En la tarde
del 19 de septiembre de 1855 fui a visitar a mi antiguo camarada el ilustre
doctor Adriano Selsam, profesor de Patología general, jefe de clínica, partero
de la gran duquesa, etc., etc.
Lo encontré
solo en su magnífico salón de la Bergstrasse; estaba sentado delante de una
mesita de mármol negro y tenía los ojos fijos en un pequefio globo de cristal
que al parecer no contenía más que agua de roca perfectamente limpia.
A pesar de
los rayos rojos del crepúsculo, que entraban por las tres altas ventanas del
salón, abiertas sobre los jardines del palacio, el rostro flaco de mi amigo
Selsam, su nariz como hoja de navaja y su barbilla prominente recibían por los
reflejos del globo cristalino matices de colores tenebrosos y trágicos;
dijérase una calavera sacada de una cabeza recién cortada. Y el filo rojo de su
bata completaba la ilusión.
Todo esto
me sorprendió hasta tal punto, que no me atrevía a interrumpir sus reflexiones.
Y hasta iba a retirarme, cuando un suizo gordinflón que había encontrado
roncando en el vestíbulo tuvo la idea de abrir los ojos y gritar con voz
estentórea:
-El señor
consejero Teodoro Kilian.
Selsam,
exhalando un suspiro, se volvió hacia mí lentamente, como un autómata, me
tendió la mano y me dijo:
-Salve
tibi, Teodoro. ¿Quomodo vades?
-Optime,
Adriano -le respondí. Y luego alzando la voz añadí:
-¿Qué
haces, querido amigo? ¿Estás meditando acaso sobre la doctrina del doctor
Sangrado?
Pero su
mirada tomó una expresión tan turbia que me extrañó:
-Teodoro
-dijo al cabo de un momento de silencio. La cuestión no es para risa ni broma.
Estoy estudiando la enfermedad de tu respetable tía, la señora doña Ana
Wunderlich. Lo que tú me has dicho de ella anteayer es muy grave. Esas
exaltaciones, esos éxtasis, esos sobresaltos y sobre todo las expresiones
exageradas de que hace uso la venerable señora al hablar de la Creación de
Haydn, de los Oratorios de Hendel y de las Sinfonías de Beethoven, presagian
una enfermedad peligrosa.
-Y tú
pretendes, por lo visto, profundizar en su conocimiento contemplando ese globo
de agua fresca.
-Precisamente
te trae aquí el más venturoso azar. En ti pensaba ahora mismo.
Y
señalándome un violín que estaba colgado de la pared, me dijo:
-¿Quieres
tener la bondad de tocar el Rapto en el Serrallo, de Mozart?
Este
requerimiento me pareció tan extraño que me di a pensar si la cabeza de mi
pobre amigo Selsam no estaría perdiendo su habitual equilibrio como le sucedía
a la de mi tía. Pero él, adivinando mi pensamiento, añadió con una sonrisa
irónica:
-Tranquilízate,
querido Teodoro; tranquilízate.
Mis
facultades intelectuales están intactas. Estoy en vías de hacer un
descubrimiento grande, sublime.
-Bueno,
esto me basta.
Y
descolgando el violín, me puse a contemplarlo con ojos de envidia. Era uno de
aquellos famosos Levenhaupt, que Federico el Grande mandó construir en número de doce para acompañar sus
conciertos de flauta, instrumentos perfectos, irreprochables y que algunos
peritos comparan con los Stradivarius.
Sea de esto
lo que fuere, apenas hube puesto el arco sobre las cuerdas sentí que todo lo
que me habían contado quedaba muy por debajo de la realidad. Y uniendo la
elegancia del trabajo a la extremada pureza de los sonidos, hube de creerme
transportado al séptimo ciclo.
-¡Oh, gran
maestro -exclamé. ¡Oh, sublime creador de las más puras melodías! ¿Quién podrá
permanecer insensible a tanta gracia, tanto vigor y tanta inspiración?
Mi sombrero
había caído al suelo, mis párpados temblaban, mis rodillas vacilaban. Estaba
como fuera de mí, y ni Selsam, ni el globo de vidrio, ni la enfermedad de mi
tía tenían existencia real para mí.
En fin, al
cabo de una hora me desperté como quien sale de un sueño, tendido sobre el sofá
y preguntando qué era lo que había ocurrido.
Vi a Selsam
armado de una fuerte lupa, examinando el globo de cristal. El agua contenida en
él se había puesto turbia y millares de infusorios la surcaban en todas las
direcciones.
-Bueno,
Selsam -le dije con voz débil: ¿estás contento?
Entonces,
con la faz radiante vino hasta mí y tomándome las dos manos exclamó lleno de
efusión:
-Gracias,
gracias, querido y digno camarada; mil veces gracias. Acabas de hacer a la
ciencia un servicio eminente.
Estaba
admirado.
-¿Pero cómo
tocando un aria de música he podido hacer un servicio a la ciencia?
-Sí,
querido Teodoro, y no dejaré ignorar al mundo la parte gloriosa que has tomado
en la solución del gran problema. Ven, sígueme; vas a verlo todo, vas a
comprenderlo todo.
Encendió un
candelabro, pues había llegado la noche, abrió una puerta lateral y me hizo
señas indicándome que le siguiera.
Apoderóse
de mí la más profunda emoción; al atravesar varias habitaciones sucesivas,
imaginábame que una revolución iba a realizarse en todo mi ser y que iba a
obtener la clave de los mundos invisibles.
El
candelabro lanzaba su luz brillante sobre los muebles suntuosos de la casa
opulenta. Adornos, cuadros, tapices, desfilaban en la sombra. Rientes cabezas
se asomaban por los marcos de los cuadros corno para vernos pasar, y la luz,
resbalando de dorado en dorado, nos condujo, por fin, a lo alto de una ancha
escalera con barandilla de bronce.
Descendimos
a un patio interior; el ruido furtivo de nuestros pasos se oía a lo lejos como
un murmullo misterioso.
En el patio
pude advertir que el aire estaba tranquilo. Innumerables estrellas brillaban
en el cielo. Varias puertas se ofrecían a nuestro paso. Selsam se detuvo
delante de una de ellas y volviéndose hacia mí me dijo:
-Éste es mi
anfiteatro. Aquí es dónde trabajo, donde me dedico a la disección. No te
emociones... la naturaleza no suelta sus secretos sino entre las maos de la
muerte.
Tuve miedo.
Hubiera querido retroceder. Pero Adriano había entrado sin esperar mi respuesta
y no tuve más remedio que seguirle.
Entré pues,
pálido de emoción, y sobre una mesa rande de roble vi un cadáver (era el
cadáver de un joven) tendido, con las manos pegadas al cuerpo, la abeza echada
hacia atrás, los ojos muy abiertos y sin movimiento, como un montoncillo de
tierra.
Tenía una
frente hermosa. Por el lado izquierdo na herida profunda penetraba en las
cavidades de su pecho; pero lo que más me impresionó no fué ni la contemplación
de aquella herida ni el carácter sombrío de la cabeza; fué la inmovilidad, el
silencio.
-He aquí,
pues, el hombre -me dije a mí mismo; inercia, inmovilidad eterna.
Esta idea
aplastante pesaba sobre mi alma, cuando Selsam, colocando el filo de su
escalpelo sobre el cuerpo inerte, me dijo:
-Todo eso
vive...; todo eso va a renacer muy pronto...; millares de existencias, reducidas
a la servidumbre por una misma fuerza, van a recobrar muy pronto su
independencia. La única cosa que ha cesalo de existir en este cuerpo es el
poder de mando, la autoridad que imponía una dirección única a todas esas vidas
individuales, la voluntad. Esa potencia estaba ahí.
Y golpeó la
cabeza, que dió un sonido mate, como si hubiese sido de madera.
Estaba
conmovido, y, sin embargo, las palabras de Selsam me tranquilizaron un poco.
-Todo no
está, pues, aniquilado -pensé, tanto mejor..., prefiero vivir en muchos pocos
que no virir en absoluto.
-Sí
-exclamó Selsam, que parecía ver los pensamientos ir y venir detrás de mi
fuente, sí; el hombre es inmortal en sus elementos, cada una de las moléculas
que lo componen es imperecedera. Todas viven, pero su vida, sus sufrimientos se
transmiten al alma que las domina, consulta sus necesidades y les impone sus
voluntades. Se ha buscado el tipo de gobierno más perfecto y se ha pretendido
encontrarlo en una colmena de abejas, en un montón de hormigas. Pero el ideal
del gobierno donde está es aquí.
Y al mismo
tiempo plantó el escalpelo en el cadáver, abriendo por completo el cuerpo.
Retrocedí horrorizado; pero él no pareció siquiera darse cuenta de este
movimiento y prosiguió con toda tranquilidad:
-Veamos
primero los medios de acción y de transmisión que tiene el alma. ¿Ves esos
millares de fibras blancas que se ramifican por todo el cuerpo? Son los
nervios, esto es, las carreteras de este inmenso país, caminos reales por donde
van y vienen sin cesar correos más rápidos que el relámpago, que llevan a las
extremidades las órdenes de la molécula central o transmiten a ésta noticias de
las necesidades o de los peligros que afectan o amenazan a sus innumerables
súbditos. Entonces todo marcha, todo se mueve, todo se agita, todo se endereza
al fin asignado por el alma. Sin embargo, cada molécula tiene su tarea y su
naturaleza propias; así, Teodoro, éstos son los órganos de la respiración: los
pulmones; he aquí los órganos de la circulación de la sangre: el corazón, las
venas. Zas arterias; he aquí los órganos de la digestión: el estómago, los
intestinos. Pues bien, no vayas a creer que se componen de los mismos
elementos, de los mismos seres. No; cuando la descomposición llega, los
pulmones producen el género de insectos llamados distomas, que se fijan como la
sanguijuela por medio de dos poros; su cuerpo es largo y filiforme. Los
intestinos producen lombrices, formadas de anillos carnudos; son cilíndricas,
sonrosadas, afiladas en las extremidades y no se parecen nada a los distomas.
El corazón produce tongus hematodes, especie de setas rcedaras. Y lo mismo
sucede a cada órgano.
El hombre
viviente es un universo sometido a una voluntad... Y has de saber que cada uno
de esos seres infinitamente pequeños tiene su alma inmortal. El Ser Supremo no
concede privilegio de inmortalidad, pues todo, desde el átomo hasta los
conjuntos inconmensurables del espacio, todo está sometido a la justicia
abso-luta. Jamás una molécula ocupa lugar distinto del que le viene asignado
por su mérito. Y esto por sí solo nos explica el orden admirable que reina en
el mundo. Así como el hombre, partícula de la huinanidad, obedece forzosamente
a Dios, así la molécula obra conforme a la voluntad del hombre vivo.
¿Comprendes tú ahora, Teodoro, la potencia infinita de ese gran Ser, cuya
voluntad actúa sobre nosotros, como nuestra alma actúa sobre nuestra carne y
nuestra sangre? La naturaleza entera es la carne y la sangre de Dios, que sufre
por ella, que vive por ella, que piensa por ella, que obra por ella. Cada uno
de sus átomos es imperecedero, porque Dios no puede perecer en uno solo de sus
átomos.
-¿Pero
dónde está entonces la libertad? -exclamé. Si yo soy una molécula reducida a la
serviciumbre, ¿cómo he de ser responsable de mis actos?
-La
libertad queda intacta -dijo Selsam, pues la molécula de mi carne puede
rebelarse contra todo mi ser, y esto es lo que acontece a veces; pero entonces
perece y mi organismo la elimina. Ha sido libre, ha sufrido las consecuencias
de su acto. Yo también soy libre y puedo rebelarme contra las leyes de Dios.
Puedo
abusar de mi poder sobre los seres que rne componen y por ello mismo acarrear
mi disolución. Las moléculas recobran su independencia y mi alma pierde su
poder. ¿No basta con probar que sufrimos por nuestras faltas, para reconocer
que somos responsables de ellas y, por consiguiente, libres?
Nada tenía
que responder a esto. Permanecimos mirándonos uno a otro hasta el fondo del
alma.
-Todo esto,
mi querido Selsam -le dije al fin, me parece muy lógico. Son teorías magníficas.
Pero no comprendo la relacién que puedan tener con tu globo lleno de agua, con
la enfermedad de mi tía y con el aria musical que me has hecho tocar.
-Nada más
sencillo -dijo sonriente. No puedes ignorar que la vibración de los sonidos
imprime a un montón de arena colocado sobre un tambor movirnientos rápidos,
impeliéndole a trazar figuras geométricas de una regularidad maravillosa.
-Sin duda,
pero...
-Pero...
-exclamó con impaciencia -déjame terminar. Así los sonidos actúan sobre las
moléculas de un líquido, produciendo combinaciones asombrosas; con esta
diferencia, sin embargo: que esas moléculas, siendo móviles, dan lugar a
figuras que son seres animados; es lo que los físicos llaman creación
equívoca. Ahora bien; los sonidos, actuando sobre el sistema nervioso, producen
un flúido eléctrico, el cual abra a su vez sobre los líquidos encerrados en
nuestro cuerpo, de donde nacen millares y millares de insectos que atacan al
organismo y producen una multitud de enfermedades como el zumbido de oídos, la sordera,
las alucinaciones, la epilepsia, la catalepsia, el idiotismo, las pesadillas,
las convulsiones, el baile de San Vito, los espasmos del esófago, el cólico
nervioso, la tos ferina; las palpitaciones y, en general, las infinitas
enfermedades a que están expuestas particularmente las mujeres que se dedican a
la música, enfermedades cuya naturaleza ha permanecido hasta hoy desconocida.
En efecto, los insectos en cuestión, que son: los miriápodos, que tienen seis
pies sin alas; los thysanuros, que tienen en el abdomen, a un lado, falsas
patas; los parásitos, cuyos ojos son lisos y la boca tiene forma de chupón; los
coleópteros, que poseen mandíbulas fortísimas; los lepidópteros, que tienen
dos redecillas enrolladas en forma de espiral, que constituyen como una
lengua; los neurópteros, los himenópteros, los ripiforios..., todos esos
millares de roedores se distribuyen en el interior de nuestro cuerpo, en el
cual hunden sus tenazas, sus uñas, sus picos, sus rayadores, sus lanzas y lo
dislocan de arriba abajo. Es la historia del pueblo romano enervado por el lujo
asiático: los bárbaros lo devoran sin resistencia.
Esta
descripción de Selsam me había puesto los pelos de punta.
-¿Y crees
tú -exclamé- que la música es la causa de todos esos desastres?
-Sin duda
alguna; basta con contemplar a las viejas aficionadas al piano o al arpa para
convencerse de ello. Tu desgraciada tía está en gravísimo peligro. Sólo conozco
un medio de prevenir su caída próxima.
-¿Qué medio
es ése, Selsam? Aunque sea su heredero presunto sería un crimen no intentar
salvarla.
-Sí -dijo,
en esto reconozco tu habitual delicadeza. El afecto y no el interés es el que
te impulsa. Pero es tarde, Teodoro. Acabo de oír sonar las doce de la noche.
Vuelve mañana a las diez de la noche, que tendré preparado el único remedio que
puede salvar a la señora doña Ana. Quiero que a mi intervención deba su
restablecimiento. La curación será radical, te doy mi palabra de honor
académico.
-Sin duda,
sin duda; pero ¿no podrías decirme?...
-¿Para qué?
Mañana lo sabrás todo. Me caigo de sueño.
Atravesamos
el patio. Selsam me abrió la puerta cochera que daba a la calle de Berg. Nos
estrechamos las manos, nos dimos las buenas noches y yo regresé a mi
habitación, perdido en las más tristes reflexiones.
Cuento orillas del rhin
1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067
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