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martes, 9 de diciembre de 2014

La ladrona de niños - Cap. III

El conde siguió a la loca y como sus sentidos es­taban sobreexcitados veía en la obscuridad y en me­dio de la bruma corno si fuese pleno día. Oía sus suspiros, sus palabras confusas, a pesar del continuo soplo del viento de otoño que se arremolinaba en las calles desiertas.
Algunos burgueses retrasados regresaban a sus casas y corrían de trecho en trecho, a lo largo de las aceras, con el cuello de sus gabanes levantados para cubrir la nuca y con las manos en los bolsillos y el sombrero calado hasta los ojos. Cerrábanse las puer­tas; las ventanucas de las casas golpeaban los muros; algunas tejas que el viento hacía volar, rodaban por la calle. El inmenso torrente del aire, después de unos instantes de calma, reanudaba su estrepitoso bra­mido, cubriendo con su voz lúgubre todos los rumo­res, todos los silbidos, todos los suspiros.
Era una de esas frías noches de fines de octubre durante las cuales las veletas, sacudidas por el viento, giran alocadas en lo alto de los tejados y gritan con su voz estridente: «el invierno..., el invierno..., llega el invierno.»
Cuando estuvo en el puente de madera, Cristina se inclinó sobre el muelle, miró las aguas negras que borboteaban entre los barcos y luego, incorporándose de nuevo con ademán incierto, prosiguió su camino tiritando y murmurando en voz baja:
-¡Oh, oh!, hace frío.
El coronel apretando con una mano los pliegues de su capa, comprimía con la otra los latidos de su corazón, que le parecía próximo a estallar.
Dieron las once en la iglesia de San Ignacio. Lue­go dieron las doce.
Cristina Evig no cesaba de caminar; había reco­rrido ya las callejas de la Imprenta, del Mallo, del Mercado de los vinos, de la Carnicería vieja, de los Fosos del Obispado.
Cien veces, el conde, desesperado, había pensado que esa persecución nocturna no podía conducir a nada y que la loca no caminaba en una direccicn determinada. Pero reflexionando después en que éste era su último recurso, seguía tras ella de calle en calle y de plaza en plaza, deteniéndose junto a una esquina, en un fondo de calle, reanudando luego su marcha incierta, absolutamente como el bruto sin asilo que vaga al azar por entre tinieblas.
Por fin, hacia la una de la madrugada, Cristina desembocó en la plaza del Obispado. El tiempo pa­recía en aquel momento aclarar un tanto; ya no llo­vía, un viento fresco barría la plaza, y la luna, ora envuelta en nubes sombrías, ora brillando con todo su esplendor, rompía sus rayos, limpios y fríos como hojas de acero, en las mil charcas de agua que que­daban entre las losas.
La loca fué a sentarse tranquilamente al borde de la fuente, al punto que ocupaba unas horas antes. Durante largo tiempo perma-neció en la misma ac­titud, con la mirada apagada, los harapos pegados al flaco cuerpo.
Todas las esperanzas del conde se desvanecían.
Pero, en uno de los momentos en que la luna se limpiaba de nubes y proyectaba su luz pálida sobre los edificios silenciosos, de pronto la loca se levantó, alargó el cuello y entonces el coronel, siguiendo la dirección de su mirada, reconoció que se dirigía ha­cia la calleja de la Chatarra, a doscientos pasos de la fuente.
En el mismo instante Cristina salió como una flecha.
El conde corrió tras ella, hundiéndose en la man­zana de casucas altas y viejas que dominan la antigua iglesia de San Ignacio.
La loca parecía tener alas. Diez veces el conde es­tuvo a punto de perderla, tanta era la velocidad con que Cristina corría por aquellas callejas sinuosas, llenas de carromatos, de montones de estiércol y de leña para el invierno.
De pronto desapareció en una especie de callejón sin salida, tenebroso. El coronel tuvo que detenerse, falto de dirección.
Felizmente, al cabo de algunos segundos, filtróse en el fondo del callejón un rayo luminoso, amarillen­to y sucio, que atravesaba un vidrio polvoriento. Aquella luz permanecía inmóvil. Una sombra la ve­ló, pero al instante volvió a brillar.
Era evidente que alguien velaba en aquel antro. ¿Qué pasaba allí?
Sin vacilar, el coronel fué derecho hacia la luz.
En medio del callejón tropezó con la loca que, de pie en el barro, con los ojos muy abiertos, y la boca también, miraba hacia aquella lámpara solitaria.
La llegada del conde no pareció sorprenderla. Alar­gando el brazo hacia la ventanuca alumbrada en el primer piso, dijo: «Ahí es», con voz de tan expresivo acento que el conde sintió un estremecimiento de te­rror en todo su cuerpo.
Impulsado por este movimiento se lanzó hacia la puerta de la casa, la abrió de un solo empujón formi­dable y se halló en medio de profundas tinieblas. La loca estaba detrás de él y susurró: -Chiss.
El conde, cediendo una vez más al instinto de la desgraciada, se mantuvo inmóvil en acecho.
El más profundo silencio reinaba en la casa. Todo parecía dormido. Todo parecía muerto.
La iglesia de San Ignacio sonó las dos de la ma­drugada.
Entonces un débil susurro se dejó oír en el primer piso. Una luz vacilante resaltó sobre la pared decré­pita del fondo. Las tablas chillaron encima del co­ronel y el rayo luminoso, adelantándose poco a poco, iluminó primero una escalera en forma de escala, un montón de hierro viejo arrumbado en un rincón, una ventanuca legañosa abierta sobre el patio, una porción de botellas repartidaa por todo el ámbito, un cesto lleno de harapos... Todo aquello presentaba el aspecto de un interior sombrío, ruinoso, horrible.
Por último, un candil sostenido por una pequeña mano seca y nerviosa como la garra de un ave de rapiña, apareció y descendió lentamente sobre la rampa de la escalera. Por encima de la luz se vió una cabeza de mujer inquieta, con los pelos color de cáñamo, los pómulos huesudos, las orejas altas, se­paradas de la cabeza y casi rectas; los ojillos grises, que brillaban bajo los profundos arcos de las cejas; en suma, un ente siniestro vestido de una falda mu­grienta, calzado de viejas chancletas, con los brazos descarnados, desnudos hasta el codo, teniendo en una mano el candil y en la otra un hacha pequeña con un pico punzante.
Apenas esta abominable aparición hubo lanzado la sombra, volvió rápidamente a subir la escalera con singular agilidad.
Pero ya era demasiado tarde. El coronel, con la espada en la mano dió un salto y logró coger a la arpía por la parte inferior de la falda.
-Mi hijo, miserable -dijo.
A este grito del león, la hiena dió vuelta -lanzando al aire un golpe de hacha.
Una lucha espantosa se trabó entonces. La mujer, caída sobre la escalera, intentaba morder. El candil, que desde el primer momento había caído al suelo, seguía ardiendo y su mecha, chisporroteando sobre la losa húmeda, proyectaba sombras movedizas sobre el fondo grisáceo de la pared.
-Mi hijo -repetía el coronel, mi hijo o te mato.
-Sí, sí; ya tendrás a tu hijo -contestaba con acento irónico la mujer, jadeante. Ah, no está todo concluído, no; tengo buenos dientes...; el cobarde me quiere ahogar... ¡Eh!... oiga, allá arriba, ¿está usted sorda?... Suélteme..., lo diré..., lo diré todo.
Parecía agotada, cuando otra bruja más vieja y más espantosa aún, bajó por la escalera gritando:
-Aquí estoy.
La miserable mujer estaba armada con un gran cu­chillo de carnicero. El conde, levantando la vista, vió que la vieja buscaba el sitio en donde herirle entre los omoplatos.
Se creyó perdido. Sólo un ázar providencial podía salvarlo. La loca, que hasta entonces había contem­plado impasible el espectáculo, se lanzó sobre la vieja gritando:
-Es ella..., ahí está..., la reconozco...; esta vez no se me escapará.
Por toda respuesta un chorro de sangre inundó la estancia. La vieja acababa de degollar a la pobre loca.
Fué cuestión de un segundo.
El coronel había tenido tiempo de levantarse y ponerse en guardia. Al verlo las dos arpías subieron rápidamente la escalera y desaparecieron en la obs­curidad.
El candil humeante lanzaba sus últimos destellos. El conde los aprovechó para seguir a los asesinos. Pero al llegar al final de la escalera la prudencia le aconsejó que no abandonase aquella salida.
Oía abajo el estertor de Cristina moribunda y las gotas de sangre que sonaban en medio del silencio al caer de escalón en escalón. Era horrible.
Del otro lado, en el fondo del cubil unas idas y venidas extrañas hacían temer al conde que las dos mujeres quisieran escaparse por las ventanas.
La ignorancia del sitio le mantenía inmóvil desde hacía un instante, cuando un rayo luminoso, resba­lando a través de una puerta vidriada, le permitió ver las dos ventanas de la habitación que daban al callejón sin salida alumbradas por una luz exterior. Al mismo tiempo oyó en la calle una voz bronca que decía:
-¡Eh! ¿Qué pasa ahí?... Una puerta abierta.... ¿qué pasa?
-¡A mí! -gritó el coronel, ¡a mí!
En el mismo momento la luz de fuera penetró en la casa.
-¡Oh! -dijo la voz,sangre...; diablo..., no me equivoco..., es Cristina....
-A mí -repitió el coronel.
Un paso fuerte resonó en la escalera y la cara bar­buda del sereno Selig, con su espeso gorro de piel y su piel de cabra sobre los hombros, apareció en lo alto de la escalera lanzando luz de su linter-na sobre el conde.
La vista del uniforme dejó estupefacto a este buen hombre.
-¿Quién está ahí? -preguntó.
-Suba usted..., buen hombre..., suba...
-Perdón, mi coronel..., es que... abajo...
-Sí..., una mujer acaba de ser asesinada...; los asesinos están ahí.
El sereno acabó de subir la escalera y con la lin­terna en alto alumbró la estancia. Era una bohardilla de unos seis pies que daba a la puerta de la habi­tación en donde las mujeres se habían refugiado; una escala que subía al granero reducía el espacio aun más hacia la izquierda.
La palidez del conde impresionó al sereno, quien, sin embargo, no se atrevía a interrogarle. Pero éste entonces le preguntó:
-¿Quién vive aquí?
-Son dos mujeres, la madre y ia hija; se las lla­ma en el barrio de los mercados las dos Josel. La ma­dre vende carne en la plaza, y la hija fabrica em­butidos.
El conde se acordó entonces de las palabras pro­nunciadas por Cristina en su delirio: «Pobre niña, la han matado.» Se sintió presa de una especie de vértigo y un sudor de muerte le cubrió el rostro.
Una horrible casualidad quiso que en aquel mismo instante encontrase detrás de la escalera una chaque­tita de cuadros azules y rojos, unos zapatitos, una es­pecie de sombrero con una borla negra, todo ello abandonado allí en la sombra. Tembló, pero una po­tencia invencible le empujaba a ver, a contemplar con sus propios ojos. Se aproximó, pues, temblando de pies a cabeza y levantó aquellas ropitas con mano temblorosa.
Unas gotas de sangre ensuciaron sus dedos.
Sólo Dios sabe lo que pasó en el corazón del conde. Largo tiempo permaneció apoyado sobre la pared, con los ojos fijos, los brazos caídos, la boca entre­abierta como herido por el rayo. Pero de repente se lanzó sobre la puerta exhalando un rugido de furor que espantó al sereno. Nada hubiera podido resistir a semejante choque. Oyóse el ruido que en la habi­tación contigua hicieron al derrumbarse los muebles con que las dos mujeres habían barricado la entrada. La casa entera tembló hasta sus cimientos. El conde desapareció en la sombra, y poco después oyéronse en las tinieblas alaridos salvajes, gritos de impreca­ción, roncos clamores.
Aquello no parecía humano; dijérase un combate de animales salvajes despedazándose en el fondo de su cubil.
La calle se llenaba de gente. De todas partes acu­dían los, vecinos que penetraban en la casa gritando: «¿Qué pasa? ¿Quién se degüella aquí?»
De pronto el silencio se restableció y el conde, acri­billado a navajazos, con el uniforme hecho jirones, apareció con la espada teñida en sangre hasta la empuñadura. Sus bigotes chorreaban sangre y los es­pectadores debieron pensar que aquel hombre aca­baba de reñir como riñen los tigres.
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¿Qué más puedo deciros?
El coronel Diderich sanó de sus heridas y abando­nó la ciudad de Maguncia.
Las autoridades de la ciudad consideraron necesa­rio que los padres de las víctimas ignorasen por siem­pre aquellas abominables revelaciones. Yo las co­nozco por haberlas oído contar al sereno Selig, ya viejo y retirado en su aldea cerca de Sarrebrück. Só­lo él supo estos detalles, porque asistió como testigo a la vista secreta de este asunto ante el Tribunal.
Quitad el sentido moral al hombre, y la inteligen­cia de que tanto se ufana no podrá preservarle de las más horribles pasiones.


Cuento orillas del rhin

1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067

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