Una noche
del mes de septiembre de 1828, el digno y respetable librero señor Furbach,
establecido en la calle Neuhauser, de Munich, se despertó completamente
asombrado del ruido de pasos que oía en la bohardilla situada encima de su
habitación. Percibíanse idas y venidas, lamentaciones, gemidos. Una de las
ventanucas que daban luz a la bohardilla se abrió y unos profundos suspiros se
oyeron en medio del hondo silencio nocturno.
En este
momento la campana de la iglesia de los jesuitas sonaba la una de la madrugada,
y debajo del cuarto del señor Furbach los caballos hacían sonar sus cascos
sobre los guijarros de la cuadra.
La
bohardilla estaba habitada por el cochero Nicklausse, mocetón robusto de Pitcherland,
seco, nervioso, sumamente diestro en el arte de guiar los caballos y aun
provisto de cierto tinte de letras, que había estudiado en el seminario de
Mariental. Pero su espíritu era tan simplón y supersticioso que llevaba siempre
bajo la camisa una crucecita de bronce, sobre la cual imprimía por la mañana y
por la tarde apretados besos. Nicklausse tenía ya cumplidos los treinta años.
El señor
Furbach aguzó el oído. Al cabo de unos cuantos segundos el tragaluz de la
bohardilla se volvió a cerrar; los pasos cesaron de oírse; la cama del cochero
lanzó un gemido de hierro viejo y volvió a reinar en la noche el silencio más
completo.
-¡Vamos!
-se dijo el viejo librero, hoy es noche de luna llena. Nicklausse se da golpes
de pecho. El pobre diablo llora y lamenta sus pecados.
Y sin
preocuparse más tiempo de todas estas cosas, se volvió hacia la pared y se
durmió profundamente.
Al día
siguiente, a eso de las siete de la mañana, estaba el señor Furbach en el
comedor con los pies calentitos en sus zapatillas de lana y desayunando
tranquilamente, antes de bajar a su almacén, cuando dos golpecitos sonaron en
la puerta.
-Adelante
-dijo el librero, muy sorprendido de tener una visita a hora tan temprana de la
mañana.
La puerta
se abrió y Nicklausse apareció vestido con el blusón gris, tocado con el gran
sombrero de fieltro de los montañeses y armado del grueso bastón de cerezo, tal
como se presentara antaño el día en que llegó a la ciudad, después de haber
abandonado su aldea natal. Estaba muy pálido.
-Señor
Furbach -dijo- vengo a pedirle a usted permiso para marcharme. Gracias a Dios
voy a estar muy pronto en posición acomodada y aun podré ayudar a mi abuela
Orchel, de Vanseburg.
-¿Qué, ha
tenido usted una herencia? -le preguntó el viejo librero.
-No, señor
Furbach; he tenido un sueño. He soñado con un tesoro entre las doce y la una de
la madrugada y voy a echarle mano.
El buen
muchacho se expresaba con tal seguridad, que el señor Furbach quedó confuso.
-¿Cómo, que
ha tenido usted un sueño? -dijo.
-Sí, señor;
he visto el tesoro como le estoy viendo a usted ahora mismo. Estaba en el fondo
de una cueva muy baja, en el sótano de un viejo castillo. Había un hidalgo
acostado encima con las manos juntas y una gran cazuela de hierro sobre la
cabeza.
-Pero
¿dónde está todo eso, Nicklausse?
-Yo no lo
sé, señor. Empezaré por buscar el castillo. Encontraré después el sótano y los
escudos. Muchas monedas de oro que llenan un féretro de seis pies. Me parece
que las estoy viendo.
Los ojos de
Nicklausse comenzaron a brillar de muy extraña manera.
-Pero
hombre, por Dios, mi buen Nicklausse -exclamó el viejo Furbach, es menester ser
razonable. Siéntese usted... Un sueño está muy bien, muy bien. En los tiempos
de José, el ministro del Faraón egipcio, sí, los sueños, desde luego, tenían
alguna significación. No lo niego. Pero hoy las cosas han cambiado mucho. Todo
el mundo sueña. Yo mismo he soñado cien veces con tesoros y desgraciada-mente
nunca he tropezado con ninguno. Piense usted en lo que va a hacer. Va usted a
dejar una buena colocación, para salir en busca de un castillo que quizá ni
exista siquiera.
-Lo he
visto -dijo el cocher. Es un gran castillo que está en ruinas. Por encima de él
hay una aldea, una gran escalera en forma de caracol, una iglesia muy vieja.
Hay muchas gentes que viven aún en esa comarca y un gran río pasa por allí
cerca.
-Bueno,
desde luego estoy convencido de que todo eso lo ha soñado usted - dijo el señor
Furbach encogiéndose de hombros.
Después, al
cabo de un instante, quiso intentar de nuevo reducir a aquel hombre a los
términos del sentido común por un medio cualquiera.
-Y esa
cueva o sótano, ¿cómo era? -preguntó.
-Parecía un
horno.
-Y usted
bajó allí, sin duda, con una antorcha o alguna luz.
-No, señor.
-Pero
entonces, ¿cómo ha podido ver usted el féretro, al hidalgo y las monedas de
oro?
-Todo ello
estaba iluminado por un rayo de luna.
-Vamos,
vamos... ¿dónde se ha visto que la luna brille en un sótano? Ya ve usted que su
sueño no tiene sentido común.
Nicklausse
comenzaba a enfadarse. Sin embargo, se contuvo y dijo:
-Yo lo he
visto como lo estoy viendo a usted, y todo lo demás no me importa. Y en cuanto
al caballero, mírelo usted, aquí está -exclamó entreabriendo su blusón gris;
aquí está.
Al mismo
tiempo sacaba de su pecho la crucecita de bronce, que llevaba colgada del
cuello con una cinta y la depositaba sobre la mesa con ademán extático.
El señor
Furbach, que era muy aficionado a las medallas y antigüedades, quedó
sorprendido al contemplar la labor verdadera-mente preciosa y extraña de esta
reliquia. La cogió, la examinó y reconoció que procedía del siglo XII. En lugar
de la efigie de Cristo, el relieve representaba en el tronco de enmedio la
imagen de un caballero, con las manos juntas en actitud de oración. Por lo
demás, no había en la joya ninguna indicación de fecha.
Nicklausse,
durante este examen, espiaba con inquietud los menores gestos del viejo
librero.
-Es muy
hermoso -siguió diciendo el señor Furbach, y no me extrañaría que a fuerza de
mirar y remirar esta preciosa reliquia haya usted acabado por imaginar un
caballero tendido sobre un tesoro. Pero créame usted, querido amigo, el
verdadero tesoro que hay que buscar es el de la cruz. Lo demás no vale la pena
ni de mencionarlo.
Nicklausse
no contestó una palabra. Silenciosamente volvió a colgar de su cuello la joya
antigua y entonces dijo:
-Me marcho
y que la Virgen Santísima me ilumine... Cuando el Señor nos quiere bien y nos
protege, hay que aprovecharlo. Usted me ha tratado siempre bien, señor Furbach;
pero Dios me manda marchar. Además, ya es hora de que me case. He visto allá en
rni sueño una que parece hecha expresamente para mí.
-¿Y en qué
dirección va usted a emprender el camino? -preguntó el librero, que no pudo por
menos de sonreír ante la simplicidad del mozo.
-Del lado
de donde sople el viento -respondió Nicklausse; es lo más seguro.
-¿Está
usted completamente decidido?
-Sí, señor.
-Muy bien;
en ese caso vamos a ajustar cuentas. Siento sepa-rarme de tan buen servidor
como es usted. Pero sentiría verdadero escrúpulo si intentara tan sólo resistir
a su vocación.
Bajaron
juntos al despacho de la librería y ajustaron las cuentas por lo que arrojaban
los libros registros. El señor Furbach contó a Nicklausse doscientos cincuenta
florines de Austria, resto de su sueldo incluídos los intereses de seis años.
Hecho esto, el digno librero le deseó buena suerte y tomó otro cochero.
Durante
años, el viejo librero contó a sus amigos esta extraña historia. Se reía mucho
de la simplicidad de los naturales de Pitcherland, y los recomendaba a sus
amigos y conocidos ponderán-dolos de excelentes criados.
Algunos
años después el señor Furbach casó a su hija, la señorita Ana Furbach, con el
rico librero Rubeneck, de Leipzig, y se retiró de los negocios. Pero había
contraído de tal modo la costumbre del trabajo que, a pesar de sus setenta
años, la inactividad llegó a hacérsele insoportable. Entonces fué cuando
emprendió varios viajes por Italia, Francia y Bélgica.
Hacia los
primeros días del otoño de 1838, el señor Furbach visitaba las orillas del Rin.
Era un viejecillo de ojos vivos, de pómulos brillantes, de andar firme. Se le
veía pasearse sobre la cubierta del barco, husmeando el viento, con la levita
abrochada, un paraguas debajo del brazo, el gorro de seda negra tapándole las
orejas. Charlaba con todo el mundo, lo preguntaba todo, tomaba apunta-ciones y
consultaba muy a menudo la guía del viajero.
Una mañana,
entre Frisenheim y Neuburg, después de haber pasado la noche en el salón del
vapor, con treinta pasajeros, mujeres, niños, turistas, comerciantes, sentados
y tumbados sobre los bancos, el señor Furbach, contento de poder salir de aquel
ambiente de estufa, subió sobre cubierta al despuntar el día.
Erann
aproximadamente las cuatro de la madrugada. Una niebla espesa cubría todo el
río. Las olas mugían, la máquina chapoteaba pesadamente; algunas
luces
lejanas tremaban en la bruma y a veces inmensos rumores se alzaban en la noche;
era la voz del viejo Rin que, dominando el tumulto, contaba la eterna leyenda
de las generaciones extintas, los crímenes, las grandezas, las hazañas y la
caída de aquellos antiguos margraves, cuyos castillos comenzaban a dibujarse en
medio de las tinieblas.
Apoyado
contra la máquina, el viejo librero veía desfilar esos recuerdos con ojos de
ensueño. El maquinista y el fogonero iban y venían alrededor de él; algunas
chispas incandescentes volaban en el aire; un farol se columpiaba colgado de
una cuerda; la brisa empujaba sobre la proa copos de espuma. Otros viajeros
surgieron sobre cubierta deslizándose como sombras.
El señor
Furbach, habiendo vuelto el rostro hacia el río, percibió un obscuro montón de
ruinas en la orilla izquierda. Unas casitas en cuesta envolvían los gruesos
murallones. Un puente volandero besaba la onda espumosa con su larga cuerda
colgante.
Se adelantó
bajo un farol, abrió la guía y leyó:
«VIEJO
BRISACH, Brisacum et Brisalus mores,
fundado por Druso. Fué antiguamente la capital de Brisgau y pasaba por ser una
de las plazas fuertes más fortificadas de toda Europa, la clave de Alemania.
Bernardo V de Zoehringen construyó el castillo fortaleza. Federico Barbarroja
mandó trasladar a una de sus iglesias, la iglesia de San Esteban, las reliquias
de San Gervasio, Gustavo Horn, sueco, intentó tomar la plaza en 1633, después
de haber vencido a los imperiales; pqro fracasó. Brisach fué cedido a Francia
en el tratado de Westfalia; fué devuelto a Alemania por el tratado de Riswick,
a cambio de Estrasburgo. Los franceses lo quemaron en 1793 y sus
fortificaciones fueron derribadas en 1814.»
-Así -pensó
el viejo librero, éste es el antiguo Brisach de los condes de Eberstein, de
Orgau, de Zoehringen, de Suavia y de Austria. No puedo dejar pasar esto sin
verlo.
Pocos
momentos después descendía con su equipaje a una barca, mientras el vapor
proseguía su ruta hacia Basilea.
No hay
quizá en las dos riberas del Rin lugar más extraño que la antigua capital del
Brisgau, con su castillo desmantelado, sus murallas de mil colores, hechas de
ladrillo y de piedras, y que se alzan a ciento cincuenta metros por encima del
río. Aquello no es ya una ciudad ni es todavía una ruina. La vieja ciudad
muerta es invadida por centenares de cabañas rústicas que se apretujan
alrededor, escalan los contrafuertes, se agarran a los fosos. Los habitantbs,
pálidos, andrajosos, pululan como mosquitos, moscardo-nes o abejas que se
ocultan en los troncos de los viejos árboles, ahuecándolos, disecándolos,
reduciéndolos a polvo.
Por encima
de los tejados de paja que se apoyan sobre las murallas, ábrese la puerta de la
fortaleza, con su bóveda adornada de escudos, con sus rastrillos y su puente
levadizo colgado sobre el abismo. Anchas brechas dejan correr los escombros
sobre la cuesta; las zarzas, los musgos y la yedra unen sus esfuerzos
destructores a los del hombre. Todo se deshace, todo se viene abajo.
Algunos
pies de vid se apoderan de las almenas; el pastor y su cabra se yerguen
orgullosos sobre las cornisas y, ¡cosa extraña!, las mujeres de la aldea, las
muchachas, las viejas comadres, asoman sus caras irIgenuas por mil agujeros
abiertos en las murallas del castillo. Cada cueva de la antigua fortaleza se ha
convertido en una habitación cómoda; ha bastado abrir ventanas y tragaluces en
las murallas. Se ven camisas, vestidos rojos o azules, los harapos de todas
estas familias, flotando en la cima del aire; las aguas sucias chorrean sobre
la piedra y vierten en los fosos. Por encima se alzan aún algunos edificios
sólidos, jardines, grandes robles, la catedral de San Esteban, tan venerada por
Federico Barbarroja.
Poned sobre
todo eso los colores grises del crepúsculo matutino; desenvolved por encima
hasta perderse de vista la sábana azul del Rin mugiente; imaginad sobre las
grandes losas del muelle las filas de cajones y de cubas, y tendréis la
impresión que debió experimentar el señor Furbach al llegar a la orilla.
En medio de
los fardos, el viejo librero vió a un hombre con la camisa hecha jirones, los
cabellos lacios pegados a las sienes, sentado sobre una carretilla de mano y
ceñido el cuerpo por una correa para tirar de ella.
-El señor
se detiene sin duda en Brisach. El señor, ¿quiere parar en el Hotel
Schlossgarten? -preguntó el hombre con voz llena de inquietud.
-Sí, amigo
mío; puede usted hacerse cargo de mi equipaje.
No esperó a
que se lo dijeran por segunda vez. El barquero cobró sus doce pfennig, y el señor Furbach, con el mozo
de cuerda, emprendieron la subida al viejo castillo.
A medida
que el cielo se iba iluminando, la inmensa ruina se destacaba sobre la
obscuridad del fondo y sus mil detalles pintorescos se acusaban con una
claridad extraña. Acá, sobre una torre decrépita, que antaño fué el torreón de
las señales, había establecido su morada una bandada de palomas, que
tranquilamente se peinaban con el pico en las aspilleras por donde antiguamente
lanzaban sus flechas los arqueros. En otro sitio, un tejedor, que se había
levantado con el alba, alargaba en la punta de unas pértigas sus madejas de
cáñamo, a través de los tragaluces de una torre, para secarlos al aire. Unos
vendimiadores subían por la cuesta. El silencio era de vez en cuando rasgado
por los gritos agudos de las garduñas, que no debían sin duda escasear en
aquellos escombros.
Al cabo de
un cuarto de hora, aproximadamente, el señor Furbach y su guía llegaron a una
amplia calle en espiral, pavimentada con adoquines negros y brillantes como el
hierro y bordeada de un muro que tenía la altura de un hombre y cuya curva se
elevaba hasta la plataforma. Era la antigua avanzada de Brisach. En lo alto de
esta avenida, cerca de la puerta de Gontrán, el Avaro, el señor Furbach, al
inclinarse sobre el muro, vió, allá abajo las innumerables chozas que se
escalonaban hasta la orilla del río; vió sus patios interiores, sus escaleras,
sus galerías carcomidas, sus tejados de paja y de madera, sus chimeneas
despidiendo humo. Las mujeres encendían fuego en el hogar; los niños, en
camisa, iban y venían en el interior de las casucas; los hombres limpiaban sus
botas; un gato caminaba por lo alto del tejado; en un corral, a doscientos
metros de allí, algunas gallinas rascaban sobre un montón de estiércol; por el
tejado hundido de una vieja granja veíase una gran cantidad de conejitos que,
con la grupa erguida y la cola alzada, en forma de trompeta, desfilaban en la
sombra. Todo esto descubrían las miradas que desde aquel punto penetraban hasta
en los rincones más sombríos. La vida humana, las costumbres, los hábitos, los
placeres y las miserias de las familias se exhibían sin velo ni recato.
Y, sin
embargo, el señor Furbach, por vez primera acaso, encontraba en todas aquellas
cosas un halo de misterio; un sentimiento de indefinible temor se deslizó en su
alma. ¿Sería acaso la muche-dumbre de relaciones que existían entre todas
aquellas criaturas y de las cuales no podía darse cuenta? ¿O sería más bien el
sentimiento de la causa eterna que presidía el desarrollo de aquellas
existencias? ¿Era quizá la profunda tristeza de aquellas grandes murallas, que
presenciaban su propia destrucción bajo el esfuerzo de ese mundo infinito?
Nadie lo sabe. Ni él mismo hubiera podido decirlo. Pero le parecía que otro
mundo coexistía en cierta manera con ese mundo aparente; que las sombras iban y
venían como antiguamente en sus dominios, mientras allá abajo se agitaban la
vida, el movimiento, la actividad de la carne. Tuvo miedo y echó a correr hacia
la carretilla. El aire picante de la plataforma, al salir del camino de ronda,
disipó aquellas impresiones extrañas. Al atravesar la terraza vió a su derecha
la antigua catedral, de granito rojo, todavía inconmovible en su base de
piedra, como en tiempo de las cruzadas; a la izquierda, algunas modestas casas
burguesas bastante limpias; una joven daba de comer a sus pájaros; un viejo
panadero vestido con una chaqueta gris fumaba en el umbral de su barracón;
enfrente, en la otra extremidad de la altiplanicie, el Hotel de Schlossgarten
destacaba su blanca fachada sobre el fondo verde de un parque. En este hotel se
detienen los turistas que van a Friburgo de Brisgovia. Es uno de esos buenos
hoteles alemanes, sencillos, elegantes, confortables, dignos, en fin, de ser
habitados por un milord de viaje.
El señor
Furbach entró en el vestíbulo sonoro. Una linda sirvienta vino a recibirle,
hizo trasladar su equipaje a una bonita habitación del primer piso, donde el
viejo librero se lavó, se mudó de camisa y se afeitó; después de lo cual,
refrescado, bien dispuesto y con buen apetito, bajó a la sala grande a tomar su
desayuno de café con leche, como desde hacía mucho tiempo tenía costumbre.
Estaba, pues, en la sala desde hacía una media hora aproximadamente -una sala
alta, espaciosa, decorada con un papel blanco con ramitos de flores, con el
suelo perfectamente liso, con altas ventanas de cristales brillantes que daban
a la terraza; acababa de terminar su desayuno y se preparaba a dar una vuelta
por los alrededores, cuando un hombre alto, vestido de negro, recién afeitado y
con una servilleta debajo del brazo, el dueño del hotel, en suma, entró
lanzando rápidas miradas a las mesas cubiertas de manteles de damasco, se
adelantó gravemente hacia el señor Furbach, saludándole con ademán
ceremonioso, le miró fijamente y dejó escapar una exclamación de sorpresa:
-¡Señor,
Dios mío!... ¿Es posible?... Es mi antiguo amo.
Y alargando
los brazos, exclamó con voz conmovedora:
-Señor
Furbach, ¿no me reconoce usted?
El viejo
librero, no menos conmovido, miró al hombre y, al cabo de un instante, dijo:
-Pero si es
Nicklausse.
-Sí, señor;
soy Nicklausse -exclamó el dueño del hotel; sí, soy yo... ¡Ay, señor!..., si yo
me atreviera...
El señor
Furbach se había levantado.
-Vamos, no
tenga usted reparo -dijo sonriente; me siento muy feliz, verdaderamente muy
feliz de volverle a ver a usted en tan buen estado y situación. Abracémonos, si
tiene usted gusto en ello.
Y se
abrazaron como dos viejos camaradas.
Nicklausse
lloraba; las criadas habían acudido al salón; el buen hombre se lanzó hacia la
puerta del fondo exclamando:
-¡Mujer...,
hijos..., venid... venid a verle..., que está aquí mi antiguo amo...; venid en
seguida.
Y una mujer
joven, como de treinta años, llena de juventud, de frescura y de belleza,
apareció con un niño de ocho a nueve años y otro más pequeñito.
-Éste es mi
amo -clamaba Nicklausse. Señor Furbach, he aquí a mi mujer, he aquí a mis
hijos... Ah, si usted quisiera bendecirlos.
El viejo
librero no había bendecido a nadie en toda su vida, pero abrazó a la madre de
muy buena gana y a los chicuelos también; el más pequeño había empezado a
llorar, creyendo que se trataba de alguna desgracia; el otro, con los ojos muy
abiertos, miraba estupe-facto.
-Ah, señor
-decía la joven madre, toda emocionada y ruborosa-, cuántas veces me ha hablado
mi marido de usted, señor, de su bondad, de todo lo que le debe a usted.
-Sí
-interrumpió Nicklausse, cien veces se me ha ocurrido la idea de escribirle a
usted, señor Furbach; pero habría tenido que explicarle muchas cosas, habría
tenido que decirle...; en fin, hay que perdonarme.
-Claro
está, mi querido Nicklausse, que le perdono a usted de todo corazón -contestó
el buen hombre; crea usted que me siento feliz de verlo rico, aunque no me
explico cómo ha podido usted hacer esa fortuna.
-Lo sabrá
usted todo -dijo entonces el dueño del hotel; esta noche..., mañana..., le
contaré...; es el Señor quien me ha protegido..., a Él se lo debo todo..., es
casi un milagro... ¿No es verdad, Fridolina?
La joven
madre inclinó la cabeza.
-Vamos,
vamos, todo sea por lo mejor -dijo el señor Furbach volviéndose a sentar; me
permitirá usted que pase uno o dos días en su hotel para reanudar nuestro
antiguo trato.
-¡Ah,
señor, aquí está usted en su casa! -exclamó Nicklausse. Yo le acompañaré a
usted hasta Friburgo, yo le enseñaré a usted todas las curiosidades de la
comarca, yo mismo guiaré el coche en donde usted vaya.
El afán de
agradar que estas buenas gentes demostraron es impo-sible de describir. El
señor Furbach se sentía conmovido hasta saltársele las lágrimas. Durante todo
aquel día y el día siguiente, Nicklausse le hizo los honores de Brisach y sus
alrededores. Quieras que no, hubo de subirse al pescante y pasear al buen
librero por toda la comarca. Y como Nicklausse era el más rico propietario de
aquellos alrededores y poseía las más hermosas viñas, los más hermosos
pastizales del país, sin contar el dinero que tenía colocado en todas partes,
imagínese el lector la estupefacción de todo Brisach al verle agasajar y honrar
de aquella manera a un forastero. El señor Furbach pasó por ser un príncipe que
viajaba de incógnito. En cuanto al servicio del hotel, las buenas comidas, los
ricos vinos y demás accesorios de este género, nada diré. Todo era espléndido.
El viejo librero hubo de confesarse a sí mismo que jamás había sido tratado con
más magnificencia. No sin mucha impaciencia esperaba la explicación de aquel
milagro, como decía Nicklausse. El sueño de su antiguo criado, que tenía
olvidado desde hacía mucho tiempo, acudió de nuevo a su memoria y le pareció
que era la única explicación posible de tan rápida fortuna.
En fin, el
tercer día, hacia las nueve de la noche, después de cenar, el antiguo amo y el
antiguo cochero, hallándose solos frente a unas cuantas botellas de viejo vino
de Rudesheim, se miraron durante largo rato con miradas llenas de ternura.
Nicklausse iba a comenzar sus confidencias, cuando un camarero entró para
quitar la mesa.
-Vaya usted
a acostarse, Kasper -le dijo; ya quitará usted todo esto mañana. Cierre usted
solamente la puerta del hotel, echando los cerrojos.
Y cuando el
criado hubo salido, Nicklausse se levantó, abrió una ventana, que daba al
patio, para renovar el aire, y volviendo a sentarse gravemente, comenzó a
hablar en los siguientes términos:
-Recordará
usted, señor Furbach, el sueño que tuve en 1828 y que me hizo abandonar su
servicio. Hacía mucho tiempo que ese sueño me perseguía; unas veces me veía a
mí mismo echando abajo un viejo muro en el fondo de una ruina; otras veces
bajando cauteloso por una escalera de caracol, y llegando a una cueva me agarraba
con todas mis fuerzas al anillo de una losa y tiraba de él hasta sudar sangre.
Este sueño
me hacía muy desgraciado.
Pero cuando
hube levantado la losa y vi el sótano, el caballero, el tesoro, olvidé todas
mis penas. Ya me creía dueño del dinero, sentía desvanecimientos de emoción y
me decía: «Nicklausse, el Señor te ha escogido para encumbrarte al pináculo de
los honores y de la gloria. Qué feliz va a ser tu abuela Orchel, al verte
volver a la aldea en un coche tirado por cuatro caballos. Y los demás, el viejo
maestro de escuela Jee¡, el sacristán Omacht, todos esos que repetían desde por
la mañana hasta por la noche que tú no ibas a ser nunca nada, todos abrirán los
ojos de envidia y rechinarán los dientes de rabia. Ya lo creo que sí.»
Me figuraba
todas esas cosas y otras parecidas, que me llenaban el corazón de satisfacción
y aumentaban mi deseo de entrar en posesión del tesoro. Pero una vez en la
calle de Neuhauser, con la mochila colgada de los hombros y el bastón en la
mano, al tener que tomar el camino que conducía al castillo de mis ensueños, no
puede usted figurarse, señor Furbach, hasta qué punto me sentía descora-zonado
y sin saber qué hacer.
Estaba en
la esquina de la librería, sentado sobre una piedra y mirando a todas partes
para averiguar de qué lado soplaba el viento. Pero desgraciadamente aquel día
no hacía viento. Las veletas permanecían inmóviles, unas estaban vueltas hacia
la derecha y las otras hacia la izquierda. Y todas aquellas calles que se
cruzaban delante de mis ojos parecían decirme: «Por aquí es por donde debes ir.
No, que es por aquí.»
¿Qué hacer?
A fuerza de
reflexionar, el sudor me corría por la espalda. Entonces, para ver si se me
ocurría alguna idea, entré a beberme una botella en la taberna del «Gallo
Rojo», frente a los soportales pequeños. Había tenido buen cuidado de guardar
mi dinero en mi cinturón de cuero, debajo de mi blusón, pues en la taberna del
«Gallo Rojo», que se encuentra en un sótano de la calle de las Tres Virutas, no
faltarían personas honradas que intentaran desembarazarme del dinero que
llevaba.
La sala
estrecha y baja, iluminada en el fondo por dos tragaluces de tela metálica, que
daban al patio, estaba llena de humo. Los arrieros, los aldeanos con sus
sombreros llenos de manchas y sus gorras peladas, se paseaban por allí, andando
como sombras, y de cuando en cuando, en medio de la nube, brillaba una cerilla
iluminando una nariz roja, unos ojos bajos, un labio colgante. Después todo
volvía a recobrar el tono gris.
La taberna
producía un ruido sordo parecido al redoble de un tambor.
Yo me senté
en un rincón, con mi bastón entre las rodillas, un vaso de cerveza delante de
mí y hasta muy entrada la noche permanecí allí, con la boca abierta, los ojos
como ascuas, mirando hacia mi castillo de ensueño, que me parecía ver pintado
sobre la pared.
Hacia las
ocho sentí hambre. Pedí una ración de salchicha y otro vaso de cerveza. Se
encendió el quinqué y dos o tres horas después me desperté como de un sueño. El
tabernero Fox estaba delante de mí y me decía:
-Dormir una
noche vale tres kreutzer. Puede usted subir.
Subí detrás
de una bujía y me encaramé a las bohardillas. Había un jergón en el suelo y
encima de mi cabeza veía la viga maestra del edificio. Oía a dos borrachos que
gruñían en la bohardilla inmediata y afirmaban que no se podían tener de pie.
Yo mismo estaba encorvado bajo el tejado, con la cabeza dando contra las tejas.
Durante
toda la noche no pude cerrar un ojo, tanto por temor a que me robaran como por
el efecto de mi ensueño y el deseo de ponerme en camino sin saber adonde ir.
A las
cuatro de la madrugada, el cristal fijo al tejado empezó a tomar un tinte
grisáceo; los otros tejadillos de la bohardilla runrune-aban como los tubos de
un érgano. Bajé la escalera de espaldas y me lancé a la calle. Al tiempo que
corría me palpé más de cien veces el cinturón. La luz aumentaba; algunas
criadas salían a barrer las aceras; dos o tres serenos, con el chuzo debajo del
brazo, se pase-aban por las calles todavía desiertas. En cuanto a mí, aceleraba
el paso, respirando el aire a pulmón abierto, y ya, detrás de la puerta de
Stuttgart, veía los árboles del campo, cuando se me ocurrió pensar que se me
había olvidado pagar mi hospedaje. Sólo se trataba de tres miserables kreutzer;
Fox era el más grande bribón de Munich, daba alojamiento a todos los pícaros de
la ciudad. Pero el pensamiento de que un hombre semejante pudiera tomarme por
uno de sus iguales, me detuvo de repente.
He oído
decir muchas veces, señor Furbach, que la virtud recibe recompensa y el crimen
castigo en este mundo. Desgraciadamente, a fuerza de ver lo contrario no creo
ya en nada. Más bien pudiera decirse que desde el momento en que un hombre se
encuentra bajo la protección de los seres invisibles, todo cuanto hace, ya sea
por valiente, ya por cobarde, se arregla en su provecho. Podemos lamentar que
verdaderos bandidos tengan a menudo tales y tan buenas fortunas. Pero ¿qué
importa? Si las personas honradas fueran siempre dichosas se harían honradas
por egoísmo, y el Señor no ha querido eso.
En fin, que
vuelvo al «Gallo Rojo» maldiciendo mi mala estrella. Fox estaba afeitándose la
barba delante de un pedazo de espejo colocado sobre el borde de la chimenea.
Cuando me oyó decirle que volvía para pagar sus tres kreutzer, el buen hombre
me miró de soslayo, como si hubiera sospechado alguna astucia diabólica. Pero
después de reflexionarlo y de haberse enjugado la barba, me tendió la mano,
pensando que tres kreutzer son siempre buenos para cogerlos. Una criada gorda,
con los carrillos hinchados como calabazas, y cue en ese momento limpiaba las
mesas, no parecía menos maravillada que él.
Iba a
retirarme, cuando mis ojos tropezaron por casualidad con una serie de cuadritos
llenos de humo, colgados alrededor de la sala. Habían abierto las ventanas para
renovar el aire y había un poco más de luz que la víspera, a pesar de lo cual
en la sala reinaba todavía mucha obscuridad. He pensado muchas veces desde
entonces que hay ciertos momentos en los cuales los ojos alumbran lo que miran;
es como una especie de luz interior que nos invita a estar atentos. Sea de esto
lo que quiera, tenía ya los pies en la calle, cuando la vista de esos cuadros
me hizo volver. Eran grabados que represen-taban paisajes de las orillas del
Rin, viejos grabados centenarios, negros, cubiertos de patas de moscas. Pues
bien, cosa extraña, de un golpe de vista los abarqué a todos y entre ellos
reconocí el de las ruinas que había visto en mi sueño. Me puse pálido; necesité
un momento para poder subirme al banco y mirar el cuadro más de cerca. Al cabo
de un minuto no me quedaba ya duda alguna: las tres torres de frente, la aldea
encima, el río a unos cien metros más lejos, no faltaba nada. Debajo leí
escrito en viejos caracteres alemanes un letrero que decía: Vistas del Rin: Brisach. Y en un rincón
había la firma de Frederich Sculpsit,
1728. Hacía justamente cien años.
El
tabernero me observaba.
-Ah -dijo,
está usted mirando el cuadro de Brisach. Es mi tierra. Los franceses han
quemado la ciudad, bribones.
Descendí
del banco y le pregunté.
-¿Conque es
usted de Brisach?
-No, señor;
soy de Mulhausen, a pocas leguas de distancia. Famoso país. Se bebe el vino a
dos kreutzer el litro en los años buenos.
-¿Hay mucha
distancia hasta llegar allá?
-Unas cien
leguas. Pero cualquiera diría que tiene usted intención de ir.
-Es muy
posible que vaya.
Salí, y el
tabernero, adelantándose hasta la calle, me gritó en tono de broma:
-Eh, oiga,
antes de ir a Mulhausen piénselo usted bien y vuelva por aquí, no sea que me
deba usted algún pico.
No contesté
nada. Tomé el camino de Brisach. Veía allá, en el fondo del sótano sombrío,
grandes montones de oro, que amasaba a plenas manos y dejaba caer como si
fueran granos de trigo; las monedas daban un sonido mate como carcajaditas
regocijadas, que me producían escalofríos por la espalda.
Y así fué
cómo, señor Furbach, después de haber salido de Munich, llegué felizmente a
Brisach el día 3 de octubre de 1828. Me acordaré toda mi vida. Aquel día me
había puesto en camino al rayar el alba. Hacia las nueve de la noche llegué a
las primeras casas de la aldea. Llovía a cántaros. Mi sombrero de fieltro, mi
blusa, mi camisa, chorreaban agua y la humedad me calaba hasta los huesos. Un
vientecillo que bajaba de los glaciares suizos me hacía castañetear los
dientes. Todavía me parece estar oyendo la lluvia caer, el viento soplar y el
Rin mugir en la noche. No brillaba una sola luz en toda la aldea de Brisach.
Una vieja me había indicado la posada de Schlossgarten en lo alto de la cuesta.
Había acabado por encontrar la barandilla y subía a tientas diciendo para mis
adentros: «Dios mío, Dios mío, si no quieres que perezca aquí mismo, si
consientes en cumplir con el pobre diablo que soy la cuarta parte solamente de
tus promesas divinas, acude en mi socorro y sálvame.»
Nada de
esto impedía que el agua cayese a torrentes y que los arbustos junto a la
cuneta temblasen al viento, que parecía recrudecer sus silbidos a medida que
yo iba subiendo.
Llevaba ya
veinte minutos subiendo de esa manera, a tientas por la aldea tortuosa,
expuesto a despeñarme a cada paso, cuando, ante mí, en las tinieblas, vi
acercarse lentamente una linterna chorreando lluvia y proyectando su tenue
claridad sobre la vieja muralla.
-¡Hola!,
¿quién va? -dijo una voz cascada.
-Un viajero
que sube al Schlossgarten -cóntesté yo.
-Ah, bueno;
vamos a ver.
Y la luz
vacilante, tropezando contra las piedras, se acercó.
Por encima
divisé un rostro pálido, de nariz chata y aplastada, de mejillas hundidas y
grisáceas, tocado con un gorro viejísimo hecho con pieles de marta, de las que
ya sólo quedaba el cuero. Un brazo largo, descarnado, alzó la linterna hasta la
altura de mi sombrero. El hombre y yo nos miramos durante unos segundos en
silencio. Tenía los ojos de color gris claro, como los gatos; las cejas y la
barba eran blancas como la hilaza. Llevaba un casacón hecho con piel de cabra y
unos pantalones de tela gris. Aquel personaje era el viejo cordelero Zulpick,
ente extraño que vivía solo en una cueva, debajo de la torre de Gontrán, el
Avaro. Después de haber dedicado todo el día a trenzar sus cordeles en la
pequeña avenida de los acebos, detrás de la iglesia de San Esteban, sin dar a
los transeúntes que le deseaban buenos días otra contestación que una
inclinación silenciosa de cabeza, regresaba a su cueva canturreando con voz
gangosa cancio-nes de la época de Federico Barbarroja; preparaba él mismo su
cena, y luego, con los codos apoyados en el bordecillo de su ventana, miraba el
Rin, la Alsacia, las cumbres de Suiza durante horas y más horas. Veíasele
también a veces de noche, paseándose por los escombros, entre las ruinas; y a
veces, aunque no frecuentemente, bajaba a beber aguardiente de cerezas con los
marineros y los barqueros en la taberna del viejo Korb, en el muelle, junto al
puerto. Entonces hablaba de los 'tiempos antiguos y contaba crónicas a aquellas
buenas gentes, que se decían unos a otros:
«¿Cómo
diablos sabe todas estas cosas el viejo Zulpick, que en toda su vida no ha
hecho más que trenzar cordeles?»
Zulpick no
faltaba nunca a la misa mayor de los domingos. Pero, por una singular vanidad,
se colocaba orgullosamente en el coro, en el puesto de los antiguos duques. Y
lo más extraordinario es que los habitantes de Brisach considerábanlo como muy
natural en el viejo cordelero, siendo así que lo habrían criticado, de haberlo
hecho otra persona cualquiera.
Éste era el
hombre de la linterna.
Cuando
estuvimos frente a frente me miró largo tiempo a través d.e la lluvia que
rayaba el aire, sin decir palabra a pesar de la impaciencia que se apoderaba de
mí.
Por último
me dijo secamente:
-Éste es el
camino.
Y con la
espalda encorvada y el ademán soñoliento, prosiguió su camino hacia la taberna
del viejo Korb, murmurando palabras confusas.
Yo, por mi
parte, queriendo aprovechar los últimos destellos de la linterna, escalé
rápidamente la terraza, en donde vi brillar una raya de luz a ras de tierra:
era la luz del Schlossgarten. Una sirvienta velaba; llegué a la puerta del
hctel, llamé, me abrieron, y la voz de Ka±el exclamó: ,
-Hay, Señor
Dios mío..., qué tiempo para viajar..., qué tiempo...; entre usted, entre
Entré en el
vestíbulo y entonces, habiéndome mirado, la mucha-cha e dijo:
-Verdaderamente,
necesita usted cambiar de ropa y veo que no es usted rico...; pero venga usted
conmigo a la cocina, beberá usted un trago, comerá usted un bocado por amor de
Dios y procuraré encontrar alguna camisa vieja, y luego le buscaré una buena
cama.
Así habló
la excelente criatura, a quien di gracias con toda mi alma.
Una vez que
estuve sentado junto al hogar, cené omo un verdadero lobo. Katel levantaba los
brazos al cielo y me miraba maravillada. Cuando hube terminado, me condujo a
una habitación de criados, donde me desnudé, me acosté y me quedé dormido en
seguida bajo la protección del Señor.
No pensaba
entonces ni remotamente en que estaba durmiendo bajo el techo de mi propia
casa. ¿Quién puede prever semejantes cosas? ¿Qué son los hombres sin la
protección de las potestades invisibles? Y por otra parte, ¿qué no pueden
esperar cuando Dios se empeña en protegerlos? Pero entonces estos pensamientos
estaban bien lejos de mi corazón.
Al día
siguiente me desperté alrededor de las siete; oí el rumor de los árboles que
temblaban fuera; habiendo lanzado una mirada a través de los cristales de la
ventana que daba al parque del Schlossgarten, vi los plátanos de grueso tronco
dejando caer una por una sus anchas hojas secas sobre las avenidas desiertas.
La niebla extendía su obscuridad gris sobre la sábana del Rin. Mis vestidos
estaban todavía húmedos; me los puse, sin embargo, y Katel me presentó pocos
instantes después al dueño del hotel, Miguel Durlach, viejecito de ochenta
años, que tenía la cara surcada por innumerables arruguillas y los párpados
colgantes como bolsas medio vacías. Vestía una chaquetilla corta de terciopelo
pardo, con botones de plata, unos calzones de paño azul, unas medias de seda
negra, unos zapatos romos con anchos bucles de cobre a la antigua moda. Estaba
sentado con las piernas cruzadas en un rincón de la estufa de azulejos que
había en la sala grande del hotel.
Le pedí
trabajo, pues había tomado la resolución de permanecer en Brisach. El viejo me
miró unos segundos, me pidió mis certificados, y se puso a leer gravemente con
sus gruesas gafas bien caladas sobre su nariz ganchuda. De vez en cuando
inclinaba la cabeza y murmuraba:
-Bueno,
bueno.
Por último
levantó la vista y, con una sonrisa benévola, me dijo:
-Puede
usted permanecer aquí, Nicklausse, substituirá usted a Kasper, que tiene que
salir mañana para ingresar en el ejército. Irá usted mañana y tarde al muelle a
ver si vienen viajeros y acarreará usted sus equipajes. Le daré a usted seis
florines al mes, la habitación y la comida; la generosidad de los viajeros
doblará, sin duda, el sueldo de usted, y más tarde ya veremos de aumentalo más
aún si estamos contentos de su trabajo. ¿Qué, le conviene?
Acepté de
muy buena gana, porque había resuelto permanecer en Brisach, como ya he dicho.
Pero lo que me confirmó aún más en esta resolución fué la llegada de la
señorita Fridolina Durlach, cuyos grandes ojos azules y cuya dulce sonrisa se
adueñaron de mi alma. A mí se me apareció Fridolina, juvenil, sonriente, con
hermosos cabellos de color rubio ceniciento, que caían en espesas trenzas sobre
su cuello blanco como la nieve, con el talle gracioso, las manos un poco
gordezuelas, la voz aterciopelada y cariñosa, tal como la había visto en mi
sueño, en la flor de sus veinte años y suspirando ya, como todas las muchachas,
por ver llegar la hora afortunada del matrimonio.
Y, sin
embargo, señor Furbach, al pensar en lo que yo era, yo pobre criado, vestido de
blusa gris, uncido mañana y tarde a mi carretón como una bestia de tiro, con la
cabeza inclinada, jadeando tristemente, no me atrevía a creer en la promesa de
los espíritus invisibles, no me atrevía a decirme: «He aquí a tu prometida, he
aquí la que Dios te tiene destinada para esposa.» No, no me atrevía a imaginar
este pensamiento; son rojábame al concebirlo, temblaba y me tachaba de loco.
¡Era tan bella Fridolina, y yo tan pobre, desnudo y abandonado!
Sin
embargo, desde mi llegada a Schlossgarten, Fridolina me había tomado afecto o,
mejor dicho, sentía lástima de mí. Por la noché, en la cocina, después del rudo
trabajo del día, cuando abatido me sentaba a descansar junto al fuego con las
manos cruzadas sobre las rodillas y la mirada perdida, en el ensueño, entraba a
veces Fridolina furtivamente, como un hada, y mientras Katel, vuelta de
espaldas, fregaba los platos, me miraba sonriente y murmuraba en voz baja:
-Debe estar
usted muy cansado, ¿verdad Nicklausse? ¡Qué mal tiempo ha hecho hoy! La lluvia
debe haberle calado a usted hasta los huesos. Hace usted un trabajo muy duro.
Muchas veces pienso en ello. Es muy duro, sí. Pero tenga usted un poco de
paciencia, mi buen Nicklausse, y cuando otro cargo quede vacante en el hotel
será para usted. No ha nacido usted para tirar de un carromato. Este oficio
requiere hombres más fuertes, más rudos que usted.
Al hablar
así, me miraba con ojos tan dulces, tan compasivos, que mi corazón temblaba y
mis ojos se llenaban de lágrimas. Hubiera querido echarme a sus, pies, coger sus
manitas entre las mías, apoyar en ellas mis labios y regarlas con mis lágrimas.
El respeto sólo me contenía. Jamás me hubiese atrevido a decirle: «Fridolina,
te quiero.» Y, sin embargo, Fridolina había de ser mi esposa.
En ese
momento Nicklausse interrumpió su narración. La emoción le ahogaba. El viejo
Furbach mismo se sentía enternecido. Miró al buen muchacho, y al verle llorar
esas lágrimas de felicidad, que brotaban en los ojos al conjuro de los
recuerdos, sintióse conmovido hasta lo más hondo de su ser, pero no encontró
una palabra que decirle.
Al cabo de
algunos minutos, habiéndose calmado un poco su emoción, Nicklausse prosiguió
diciendo:
-Ya puede
usted figurarse, señor Furbach, que durante aquel invierno de 1828, que fué tan
largo y tan duro, mi idea fija no me abandonó un solo instante. Represéntese
usted a un pobre diablo con el collerón colgado de un hombro, tirando de la
carreta mañana y tarde en ese inmenso caracol que desde la orilla del Rin sube
en espiral interminable hasta la terraza del castillo. Ya conoce usted esa
rampa combatida por todos los vientos de Alsacia y de Suiza. ¡Cuántas veces, a
la mitad de la cuesta, me he detenido, contem-plando la dilatada escombrera,
las negras chozas de abajo y pensando: «El tesoro está ahí, en medio de toda
esa ruina, en alguna parte, no sé dónde, pero ahí está! Si yo lo descubriera,
en lugar de sentir la lluvia azotándome la cara, en lugar de tener los pies en
el barro y el cordel ceñido a los riñones, estaría muy calentito, sentado
delante de una buena mesa, bebiendo buen vino, oyendo el viento, la lluvia y el
granizo desencadenarse fuera y dando gracias a Dios por sus bondades. Y
después..., después... contemplaría el dulce rostro de una persona querida, que
me ofrecería su sonrisa.»
Estos
pensamientos me producían fiebre. Mis ojos calaban las murallas. Con la mirada
sondeaba todas las profundidades del abismo, minaba los cimientos de cada una
de las torres, cuyo espesor calculaba por la terraza superior.
«¡Ah!
-exclamaba- lo encontraré..., lo encontraré no
tengo más remedio que encontrarlo.»
Una especie
de atractivo extraño dirigía mi vista una y otra vez a la torre de Gontrán, el
Avaro, que está enfrente de la subida. Es una construcción muy elevada,
rematada por pesadas almenas que sobresalen ern relieve por el lado de Hunewik.
La torre de Rodolfo se yergue a su lado. Entre las dos se abatía el puente
levadizo de la plaza. Esas dos torres constituían en cierto modo los sostenes
de la puerta colosal.
Una
circunstancia principalmente me atraía hacia la torre de Gontrán, y es que
hacia la mitad de su altura hay una gruesa piedra tallada, sobre la cual se ve
esculpida una cruz, encima de la cual hay un casco, en cuyas extremidades
laterales dos guanteletes ocupan el sitio donde suelen estar las manos de Nuestro
Señor Jesucristo.
Supongo que
no habrá usted olvidado, señor Furbach, aquella crucecita que llevaba siempre
colgada del pecho y que le enseñé a usted el día de mi despedida. Esa cruz me
parecía idéntica a la que se veía en la torre de Gontrán: el mismo casco, los
mismos guanteletes. Además, al pasar junto a la torre, acontecíame cada día
algo inconcebible, y es que empezaba a temblar de pies a cabeza, me sentía
invadido por una fuerza extraña, por un miedo incomprensible, y, a pesar de mi
deseo de aclarar el misterio, el terror de la muerte me hacía tiritar.
De noche,
una vez encerrado en mi habitación, me llamaba a mí mismo cobarde; hacía el
firme propósito de tener más valor al día siguiente. Pero la idea de
encontrarme frente a frente con seres de un mundo desconocido, me hacía
quebrantar constantemente las resoluciones más firmes.
Además, al
pie de esta famosa torre, en el antiguo sótano de la sala de armas, vivía el
viejo cordelero Zulpick, quien desde mi llegada a Brisach espiaba todos mis
movimientos. ¿Qué quería aquel hombre? ¿Sospechaba acaso mis proyectos? ¿Estaba
él también obsesionado por los mismos instintos? ¿Tenía algún indicio? No podía
por menos de sentir vagas aprensiones al verle. Evidentemente entre Zulpick y
yo existía algún interés... ¿De qué naturaleza era este interes? Lo ignoraba y,
por tanto, había de permanecer en guardia.
Llevaba
tres meses arrastrando mi carrito, sin atreverme a tomar una resolución
definitiva. El desaliento se apoderaba de mí. Parecíame a veces que el espíritu
de las tinieblas había querido burlarse de mi credulidad. Regresaba por la
noche al Sehlossgarten con una tristeza inexpresable. Katel y Fridolina se
esforzaban en vano por conocer la causa de mi pena y me prometían mejor suerte
para el porvenir. Pero yo adelgazaba a ojos vistas.
Había
llegado el invierno. El frío era excesivo, sobre todo durante las noches
claras, cuando las estrellas pululan en el cielo, cuando la luna brillante
dibuja sobre la nieve blanca las sombras de los grandes árboles, con sus mil
ramas entrelazadas.
En aquella
época los barcos de vapor no existían todavía, y el servicio del río lo hacían
grandes barcos de vela, que llegaban a las ocho, a las nueve, a las diez, a las
once y, a veces, a las doce de la noche, según que el viento fuese más o menos
favorable. Había que esperar en el muelle en medio de los fardos. La nieve caía
lentamente y cubría mi cuerpo como si fuese un bloque de piedra. Luego, cuando
el barco había pasado, volvía muchas veces al hotel sin equipajes, pues en invierno
los viajeros son raros.
Una noche
de enero subía la cuesta con el alma embargada de tristeza. Había caído mucha
nieve y mi carretilla no hacía ningún ruido. Llegado a la mitad le la cuesta me
detuve, apoyando los codos sobre el nurallón, en mi sitio preferido, para mirar
la torre lo Gontrán. El tiempo estaba claro, a mis pies dornía la aldea, los
árboles cubiertos de escarcha y de lieve resplandecían bajo la luz de la luna.
Durante argo tiempo contemplé los tejados blancos, los patiiillos negros llenos
de picos, de palas, de rastrillos, le arados, de haces de paja que colgaban de
las pacedes, junto a las cuales estaba amontonada la nieve. No se oía un ruido,
ni un suspiro. Y yo me decía a mí mismo: «Duermen..., no necesitan tesoros...
Dios mío, ¿qué es el hombre? ¿Qué necesidad tenemos de ser ricos? ¿Es que los
ricos no se mueren también corno los pobres? ¿Es que los pobres no pueden, como
los ricos, vivir, querer a su mujer y a sus hijos, calentarse al sol cuando
éste luce, y al fuego cuando hace frío? ¿Necesitan acaso beber buen vino todos
los días para ser felices? ... Y cuando todos se han arrastrado ;turante breves
días sobre esta tierra, viendo el cielo, las estrellas, la luna, el río azul,
los campos verdes y los bosques frescos; cuando han pasado unos instantes
recolectando los frutos de la tierra, exprimiendo los racimos de la uva,
diciendo a su adorada: «Eres la más hermosa, la más dulce, la más tierna de las
mujeres... y nunca cesaré de amarte»..., y haciendo saltar a sus nifios en sus
brazos, besándoles y riendo de sus risas; cuando han hecho todo esto (todas las
rosas que constituyen la felicidad, la pobre felicidad de este mísero mundo),
pues bien; ¿es que todos, unos tras otros, unos vestidos de blanco y otros de
harapos, unos tocados de plumas y otros con la cabeza al aire, rio descienden a
la misma caverna sombría de donde nunca se regresa y en donde nadie sabe lo que
acontece? ¿Necesitas tesoros, Nicklausse, para todo eso? Reflexiona y
tranquiliza tu alma. Regresa a tu aldea, cultiva tu tierrecilla y la de tu
abuela; cásate con Gredel, con Cristina, o con Carlota; con una gorda
regocijada o con una flaca melancólica, que, vive Dios, no faltan ni unas ni
otras. Imita el ejemplo de tu padre y de tu abuelo, ve a misa, escucha al señor
cura y cuando tengas que seguir el camino que antes siguíeron los otros, ya te
bendecirán, y dentro de cien años serás un antiguo, uno de esos buenos hombres,
cuyos huesos se exhuman con respeto diciendo: ¡Ah!, en aquellos tiempos había
buenas gentes..., hoy no se ven más que desastrados.»
Así soñaba
yo, inclinado sobre el murallón, admirando el silencio de la aldea, de las
estrellas, de la luna y de las ruinas, y llevando en el alma el luto de mi
tesoro que no podía conseguir.
Pero cuando
llevaba allí algunos minutos, vi de pronto enfrente de mí, a cien metros encima
de mi cabeza, sobre la plataforma, algo que se movía, se adelantaba lentamente,
lanzaba una mirada sobre el rio, sobre el muelle y luego a lo largo de la
cuesta.
Me agaché.
Mi carretilla y yo, pegados al murallón, desaparecíamos detrás de la curva.
Era Zulpik,
que tenía la cabeza descubierta. Y como la luna brillaba con todo su esplendor,
a pesar de la distancia, vi que el viejo cordelero estaba animado por algún
pensamiento extraño; sus mejillas pálidas estaban contraídas, sus grandes ojos
cubiertos de cejas blancas lanzaban destellos. Sin embargo, parecía estar
tranquilo. Después de haber mirado durante largo tiempo, se caló su vieja gorra
de piel (se había destocado para mejor espiar) y le vi bajar por el sendero
abrupto que bordea la torre de Rodolfo. Pronto lo vi perderse en los
contrafuertes.
¿Qué iba a
hacer en medio de aquellos escombros y a aquella hora? En seguida se me ocurrió
la idea de que iba a buscar el tesoro. Y yo, que hace un momento estaba tan
tranquilo, sentí como una ola de sangre que me subía a la cabeza. Me eché al
hombro el correaje de la carretilla y empecé a correr con todas mis fuerzas.
Las ruedas en la nieve no hacían el menor ruido. En pocos minutos llegué a la
cochera del Schlossgarten. Cogí un pico y volví a todo escape, persiguiendo la
pista del viejo cordelero. Al cabo de un cuarto de hora había llegado al foso y
le seguía de cerca en la nieve. Corrí tan de prisa que súbitamente, a la vuelta
de un montén de escombros, me encontré cara a cara con el viejo Zulpik, que
tenía en la mano una enorme palanca. Me miró fijamente, oprimiendo entre sus
dos manos la gruesa barra de hierro, pero sin moverse ni más ni menos que una
estatua. Había en su actitud cierta punta de orgullo, que me llamó mucho la
atención. Hubiéraselo tomado por un caballero de los siglos pasados. Yo jadeaba
no sólo de cansancio, sino de sorpresa. Sin embargo, no tardé en serenarme y
volver en mí. Entonces le dije:
-Buenas
noches, señor Zulpik. ¿Cómo le va tan de noche? ¿Hace frío, verdad?
Al mismo
tiempo la vieja catedral de San Esteban lanzaba al aire las campanadas de las
doce y cada estampido de su timbre grave y solemne resonaba en las murallas.
Cuando se hubo extinguido la última campanada, Zulpik, que no reía, me dijo:
-¿Qué
vienes a hacer aquí?
-Pues -le
contesté yo, algo aturdido -vengo a hacer lo mismo que usted.
Entonces
él, con voz grave, exclamó:
-¿Con qué
derecho pretendes apoderarte del tesoro de Gontrán, el Avaro? Habla.
-¡Ah!, ¡ah!
-dije yo, conque parece que usted sabe...
Mi corazón
latía con violencia.
-Sí, te he
adivinado..., te esperaba.
-¿Que me
esperaba usted? Pero sin contestarme replicó:
-¿Con qué
derecho pretendes tú cosa alguna en este lugar?
-¿Y usted,
tío Zulpik, con qué derecho quiere que si hay un tesoro sea para usted antes
que para mí?
-Yo, yo, el
caso es diferente, muy diferente. Hace ya cincuenta años que busco lo que sólo
a mí pertenece.
Y poniendo
la mano sobre el pecho, prosiguió con acento de profunda convicción:
-El tesoro
es mío..., lo he adquirido a precio de sangre..., y he aquí que llevo ocho
siglos privado de su disfrute.
Creí que
estaba loco. Pero él, adivinando mi pensamiento, dijo:
-No, no
estoy loco..., y puesto que el pensamiento de Dios te ilumina, dime dónde está
mi tesoro, que te daré una buena recompensa.
Estábamos
al pie de la torre de Rodolfo y el viejo cordelero había intentado sacar una
piedra. Otros bloques, en gran número, estaban ya amontonados no lejos de allí.
-No sabe el
sitio fijo -me dije; el tesoro no está aquí segura-mente. Debe estar en la
torre de Gontrán, el Avaro.
Y, sin
contestar a su pregunta, le dije:
-Valor, tío
Zulpik; volveremos a hablar de este asunto más tarde.
Y volví a
tomar el sendero que sube a la terraza. Pero mientras corría, caí en la cuenta
de que no se podia entrar en la torre de Gontrán, a no ser por el ótano que
habitaba Zulpik. Entonces, volví la cara y le grité:
-Mañana
volveremos a hablar de este asunto.
-Está bien
-dijo con voz enérgica.
Y me siguió
a larga distancia, con la cabeza inclinada y aire de abatimiento.
Pocos
instantes después encontrábame en mi cuarto. Me acosté con un sentimiento de
esperanza y de valor, que no había experi-mentado desde hacía mucho tiempo.
Aquella
noche mi sueño, que iba perdiendo cada día en vivacidad de colorido, recobró
una grandeza imponente. Ya no era tan sólo el caballero tendido sobre la cruz
de bronce lo que yo veía; era toda una historia extraña y colosal, que se
desenvolvía lentamente ante mis ojos. La antigua catedral de San Esteban hacía
resonar sus campanas seculares. Sus piedras pesadas, de color rojizo, sus
arquerías, sus bóvedas, sus torres, temblaban hasta los cimientos de granito.
Una inmensa muchedumbre, vestida con paño le oro y pedrería y precedida de los
sacerdotes y de los señores, se apre-tujaba sobre la plataforma de Brizach,
pero no el Brisach de hoy, con sus escombros, sus ruinas y sus covachas, sino
el Brisach de antaño, lodo lleno de altos edificios encumbrados hasta los
cielos. En cada uno de los huecos, entre sus anchas almenas, erguíase un hombre
armado, con los ojos atentos a la llanura azulada. A lo largo de la cuesta,
bajaba hasta la orilla misma del Rin una larga fila de relucientes lanzas,
alabardas, ballestas, que enviaban al cielo sus res-plandores bruñidos. Los caballos
piafaban en el encajonamiento profundo de los portales sombríos. Sobre la
llanura flotaban inmen-sos rumores de pueblo. De repente, transportado en lo
alto de una torre, vi a lo lejos, muy lejos, adelantarse por el río un barco
largo, todo cubierto de velos negros, con una cruz blanca en medio. Las
campanadas de fúnebre sonido sonaban alternativamente en unas y otras torres de
la comarca, y sus ecos lúgubres, prolongándose unos en otros, iban a morir al
fondo de los fosos. Comprendí que un gran personaje, un príncipe, un emperador
acababa de morir; y como todo el mundo se arrodillaba, yo también quise
arrodillarme. Súbitamente todo desapareció. Sin duda, había dado una vuelta en
la cama. Un silencio de muerte sucedía al tumulto anterior.
Entonces me
vi en mi sótano, mirando por un tragaluz. Enfrente se encontraba el puente
levadizo, la torre de Rodolfo, y sobre el puente un centinela. Y me dije: «No
te has engañado, ATicklausse, ésta es verdaderamente la torre de Gontrán, el
Avaro, y el viejo duque está aquí». Al volverme vi el féretro y al viejo duque;
no era un esqueleto, era un muerto revestido de una capa azul sembrada de
estrellas y de águilas bicípites bordadas en plata. Me aproximé.. ., miré !os
ornamentos con éxtasis, contemplé la capa, la espada, la corona y la gran copa,
que brillaban a la luz de una estrella furtivamente deslizada por el orificio
de la tronera. Estaba soñando con la posibilidad de poseer esas riquezas,
cuando el viejo duque abrió lentamente los ojos y me miró con aire grave.
-¿Sois vos,
Nicklausse? -me dijo sin que temblara ni un músculo de su alargada faz.
-Hace mucho
tiempo que me tienen olvidado en esta cueva obscura. Sed bienvenido, sentaos
acá, en el borde mismo de mi féretro, que es muy pesado y no se caerá.
Y me alargaba
la mano, que no pude por menos de estrechar.
-Dios de mi
alma, qué frías están las manos de los muertos -pensé temblando de miedo y de
frío.
En aquel
mismo momento me desperté. Tenía en las manos el candelabro de la mesilla de
noche y el frío de este objeto era el que me había despertado. Los pequeños
cristales de mi ventana estaban blancos de escarcha.
Durante
todo el resto de la noche no hice más que pensar en mi sueño. Sólo recordaba de
él las principales circunstancias; pero pronto había de recordarlo por entero,
a medida que los objetos reales fueron evocando en mi imaginación los detalles
más pequeños.
Tuve que
aguantar pacientemente el transcurso del día entero. Llegó la tarde. Al
dirigirme hacia el muelle, a las seis, con mi carrito, avisé al viejo Zulpik de
que estaría de vuelta hacia las ocho o las nueve y le dije que entonces
podríamos charlar. Me contestó con tina inclinación de cabeza, señalando hacia
la entrada de su cueva.
A las nueve
pasó el barco. A las diez estaba de vuelta. Después de haber dejado mi
carretilla en la cochera, fui a la torre de Gontrán. Zulpik me esperaba.
Bajamos sin hablar palabra y desde aquel momento tuve la convicción de que
estaba próximo el instante de nuestro gran descubrimiento, pues al mismo tiempo
que bajaba la escalera me acometió el recuerdo de haberla ya recorrido durante
mi sueño. Pero no dije nada. Cuando hubimos llegado al fondo de la cueva,
habíanse desvanecido todas mis dudas, si alguna me hubiese quedado. Reconocía
aquel local, aquella bóveda baja, aquellos muros viejos, aquella mesa de abeto
apoyada contra la tronera, aquellos cuatro cristales redondos, aquel camastro,
aquellos paquetes de cordeles enrollados en un rincón. Todo lo había visto ya,
aunque nunca había entrado en casa del tío Zulpik.
Todo lo
reconocía, como si hubiese sido un familiar de su domicilio, y ya con el
rabillo del ojo señalaba la losa que habría que levantar, si por fin el viejo y
yo llegábamos a un acuerdo.
Un candil
de hoja de lata brillaba sobre la mesa. El viejo cordelero se sentó sin reparo
sobre la única silla, de paja y medio rota, que había en su habitación. Zulpik,
con su cráneo calvo, con las dos mechas de pelo que le quedaban alrededor de
las orejas, con la nariz aplastada, los ojos brillantes y la barbilla en punta,
tenía el aire inquieto y preocupado. Me observaba con mirada sombría y las
primeras palabras que me dijo fueron:
-El tesoro
es mío. No me gusta que me roben. Es mío, me lo he ganado. Yo no soy de esos
que se dejan engañar, ¿me oyes?
-Entonces
-contesté yo levantándome, puesto que el tesoro es de usted, guárdelo.
Y anduve
unos pasos como para retirarme.
Pero él,
levantándose y deteniéndome por el brazo con gesto brusco, dijo rechinando los
dientes:
-Escucha,
¿cuánto quieres?
-Quiero la
mitad.
-¡La mitad!
-dijo; eso es abominable, eso es un robo.
-Pues bien,
quédese usted con todo.
Y entonces
puse el pie en el primer escalón.
Al ver mi
ademán, Zulpik se precipitó sobre mí y, arrancándome casi el faldón de mi
casaquilla, aulló:
-Pero si tú
no sabes nada..., nada. Quieres probarme, quieres espantarme; yo lo encontraré
solo.
-Entonces,
¿por qué me retiene usted aquí?
-Vamos,
siéntate -dijo gruñendo, con ademanesextraños. Vamos, puesto que sabes, dime lo
que hay en el tesoro.
Volví y me
senté.
-Hay, en
primer lugar, la corona de seis picos, de oro, con cuatro gruesos diamantes en
cada pico, y la cruz encima.
-Sí, hay
eso.
-Hay,
además, la espada, la espada grande con la empuñadura de oro.
-Es verdad.
-Y la copa
de oro con perlas blancas, rojas y amarillas.
sí...,
sí..., hay todo eso, bien que me acuerdo: mi copa, mi espada, mi corona. Me las
dejaron, sí, porque yo lo mandé. Pero quiero volverlas a tener.
-Ah, si lo
quiere usted guardar todo para sí -exclamé yo, furioso de semejante egoísmo; si
lo quiere usted todo, entonces me voy. No tengo nada que hacer aquí.
Y salí
indignado.
Pero él,
saltando una vez más y agarrándome por el brazo, exclamó:
-Podremos
entendernos para todo lo demás. Hay oro, ¿no es verdad?
-Sí, el
féretro está lleno de monedas de oro.
Al oír estas
palabras palideció hasta quedar su rostro de color verdoso, y dijo:
-Para mí el
oro, para ti la plata.
-Pero si no
hay plata -exclamé, y, además, si la hubiera yo no la querría, ¿me oye usted?
El viejo
loco, con modulaciones de voz que parecían aullidos feroces, empezó entonces a
quererme suplicar, a intentar ablandarme. Pero bien fácil me era comprender
que de buena gana me hubiera estrangulado, si se hubiera sentido más fuerte que
yo y no hubiera tenido necesidad de mí.
-Vamos
-decía, escúchame, Nicklausse. Eres un buen muchacho y no querrás robarme lo
que es mío. Te digo y te repito que el tesoro me pertenece. Hace cincuenta años
que lo busco. Me acuerdo de haberlo ganado hace mucho tiempo... mucho, mucho
tiempo. Sólo que no puedo gozar de él por la vista. Pero es igual, puesto que
es mío.
-Pues bien;
ya que es de usted, déjeme usted en paz.
-Ahora
mismo lo vas a desenterrar -aulló echando mano de una azuela.
Felizmente,
llevaba yo en la mano mi gran bastón con punta de hierro, habiendo previsto que
el asunto podía acabar mal. Lo enar-bolé y le dije fríamente:
-Tío
Zulpik, he venido a su casa de usted como amigo. Usted quiere asesinarme. Pero
tenga usted mucho cuidado. Al menor movimiento le rompo la cabeza.
Lo
comprendió así, y después de haberme observado un segundo, espiando mis
movimientos y calculando si podría vencerme, soltó la azuela y me dijo en voz
baja:
-¿Quieres
la mitad?
-Sí.
-¿Qué
mitad?, ¿el oro, la espada, la corona, qué, qué? Habla.
-Haremos
dos partes. Se echará a suerte y es necesario que las partes sean perfectamente
iguales.
Reflexionó
un instante y dijo:
-Acepto. No
tengo más remedio que aceptar. Pero me estás robando. Esta mala acción pesará
siempre sobre tu alma. Que el diablo te ahogue. No tengo más remedio que
aceptar.
-Estamos, pues,
de acuerdo, ¿no?
-Puesto que
te digo que acepto...
-Sí; pero
va usted a jurarlo sobre esta cruz.
Entonces
saqué del bolsillo mi pequeña cruz de bronce. Al verla, sus ojos parecieron
turbarse.
-¿Quién te
ha dado eso?
-¿A usted
qué le importa? Jure usted.
-Pues bien,
juro... dejarte la mitad.
-Repartiremos
por igual y a la suerte.
-Sí.
-Perfectamente
-dije yo volviendo a guardar la cruz; ahora podemos entendernos. Por de pronto,
tío Zulpik, el tesoro está aquí.
-¿Aquí?,
¿dónde? -dijo balbuciente.
-Hay que
levantar esta losa y luego cavar por debajo. Llegaremos a una escalera y
bajaremos 50 escalones, al cabo de los cuales hay una cueva, y en la cueva está
el tesoro.
Al
escucharme sus ojos se abrían.
-¿Cómo
sabes tú todo eso? -exclamó.
-Lo sé.
-¿Estás
seguro?
-Estoy
seguro; va usted a verlo.
Y fui a
coger el pico en el fondo de la habitación. Pero entonces dió un salto
exclamando:
-Yo, yo
quiero levantar la losa. Yo quiero quitar la tierra.
--Levante
usted la losa, tío Zulpik, y cave usted cuanto quiera; pero no se olvide usted
del juramento que ha hecho sobre la cruz. Se puede ir al infierno una vez, pero
dos veces sería demasiado.
No contestó
nada, tomó el pico y levantó la losa.
Yo estaba
de pie a su lado, empuñando mi grueso bastón de chuzo, pues desconfiaba de su
locura. Varias veces advertí que me lanzó dos o tres miradas rápidas, como para
cerciorarse de si estaba o no prevenido. Cuando la losa estuvo levantada empezó
a cavar con la rapidez febril del perro que araña la tierra. El sudor le corría
por la espalda. Una vez se detuvo y me dijo:
-Esta cueva
es mía. Vete.
-Acuérdese
usted de su juramento sobre la cruz -le dije fríamente.
Reanudó su
trabajo, repitiendo a cada golpe de pico: «Me estás robando..., me estás
robando, eres un ladrón..., todo es mío...», hasta que alcanzó la pequeña
bóveda de la escalera. Cuando hubo descubierto la primera piedra, de pronto se
puso pálido como el papel y se sentó sobre el montón de tierra.
Yo quise
coger el pico y cavar a mi vez. Pero él se precipitó balbuciendo:
-Déjalo,
déjalo, yo..., yo quiero hacerlo todo..., quiero bajar el primero.
-Muy bien,
siga usted.
Y prosiguió
en la labor con un afán tan grande, que no podía ni respirar. La rabia
aparecía en todos sus rasgos. Sin embargo, el trabajo adelantaba; cada golpe de
pico producía ahora un sonido hueco, y súbitamente una piedra cayó y después
toda la bóveda se vino abajo en el hueco de la escalera, con un ruido sordo. El
viejo cordelero estuvo a punto de ser arrastrado por los escombros. Con mucha
fortuna pude retenerlo. Pero él, lejos de darme las gracias, apenas hubo visto
la escalera empezó a gritar con una rabia espantosa:
-Todo es
mío.
-Y mío
-dije yo con voz seca.
Yo había
cogido la lámpara; pero él quiso llevarla.
-Bueno,
prefiero eso. Eche usted por delante, tío Zulpik.
Y bajamos.
La luz
temblorosa alumbraba aquellas viejas bóvedas, diez veces seculares. El ruido
furtivo de nuestros pasos sobre los escalones sonoros producía efectos
extraños. Mi corazón latía con violencia tal, que parecía que iba a quebrárseme
el pecho. Yo veía delante de mí el cráneo calvo del viejo cordelero, su nuca
grisácea, su espalda encorvada. Quizá en mi lugar hubiera sentido él
tentaciones funestas; pero, gracias a Dios, jamás el pensamiento del mal entró
en mi alma, señor Furbach, y tengo que decirle a usted esto porque detrás de
nosotros, en la sombra, seguíanos y acechábanos la muerte. Felices los que nada
tienen que reprocharse, dejando a Dios el cuidado de llevarse a sus criaturas
cuando le plazca, que Dios no nos necesita para llevar a cabo su terrible
tarea.
Cuando hubo
llegado al final de la escalera, Zulpik, no viendo nada en aquella cueva, me
miró con ojos extraviados. Quiso entonces hablar, pero ningún sonido consiguió
atravesar sus labios. Entonces le enseñé el anillo de hierro que estaba
adherido a la losa del centro. Comprendió en seguida, y, dejando la lámpara en
el suelo, asió el anillo con las dos manos, profiriendo un rugido salvaje. El
sudor resbalaba lentamente sobre nuestras sienes. Sin embargo, conseguí permanecer
dueño de mí mismo. Viendo la inutilidad de los esfuerzos que hacía el viejo, le
dije:
-Déjeme
usted, Zulpik, que usted no tiene bastante fuerza.
Intentó
contestar. En aquel momento noté que tenía los labios azules.
-Siéntese
usted, recobre el aliento, y no tema que vaya a robarle su parte, esté
tranquilo.
Pero no
quiso sentarse, y lo que hizo fué acurrucarse delante de la losa. Y mientras
que yo la levantaba, empujando el pico en los intersticios de la piedra, él se
esforzaba por retenerla entre sus uñas.
-Tenga
usted cuidado -exclamé, que voy a aplastarle los dedos.
Pero era
vano hablarle, no oía, no escuchaba. El furor del oro se había apoderado de él,
y en el rnomento mismo en que, levantando la losa necesitaba yo desplegar todas
mis fuerzas para contenerla y que no volviese a caer, ya él se había deslizado
por debajo, y lanzaba gritos inhumanos, entrecortados por extraños hipos.
Levantada
la losa, permanecí algunos segundos como deslumbrado; el resplandor de las
pedrerías con los reflejos de la lámpara me producía vértigo. En aquel momento,
rápidos como relámpagos, reaparecieron todos mis recuerdos borrados. E incluso
me acordé de lo que usted me había dicho en Munich: «¿Cómo podía usted ver el
oro, el féretro y el caballero, Nicklausse, puesto que no tenía usted luz?
Reconozca usted que su sueño no tiene sentido común.» Y para contestar a esta
objeción, mis ojos buscaban una luz cualquiera. Entonces vi una abertura en la
muralla. Al exterior parecía uno de esos golletes macizos que suele haber en
todas las fortificaciones para facilitar la filtración de la humedad del suelo.
La luna, pálida, miraba por aquel agujero y confundía sus rayos azules con los
amarillos de nuestra lámpara.
Todo esto
es para decirle a usted, querido señor Furbach, que, en semejantes momentos,
nuestros sentidos adquieren una agudeza sorprendente y nada se les escapa, ni
siquiera las circunstancias más indiferentes.
Zulpik
acababa de coger la corona que yacía sobre un almohadón de púrpura y la colocó
sobre su cabeza con soberbio ademán de orgullo. Cogió también la espada, la
copa y, mirándome, dijo con acento de gravedad solemne:
-Aquí está
el duque, el viejo duque Gontrán, el
Avaro.
Y cuando yo
alzaba un pico del cortinón que los años habían puesto rígido como cartulína, y
cuando bajo las telas apareció el oro, el viejo loco, levantando la espada,
quiso asestarme con ella un golpe en la cabeza. Pero un ruido indefinible salió
de su garganta y su cuerpo cayó como un trapo viejo, exhalando un largo
suspiro.
Presa de
horror, acerqué la lámpara y vi en su sien izquierda una mancha de color negro
azulado. Sus ojos habían dado la vuelta dentro de las órbitas, y tina espuma
rosada aparecía en la comisura de sus labios.
-Tío Zulpik
-exclamé.
Pero no
contestó.
Al punto
comprendí que acababa de ser herido por un ataque de apoplejía fulminante. ¿Fué
acaso la visión del oro? ¿Fué por haber violado su juramento, al pretender
herirme para robarme mi parte del botín? ¿Fué porque le había llegado su hora,
como nos llegará a todos la nuestra? ¡Quién sabe! No me inquieté por ello.
Sentía un miedo horrible de ser sorprendido en aquellas circunstancias junto a
aquel cadáver. Nadie habría dudado un instante en acusarme de haber asesinado a
Zulpik, pobre anciano sin fuerzas, para apoderar-me de su tesoro. ¿Qué hacer?
Lo primero que se me ocurrió fué salir escapado, dejándolo todo como estaba.
Pero cuando subía los escalones sentí vivaIr.ente la desesperación de perder
las riquezas que tan intensamente había apetecido. Volví, pues, a la cueva.
Arranqué de las manos de Zulpik la copa y la espada que sus dedos rígidos
apretaban como garras. Volví a colocar en el féretro estas dos piezas, así como
también la corona. Y después, cargando el cuerpo sobre mis hombros y recogiendo
la lámpara del suelo, subí al piso superior. Coloqué el cuerpo del viejo
cordelero sobre su camastro y volcando la tierra de nuevo sobre la escalera
volví a colocar la losa en su sitio. Hecho esto, entreabrí lentamente la puerta
y miré con precaución e inquietud hacia la plaza desierta. Todo dormía en los
alrededores. No eran las dos de la madrugada. La luna, melancólica, dibujaba
las grandes sombras negras de San Esteban sobre la nieve endurecida. Me escapé
hacia el Schlossgarten y me deslicé en mi cuarto por la entrada del parque.
Al día
siguiente todo Brisach supo que Zulpik había muerto de un ataque. Fué
enterrado, y las viejas comadres de la aldea, los marineros del río, los
cargadores, le acompañaron hasta el cementerio.
Durante
tres semanas continué tirando de la carretilla. En esta época tuvo lugar la
venta en subasta pública de la cueva, del camastro, de la silla y del viejo
arcón de Zulpik. Y como me que-daban los doscientos florines que había ganado a
su servicio de usted, lo adquirí todo por la suma de tres fulden. Esto no dejó
de maravillar al vecindario y aun al mismo señor Durlach. ¿Cómo era posible que
un simple criado poseyera tres fulden? Hice ver al señor Durlach la nota que
usted me había entregado y sobre este punto no hubo ya ninguna objeción que
hacer. Incluso cundió por toda la comarca el rumor de que yo era un ricacho,
que tiraba de la carreta para cumplir una promesa. Otros afirmaban que yo me
había disfrazado de criado, para comprar a bajo precio la escombrera de Brisach
y revenderla luego en bloque al emperador de Alemania, que se proponía
reconstruir los castillos de los Habsburgo tales y como estaban en el siglo
XII, para reinstalar en ellos los viejos caballeros, los frailes y los obispos.
Otros, más juiciosos, sin duda, preferían pensar que yo quería fundar en
Brisach una fábrica de sombreros de paja, como hay tantos en Alsacia.
La señorita
Fridolina ya no era la misma conmigo desde mi adquisición. No sabía qué pensar
de todos los rumores que circulaban sobre mí y se rnostraba más tímida, más
reservada que nunca. Veíaia enrojecer cuando yo me aproximaba y se puso muy
triste una vez que manifesté la intención de volver a mi pueblo. Y aun me
pareció al día siguiente que había llorado, circunstancia que me produjo un
gran placer, pues había resuelto realizar mis sueños en todas sus partes, y la
que todavía me quedaba por llevar a cabo, no era la menos agradable.
¿Qué más le
contaré a usted, querido señor Furbach? La continuación de mi historia es
fácil de comprender. Cuando encerrado de noche en mi cueva, con la puerta bien
atrancada, volví a bajar al sótano y me vi en posesión completa de mi tesoro;
cuando calculé aquellas inmensas riquezas, pensando que en adelante la
necesidad no podría hacer mella en mí, brotó en mi pecho un sentimiento de
gratitud, que se apoderó de todo mi ser y que en vano intentaría describir a
usted. ¿Cómo traducir en palabras las acciones de gracias que se elevaron del
fondo de mi corazón?
Y más
tarde, cuando hube operado en Francfort el cambio de algunos centenares de mis
monedas de oro en casa del banquero Kummer, maravillado de la antigüedad de
aquellos cuños, que remontaban al tiempo de las Cruzadas; cuando volví a
Brisach en tren de gran señor sobre el vapor Hermann, que había esperado tantas veces, ¿cómo pintaros la
admiración, el arrobamiento de Fridolina, toda ruborosa y conmovida de verme
tomar asiento en la mesa de los huéspedes? Las felicitaciones afectuosas del
señor Durlach y la confusión de Katel me hacían mucha gracia, sobre todo la de
esta última, que se había permitido tutearme en otro tiempo y aun a veces
tratarme de haragán, cuando le parecía demasiado melancólico o cuando suspiraba
en el rincón de la cocina. Pobre Ka.j el. Lo hacía con las mejores intenciones
del mundo, y si me había tratado con algo de brusquedad era para levantar un
poco mi ánimo decaído; pero al verme venir de la nueva guisa pareció sentirse
confusa, estupefacta y algo cortada de haber maltratado a aquel gran personaje
a quien veía allí, gravemente instalado ante la mesa, con su casaca de paño
verde forrada de cebellina.
¡Ah, señor
Furbach, qué extraños contrastes presenta el mundo! No tiene razón el proverbio
que dice que el hábito no hace al monje. Por mucho que se desprecie el dinero,
es lo cierto que el dinero da á un hombre apostura y posición. Siempre me
acordaré del momento en que abrí mi baúl y habiendo sacado de él la cajita del
dinero la destapé y la dejé sobre la mesa. El buen viejo señor Durlacli, que
era muy prudente y cauteloso por naturaleza, y que hasta entonces había dudado
un tanto de la solidez de mi opulencia, cuando vió brillar el oro se quitó
humildemente el gorro de seda negra y dijo con aire de brusquedad a Fridoliíza:
-Vamos,
vamos, Fridolina, trae un sillón para el señor Nicklausse; nunca piensas en lo
que hace falta.
Y cuando
dije al buen viejo que mi más caro deseo era obtener su hija en matrimonio, el
señor Durlach, que pocas semanas antes se hubiera indignado al oír esta
proposición y me hubiera echado a empellones a la calle, pareció derretirse en
enternecimiento:
-Pero, ¿qué
dice usted, mi querido señor Nicklausse? Es un gran honor ciertamente para
nosotros.
Sin
embargo, puso una condición y fué que habría de permanecer en Sclzlossgarten,
no queriendo -dijo- que un establecimiento fundado por su abuelo luese a caer
en manos extrañas a la familia.
Fridolina,
sentada en un rincón, lloraba silenciosamente.
Y cuando,
arrodillándome ante ella, le pregunté: «Fridolina, ¿quiere uster ser mi
esposa?», apenas si la pobre niña pudo contestarme: «Bien sabe usted,
Nicklausse, que siempre le he querido.»
-¡Ah, señor
Furbach!, semejantes recuerdos ¿no obligan a bendecir ese oro tan despreciable
que sólo hace posible estas felicidades?
Nieklausse
se calló y permaneció durante largo tiempo como perdido en un ensueño, el codo
sobre la mesa y la frente en la mano. Parecía ver desfilar en su espíritu los
buenos y los malos días transcurridos; una lágrima temblaba en sus ojos. El
viejo librero, con la cabeza inclinada, perdíase también en ensoñaciones que no
le eran habituales.
-Mi querido
amigo -dijo de repente levantándose, vuestra historia es maravillosa, pero por
más que reflexiono en ella, no logro comprenderla. ¿Será un efecto magnético y
la crucecita que me enseñó usted en Munich habrá pertenecido a Gontrán, el
Avaro? Quién sabe. En todo caso, estoy seguro de que voy a soñar cosas
espantosas.
Nicklausse
no contestó. Se había levantado y acompañaba a su antiguo amo en silencio. La
luna azulaba los altos ventanales de la sala. Era cerca de la una de la
mariana.
Al día
siguiente el señor Furbach se embarcó en el vapor y tomó el camino de Basilea.
Agitaba la mano en señal de despedida y Nicklausse, desde el muelle, le
contestaba agitando su sombrero de fieltro.
Cuento orillas del rhin
1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067
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