. Adornos, cuadros, tapices, desfilaban en la sombra. Rientes cabezas se asomaban por los marcos de los cuadros corno para vernos pasar, y la luz, resbalando de dorado en dorado, nos condujo, por fin, a lo alto de una ancha escalera con barandilla de bronce.
Descendimos a un patio interior; el ruido furtivo de nuestros pasos se oía a lo lejos como un murmullo misterioso.
En el patio pude advertir que el aire estaba tranquilo. Innumerables estrellas brillaban en el cielo. Varias puertas se ofrecían a nuestro paso. Selsam se detuvo delante de una de ellas y volviéndose hacia mí me dijo:
-Éste es mi anfiteatro. Aquí es dónde trabajo, donde me dedico a la disección. No te emociones... la naturaleza no suelta sus secretos sino entre las maos de la muerte.
Tuve miedo. Hubiera querido retroceder. Pero Adriano había entrado sin esperar mi respuesta y no tuve más remedio que seguirle.
Entré pues, pálido de emoción, y sobre una mesa rande de roble vi un cadáver (era el cadáver de un joven) tendido, con las manos pegadas al cuerpo, la abeza echada hacia atrás, los ojos muy abiertos y sin movimiento, como un montoncillo de tierra.
Tenía una frente hermosa. Por el lado izquierdo na herida profunda penetraba en las cavidades de su pecho; pero lo que más me impresionó no fué ni la contemplación de aquella herida ni el carácter sombrío de la cabeza; fué la inmovilidad, el silencio.
-He aquí, pues, el hombre -me dije a mí mismo; inercia, inmovilidad eterna.
Esta idea aplastante pesaba sobre mi alma, cuando Selsam, colocando el filo de su escalpelo sobre el cuerpo inerte, me dijo:
-Todo eso vive...; todo eso va a renacer muy pronto...; millares de existencias, reducidas a la servidumbre por una misma fuerza, van a recobrar muy pronto su independencia. La única cosa que ha cesalo de existir en este cuerpo es el poder de mando, la autoridad que imponía una dirección única a todas esas vidas individuales, la voluntad. Esa potencia estaba ahí.
Y golpeó la cabeza, que dió un sonido mate, como si hubiese sido de madera.
Estaba conmovido, y, sin embargo, las palabras de Selsam me tranquilizaron un poco.
-Todo no está, pues, aniquilado -pensé, tanto mejor..., prefiero vivir en muchos pocos que no virir en absoluto.
-Sí -exclamó Selsam, que parecía ver los pensamientos ir y venir detrás de mi fuente, sí; el hombre es inmortal en sus elementos, cada una de las moléculas que lo componen es imperecedera. Todas viven, pero su vida, sus sufrimientos se transmiten al alma que las domina, consulta sus necesidades y les impone sus voluntades. Se ha buscado el tipo de gobierno más perfecto y se ha pretendido encontrarlo en una colmena de abejas, en un montón de hormigas. Pero el ideal del gobierno donde está es aquí.
Y al mismo tiempo plantó el escalpelo en el cadáver, abriendo por completo el cuerpo. Retrocedí horrorizado; pero él no pareció siquiera darse cuenta de este movimiento y prosiguió con toda tranquilidad:
-Veamos primero los medios de acción y de transmisión que tiene el alma. ¿Ves esos millares de fibras blancas que se ramifican por todo el cuerpo? Son los nervios, esto es, las carreteras de este inmenso país, caminos reales por donde van y vienen sin cesar correos más rápidos que el relámpago, que llevan a las extremidades las órdenes de la molécula central o transmiten a ésta noticias de las necesidades o de los peligros que afectan o amenazan a sus innumerables súbditos. Entonces todo marcha, todo se mueve, todo se agita, todo se endereza al fin asignado por el alma. Sin embargo, cada molécula tiene su tarea y su naturaleza propias; así, Teodoro, éstos son los órganos de la respiración: los pulmones; he aquí los órganos de la circulación de la sangre: el corazón, las venas. Zas arterias; he aquí los órganos de la digestión: el estómago, los intestinos. Pues bien, no vayas a creer que se componen de los mismos elementos, de los mismos seres. No; cuando la descomposición llega, los pulmones producen el género de insectos llamados distomas, que se fijan como la sanguijuela por medio de dos poros; su cuerpo es largo y filiforme. Los intestinos producen lombrices, formadas de anillos carnudos; son cilíndricas, sonrosadas, afiladas en las extremidades y no se parecen nada a los distomas. El corazón produce tongus hematodes, especie de setas rcedaras. Y lo mismo sucede a cada órgano.
El hombre viviente es un universo sometido a una voluntad... Y has de saber que cada uno de esos seres infinitamente pequeños tiene su alma inmortal. El Ser Supremo no concede privilegio de inmortalidad, pues todo, desde el átomo hasta los conjuntos inconmensurables del espacio, todo está sometido a la justicia abso-luta. Jamás una molécula ocupa lugar distinto del que le viene asignado por su mérito. Y esto por sí solo nos explica el orden admirable que reina en el mundo. Así como el hombre, partícula de la huinanidad, obedece forzosamente a Dios, así la molécula obra conforme a la voluntad del hombre vivo. ¿Comprendes tú ahora, Teodoro, la potencia infinita de ese gran Ser, cuya voluntad actúa sobre nosotros, como nuestra alma actúa sobre nuestra carne y nuestra sangre? La naturaleza entera es la carne y la sangre de Dios, que sufre por ella, que vive por ella, que piensa por ella, que obra por ella. Cada uno de sus átomos es imperecedero, porque Dios no puede perecer en uno solo de sus átomos.
-¿Pero dónde está entonces la libertad? -exclamé. Si yo soy una molécula reducida a la serviciumbre, ¿cómo he de ser responsable de mis actos?
-La libertad queda intacta -dijo Selsam, pues la molécula de mi carne puede rebelarse contra todo mi ser, y esto es lo que acontece a veces; pero entonces perece y mi organismo la elimina. Ha sido libre, ha sufrido las consecuencias de su acto. Yo también soy libre y puedo rebelarme contra las leyes de Dios.
Puedo abusar de mi poder sobre los seres que rne componen y por ello mismo acarrear mi disolución. Las moléculas recobran su independencia y mi alma pierde su poder. ¿No basta con probar que sufrimos por nuestras faltas, para reconocer que somos responsables de ellas y, por consiguiente, libres?
Nada tenía que responder a esto. Permanecimos mirándonos uno a otro hasta el fondo del alma.
-Todo esto, mi querido Selsam -le dije al fin, me parece muy lógico. Son teorías magníficas. Pero no comprendo la relacién que puedan tener con tu globo lleno de agua, con la enfermedad de mi tía y con el aria musical que me has hecho tocar.
-Nada más sencillo -dijo sonriente. No puedes ignorar que la vibración de los sonidos imprime a un montón de arena colocado sobre un tambor movirnientos rápidos, impeliéndole a trazar figuras geométricas de una regularidad maravillosa.
-Sin duda, pero...
-Pero... -exclamó con impaciencia -déjame terminar. Así los sonidos actúan sobre las moléculas de un líquido, produciendo combinaciones asombrosas; con esta diferencia, sin embargo: que esas moléculas, siendo móviles, dan lugar a figuras que son seres animados; es lo que los físicos llaman creación equívoca. Ahora bien; los sonidos, actuando sobre el sistema nervioso, producen un flúido eléctrico, el cual abra a su vez sobre los líquidos encerrados en nuestro cuerpo, de donde nacen millares y millares de insectos que atacan al organismo y producen una multitud de enfermedades como el zumbido de oídos, la sordera, las alucinaciones, la epilepsia, la catalepsia, el idiotismo, las pesadillas, las convulsiones, el baile de San Vito, los espasmos del esófago, el cólico nervioso, la tos ferina; las palpitaciones y, en general, las infinitas enfermedades a que están expuestas particularmente las mujeres que se dedican a la música, enfermedades cuya naturaleza ha permanecido hasta hoy desconocida. En efecto, los insectos en cuestión, que son: los miriápodos, que tienen seis pies sin alas; los thysanuros, que tienen en el abdomen, a un lado, falsas patas; los parásitos, cuyos ojos son lisos y la boca tiene forma de chupón; los coleópteros, que poseen mandíbulas fortísimas; los lepidópteros, que tienen dos redecillas enrolladas en forma de espiral, que constituyen como una lengua; los neurópteros, los himenópteros, los ripiforios..., todos esos millares de roedores se distribuyen en el interior de nuestro cuerpo, en el cual hunden sus tenazas, sus uñas, sus picos, sus rayadores, sus lanzas y lo dislocan de arriba abajo. Es la historia del pueblo romano enervado por el lujo asiático: los bárbaros lo devoran sin resistencia.
Esta descripción de Selsam me había puesto los pelos de punta.
-¿Y crees tú -exclamé- que la música es la causa de todos esos desastres?
-Sin duda alguna; basta con contemplar a las viejas aficionadas al piano o al arpa para convencerse de ello. Tu desgraciada tía está en gravísimo peligro. Sólo conozco un medio de prevenir su caída próxima.
-¿Qué medio es ése, Selsam? Aunque sea su heredero presunto sería un crimen no intentar salvarla.
-Sí -dijo, en esto reconozco tu habitual delicadeza. El afecto y no el interés es el que te impulsa. Pero es tarde, Teodoro. Acabo de oír sonar las doce de la noche. Vuelve mañana a las diez de la noche, que tendré preparado el único remedio que puede salvar a la señora doña Ana. Quiero que a mi intervención deba su restablecimiento. La curación será radical, te doy mi palabra de honor académico.
-Sin duda, sin duda; pero ¿no podrías decirme?...
-¿Para qué? Mañana lo sabrás todo. Me caigo de sueño.
Atravesamos el patio. Selsam me abrió la puerta cochera que daba a la calle de Berg. Nos estrechamos las manos, nos dimos las buenas noches y yo regresé a mi habitación, perdido en las más tristes reflexiones.

Cuento orillas del rhin


1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067

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