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martes, 9 de diciembre de 2014

El tesoro del viejo hidalgo

Una noche del mes de septiembre de 1828, el digno y respetable librero señor Furbach, establecido en la calle Neuhauser, de Munich, se despertó completamente asombrado del ruido de pasos que oía en la bohardilla situada encima de su habitación. Percibíanse idas y venidas, lamentaciones, gemidos. Una de las ventanucas que daban luz a la bohardilla se abrió y unos profundos suspiros se oyeron en medio del hondo silencio nocturno.
En este momento la campana de la iglesia de los jesuitas sonaba la una de la madrugada, y debajo del cuarto del señor Furbach los caballos hacían sonar sus cascos sobre los guijarros de la cuadra.
La bohardilla estaba habitada por el cochero Nicklausse, mocetón robusto de Pitcherland, seco, nervioso, sumamente diestro en el arte de guiar los caballos y aun provisto de cierto tinte de letras, que había estudiado en el seminario de Mariental. Pero su espíritu era tan simplón y supersticioso que llevaba siempre bajo la camisa una crucecita de bronce, sobre la cual imprimía por la mañana y por la tarde apretados besos. Nicklausse tenía ya cumplidos los treinta años.
El señor Furbach aguzó el oído. Al cabo de unos cuantos segundos el tragaluz de la bohardilla se volvió a cerrar; los pasos cesaron de oírse; la cama del cochero lanzó un gemido de hierro viejo y volvió a reinar en la noche el silencio más completo.
-¡Vamos! -se dijo el viejo librero, hoy es noche de luna llena. Nicklausse se da golpes de pecho. El pobre diablo llora y lamenta sus pecados.
Y sin preocuparse más tiempo de todas estas cosas, se volvió hacia la pared y se durmió profundamente.
Al día siguiente, a eso de las siete de la mañana, estaba el señor Furbach en el comedor con los pies calentitos en sus zapatillas de lana y desayunando tranquilamente, antes de bajar a su almacén, cuando dos golpecitos sonaron en la puerta.
-Adelante -dijo el librero, muy sorprendido de tener una visita a hora tan temprana de la mañana.
La puerta se abrió y Nicklausse apareció vestido con el blusón gris, tocado con el gran sombrero de fieltro de los montañeses y armado del grueso bastón de cerezo, tal como se presentara antaño el día en que llegó a la ciudad, después de haber abandonado su aldea natal. Estaba muy pálido.
-Señor Furbach -dijo- vengo a pedirle a usted permiso para marcharme. Gracias a Dios voy a estar muy pronto en posición acomodada y aun podré ayudar a mi abuela Orchel, de Vanseburg.
-¿Qué, ha tenido usted una herencia? -le preguntó el viejo librero.
-No, señor Furbach; he tenido un sueño. He soñado con un tesoro entre las doce y la una de la madrugada y voy a echarle mano.
El buen muchacho se expresaba con tal seguridad, que el señor Furbach quedó confuso.
-¿Cómo, que ha tenido usted un sueño? -dijo.
-Sí, señor; he visto el tesoro como le estoy viendo a usted ahora mismo. Estaba en el fondo de una cueva muy baja, en el sótano de un viejo castillo. Había un hidalgo acostado encima con las manos juntas y una gran cazuela de hierro sobre la cabeza.
-Pero ¿dónde está todo eso, Nicklausse?
-Yo no lo sé, señor. Empezaré por buscar el castillo. Encontraré después el sótano y los escudos. Muchas monedas de oro que llenan un féretro de seis pies. Me parece que las estoy viendo.
Los ojos de Nicklausse comenzaron a brillar de muy extraña manera.
-Pero hombre, por Dios, mi buen Nicklausse -exclamó el viejo Furbach, es menester ser razonable. Siéntese usted... Un sueño está muy bien, muy bien. En los tiempos de José, el ministro del Faraón egipcio, sí, los sueños, desde luego, tenían alguna significación. No lo niego. Pero hoy las cosas han cambiado mucho. Todo el mundo sueña. Yo mismo he soñado cien veces con tesoros y desgraciada-mente nunca he tropezado con ninguno. Piense usted en lo que va a hacer. Va usted a dejar una buena colocación, para salir en busca de un castillo que quizá ni exista siquiera.
-Lo he visto -dijo el cocher. Es un gran castillo que está en ruinas. Por encima de él hay una aldea, una gran escalera en forma de caracol, una iglesia muy vieja. Hay muchas gentes que viven aún en esa comarca y un gran río pasa por allí cerca.
-Bueno, desde luego estoy convencido de que todo eso lo ha soñado usted - dijo el señor Furbach encogiéndose de hombros.
Después, al cabo de un instante, quiso intentar de nuevo reducir a aquel hombre a los términos del sentido común por un medio cualquiera.
-Y esa cueva o sótano, ¿cómo era? -preguntó.
-Parecía un horno.
-Y usted bajó allí, sin duda, con una antorcha o alguna luz.
-No, señor.
-Pero entonces, ¿cómo ha podido ver usted el féretro, al hidalgo y las monedas de oro?
-Todo ello estaba iluminado por un rayo de luna.
-Vamos, vamos... ¿dónde se ha visto que la luna brille en un sótano? Ya ve usted que su sueño no tiene sentido común.
Nicklausse comenzaba a enfadarse. Sin embargo, se contuvo y dijo:
-Yo lo he visto como lo estoy viendo a usted, y todo lo demás no me importa. Y en cuanto al caballero, mírelo usted, aquí está -exclamó entreabriendo su blusón gris; aquí está.
Al mismo tiempo sacaba de su pecho la crucecita de bronce, que llevaba colgada del cuello con una cinta y la depositaba sobre la mesa con ademán extático.
El señor Furbach, que era muy aficionado a las medallas y antigüedades, quedó sorprendido al contemplar la labor verdadera-mente preciosa y extraña de esta reliquia. La cogió, la examinó y reconoció que procedía del siglo XII. En lugar de la efigie de Cristo, el relieve representaba en el tronco de enmedio la imagen de un caballero, con las manos juntas en actitud de oración. Por lo demás, no había en la joya ninguna indicación de fecha.
Nicklausse, durante este examen, espiaba con inquietud los menores gestos del viejo librero.
-Es muy hermoso -siguió diciendo el señor Furbach, y no me extrañaría que a fuerza de mirar y remirar esta preciosa reliquia haya usted acabado por imaginar un caballero tendido sobre un tesoro. Pero créame usted, querido amigo, el verdadero tesoro que hay que buscar es el de la cruz. Lo demás no vale la pena ni de mencionarlo.
Nicklausse no contestó una palabra. Silenciosamente volvió a colgar de su cuello la joya antigua y entonces dijo:
-Me marcho y que la Virgen Santísima me ilumine... Cuando el Señor nos quiere bien y nos protege, hay que aprovecharlo. Usted me ha tratado siempre bien, señor Furbach; pero Dios me manda marchar. Además, ya es hora de que me case. He visto allá en rni sueño una que parece hecha expresamente para mí.
-¿Y en qué dirección va usted a emprender el camino? -preguntó el librero, que no pudo por menos de sonreír ante la simplicidad del mozo.
-Del lado de donde sople el viento -respondió Nicklausse; es lo más seguro.
-¿Está usted completamente decidido?
-Sí, señor.
-Muy bien; en ese caso vamos a ajustar cuentas. Siento sepa-rarme de tan buen servidor como es usted. Pero sentiría verdadero escrúpulo si intentara tan sólo resistir a su vocación.
Bajaron juntos al despacho de la librería y ajustaron las cuentas por lo que arrojaban los libros registros. El señor Furbach contó a Nicklausse doscientos cincuenta florines de Austria, resto de su sueldo incluídos los intereses de seis años. Hecho esto, el digno librero le deseó buena suerte y tomó otro cochero.
Durante años, el viejo librero contó a sus amigos esta extraña historia. Se reía mucho de la simplicidad de los naturales de Pitcherland, y los recomendaba a sus amigos y conocidos ponderán-dolos de excelentes criados.
Algunos años después el señor Furbach casó a su hija, la señorita Ana Furbach, con el rico librero Rubeneck, de Leipzig, y se retiró de los negocios. Pero había contraído de tal modo la costumbre del trabajo que, a pesar de sus setenta años, la inactividad llegó a hacérsele insoportable. Entonces fué cuando emprendió varios viajes por Italia, Francia y Bélgica.
Hacia los primeros días del otoño de 1838, el señor Furbach visitaba las orillas del Rin. Era un viejecillo de ojos vivos, de pómulos brillantes, de andar firme. Se le veía pasearse sobre la cubierta del barco, husmeando el viento, con la levita abrochada, un paraguas debajo del brazo, el gorro de seda negra tapándole las orejas. Charlaba con todo el mundo, lo preguntaba todo, tomaba apunta-ciones y consultaba muy a menudo la guía del viajero.
Una mañana, entre Frisenheim y Neuburg, después de haber pasado la noche en el salón del vapor, con treinta pasajeros, mujeres, niños, turistas, comerciantes, sentados y tumbados sobre los bancos, el señor Furbach, contento de poder salir de aquel ambiente de estufa, subió sobre cubierta al despuntar el día.
Erann aproximadamente las cuatro de la madrugada. Una niebla espesa cubría todo el río. Las olas mugían, la máquina chapoteaba pesadamente; algunas
luces lejanas tremaban en la bruma y a veces inmensos rumores se alzaban en la noche; era la voz del viejo Rin que, dominando el tumulto, contaba la eterna leyenda de las generaciones extintas, los crímenes, las grandezas, las hazañas y la caída de aquellos antiguos margraves, cuyos castillos comenzaban a dibujarse en medio de las tinieblas.
Apoyado contra la máquina, el viejo librero veía desfilar esos recuerdos con ojos de ensueño. El maquinista y el fogonero iban y venían alrededor de él; algunas chispas incandescentes volaban en el aire; un farol se columpiaba colgado de una cuerda; la brisa empujaba sobre la proa copos de espuma. Otros viajeros surgieron sobre cubierta deslizándose como sombras.
El señor Furbach, habiendo vuelto el rostro hacia el río, percibió un obscuro montón de ruinas en la orilla izquierda. Unas casitas en cuesta envolvían los gruesos murallones. Un puente volandero besaba la onda espumosa con su larga cuerda colgante.
Se adelantó bajo un farol, abrió la guía y leyó:

«VIEJO BRISACH, Brisacum et Brisalus mores, fundado por Druso. Fué antiguamente la capital de Brisgau y pasaba por ser una de las plazas fuertes más fortificadas de toda Europa, la clave de Alemania. Bernardo V de Zoehringen construyó el castillo fortaleza. Federico Barbarroja mandó trasladar a una de sus iglesias, la iglesia de San Esteban, las reliquias de San Gervasio, Gustavo Horn, sueco, intentó tomar la plaza en 1633, después de haber vencido a los imperiales; pqro fracasó. Brisach fué cedido a Francia en el tratado de Westfalia; fué devuelto a Alemania por el tratado de Riswick, a cambio de Estrasburgo. Los franceses lo quemaron en 1793 y sus fortificaciones fueron derribadas en 1814.»
-Así -pensó el viejo librero, éste es el antiguo Brisach de los condes de Eberstein, de Orgau, de Zoehringen, de Suavia y de Austria. No puedo dejar pasar esto sin verlo.
Pocos momentos después descendía con su equipaje a una barca, mientras el vapor proseguía su ruta hacia Basilea.

No hay quizá en las dos riberas del Rin lugar más extraño que la antigua capital del Brisgau, con su castillo desmantelado, sus murallas de mil colores, hechas de ladrillo y de piedras, y que se alzan a ciento cincuenta metros por encima del río. Aquello no es ya una ciudad ni es todavía una ruina. La vieja ciudad muerta es invadida por centenares de cabañas rústicas que se apretujan alrededor, escalan los contrafuertes, se agarran a los fosos. Los habitantbs, pálidos, andrajosos, pululan como mosquitos, moscardo-nes o abejas que se ocultan en los troncos de los viejos árboles, ahuecándolos, disecándolos, reduciéndolos a polvo.
Por encima de los tejados de paja que se apoyan sobre las murallas, ábrese la puerta de la fortaleza, con su bóveda adornada de escudos, con sus rastrillos y su puente levadizo colgado sobre el abismo. Anchas brechas dejan correr los escombros sobre la cuesta; las zarzas, los musgos y la yedra unen sus esfuerzos destructores a los del hombre. Todo se deshace, todo se viene abajo.
Algunos pies de vid se apoderan de las almenas; el pastor y su cabra se yerguen orgullosos sobre las cornisas y, ¡cosa extraña!, las mujeres de la aldea, las muchachas, las viejas comadres, asoman sus caras irIgenuas por mil agujeros abiertos en las murallas del castillo. Cada cueva de la antigua fortaleza se ha convertido en una habitación cómoda; ha bastado abrir ventanas y tragaluces en las murallas. Se ven camisas, vestidos rojos o azules, los harapos de todas estas familias, flotando en la cima del aire; las aguas sucias chorrean sobre la piedra y vierten en los fosos. Por encima se alzan aún algunos edificios sólidos, jardines, grandes robles, la catedral de San Esteban, tan venerada por Federico Barbarroja.
Poned sobre todo eso los colores grises del crepúsculo matutino; desenvolved por encima hasta perderse de vista la sábana azul del Rin mugiente; imaginad sobre las grandes losas del muelle las filas de cajones y de cubas, y tendréis la impresión que debió experimentar el señor Furbach al llegar a la orilla.
En medio de los fardos, el viejo librero vió a un hombre con la camisa hecha jirones, los cabellos lacios pegados a las sienes, sentado sobre una carretilla de mano y ceñido el cuerpo por una correa para tirar de ella.
-El señor se detiene sin duda en Brisach. El señor, ¿quiere parar en el Hotel Schlossgarten? -preguntó el hombre con voz llena de inquietud.
-Sí, amigo mío; puede usted hacerse cargo de mi equipaje.
No esperó a que se lo dijeran por segunda vez. El barquero cobró sus doce pfennig, y el señor Furbach, con el mozo de cuerda, emprendieron la subida al viejo castillo.
A medida que el cielo se iba iluminando, la inmensa ruina se destacaba sobre la obscuridad del fondo y sus mil detalles pintorescos se acusaban con una claridad extraña. Acá, sobre una torre decrépita, que antaño fué el torreón de las señales, había establecido su morada una bandada de palomas, que tranquilamente se peinaban con el pico en las aspilleras por donde antiguamente lanzaban sus flechas los arqueros. En otro sitio, un tejedor, que se había levantado con el alba, alargaba en la punta de unas pértigas sus madejas de cáñamo, a través de los tragaluces de una torre, para secarlos al aire. Unos vendimiadores subían por la cuesta. El silencio era de vez en cuando rasgado por los gritos agudos de las garduñas, que no debían sin duda escasear en aquellos escombros.
Al cabo de un cuarto de hora, aproximadamente, el señor Furbach y su guía llegaron a una amplia calle en espiral, pavimentada con adoquines negros y brillantes como el hierro y bordeada de un muro que tenía la altura de un hombre y cuya curva se elevaba hasta la plataforma. Era la antigua avanzada de Brisach. En lo alto de esta avenida, cerca de la puerta de Gontrán, el Avaro, el señor Furbach, al inclinarse sobre el muro, vió, allá abajo las innumerables chozas que se escalonaban hasta la orilla del río; vió sus patios interiores, sus escaleras, sus galerías carcomidas, sus tejados de paja y de madera, sus chimeneas despidiendo humo. Las mujeres encendían fuego en el hogar; los niños, en camisa, iban y venían en el interior de las casucas; los hombres limpiaban sus botas; un gato caminaba por lo alto del tejado; en un corral, a doscientos metros de allí, algunas gallinas rascaban sobre un montón de estiércol; por el tejado hundido de una vieja granja veíase una gran cantidad de conejitos que, con la grupa erguida y la cola alzada, en forma de trompeta, desfilaban en la sombra. Todo esto descubrían las miradas que desde aquel punto penetraban hasta en los rincones más sombríos. La vida humana, las costumbres, los hábitos, los placeres y las miserias de las familias se exhibían sin velo ni recato.
Y, sin embargo, el señor Furbach, por vez primera acaso, encontraba en todas aquellas cosas un halo de misterio; un sentimiento de indefinible temor se deslizó en su alma. ¿Sería acaso la muche-dumbre de relaciones que existían entre todas aquellas criaturas y de las cuales no podía darse cuenta? ¿O sería más bien el sentimiento de la causa eterna que presidía el desarrollo de aquellas existencias? ¿Era quizá la profunda tristeza de aquellas grandes murallas, que presenciaban su propia destrucción bajo el esfuerzo de ese mundo infinito? Nadie lo sabe. Ni él mismo hubiera podido decirlo. Pero le parecía que otro mundo coexistía en cierta manera con ese mundo aparente; que las sombras iban y venían como antiguamente en sus dominios, mientras allá abajo se agitaban la vida, el movimiento, la actividad de la carne. Tuvo miedo y echó a correr hacia la carretilla. El aire picante de la plataforma, al salir del camino de ronda, disipó aquellas impresiones extrañas. Al atravesar la terraza vió a su derecha la antigua catedral, de granito rojo, todavía inconmovible en su base de piedra, como en tiempo de las cruzadas; a la izquierda, algunas modestas casas burguesas bastante limpias; una joven daba de comer a sus pájaros; un viejo panadero vestido con una chaqueta gris fumaba en el umbral de su barracón; enfrente, en la otra extremidad de la altiplanicie, el Hotel de Schlossgarten destacaba su blanca fachada sobre el fondo verde de un parque. En este hotel se detienen los turistas que van a Friburgo de Brisgovia. Es uno de esos buenos hoteles alemanes, sencillos, elegantes, confortables, dignos, en fin, de ser habitados por un milord de viaje.
El señor Furbach entró en el vestíbulo sonoro. Una linda sirvienta vino a recibirle, hizo trasladar su equipaje a una bonita habitación del primer piso, donde el viejo librero se lavó, se mudó de camisa y se afeitó; después de lo cual, refrescado, bien dispuesto y con buen apetito, bajó a la sala grande a tomar su desayuno de café con leche, como desde hacía mucho tiempo tenía costumbre. Estaba, pues, en la sala desde hacía una media hora aproximadamente -una sala alta, espaciosa, decorada con un papel blanco con ramitos de flores, con el suelo perfectamente liso, con altas ventanas de cristales brillantes que daban a la terraza; acababa de terminar su desayuno y se preparaba a dar una vuelta por los alrededores, cuando un hombre alto, vestido de negro, recién afeitado y con una servilleta debajo del brazo, el dueño del hotel, en suma, entró lanzando rápidas miradas a las mesas cubiertas de manteles de damasco, se adelantó gravemente hacia el señor Furbach, saludándole con ademán ceremonioso, le miró fijamente y dejó escapar una exclamación de sorpresa:
-¡Señor, Dios mío!... ¿Es posible?... Es mi antiguo amo.
Y alargando los brazos, exclamó con voz conmovedora:
-Señor Furbach, ¿no me reconoce usted?
El viejo librero, no menos conmovido, miró al hombre y, al cabo de un instante, dijo:
-Pero si es Nicklausse.
-Sí, señor; soy Nicklausse -exclamó el dueño del hotel; sí, soy yo... ¡Ay, señor!..., si yo me atreviera...
El señor Furbach se había levantado.
-Vamos, no tenga usted reparo -dijo sonriente; me siento muy feliz, verdaderamente muy feliz de volverle a ver a usted en tan buen estado y situación. Abracémonos, si tiene usted gusto en ello.
Y se abrazaron como dos viejos camaradas.
Nicklausse lloraba; las criadas habían acudido al salón; el buen hombre se lanzó hacia la puerta del fondo exclamando:
-¡Mujer..., hijos..., venid... venid a verle..., que está aquí mi antiguo amo...; venid en seguida.
Y una mujer joven, como de treinta años, llena de juventud, de frescura y de belleza, apareció con un niño de ocho a nueve años y otro más pequeñito.
-Éste es mi amo -clamaba Nicklausse. Señor Furbach, he aquí a mi mujer, he aquí a mis hijos... Ah, si usted quisiera bendecirlos.
El viejo librero no había bendecido a nadie en toda su vida, pero abrazó a la madre de muy buena gana y a los chicuelos también; el más pequeño había empezado a llorar, creyendo que se trataba de alguna desgracia; el otro, con los ojos muy abiertos, miraba estupe-facto.
-Ah, señor -decía la joven madre, toda emocionada y ruborosa-, cuántas veces me ha hablado mi marido de usted, señor, de su bondad, de todo lo que le debe a usted.
-Sí -interrumpió Nicklausse, cien veces se me ha ocurrido la idea de escribirle a usted, señor Furbach; pero habría tenido que explicarle muchas cosas, habría tenido que decirle...; en fin, hay que perdonarme.
-Claro está, mi querido Nicklausse, que le perdono a usted de todo corazón -contestó el buen hombre; crea usted que me siento feliz de verlo rico, aunque no me explico cómo ha podido usted hacer esa fortuna.
-Lo sabrá usted todo -dijo entonces el dueño del hotel; esta noche..., mañana..., le contaré...; es el Señor quien me ha protegido..., a Él se lo debo todo..., es casi un milagro... ¿No es verdad, Fridolina?
La joven madre inclinó la cabeza.
-Vamos, vamos, todo sea por lo mejor -dijo el señor Furbach volviéndose a sentar; me permitirá usted que pase uno o dos días en su hotel para reanudar nuestro antiguo trato.
-¡Ah, señor, aquí está usted en su casa! -exclamó Nicklausse. Yo le acompañaré a usted hasta Friburgo, yo le enseñaré a usted todas las curiosidades de la comarca, yo mismo guiaré el coche en donde usted vaya.
El afán de agradar que estas buenas gentes demostraron es impo-sible de describir. El señor Furbach se sentía conmovido hasta saltársele las lágrimas. Durante todo aquel día y el día siguiente, Nicklausse le hizo los honores de Brisach y sus alrededores. Quieras que no, hubo de subirse al pescante y pasear al buen librero por toda la comarca. Y como Nicklausse era el más rico propietario de aquellos alrededores y poseía las más hermosas viñas, los más hermosos pastizales del país, sin contar el dinero que tenía colocado en todas partes, imagínese el lector la estupefacción de todo Brisach al verle agasajar y honrar de aquella manera a un forastero. El señor Furbach pasó por ser un príncipe que viajaba de incógnito. En cuanto al servicio del hotel, las buenas comidas, los ricos vinos y demás accesorios de este género, nada diré. Todo era espléndido. El viejo librero hubo de confesarse a sí mismo que jamás había sido tratado con más magnificencia. No sin mucha impaciencia esperaba la explicación de aquel milagro, como decía Nicklausse. El sueño de su antiguo criado, que tenía olvidado desde hacía mucho tiempo, acudió de nuevo a su memoria y le pareció que era la única explicación posible de tan rápida fortuna.
En fin, el tercer día, hacia las nueve de la noche, después de cenar, el antiguo amo y el antiguo cochero, hallándose solos frente a unas cuantas botellas de viejo vino de Rudesheim, se miraron durante largo rato con miradas llenas de ternura. Nicklausse iba a comenzar sus confidencias, cuando un camarero entró para quitar la mesa.
-Vaya usted a acostarse, Kasper -le dijo; ya quitará usted todo esto mañana. Cierre usted solamente la puerta del hotel, echando los cerrojos.
Y cuando el criado hubo salido, Nicklausse se levantó, abrió una ventana, que daba al patio, para renovar el aire, y volviendo a sentarse gravemente, comenzó a hablar en los siguientes términos:
-Recordará usted, señor Furbach, el sueño que tuve en 1828 y que me hizo abandonar su servicio. Hacía mucho tiempo que ese sueño me perseguía; unas veces me veía a mí mismo echando abajo un viejo muro en el fondo de una ruina; otras veces bajando cauteloso por una escalera de caracol, y llegando a una cueva me agarraba con todas mis fuerzas al anillo de una losa y tiraba de él hasta sudar sangre.
Este sueño me hacía muy desgraciado.
Pero cuando hube levantado la losa y vi el sótano, el caballero, el tesoro, olvidé todas mis penas. Ya me creía dueño del dinero, sentía desvanecimientos de emoción y me decía: «Nicklausse, el Señor te ha escogido para encumbrarte al pináculo de los honores y de la gloria. Qué feliz va a ser tu abuela Orchel, al verte volver a la aldea en un coche tirado por cuatro caballos. Y los demás, el viejo maestro de escuela Jee¡, el sacristán Omacht, todos esos que repetían desde por la mañana hasta por la noche que tú no ibas a ser nunca nada, todos abrirán los ojos de envidia y rechinarán los dientes de rabia. Ya lo creo que sí.»
Me figuraba todas esas cosas y otras parecidas, que me llenaban el corazón de satisfacción y aumentaban mi deseo de entrar en posesión del tesoro. Pero una vez en la calle de Neuhauser, con la mochila colgada de los hombros y el bastón en la mano, al tener que tomar el camino que conducía al castillo de mis ensueños, no puede usted figurarse, señor Furbach, hasta qué punto me sentía descora-zonado y sin saber qué hacer.
Estaba en la esquina de la librería, sentado sobre una piedra y mirando a todas partes para averiguar de qué lado soplaba el viento. Pero desgraciadamente aquel día no hacía viento. Las veletas permanecían inmóviles, unas estaban vueltas hacia la derecha y las otras hacia la izquierda. Y todas aquellas calles que se cruzaban delante de mis ojos parecían decirme: «Por aquí es por donde debes ir. No, que es por aquí.»
¿Qué hacer?
A fuerza de reflexionar, el sudor me corría por la espalda. Entonces, para ver si se me ocurría alguna idea, entré a beberme una botella en la taberna del «Gallo Rojo», frente a los soportales pequeños. Había tenido buen cuidado de guardar mi dinero en mi cinturón de cuero, debajo de mi blusón, pues en la taberna del «Gallo Rojo», que se encuentra en un sótano de la calle de las Tres Virutas, no faltarían personas honradas que intentaran desembarazarme del dinero que llevaba.
La sala estrecha y baja, iluminada en el fondo por dos tragaluces de tela metálica, que daban al patio, estaba llena de humo. Los arrieros, los aldeanos con sus sombreros llenos de manchas y sus gorras peladas, se paseaban por allí, andando como sombras, y de cuando en cuando, en medio de la nube, brillaba una cerilla iluminando una nariz roja, unos ojos bajos, un labio colgante. Después todo volvía a recobrar el tono gris.
La taberna producía un ruido sordo parecido al redoble de un tambor.
Yo me senté en un rincón, con mi bastón entre las rodillas, un vaso de cerveza delante de mí y hasta muy entrada la noche permanecí allí, con la boca abierta, los ojos como ascuas, mirando hacia mi castillo de ensueño, que me parecía ver pintado sobre la pared.
Hacia las ocho sentí hambre. Pedí una ración de salchicha y otro vaso de cerveza. Se encendió el quinqué y dos o tres horas después me desperté como de un sueño. El tabernero Fox estaba delante de mí y me decía:
-Dormir una noche vale tres kreutzer. Puede usted subir.
Subí detrás de una bujía y me encaramé a las bohardillas. Había un jergón en el suelo y encima de mi cabeza veía la viga maestra del edificio. Oía a dos borrachos que gruñían en la bohardilla inmediata y afirmaban que no se podían tener de pie. Yo mismo estaba encorvado bajo el tejado, con la cabeza dando contra las tejas.
Durante toda la noche no pude cerrar un ojo, tanto por temor a que me robaran como por el efecto de mi ensueño y el deseo de ponerme en camino sin saber adonde ir.
A las cuatro de la madrugada, el cristal fijo al tejado empezó a tomar un tinte grisáceo; los otros tejadillos de la bohardilla runrune-aban como los tubos de un érgano. Bajé la escalera de espaldas y me lancé a la calle. Al tiempo que corría me palpé más de cien veces el cinturón. La luz aumentaba; algunas criadas salían a barrer las aceras; dos o tres serenos, con el chuzo debajo del brazo, se pase-aban por las calles todavía desiertas. En cuanto a mí, aceleraba el paso, respirando el aire a pulmón abierto, y ya, detrás de la puerta de Stuttgart, veía los árboles del campo, cuando se me ocurrió pensar que se me había olvidado pagar mi hospedaje. Sólo se trataba de tres miserables kreutzer; Fox era el más grande bribón de Munich, daba alojamiento a todos los pícaros de la ciudad. Pero el pensamiento de que un hombre semejante pudiera tomarme por uno de sus iguales, me detuvo de repente.
He oído decir muchas veces, señor Furbach, que la virtud recibe recompensa y el crimen castigo en este mundo. Desgraciadamente, a fuerza de ver lo contrario no creo ya en nada. Más bien pudiera decirse que desde el momento en que un hombre se encuentra bajo la protección de los seres invisibles, todo cuanto hace, ya sea por valiente, ya por cobarde, se arregla en su provecho. Podemos lamentar que verdaderos bandidos tengan a menudo tales y tan buenas fortunas. Pero ¿qué importa? Si las personas honradas fueran siempre dichosas se harían honradas por egoísmo, y el Señor no ha querido eso.
En fin, que vuelvo al «Gallo Rojo» maldiciendo mi mala estrella. Fox estaba afeitándose la barba delante de un pedazo de espejo colocado sobre el borde de la chimenea. Cuando me oyó decirle que volvía para pagar sus tres kreutzer, el buen hombre me miró de soslayo, como si hubiera sospechado alguna astucia diabólica. Pero después de reflexionarlo y de haberse enjugado la barba, me tendió la mano, pensando que tres kreutzer son siempre buenos para cogerlos. Una criada gorda, con los carrillos hinchados como calabazas, y cue en ese momento limpiaba las mesas, no parecía menos maravillada que él.
Iba a retirarme, cuando mis ojos tropezaron por casualidad con una serie de cuadritos llenos de humo, colgados alrededor de la sala. Habían abierto las ventanas para renovar el aire y había un poco más de luz que la víspera, a pesar de lo cual en la sala reinaba todavía mucha obscuridad. He pensado muchas veces desde entonces que hay ciertos momentos en los cuales los ojos alumbran lo que miran; es como una especie de luz interior que nos invita a estar atentos. Sea de esto lo que quiera, tenía ya los pies en la calle, cuando la vista de esos cuadros me hizo volver. Eran grabados que represen-taban paisajes de las orillas del Rin, viejos grabados centenarios, negros, cubiertos de patas de moscas. Pues bien, cosa extraña, de un golpe de vista los abarqué a todos y entre ellos reconocí el de las ruinas que había visto en mi sueño. Me puse pálido; necesité un momento para poder subirme al banco y mirar el cuadro más de cerca. Al cabo de un minuto no me quedaba ya duda alguna: las tres torres de frente, la aldea encima, el río a unos cien metros más lejos, no faltaba nada. Debajo leí escrito en viejos caracteres alemanes un letrero que decía: Vistas del Rin: Brisach. Y en un rincón había la firma de Frederich Sculpsit, 1728. Hacía justamente cien años.
El tabernero me observaba.
-Ah -dijo, está usted mirando el cuadro de Brisach. Es mi tierra. Los franceses han quemado la ciudad, bribones.
Descendí del banco y le pregunté.
-¿Conque es usted de Brisach?
-No, señor; soy de Mulhausen, a pocas leguas de distancia. Famoso país. Se bebe el vino a dos kreutzer el litro en los años buenos.
-¿Hay mucha distancia hasta llegar allá?
-Unas cien leguas. Pero cualquiera diría que tiene usted intención de ir.
-Es muy posible que vaya.
Salí, y el tabernero, adelantándose hasta la calle, me gritó en tono de broma:
-Eh, oiga, antes de ir a Mulhausen piénselo usted bien y vuelva por aquí, no sea que me deba usted algún pico.
No contesté nada. Tomé el camino de Brisach. Veía allá, en el fondo del sótano sombrío, grandes montones de oro, que amasaba a plenas manos y dejaba caer como si fueran granos de trigo; las monedas daban un sonido mate como carcajaditas regocijadas, que me producían escalofríos por la espalda.
Y así fué cómo, señor Furbach, después de haber salido de Munich, llegué felizmente a Brisach el día 3 de octubre de 1828. Me acordaré toda mi vida. Aquel día me había puesto en camino al rayar el alba. Hacia las nueve de la noche llegué a las primeras casas de la aldea. Llovía a cántaros. Mi sombrero de fieltro, mi blusa, mi camisa, chorreaban agua y la humedad me calaba hasta los huesos. Un vientecillo que bajaba de los glaciares suizos me hacía castañetear los dientes. Todavía me parece estar oyendo la lluvia caer, el viento soplar y el Rin mugir en la noche. No brillaba una sola luz en toda la aldea de Brisach. Una vieja me había indicado la posada de Schlossgarten en lo alto de la cuesta. Había acabado por encontrar la barandilla y subía a tientas diciendo para mis adentros: «Dios mío, Dios mío, si no quieres que perezca aquí mismo, si consientes en cumplir con el pobre diablo que soy la cuarta parte solamente de tus promesas divinas, acude en mi socorro y sálvame.»
Nada de esto impedía que el agua cayese a torrentes y que los arbustos junto a la cuneta temblasen al viento, que parecía recrudecer sus silbidos a medida que yo iba subiendo.
Llevaba ya veinte minutos subiendo de esa manera, a tientas por la aldea tortuosa, expuesto a despeñarme a cada paso, cuando, ante mí, en las tinieblas, vi acercarse lentamente una linterna chorreando lluvia y proyectando su tenue claridad sobre la vieja muralla.
-¡Hola!, ¿quién va? -dijo una voz cascada.
-Un viajero que sube al Schlossgarten -cóntesté yo.
-Ah, bueno; vamos a ver.
Y la luz vacilante, tropezando contra las piedras, se acercó.
Por encima divisé un rostro pálido, de nariz chata y aplastada, de mejillas hundidas y grisáceas, tocado con un gorro viejísimo hecho con pieles de marta, de las que ya sólo quedaba el cuero. Un brazo largo, descarnado, alzó la linterna hasta la altura de mi sombrero. El hombre y yo nos miramos durante unos segundos en silencio. Tenía los ojos de color gris claro, como los gatos; las cejas y la barba eran blancas como la hilaza. Llevaba un casacón hecho con piel de cabra y unos pantalones de tela gris. Aquel personaje era el viejo cordelero Zulpick, ente extraño que vivía solo en una cueva, debajo de la torre de Gontrán, el Avaro. Después de haber dedicado todo el día a trenzar sus cordeles en la pequeña avenida de los acebos, detrás de la iglesia de San Esteban, sin dar a los transeúntes que le deseaban buenos días otra contestación que una inclinación silenciosa de cabeza, regresaba a su cueva canturreando con voz gangosa cancio-nes de la época de Federico Barbarroja; preparaba él mismo su cena, y luego, con los codos apoyados en el bordecillo de su ventana, miraba el Rin, la Alsacia, las cumbres de Suiza durante horas y más horas. Veíasele también a veces de noche, paseándose por los escombros, entre las ruinas; y a veces, aunque no frecuentemente, bajaba a beber aguardiente de cerezas con los marineros y los barqueros en la taberna del viejo Korb, en el muelle, junto al puerto. Entonces hablaba de los 'tiempos antiguos y contaba crónicas a aquellas buenas gentes, que se decían unos a otros:
«¿Cómo diablos sabe todas estas cosas el viejo Zulpick, que en toda su vida no ha hecho más que trenzar cordeles?»
Zulpick no faltaba nunca a la misa mayor de los domingos. Pero, por una singular vanidad, se colocaba orgullosamente en el coro, en el puesto de los antiguos duques. Y lo más extraordinario es que los habitantes de Brisach considerábanlo como muy natural en el viejo cordelero, siendo así que lo habrían criticado, de haberlo hecho otra persona cualquiera.
Éste era el hombre de la linterna.
Cuando estuvimos frente a frente me miró largo tiempo a través d.e la lluvia que rayaba el aire, sin decir palabra a pesar de la impaciencia que se apoderaba de mí.
Por último me dijo secamente:
-Éste es el camino.
Y con la espalda encorvada y el ademán soñoliento, prosiguió su camino hacia la taberna del viejo Korb, murmurando palabras confusas.
Yo, por mi parte, queriendo aprovechar los últimos destellos de la linterna, escalé rápidamente la terraza, en donde vi brillar una raya de luz a ras de tierra: era la luz del Schlossgarten. Una sirvienta velaba; llegué a la puerta del hctel, llamé, me abrieron, y la voz de Ka±el exclamó:       ,
-Hay, Señor Dios mío..., qué tiempo para viajar..., qué tiempo...; entre usted, entre
Entré en el vestíbulo y entonces, habiéndome mirado, la mucha-cha e dijo:
-Verdaderamente, necesita usted cambiar de ropa y veo que no es usted rico...; pero venga usted conmigo a la cocina, beberá usted un trago, comerá usted un bocado por amor de Dios y procuraré encontrar alguna camisa vieja, y luego le buscaré una buena cama.
Así habló la excelente criatura, a quien di gracias con toda mi alma.
Una vez que estuve sentado junto al hogar, cené omo un verdadero lobo. Katel levantaba los brazos al cielo y me miraba maravillada. Cuando hube terminado, me condujo a una habitación de criados, donde me desnudé, me acosté y me quedé dormido en seguida bajo la protección del Señor.
No pensaba entonces ni remotamente en que estaba durmiendo bajo el techo de mi propia casa. ¿Quién puede prever semejantes cosas? ¿Qué son los hombres sin la protección de las potestades invisibles? Y por otra parte, ¿qué no pueden esperar cuando Dios se empeña en protegerlos? Pero entonces estos pensamientos estaban bien lejos de mi corazón.
Al día siguiente me desperté alrededor de las siete; oí el rumor de los árboles que temblaban fuera; habiendo lanzado una mirada a través de los cristales de la ventana que daba al parque del Schlossgarten, vi los plátanos de grueso tronco dejando caer una por una sus anchas hojas secas sobre las avenidas desiertas. La niebla extendía su obscuridad gris sobre la sábana del Rin. Mis vestidos estaban todavía húmedos; me los puse, sin embargo, y Katel me presentó pocos instantes después al dueño del hotel, Miguel Durlach, viejecito de ochenta años, que tenía la cara surcada por innumerables arruguillas y los párpados colgantes como bolsas medio vacías. Vestía una chaquetilla corta de terciopelo pardo, con botones de plata, unos calzones de paño azul, unas medias de seda negra, unos zapatos romos con anchos bucles de cobre a la antigua moda. Estaba sentado con las piernas cruzadas en un rincón de la estufa de azulejos que había en la sala grande del hotel.
Le pedí trabajo, pues había tomado la resolución de permanecer en Brisach. El viejo me miró unos segundos, me pidió mis certificados, y se puso a leer gravemente con sus gruesas gafas bien caladas sobre su nariz ganchuda. De vez en cuando inclinaba la cabeza y murmuraba:
-Bueno, bueno.
Por último levantó la vista y, con una sonrisa benévola, me dijo:
-Puede usted permanecer aquí, Nicklausse, substituirá usted a Kasper, que tiene que salir mañana para ingresar en el ejército. Irá usted mañana y tarde al muelle a ver si vienen viajeros y acarreará usted sus equipajes. Le daré a usted seis florines al mes, la habitación y la comida; la generosidad de los viajeros doblará, sin duda, el sueldo de usted, y más tarde ya veremos de aumentalo más aún si estamos contentos de su trabajo. ¿Qué, le conviene?
Acepté de muy buena gana, porque había resuelto permanecer en Brisach, como ya he dicho. Pero lo que me confirmó aún más en esta resolución fué la llegada de la señorita Fridolina Durlach, cuyos grandes ojos azules y cuya dulce sonrisa se adueñaron de mi alma. A mí se me apareció Fridolina, juvenil, sonriente, con hermosos cabellos de color rubio ceniciento, que caían en espesas trenzas sobre su cuello blanco como la nieve, con el talle gracioso, las manos un poco gordezuelas, la voz aterciopelada y cariñosa, tal como la había visto en mi sueño, en la flor de sus veinte años y suspirando ya, como todas las muchachas, por ver llegar la hora afortunada del matrimonio.
Y, sin embargo, señor Furbach, al pensar en lo que yo era, yo pobre criado, vestido de blusa gris, uncido mañana y tarde a mi carretón como una bestia de tiro, con la cabeza inclinada, jadeando tristemente, no me atrevía a creer en la promesa de los espíritus invisibles, no me atrevía a decirme: «He aquí a tu prometida, he aquí la que Dios te tiene destinada para esposa.» No, no me atrevía a imaginar este pensamiento; son rojábame al concebirlo, temblaba y me tachaba de loco. ¡Era tan bella Fridolina, y yo tan pobre, desnudo y abandonado!
Sin embargo, desde mi llegada a Schlossgarten, Fridolina me había tomado afecto o, mejor dicho, sentía lástima de mí. Por la noché, en la cocina, después del rudo trabajo del día, cuando abatido me sentaba a descansar junto al fuego con las manos cruzadas sobre las rodillas y la mirada perdida, en el ensueño, entraba a veces Fridolina furtivamente, como un hada, y mientras Katel, vuelta de espaldas, fregaba los platos, me miraba sonriente y murmuraba en voz baja:
-Debe estar usted muy cansado, ¿verdad Nicklausse? ¡Qué mal tiempo ha hecho hoy! La lluvia debe haberle calado a usted hasta los huesos. Hace usted un trabajo muy duro. Muchas veces pienso en ello. Es muy duro, sí. Pero tenga usted un poco de paciencia, mi buen Nicklausse, y cuando otro cargo quede vacante en el hotel será para usted. No ha nacido usted para tirar de un carromato. Este oficio requiere hombres más fuertes, más rudos que usted.
Al hablar así, me miraba con ojos tan dulces, tan compasivos, que mi corazón temblaba y mis ojos se llenaban de lágrimas. Hubiera querido echarme a sus, pies, coger sus manitas entre las mías, apoyar en ellas mis labios y regarlas con mis lágrimas. El respeto sólo me contenía. Jamás me hubiese atrevido a decirle: «Fridolina, te quiero.» Y, sin embargo, Fridolina había de ser mi esposa.
En ese momento Nicklausse interrumpió su narración. La emoción le ahogaba. El viejo Furbach mismo se sentía enternecido. Miró al buen muchacho, y al verle llorar esas lágrimas de felicidad, que brotaban en los ojos al conjuro de los recuerdos, sintióse conmovido hasta lo más hondo de su ser, pero no encontró una palabra que decirle.
Al cabo de algunos minutos, habiéndose calmado un poco su emoción, Nicklausse prosiguió diciendo:
-Ya puede usted figurarse, señor Furbach, que durante aquel invierno de 1828, que fué tan largo y tan duro, mi idea fija no me abandonó un solo instante. Represéntese usted a un pobre diablo con el collerón colgado de un hombro, tirando de la carreta mañana y tarde en ese inmenso caracol que desde la orilla del Rin sube en espiral interminable hasta la terraza del castillo. Ya conoce usted esa rampa combatida por todos los vientos de Alsacia y de Suiza. ¡Cuántas veces, a la mitad de la cuesta, me he detenido, contem-plando la dilatada escombrera, las negras chozas de abajo y pensando: «El tesoro está ahí, en medio de toda esa ruina, en alguna parte, no sé dónde, pero ahí está! Si yo lo descubriera, en lugar de sentir la lluvia azotándome la cara, en lugar de tener los pies en el barro y el cordel ceñido a los riñones, estaría muy calentito, sentado delante de una buena mesa, bebiendo buen vino, oyendo el viento, la lluvia y el granizo desencadenarse fuera y dando gracias a Dios por sus bondades. Y después..., después... contemplaría el dulce rostro de una persona querida, que me ofrecería su sonrisa.»
Estos pensamientos me producían fiebre. Mis ojos calaban las murallas. Con la mirada sondeaba todas las profundidades del abismo, minaba los cimientos de cada una de las torres, cuyo espesor calculaba por la terraza superior.
«¡Ah! -exclamaba- lo encontraré..., lo encontraré    no tengo más remedio que encontrarlo.»
Una especie de atractivo extraño dirigía mi vista una y otra vez a la torre de Gontrán, el Avaro, que está enfrente de la subida. Es una construcción muy elevada, rematada por pesadas almenas que sobresalen ern relieve por el lado de Hunewik. La torre de Rodolfo se yergue a su lado. Entre las dos se abatía el puente levadizo de la plaza. Esas dos torres constituían en cierto modo los sostenes de la puerta colosal.
Una circunstancia principalmente me atraía hacia la torre de Gontrán, y es que hacia la mitad de su altura hay una gruesa piedra tallada, sobre la cual se ve esculpida una cruz, encima de la cual hay un casco, en cuyas extremidades laterales dos guanteletes ocupan el sitio donde suelen estar las manos de Nuestro Señor Jesucristo.
Supongo que no habrá usted olvidado, señor Furbach, aquella crucecita que llevaba siempre colgada del pecho y que le enseñé a usted el día de mi despedida. Esa cruz me parecía idéntica a la que se veía en la torre de Gontrán: el mismo casco, los mismos guanteletes. Además, al pasar junto a la torre, acontecíame cada día algo inconcebible, y es que empezaba a temblar de pies a cabeza, me sentía invadido por una fuerza extraña, por un miedo incomprensible, y, a pesar de mi deseo de aclarar el misterio, el terror de la muerte me hacía tiritar.
De noche, una vez encerrado en mi habitación, me llamaba a mí mismo cobarde; hacía el firme propósito de tener más valor al día siguiente. Pero la idea de encontrarme frente a frente con seres de un mundo desconocido, me hacía quebrantar constantemente las resoluciones más firmes.
Además, al pie de esta famosa torre, en el antiguo sótano de la sala de armas, vivía el viejo cordelero Zulpick, quien desde mi llegada a Brisach espiaba todos mis movimientos. ¿Qué quería aquel hombre? ¿Sospechaba acaso mis proyectos? ¿Estaba él también obsesionado por los mismos instintos? ¿Tenía algún indicio? No podía por menos de sentir vagas aprensiones al verle. Evidentemente entre Zulpick y yo existía algún interés... ¿De qué naturaleza era este interes? Lo ignoraba y, por tanto, había de permanecer en guardia.
Llevaba tres meses arrastrando mi carrito, sin atreverme a tomar una resolución definitiva. El desaliento se apoderaba de mí. Parecíame a veces que el espíritu de las tinieblas había querido burlarse de mi credulidad. Regresaba por la noche al Sehlossgarten con una tristeza inexpresable. Katel y Fridolina se esforzaban en vano por conocer la causa de mi pena y me prometían mejor suerte para el porvenir. Pero yo adelgazaba a ojos vistas.
Había llegado el invierno. El frío era excesivo, sobre todo durante las noches claras, cuando las estrellas pululan en el cielo, cuando la luna brillante dibuja sobre la nieve blanca las sombras de los grandes árboles, con sus mil ramas entrelazadas.
En aquella época los barcos de vapor no existían todavía, y el servicio del río lo hacían grandes barcos de vela, que llegaban a las ocho, a las nueve, a las diez, a las once y, a veces, a las doce de la noche, según que el viento fuese más o menos favorable. Había que esperar en el muelle en medio de los fardos. La nieve caía lentamente y cubría mi cuerpo como si fuese un bloque de piedra. Luego, cuando el barco había pasado, volvía muchas veces al hotel sin equipajes, pues en invierno los viajeros son raros.
Una noche de enero subía la cuesta con el alma embargada de tristeza. Había caído mucha nieve y mi carretilla no hacía ningún ruido. Llegado a la mitad le la cuesta me detuve, apoyando los codos sobre el nurallón, en mi sitio preferido, para mirar la torre lo Gontrán. El tiempo estaba claro, a mis pies dornía la aldea, los árboles cubiertos de escarcha y de lieve resplandecían bajo la luz de la luna. Durante argo tiempo contemplé los tejados blancos, los patiiillos negros llenos de picos, de palas, de rastrillos, le arados, de haces de paja que colgaban de las pacedes, junto a las cuales estaba amontonada la nieve. No se oía un ruido, ni un suspiro. Y yo me decía a mí mismo: «Duermen..., no necesitan tesoros... Dios mío, ¿qué es el hombre? ¿Qué necesidad tenemos de ser ricos? ¿Es que los ricos no se mueren también corno los pobres? ¿Es que los pobres no pueden, como los ricos, vivir, querer a su mujer y a sus hijos, calentarse al sol cuando éste luce, y al fuego cuando hace frío? ¿Necesitan acaso beber buen vino todos los días para ser felices? ... Y cuando todos se han arrastrado ;turante breves días sobre esta tierra, viendo el cielo, las estrellas, la luna, el río azul, los campos verdes y los bosques frescos; cuando han pasado unos instantes recolectando los frutos de la tierra, exprimiendo los racimos de la uva, diciendo a su adorada: «Eres la más hermosa, la más dulce, la más tierna de las mujeres... y nunca cesaré de amarte»..., y haciendo saltar a sus nifios en sus brazos, besándoles y riendo de sus risas; cuando han hecho todo esto (todas las rosas que constituyen la felicidad, la pobre felicidad de este mísero mundo), pues bien; ¿es que todos, unos tras otros, unos vestidos de blanco y otros de harapos, unos tocados de plumas y otros con la cabeza al aire, rio descienden a la misma caverna sombría de donde nunca se regresa y en donde nadie sabe lo que acontece? ¿Necesitas tesoros, Nicklausse, para todo eso? Reflexiona y tranquiliza tu alma. Regresa a tu aldea, cultiva tu tierrecilla y la de tu abuela; cásate con Gredel, con Cristina, o con Carlota; con una gorda regocijada o con una flaca melancólica, que, vive Dios, no faltan ni unas ni otras. Imita el ejemplo de tu padre y de tu abuelo, ve a misa, escucha al señor cura y cuando tengas que seguir el camino que antes siguíeron los otros, ya te bendecirán, y dentro de cien años serás un antiguo, uno de esos buenos hombres, cuyos huesos se exhuman con respeto diciendo: ¡Ah!, en aquellos tiempos había buenas gentes..., hoy no se ven más que desastrados.»
Así soñaba yo, inclinado sobre el murallón, admirando el silencio de la aldea, de las estrellas, de la luna y de las ruinas, y llevando en el alma el luto de mi tesoro que no podía conseguir.
Pero cuando llevaba allí algunos minutos, vi de pronto enfrente de mí, a cien metros encima de mi cabeza, sobre la plataforma, algo que se movía, se adelantaba lentamente, lanzaba una mirada sobre el rio, sobre el muelle y luego a lo largo de la cuesta.
Me agaché. Mi carretilla y yo, pegados al murallón, desaparecíamos detrás de la curva.
Era Zulpik, que tenía la cabeza descubierta. Y como la luna brillaba con todo su esplendor, a pesar de la distancia, vi que el viejo cordelero estaba animado por algún pensamiento extraño; sus mejillas pálidas estaban contraídas, sus grandes ojos cubiertos de cejas blancas lanzaban destellos. Sin embargo, parecía estar tranquilo. Después de haber mirado durante largo tiempo, se caló su vieja gorra de piel (se había destocado para mejor espiar) y le vi bajar por el sendero abrupto que bordea la torre de Rodolfo. Pronto lo vi perderse en los contrafuertes.
¿Qué iba a hacer en medio de aquellos escombros y a aquella hora? En seguida se me ocurrió la idea de que iba a buscar el tesoro. Y yo, que hace un momento estaba tan tranquilo, sentí como una ola de sangre que me subía a la cabeza. Me eché al hombro el correaje de la carretilla y empecé a correr con todas mis fuerzas. Las ruedas en la nieve no hacían el menor ruido. En pocos minutos llegué a la cochera del Schlossgarten. Cogí un pico y volví a todo escape, persiguiendo la pista del viejo cordelero. Al cabo de un cuarto de hora había llegado al foso y le seguía de cerca en la nieve. Corrí tan de prisa que súbitamente, a la vuelta de un montén de escombros, me encontré cara a cara con el viejo Zulpik, que tenía en la mano una enorme palanca. Me miró fijamente, oprimiendo entre sus dos manos la gruesa barra de hierro, pero sin moverse ni más ni menos que una estatua. Había en su actitud cierta punta de orgullo, que me llamó mucho la atención. Hubiéraselo tomado por un caballero de los siglos pasados. Yo jadeaba no sólo de cansancio, sino de sorpresa. Sin embargo, no tardé en serenarme y volver en mí. Entonces le dije:
-Buenas noches, señor Zulpik. ¿Cómo le va tan de noche? ¿Hace frío, verdad?
Al mismo tiempo la vieja catedral de San Esteban lanzaba al aire las campanadas de las doce y cada estampido de su timbre grave y solemne resonaba en las murallas. Cuando se hubo extinguido la última campanada, Zulpik, que no reía, me dijo:
-¿Qué vienes a hacer aquí?
-Pues -le contesté yo, algo aturdido -vengo a hacer lo mismo que usted.
Entonces él, con voz grave, exclamó:
-¿Con qué derecho pretendes apoderarte del tesoro de Gontrán, el Avaro? Habla.
-¡Ah!, ¡ah! -dije yo, conque parece que usted sabe...
Mi corazón latía con violencia.
-Sí, te he adivinado..., te esperaba.
-¿Que me esperaba usted? Pero sin contestarme replicó:
-¿Con qué derecho pretendes tú cosa alguna en este lugar?
-¿Y usted, tío Zulpik, con qué derecho quiere que si hay un tesoro sea para usted antes que para mí?
-Yo, yo, el caso es diferente, muy diferente. Hace ya cincuenta años que busco lo que sólo a mí pertenece.
Y poniendo la mano sobre el pecho, prosiguió con acento de profunda convicción:
-El tesoro es mío..., lo he adquirido a precio de sangre..., y he aquí que llevo ocho siglos privado de su disfrute.
Creí que estaba loco. Pero él, adivinando mi pensamiento, dijo:
-No, no estoy loco..., y puesto que el pensamiento de Dios te ilumina, dime dónde está mi tesoro, que te daré una buena recompensa.
Estábamos al pie de la torre de Rodolfo y el viejo cordelero había intentado sacar una piedra. Otros bloques, en gran número, estaban ya amontonados no lejos de allí.
-No sabe el sitio fijo -me dije; el tesoro no está aquí segura-mente. Debe estar en la torre de Gontrán, el Avaro.
Y, sin contestar a su pregunta, le dije:
-Valor, tío Zulpik; volveremos a hablar de este asunto más tarde.
Y volví a tomar el sendero que sube a la terraza. Pero mientras corría, caí en la cuenta de que no se podia entrar en la torre de Gontrán, a no ser por el ótano que habitaba Zulpik. Entonces, volví la cara y le grité:
-Mañana volveremos a hablar de este asunto.
-Está bien -dijo con voz enérgica.
Y me siguió a larga distancia, con la cabeza inclinada y aire de abatimiento.
Pocos instantes después encontrábame en mi cuarto. Me acosté con un sentimiento de esperanza y de valor, que no había experi-mentado desde hacía mucho tiempo.
Aquella noche mi sueño, que iba perdiendo cada día en vivacidad de colorido, recobró una grandeza imponente. Ya no era tan sólo el caballero tendido sobre la cruz de bronce lo que yo veía; era toda una historia extraña y colosal, que se desenvolvía lentamente ante mis ojos. La antigua catedral de San Esteban hacía resonar sus campanas seculares. Sus piedras pesadas, de color rojizo, sus arquerías, sus bóvedas, sus torres, temblaban hasta los cimientos de granito. Una inmensa muchedumbre, vestida con paño le oro y pedrería y precedida de los sacerdotes y de los señores, se apre-tujaba sobre la plataforma de Brizach, pero no el Brisach de hoy, con sus escombros, sus ruinas y sus covachas, sino el Brisach de antaño, lodo lleno de altos edificios encumbrados hasta los cielos. En cada uno de los huecos, entre sus anchas almenas, erguíase un hombre armado, con los ojos atentos a la llanura azulada. A lo largo de la cuesta, bajaba hasta la orilla misma del Rin una larga fila de relucientes lanzas, alabardas, ballestas, que enviaban al cielo sus res-plandores bruñidos. Los caballos piafaban en el encajonamiento profundo de los portales sombríos. Sobre la llanura flotaban inmen-sos rumores de pueblo. De repente, transportado en lo alto de una torre, vi a lo lejos, muy lejos, adelantarse por el río un barco largo, todo cubierto de velos negros, con una cruz blanca en medio. Las campanadas de fúnebre sonido sonaban alternativamente en unas y otras torres de la comarca, y sus ecos lúgubres, prolongándose unos en otros, iban a morir al fondo de los fosos. Comprendí que un gran personaje, un príncipe, un emperador acababa de morir; y como todo el mundo se arrodillaba, yo también quise arrodillarme. Súbitamente todo desapareció. Sin duda, había dado una vuelta en la cama. Un silencio de muerte sucedía al tumulto anterior.
Entonces me vi en mi sótano, mirando por un tragaluz. Enfrente se encontraba el puente levadizo, la torre de Rodolfo, y sobre el puente un centinela. Y me dije: «No te has engañado, ATicklausse, ésta es verdaderamente la torre de Gontrán, el Avaro, y el viejo duque está aquí». Al volverme vi el féretro y al viejo duque; no era un esqueleto, era un muerto revestido de una capa azul sembrada de estrellas y de águilas bicípites bordadas en plata. Me aproximé.. ., miré !os ornamentos con éxtasis, contemplé la capa, la espada, la corona y la gran copa, que brillaban a la luz de una estrella furtivamente deslizada por el orificio de la tronera. Estaba soñando con la posibilidad de poseer esas riquezas, cuando el viejo duque abrió lentamente los ojos y me miró con aire grave.
-¿Sois vos, Nicklausse? -me dijo sin que temblara ni un músculo de su alargada faz.
-Hace mucho tiempo que me tienen olvidado en esta cueva obscura. Sed bienvenido, sentaos acá, en el borde mismo de mi féretro, que es muy pesado y no se caerá.
Y me alargaba la mano, que no pude por menos de estrechar.
-Dios de mi alma, qué frías están las manos de los muertos -pensé temblando de miedo y de frío.
En aquel mismo momento me desperté. Tenía en las manos el candelabro de la mesilla de noche y el frío de este objeto era el que me había despertado. Los pequeños cristales de mi ventana estaban blancos de escarcha.
Durante todo el resto de la noche no hice más que pensar en mi sueño. Sólo recordaba de él las principales circunstancias; pero pronto había de recordarlo por entero, a medida que los objetos reales fueron evocando en mi imaginación los detalles más pequeños.
Tuve que aguantar pacientemente el transcurso del día entero. Llegó la tarde. Al dirigirme hacia el muelle, a las seis, con mi carrito, avisé al viejo Zulpik de que estaría de vuelta hacia las ocho o las nueve y le dije que entonces podríamos charlar. Me contestó con tina inclinación de cabeza, señalando hacia la entrada de su cueva.
A las nueve pasó el barco. A las diez estaba de vuelta. Después de haber dejado mi carretilla en la cochera, fui a la torre de Gontrán. Zulpik me esperaba. Bajamos sin hablar palabra y desde aquel momento tuve la convicción de que estaba próximo el instante de nuestro gran descubrimiento, pues al mismo tiempo que bajaba la escalera me acometió el recuerdo de haberla ya recorrido durante mi sueño. Pero no dije nada. Cuando hubimos llegado al fondo de la cueva, habíanse desvanecido todas mis dudas, si alguna me hubiese quedado. Reconocía aquel local, aquella bóveda baja, aquellos muros viejos, aquella mesa de abeto apoyada contra la tronera, aquellos cuatro cristales redondos, aquel camastro, aquellos paquetes de cordeles enrollados en un rincón. Todo lo había visto ya, aunque nunca había entrado en casa del tío Zulpik.
Todo lo reconocía, como si hubiese sido un familiar de su domicilio, y ya con el rabillo del ojo señalaba la losa que habría que levantar, si por fin el viejo y yo llegábamos a un acuerdo.
Un candil de hoja de lata brillaba sobre la mesa. El viejo cordelero se sentó sin reparo sobre la única silla, de paja y medio rota, que había en su habitación. Zulpik, con su cráneo calvo, con las dos mechas de pelo que le quedaban alrededor de las orejas, con la nariz aplastada, los ojos brillantes y la barbilla en punta, tenía el aire inquieto y preocupado. Me observaba con mirada sombría y las primeras palabras que me dijo fueron:
-El tesoro es mío. No me gusta que me roben. Es mío, me lo he ganado. Yo no soy de esos que se dejan engañar, ¿me oyes?
-Entonces -contesté yo levantándome, puesto que el tesoro es de usted, guárdelo.
Y anduve unos pasos como para retirarme.
Pero él, levantándose y deteniéndome por el brazo con gesto brusco, dijo rechinando los dientes:
-Escucha, ¿cuánto quieres?
-Quiero la mitad.
-¡La mitad! -dijo; eso es abominable, eso es un robo.
-Pues bien, quédese usted con todo.
Y entonces puse el pie en el primer escalón.
Al ver mi ademán, Zulpik se precipitó sobre mí y, arrancándome casi el faldón de mi casaquilla, aulló:
-Pero si tú no sabes nada..., nada. Quieres probarme, quieres espantarme; yo lo encontraré solo.
-Entonces, ¿por qué me retiene usted aquí?
-Vamos, siéntate -dijo gruñendo, con ademanesextraños. Vamos, puesto que sabes, dime lo que hay en el tesoro.
Volví y me senté.
-Hay, en primer lugar, la corona de seis picos, de oro, con cuatro gruesos diamantes en cada pico, y la cruz encima.
-Sí, hay eso.
-Hay, además, la espada, la espada grande con la empuñadura de oro.
-Es verdad.
-Y la copa de oro con perlas blancas, rojas y amarillas.
sí..., sí..., hay todo eso, bien que me acuerdo: mi copa, mi espada, mi corona. Me las dejaron, sí, porque yo lo mandé. Pero quiero volverlas a tener.
-Ah, si lo quiere usted guardar todo para sí -exclamé yo, furioso de semejante egoísmo; si lo quiere usted todo, entonces me voy. No tengo nada que hacer aquí.
Y salí indignado.
Pero él, saltando una vez más y agarrándome por el brazo, exclamó:
-Podremos entendernos para todo lo demás. Hay oro, ¿no es verdad?
-Sí, el féretro está lleno de monedas de oro.
Al oír estas palabras palideció hasta quedar su rostro de color verdoso, y dijo:
-Para mí el oro, para ti la plata.
-Pero si no hay plata -exclamé, y, además, si la hubiera yo no la querría, ¿me oye usted?
El viejo loco, con modulaciones de voz que parecían aullidos feroces, empezó entonces a quererme suplicar, a intentar ablandarme. Pero bien fácil me era comprender que de buena gana me hubiera estrangulado, si se hubiera sentido más fuerte que yo y no hubiera tenido necesidad de mí.
-Vamos -decía, escúchame, Nicklausse. Eres un buen muchacho y no querrás robarme lo que es mío. Te digo y te repito que el tesoro me pertenece. Hace cincuenta años que lo busco. Me acuerdo de haberlo ganado hace mucho tiempo... mucho, mucho tiempo. Sólo que no puedo gozar de él por la vista. Pero es igual, puesto que es mío.
-Pues bien; ya que es de usted, déjeme usted en paz.
-Ahora mismo lo vas a desenterrar -aulló echando mano de una azuela.
Felizmente, llevaba yo en la mano mi gran bastón con punta de hierro, habiendo previsto que el asunto podía acabar mal. Lo enar-bolé y le dije fríamente:
-Tío Zulpik, he venido a su casa de usted como amigo. Usted quiere asesinarme. Pero tenga usted mucho cuidado. Al menor movimiento le rompo la cabeza.
Lo comprendió así, y después de haberme observado un segundo, espiando mis movimientos y calculando si podría vencerme, soltó la azuela y me dijo en voz baja:
-¿Quieres la mitad?
-Sí.
-¿Qué mitad?, ¿el oro, la espada, la corona, qué, qué? Habla.
-Haremos dos partes. Se echará a suerte y es necesario que las partes sean perfectamente iguales.
Reflexionó un instante y dijo:
-Acepto. No tengo más remedio que aceptar. Pero me estás robando. Esta mala acción pesará siempre sobre tu alma. Que el diablo te ahogue. No tengo más remedio que aceptar.
-Estamos, pues, de acuerdo, ¿no?
-Puesto que te digo que acepto...
-Sí; pero va usted a jurarlo sobre esta cruz.
Entonces saqué del bolsillo mi pequeña cruz de bronce. Al verla, sus ojos parecieron turbarse.
-¿Quién te ha dado eso?
-¿A usted qué le importa? Jure usted.
-Pues bien, juro... dejarte la mitad.
-Repartiremos por igual y a la suerte.
-Sí.
-Perfectamente -dije yo volviendo a guardar la cruz; ahora podemos entendernos. Por de pronto, tío Zulpik, el tesoro está aquí.
-¿Aquí?, ¿dónde? -dijo balbuciente.
-Hay que levantar esta losa y luego cavar por debajo. Llegaremos a una escalera y bajaremos 50 escalones, al cabo de los cuales hay una cueva, y en la cueva está el tesoro.
Al escucharme sus ojos se abrían.
-¿Cómo sabes tú todo eso? -exclamó.
-Lo sé.
-¿Estás seguro?
-Estoy seguro; va usted a verlo.
Y fui a coger el pico en el fondo de la habitación. Pero entonces dió un salto exclamando:
-Yo, yo quiero levantar la losa. Yo quiero quitar la tierra.
--Levante usted la losa, tío Zulpik, y cave usted cuanto quiera; pero no se olvide usted del juramento que ha hecho sobre la cruz. Se puede ir al infierno una vez, pero dos veces sería demasiado.
No contestó nada, tomó el pico y levantó la losa.
Yo estaba de pie a su lado, empuñando mi grueso bastón de chuzo, pues desconfiaba de su locura. Varias veces advertí que me lanzó dos o tres miradas rápidas, como para cerciorarse de si estaba o no prevenido. Cuando la losa estuvo levantada empezó a cavar con la rapidez febril del perro que araña la tierra. El sudor le corría por la espalda. Una vez se detuvo y me dijo:
-Esta cueva es mía. Vete.
-Acuérdese usted de su juramento sobre la cruz -le dije fríamente.
Reanudó su trabajo, repitiendo a cada golpe de pico: «Me estás robando..., me estás robando, eres un ladrón..., todo es mío...», hasta que alcanzó la pequeña bóveda de la escalera. Cuando hubo descubierto la primera piedra, de pronto se puso pálido como el papel y se sentó sobre el montón de tierra.
Yo quise coger el pico y cavar a mi vez. Pero él se precipitó balbuciendo:
-Déjalo, déjalo, yo..., yo quiero hacerlo todo..., quiero bajar el primero.
-Muy bien, siga usted.
Y prosiguió en la labor con un afán tan grande, que no podía ni respirar. La rabia aparecía en todos sus rasgos. Sin embargo, el trabajo adelantaba; cada golpe de pico producía ahora un sonido hueco, y súbitamente una piedra cayó y después toda la bóveda se vino abajo en el hueco de la escalera, con un ruido sordo. El viejo cordelero estuvo a punto de ser arrastrado por los escombros. Con mucha fortuna pude retenerlo. Pero él, lejos de darme las gracias, apenas hubo visto la escalera empezó a gritar con una rabia espantosa:
-Todo es mío.
-Y mío -dije yo con voz seca.
Yo había cogido la lámpara; pero él quiso llevarla.
-Bueno, prefiero eso. Eche usted por delante, tío Zulpik.
Y bajamos.
La luz temblorosa alumbraba aquellas viejas bóvedas, diez veces seculares. El ruido furtivo de nuestros pasos sobre los escalones sonoros producía efectos extraños. Mi corazón latía con violencia tal, que parecía que iba a quebrárseme el pecho. Yo veía delante de mí el cráneo calvo del viejo cordelero, su nuca grisácea, su espalda encorvada. Quizá en mi lugar hubiera sentido él tentaciones funestas; pero, gracias a Dios, jamás el pensamiento del mal entró en mi alma, señor Furbach, y tengo que decirle a usted esto porque detrás de nosotros, en la sombra, seguíanos y acechábanos la muerte. Felices los que nada tienen que reprocharse, dejando a Dios el cuidado de llevarse a sus criaturas cuando le plazca, que Dios no nos necesita para llevar a cabo su terrible tarea.
Cuando hubo llegado al final de la escalera, Zulpik, no viendo nada en aquella cueva, me miró con ojos extraviados. Quiso entonces hablar, pero ningún sonido consiguió atravesar sus labios. Entonces le enseñé el anillo de hierro que estaba adherido a la losa del centro. Comprendió en seguida, y, dejando la lámpara en el suelo, asió el anillo con las dos manos, profiriendo un rugido salvaje. El sudor resbalaba lentamente sobre nuestras sienes. Sin embargo, conseguí permanecer dueño de mí mismo. Viendo la inutilidad de los esfuerzos que hacía el viejo, le dije:
-Déjeme usted, Zulpik, que usted no tiene bastante fuerza.
Intentó contestar. En aquel momento noté que tenía los labios azules.
-Siéntese usted, recobre el aliento, y no tema que vaya a robarle su parte, esté tranquilo.
Pero no quiso sentarse, y lo que hizo fué acurrucarse delante de la losa. Y mientras que yo la levantaba, empujando el pico en los intersticios de la piedra, él se esforzaba por retenerla entre sus uñas.
-Tenga usted cuidado -exclamé, que voy a aplastarle los dedos.
Pero era vano hablarle, no oía, no escuchaba. El furor del oro se había apoderado de él, y en el rnomento mismo en que, levantando la losa necesitaba yo desplegar todas mis fuerzas para contenerla y que no volviese a caer, ya él se había deslizado por debajo, y lanzaba gritos inhumanos, entrecortados por extraños hipos.
Levantada la losa, permanecí algunos segundos como deslumbrado; el resplandor de las pedrerías con los reflejos de la lámpara me producía vértigo. En aquel momento, rápidos como relámpagos, reaparecieron todos mis recuerdos borrados. E incluso me acordé de lo que usted me había dicho en Munich: «¿Cómo podía usted ver el oro, el féretro y el caballero, Nicklausse, puesto que no tenía usted luz? Reconozca usted que su sueño no tiene sentido común.» Y para contestar a esta objeción, mis ojos buscaban una luz cualquiera. Entonces vi una abertura en la muralla. Al exterior parecía uno de esos golletes macizos que suele haber en todas las fortificaciones para facilitar la filtración de la humedad del suelo. La luna, pálida, miraba por aquel agujero y confundía sus rayos azules con los amarillos de nuestra lámpara.
Todo esto es para decirle a usted, querido señor Furbach, que, en semejantes momentos, nuestros sentidos adquieren una agudeza sorprendente y nada se les escapa, ni siquiera las circunstancias más indiferentes.
Zulpik acababa de coger la corona que yacía sobre un almohadón de púrpura y la colocó sobre su cabeza con soberbio ademán de orgullo. Cogió también la espada, la copa y, mirándome, dijo con acento de gravedad solemne:
-Aquí está el duque, el viejo duque Gontrán, el Avaro.
Y cuando yo alzaba un pico del cortinón que los años habían puesto rígido como cartulína, y cuando bajo las telas apareció el oro, el viejo loco, levantando la espada, quiso asestarme con ella un golpe en la cabeza. Pero un ruido indefinible salió de su garganta y su cuerpo cayó como un trapo viejo, exhalando un largo suspiro.
Presa de horror, acerqué la lámpara y vi en su sien izquierda una mancha de color negro azulado. Sus ojos habían dado la vuelta dentro de las órbitas, y tina espuma rosada aparecía en la comisura de sus labios.
-Tío Zulpik -exclamé.
Pero no contestó.
Al punto comprendí que acababa de ser herido por un ataque de apoplejía fulminante. ¿Fué acaso la visión del oro? ¿Fué por haber violado su juramento, al pretender herirme para robarme mi parte del botín? ¿Fué porque le había llegado su hora, como nos llegará a todos la nuestra? ¡Quién sabe! No me inquieté por ello. Sentía un miedo horrible de ser sorprendido en aquellas circunstancias junto a aquel cadáver. Nadie habría dudado un instante en acusarme de haber asesinado a Zulpik, pobre anciano sin fuerzas, para apoderar-me de su tesoro. ¿Qué hacer? Lo primero que se me ocurrió fué salir escapado, dejándolo todo como estaba. Pero cuando subía los escalones sentí vivaIr.ente la desesperación de perder las riquezas que tan intensamente había apetecido. Volví, pues, a la cueva. Arranqué de las manos de Zulpik la copa y la espada que sus dedos rígidos apretaban como garras. Volví a colocar en el féretro estas dos piezas, así como también la corona. Y después, cargando el cuerpo sobre mis hombros y recogiendo la lámpara del suelo, subí al piso superior. Coloqué el cuerpo del viejo cordelero sobre su camastro y volcando la tierra de nuevo sobre la escalera volví a colocar la losa en su sitio. Hecho esto, entreabrí lentamente la puerta y miré con precaución e inquietud hacia la plaza desierta. Todo dormía en los alrededores. No eran las dos de la madrugada. La luna, melancólica, dibujaba las grandes sombras negras de San Esteban sobre la nieve endurecida. Me escapé hacia el Schlossgarten y me deslicé en mi cuarto por la entrada del parque.
Al día siguiente todo Brisach supo que Zulpik había muerto de un ataque. Fué enterrado, y las viejas comadres de la aldea, los marineros del río, los cargadores, le acompañaron hasta el cementerio.
Durante tres semanas continué tirando de la carretilla. En esta época tuvo lugar la venta en subasta pública de la cueva, del camastro, de la silla y del viejo arcón de Zulpik. Y como me que-daban los doscientos florines que había ganado a su servicio de usted, lo adquirí todo por la suma de tres fulden. Esto no dejó de maravillar al vecindario y aun al mismo señor Durlach. ¿Cómo era posible que un simple criado poseyera tres fulden? Hice ver al señor Durlach la nota que usted me había entregado y sobre este punto no hubo ya ninguna objeción que hacer. Incluso cundió por toda la comarca el rumor de que yo era un ricacho, que tiraba de la carreta para cumplir una promesa. Otros afirmaban que yo me había disfrazado de criado, para comprar a bajo precio la escombrera de Brisach y revenderla luego en bloque al emperador de Alemania, que se proponía reconstruir los castillos de los Habsburgo tales y como estaban en el siglo XII, para reinstalar en ellos los viejos caballeros, los frailes y los obispos. Otros, más juiciosos, sin duda, preferían pensar que yo quería fundar en Brisach una fábrica de sombreros de paja, como hay tantos en Alsacia.
La señorita Fridolina ya no era la misma conmigo desde mi adquisición. No sabía qué pensar de todos los rumores que circulaban sobre mí y se rnostraba más tímida, más reservada que nunca. Veíaia enrojecer cuando yo me aproximaba y se puso muy triste una vez que manifesté la intención de volver a mi pueblo. Y aun me pareció al día siguiente que había llorado, circunstancia que me produjo un gran placer, pues había resuelto realizar mis sueños en todas sus partes, y la que todavía me quedaba por llevar a cabo, no era la menos agradable.
¿Qué más le contaré a usted, querido señor Furbach? La continuación de mi historia es fácil de comprender. Cuando encerrado de noche en mi cueva, con la puerta bien atrancada, volví a bajar al sótano y me vi en posesión completa de mi tesoro; cuando calculé aquellas inmensas riquezas, pensando que en adelante la necesidad no podría hacer mella en mí, brotó en mi pecho un sentimiento de gratitud, que se apoderó de todo mi ser y que en vano intentaría describir a usted. ¿Cómo traducir en palabras las acciones de gracias que se elevaron del fondo de mi corazón?
Y más tarde, cuando hube operado en Francfort el cambio de algunos centenares de mis monedas de oro en casa del banquero Kummer, maravillado de la antigüedad de aquellos cuños, que remontaban al tiempo de las Cruzadas; cuando volví a Brisach en tren de gran señor sobre el vapor Hermann, que había esperado tantas veces, ¿cómo pintaros la admiración, el arrobamiento de Fridolina, toda ruborosa y conmovida de verme tomar asiento en la mesa de los huéspedes? Las felicitaciones afectuosas del señor Durlach y la confusión de Katel me hacían mucha gracia, sobre todo la de esta última, que se había permitido tutearme en otro tiempo y aun a veces tratarme de haragán, cuando le parecía demasiado melancólico o cuando suspiraba en el rincón de la cocina. Pobre Ka.j el. Lo hacía con las mejores intenciones del mundo, y si me había tratado con algo de brusquedad era para levantar un poco mi ánimo decaído; pero al verme venir de la nueva guisa pareció sentirse confusa, estupefacta y algo cortada de haber maltratado a aquel gran personaje a quien veía allí, gravemente instalado ante la mesa, con su casaca de paño verde forrada de cebellina.
¡Ah, señor Furbach, qué extraños contrastes presenta el mundo! No tiene razón el proverbio que dice que el hábito no hace al monje. Por mucho que se desprecie el dinero, es lo cierto que el dinero da á un hombre apostura y posición. Siempre me acordaré del momento en que abrí mi baúl y habiendo sacado de él la cajita del dinero la destapé y la dejé sobre la mesa. El buen viejo señor Durlacli, que era muy prudente y cauteloso por naturaleza, y que hasta entonces había dudado un tanto de la solidez de mi opulencia, cuando vió brillar el oro se quitó humildemente el gorro de seda negra y dijo con aire de brusquedad a Fridoliíza:
-Vamos, vamos, Fridolina, trae un sillón para el señor Nicklausse; nunca piensas en lo que hace falta.
Y cuando dije al buen viejo que mi más caro deseo era obtener su hija en matrimonio, el señor Durlach, que pocas semanas antes se hubiera indignado al oír esta proposición y me hubiera echado a empellones a la calle, pareció derretirse en enternecimiento:
-Pero, ¿qué dice usted, mi querido señor Nicklausse? Es un gran honor ciertamente para nosotros.
Sin embargo, puso una condición y fué que habría de permanecer en Sclzlossgarten, no queriendo -dijo- que un establecimiento fundado por su abuelo luese a caer en manos extrañas a la familia.
Fridolina, sentada en un rincón, lloraba silenciosamente.
Y cuando, arrodillándome ante ella, le pregunté: «Fridolina, ¿quiere uster ser mi esposa?», apenas si la pobre niña pudo contestarme: «Bien sabe usted, Nicklausse, que siempre le he querido.»
-¡Ah, señor Furbach!, semejantes recuerdos ¿no obligan a bendecir ese oro tan despreciable que sólo hace posible estas felicidades?
Nieklausse se calló y permaneció durante largo tiempo como perdido en un ensueño, el codo sobre la mesa y la frente en la mano. Parecía ver desfilar en su espíritu los buenos y los malos días transcurridos; una lágrima temblaba en sus ojos. El viejo librero, con la cabeza inclinada, perdíase también en ensoñaciones que no le eran habituales.
-Mi querido amigo -dijo de repente levantándose, vuestra historia es maravillosa, pero por más que reflexiono en ella, no logro comprenderla. ¿Será un efecto magnético y la crucecita que me enseñó usted en Munich habrá pertenecido a Gontrán, el Avaro? Quién sabe. En todo caso, estoy seguro de que voy a soñar cosas espantosas.
Nicklausse no contestó. Se había levantado y acompañaba a su antiguo amo en silencio. La luna azulaba los altos ventanales de la sala. Era cerca de la una de la mariana.
Al día siguiente el señor Furbach se embarcó en el vapor y tomó el camino de Basilea. Agitaba la mano en señal de despedida y Nicklausse, desde el muelle, le contestaba agitando su sombrero de fieltro.


Cuento orillas del rhin

1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067

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