El conde
siguió a la loca y como sus sentidos estaban sobreexcitados veía en la
obscuridad y en medio de la bruma corno si fuese pleno día. Oía sus suspiros,
sus palabras confusas, a pesar del continuo soplo del viento de otoño que se
arremolinaba en las calles desiertas.
Algunos
burgueses retrasados regresaban a sus casas y corrían de trecho en trecho, a lo
largo de las aceras, con el cuello de sus gabanes levantados para cubrir la
nuca y con las manos en los bolsillos y el sombrero calado hasta los ojos.
Cerrábanse las puertas; las ventanucas de las casas golpeaban los muros;
algunas tejas que el viento hacía volar, rodaban por la calle. El inmenso
torrente del aire, después de unos instantes de calma, reanudaba su estrepitoso
bramido, cubriendo con su voz lúgubre todos los rumores, todos los silbidos,
todos los suspiros.
Era una de
esas frías noches de fines de octubre durante las cuales las veletas, sacudidas
por el viento, giran alocadas en lo alto de los tejados y gritan con su voz
estridente: «el invierno..., el invierno..., llega el invierno.»
Cuando
estuvo en el puente de madera, Cristina se inclinó sobre el muelle, miró las
aguas negras que borboteaban entre los barcos y luego, incorporándose de nuevo
con ademán incierto, prosiguió su camino tiritando y murmurando en voz baja:
-¡Oh, oh!,
hace frío.
El coronel
apretando con una mano los pliegues de su capa, comprimía con la otra los
latidos de su corazón, que le parecía próximo a estallar.
Dieron las
once en la iglesia de San Ignacio. Luego dieron las doce.
Cristina
Evig no cesaba de caminar; había recorrido ya las callejas de la Imprenta, del
Mallo, del Mercado de los vinos, de la Carnicería vieja, de los Fosos del
Obispado.
Cien
veces, el conde, desesperado, había pensado que esa persecución nocturna no
podía conducir a nada y que la loca no caminaba en una direccicn determinada.
Pero reflexionando después en que éste era su último recurso, seguía tras ella
de calle en calle y de plaza en plaza, deteniéndose junto a una esquina, en un
fondo de calle, reanudando luego su marcha incierta, absolutamente como el
bruto sin asilo que vaga al azar por entre tinieblas.
Por fin,
hacia la una de la madrugada, Cristina desembocó en la plaza del Obispado. El
tiempo parecía en aquel momento aclarar un tanto; ya no llovía, un viento
fresco barría la plaza, y la luna, ora envuelta en nubes sombrías, ora
brillando con todo su esplendor, rompía sus rayos, limpios y fríos como hojas
de acero, en las mil charcas de agua que quedaban entre las losas.
La loca
fué a sentarse tranquilamente al borde de la fuente, al punto que ocupaba unas
horas antes. Durante largo tiempo perma-neció en la misma actitud, con la
mirada apagada, los harapos pegados al flaco cuerpo.
Todas las
esperanzas del conde se desvanecían.
Pero, en
uno de los momentos en que la luna se limpiaba de nubes y proyectaba su luz
pálida sobre los edificios silenciosos, de pronto la loca se levantó, alargó el
cuello y entonces el coronel, siguiendo la dirección de su mirada, reconoció
que se dirigía hacia la calleja de la Chatarra, a doscientos pasos de la
fuente.
En el
mismo instante Cristina salió como una flecha.
El conde
corrió tras ella, hundiéndose en la manzana de casucas altas y viejas que
dominan la antigua iglesia de San Ignacio.
La loca
parecía tener alas. Diez veces el conde estuvo a punto de perderla, tanta era
la velocidad con que Cristina corría por aquellas callejas sinuosas, llenas de
carromatos, de montones de estiércol y de leña para el invierno.
De pronto
desapareció en una especie de callejón sin salida, tenebroso. El coronel tuvo
que detenerse, falto de dirección.
Felizmente,
al cabo de algunos segundos, filtróse en el fondo del callejón un rayo
luminoso, amarillento y sucio, que atravesaba un vidrio polvoriento. Aquella
luz permanecía inmóvil. Una sombra la veló, pero al instante volvió a brillar.
Era
evidente que alguien velaba en aquel antro. ¿Qué pasaba allí?
Sin
vacilar, el coronel fué derecho hacia la luz.
En medio
del callejón tropezó con la loca que, de pie en el barro, con los ojos muy
abiertos, y la boca también, miraba hacia aquella lámpara solitaria.
La llegada
del conde no pareció sorprenderla. Alargando el brazo hacia la ventanuca
alumbrada en el primer piso, dijo: «Ahí es», con voz de tan expresivo acento
que el conde sintió un estremecimiento de terror en todo su cuerpo.
Impulsado
por este movimiento se lanzó hacia la puerta de la casa, la abrió de un solo
empujón formidable y se halló en medio de profundas tinieblas. La loca estaba
detrás de él y susurró: -Chiss.
El conde,
cediendo una vez más al instinto de la desgraciada, se mantuvo inmóvil en
acecho.
El más
profundo silencio reinaba en la casa. Todo parecía dormido. Todo parecía
muerto.
La iglesia
de San Ignacio sonó las dos de la madrugada.
Entonces
un débil susurro se dejó oír en el primer piso. Una luz vacilante resaltó sobre
la pared decrépita del fondo. Las tablas chillaron encima del coronel y el
rayo luminoso, adelantándose poco a poco, iluminó primero una escalera en forma
de escala, un montón de hierro viejo arrumbado en un rincón, una ventanuca
legañosa abierta sobre el patio, una porción de botellas repartidaa por todo el
ámbito, un cesto lleno de harapos... Todo aquello presentaba el aspecto de un
interior sombrío, ruinoso, horrible.
Por
último, un candil sostenido por una pequeña mano seca y nerviosa como la garra
de un ave de rapiña, apareció y descendió lentamente sobre la rampa de la
escalera. Por encima de la luz se vió una cabeza de mujer inquieta, con los
pelos color de cáñamo, los pómulos huesudos, las orejas altas, separadas de la
cabeza y casi rectas; los ojillos grises, que brillaban bajo los profundos
arcos de las cejas; en suma, un ente siniestro vestido de una falda mugrienta,
calzado de viejas chancletas, con los brazos descarnados, desnudos hasta el
codo, teniendo en una mano el candil y en la otra un hacha pequeña con un pico
punzante.
Apenas
esta abominable aparición hubo lanzado la sombra, volvió rápidamente a subir la
escalera con singular agilidad.
Pero ya
era demasiado tarde. El coronel, con la espada en la mano dió un salto y logró
coger a la arpía por la parte inferior de la falda.
-Mi hijo,
miserable -dijo.
A este
grito del león, la hiena dió vuelta -lanzando al aire un golpe de hacha.
Una lucha
espantosa se trabó entonces. La mujer, caída sobre la escalera, intentaba
morder. El candil, que desde el primer momento había caído al suelo, seguía
ardiendo y su mecha, chisporroteando sobre la losa húmeda, proyectaba sombras movedizas
sobre el fondo grisáceo de la pared.
-Mi hijo -repetía
el coronel, mi hijo o te mato.
-Sí, sí;
ya tendrás a tu hijo -contestaba con acento irónico la mujer, jadeante. Ah, no
está todo concluído, no; tengo buenos dientes...; el cobarde me quiere ahogar...
¡Eh!... oiga, allá arriba, ¿está usted sorda?... Suélteme..., lo diré..., lo
diré todo.
Parecía
agotada, cuando otra bruja más vieja y más espantosa aún, bajó por la escalera
gritando:
-Aquí
estoy.
La
miserable mujer estaba armada con un gran cuchillo de carnicero. El conde,
levantando la vista, vió que la vieja buscaba el sitio en donde herirle entre
los omoplatos.
Se creyó
perdido. Sólo un ázar providencial podía salvarlo. La loca, que hasta entonces
había contemplado impasible el espectáculo, se lanzó sobre la vieja gritando:
-Es
ella..., ahí está..., la reconozco...; esta vez no se me escapará.
Por toda
respuesta un chorro de sangre inundó la estancia. La vieja acababa de degollar
a la pobre loca.
Fué
cuestión de un segundo.
El coronel
había tenido tiempo de levantarse y ponerse en guardia. Al verlo las dos arpías
subieron rápidamente la escalera y desaparecieron en la obscuridad.
El candil
humeante lanzaba sus últimos destellos. El conde los aprovechó para seguir a
los asesinos. Pero al llegar al final de la escalera la prudencia le aconsejó
que no abandonase aquella salida.
Oía abajo
el estertor de Cristina moribunda y las gotas de sangre que sonaban en medio del
silencio al caer de escalón en escalón. Era horrible.
Del otro
lado, en el fondo del cubil unas idas y venidas extrañas hacían temer al conde
que las dos mujeres quisieran escaparse por las ventanas.
La
ignorancia del sitio le mantenía inmóvil desde hacía un instante, cuando un
rayo luminoso, resbalando a través de una puerta vidriada, le permitió ver las
dos ventanas de la habitación que daban al callejón sin salida alumbradas por
una luz exterior. Al mismo tiempo oyó en la calle una voz bronca que decía:
-¡Eh! ¿Qué
pasa ahí?... Una puerta abierta.... ¿qué pasa?
-¡A mí! -gritó
el coronel, ¡a mí!
En el
mismo momento la luz de fuera penetró en la casa.
-¡Oh!
-dijo la voz,sangre...; diablo..., no me equivoco..., es Cristina....
-A mí
-repitió el coronel.
Un paso
fuerte resonó en la escalera y la cara barbuda del sereno Selig, con su espeso
gorro de piel y su piel de cabra sobre los hombros, apareció en lo alto de la
escalera lanzando luz de su linter-na sobre el conde.
La vista
del uniforme dejó estupefacto a este buen hombre.
-¿Quién
está ahí? -preguntó.
-Suba
usted..., buen hombre..., suba...
-Perdón,
mi coronel..., es que... abajo...
-Sí...,
una mujer acaba de ser asesinada...; los asesinos están ahí.
El sereno
acabó de subir la escalera y con la linterna en alto alumbró la estancia. Era
una bohardilla de unos seis pies que daba a la puerta de la habitación en
donde las mujeres se habían refugiado; una escala que subía al granero reducía
el espacio aun más hacia la izquierda.
La palidez
del conde impresionó al sereno, quien, sin embargo, no se atrevía a
interrogarle. Pero éste entonces le preguntó:
-¿Quién
vive aquí?
-Son dos
mujeres, la madre y ia hija; se las llama en el barrio de los mercados las dos
Josel. La madre vende carne en la plaza, y la hija fabrica embutidos.
El conde
se acordó entonces de las palabras pronunciadas por Cristina en su delirio:
«Pobre niña, la han matado.» Se sintió presa de una especie de vértigo y un
sudor de muerte le cubrió el rostro.
Una
horrible casualidad quiso que en aquel mismo instante encontrase detrás de la
escalera una chaquetita de cuadros azules y rojos, unos zapatitos, una especie
de sombrero con una borla negra, todo ello abandonado allí en la sombra.
Tembló, pero una potencia invencible le empujaba a ver, a contemplar con sus
propios ojos. Se aproximó, pues, temblando de pies a cabeza y levantó aquellas
ropitas con mano temblorosa.
Unas gotas
de sangre ensuciaron sus dedos.
Sólo Dios
sabe lo que pasó en el corazón del conde. Largo tiempo permaneció apoyado sobre
la pared, con los ojos fijos, los brazos caídos, la boca entreabierta como
herido por el rayo. Pero de repente se lanzó sobre la puerta exhalando un
rugido de furor que espantó al sereno. Nada hubiera podido resistir a semejante
choque. Oyóse el ruido que en la habitación contigua hicieron al derrumbarse
los muebles con que las dos mujeres habían barricado la entrada. La casa entera
tembló hasta sus cimientos. El conde desapareció en la sombra, y poco después
oyéronse en las tinieblas alaridos salvajes, gritos de imprecación, roncos
clamores.
Aquello no
parecía humano; dijérase un combate de animales salvajes despedazándose en el
fondo de su cubil.
La calle
se llenaba de gente. De todas partes acudían los, vecinos que penetraban en la
casa gritando: «¿Qué pasa? ¿Quién se degüella aquí?»
De pronto
el silencio se restableció y el conde, acribillado a navajazos, con el
uniforme hecho jirones, apareció con la espada teñida en sangre hasta la
empuñadura. Sus bigotes chorreaban sangre y los espectadores debieron pensar
que aquel hombre acababa de reñir como riñen los tigres.
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¿Qué más
puedo deciros?
El coronel
Diderich sanó de sus heridas y abandonó la ciudad de Maguncia.
Las
autoridades de la ciudad consideraron necesario que los padres de las víctimas
ignorasen por siempre aquellas abominables revelaciones. Yo las conozco por
haberlas oído contar al sereno Selig, ya viejo y retirado en su aldea cerca de
Sarrebrück. Sólo él supo estos detalles, porque asistió como testigo a la
vista secreta de este asunto ante el Tribunal.
Quitad el
sentido moral al hombre, y la inteligencia de que tanto se ufana no podrá
preservarle de las más horribles pasiones.
Cuento orillas del rhin
1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067
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