En 1787
veíase errar todos los días por las calles del barrio de Hesse-Darmstadt, de
Maguncia, una mujer alta, demacrada, con las mejillas hundidas y los ojos
perdidos, horrible imagen de la locura. Esta desgraciada, que se llamaba
Cristina Evig, era una antigua colchonera que vivía en la calleja del
Ventanuco, detrás de la catedral. Había perdido la razón a consecuencia de un
suceso espantoso.
Una tarde
que atravesaba la tortuosa calle de los Tres Barcos, llevando cogida de la mano
a su hija pequeña, se apercibió de pronto de que había soltado la mano de su
hija y de que ya no oía sus pasos detrás de ella. La pobre mujer se volvió
gritando:
-Deubche,
Deubche, ¿dónde estás?
Pero nadie
había respondido, y la calle estaba completamente desierta, por lejos que se
alargasen las miradas.
Entonces
echó a correr, gritando y llamando, y así llegó hasta el puerto. Hundió sus
miradas en las aguas obscuras del río, por debajo de los barcos. Sus gritos,
sus gemidos, habían atraído a los vecinos. La pobre madre les explicó su
congoja. Muchos se unieron a ella para iniciar de nuevo las indagaciones. Pero
nada..., nada..., ni un rastro, ni un indicio vino a dar luz en este horrible
misterio.
Cristina
Evig desde aquel momento no volvió a poner los pies en su casa. Noche y día
erraba por la ciudad, gritando con voz cada vez más débil y quejumbrosa:
-Deubche,
Deubche.
Las gentes
sentían compasión por la pobre loca, le ofrecían la hospitalidad en sus casas,
le daban de comer y le proporcionaban vestidos viejos para cubrir su cuerpo. Y
la Policía, en vista de una simpatía tan general, no había creído necesario
intervenir e internar a Cristina en el manicomio.
La
dejaban, pues, caminar y lanzar su llamada quejumbrosa, sin preocuparse lo más
mínimo de ella.
Pero lo
que daba a la desgracia de Cristina un carácter verdaderamente siniestro era
que la desaparición de su niñita había sido como la señal de una serie de
acontecimientos del mismo género; unos diez niños habían desaparecido desde
entonces de un modo sorprendente, inexplicable. Algunos de aquellos niños
pertenecían a la alta burguesía de la ciudad.
Estos
sucesos tenían lugar comúnmente a la caída de la tarde, cuando los transeúntes
escasean, cuando todos van hacia su domicilio rápidamente después de haber
evacuado los negocios del día.
Entonces,
a veces, un niño imprudente se aventuraba a pocos metros de la puerta de su
casa y su madre lo llamaba gritando:
-Carlitos,
Luisito, Carlotita -exactamente como la pobre Cristina. Pero ninguna voz
contestaba. Carreras, llamadas, indagaciones por toda la vecindad. Inútil.
Nada volvía a saberse del niño.
Sería
imposible describir en detalle las investigaciones de la Policía, las
detenciones provisionales, las pesquisas, el terror que había invadido a todas
las familias de Maguncia.
Ver morir
unos padres a su hijo es horrible, sin duda; pero perderle sin saber lo que ha
sido de él, pensar que nunca se sabrá, que ese pobre ser tan débil, tan dulce,
que apretaban contra su pecho con tanto amor, sufre acaso y llama sin que pueda
el padre o la madre acudir en su auxilio, esto es algo que excede a toda humana
imaginación, algo que ninguna expresión humana puede jamás dar a conocer
plenamente.
Una noche
de octubre del ya citado año de 1787, Cristina Evig, errante por las calles,
había ido a sentarse sobre el pilón de la fuente del Obispado. Sus largos
cabellos grises flotaban al viento, y sus ojos divagaban en torno como en
medio de un sueño.
Las
criadas de la vecindad, en vez de distraerse charlando como de costumbre
alrededor de la fuente, se apresuraban a llenar su cántaro y volver a la casa
de sus amos.
La pobre
loca permanecía allí, sola bajo la lluvia helada tamizada por las nieblas del Rin.
Y las casas de alrededor, con sus altos tejados en cuesta, sus ventanas
enrejadas, sus tragaluces innumerables, se envolvían lentamente en tinieblas.
La capilla
del Obispado daba las campanadas de las siete. Cristina no se movía y mientras
tiritaba profería sin cesar su continuo balido:
-Deubche,
Deubche.
Pero en el
instante en que las pálidas luces del crepúsculo empezaron a tenderse sobre
los tejados, antes de desaparecer, de pronto la pobre loca empezó a temblar
con todo su cuerpo, alargó el cuello, y su faz inerte, que llevaba dos años
sumida en la imbecilidad, adquirió tal expresión de inteligencia, que la criada
del consejero Trumf, que en aquel momento ponía su cántaro en la fuente, se
volvió llena de estupefacción, para observar el gesto de la loca.
En el
mismo instante, a la otra extremidad de la plaza, a lo largo de las aceras,
pasaba una mujer con la cabeza baja, teniendo entre sus brazos, envuelto en una
tela, un bulto que se movía.
Esta
mujer, vista a través de la lluvia, ofrecía un aspecto impresionante. Corría como
una ladrona que acaba de dar el golpe, arrastrando detrás de ella en el barro
sus harapos fangosos y costeando cuidadosamente las sombras de la calle.
Cristina
Evig había alargado su ancha mano sarmentosa; sus labios se agitaban
balbuciendo palabras extrañas. Pero de pronto un grito estridente se escapó de
su pecho:
-Es ella.
Y saltando
y corriendo a través de la plaza, en menos de un minuto llegó a la esquina de
la calle de la Chatarra, por donde la mujer acababa de desaparecer
Pero allí,
Cristina se detuvo jadeante. La mujer había desaparecido en las tinieblas de
la cloaca y en todo aquel paraje no se oía más que el ruido monótono del agua,
que caía de las canales.
¿Qué
acababa de suceder en el alma de la loca? ¿Había recordado algo? ¿Había tenido
alguna visión, uno de esos relámpagos del alma que descubren en un segundo los
abismos del pasado? No lo sé. Pero es el caso que acababa de recobrar la razón.
Sin perder
un minuto en perseguir la sombra de la mujer desaparecida, la desgraciada
Cristina echó a correr por la calle de los Tres Barcos, como arrastrada por el
vértigo, volvió por la esquina de la plaza de Gutenberg y se precipitó en el
vestíbulo de la casa del preboste, Gaspar Schwartz, gritando con voz vibrante:
-Señor
preboste, he descubierto a los ladrones de los niños. Venga usted pronto;
escúcheme usted, pronto.
El señor
preboste acababa de terminar su comida de la tarde. Era hombre grave y
metódico. Le gustaba hacer bien la digestión después de haber cenado en paz y
gracia de Dios. Así, pues, la llegada de aquel fantasma le impresionó vivamente
y, dejando sobre la mesa la taza de té que justamente en aquel momento llevaba
a sus labios, exclamó:
-Dios mío,
¿por qué no he de tener ni un minuto de descanso en el día? ¿Será posible
encontrar un hombre más desgraciado que yo? ¿Qué quiere de mí esta loca ahora?
¿Por qué se la ha dejado entrar aquí?
Al oír
estas palabras Cristina, recobrando su tranquilidad, respondió con ademán de
súplica:
-¡Ah,
señor preboste, ya que pregunta usted si existe algún ser más desgraciado que
usted, mire... míreme a mí!
Y su voz
se anegaba en congojas. Sus dedos crispados apartaban sus largos cabellos
grises de su faz pálida. Estaba que daba miedo.
-Loca, sí,
Dios mío; he estado loca. El Señor, en su conmiseración, me había ocultado las
profundidades de mi desgracia. Pero ya no estoy loca. Ahora estoy cuerda. Y la
he visto, sí, he visto a la mujer que se llevaba un niño..., porque era un
niño..., estoy segura de que era un niño.
-Váyase
usted al diablo con su mujer y su niño -exclamó el preboste. ¿Cómo se atreve
esta desgraciada a venir aquí arrastrando sus harapos sobre mi solería?
Juan..., Juan, ven inmediatamente y echa a la calle a esta mujer. Váyase al
diablo el cargo de preboste... que no me acarrea más que desa-gradables tareas.
Llegó el
criado y el señor Gaspar Schwartz le d señalando a Cristina:
-Llévatela
a la calle. Decididamente tendré que escribir una memoria para librar a la
ciudad de las s importunidades de esta desgraciada. Tenemos manicomios, gracias
a Dios.
Entonces
la loca rompió a reír con lúgubres estertores, mientras el criado, lleno de
conmiseración, la cogía por el brazo y le decía con dulzura:
-Vamos...,
Cristina..., vamos; venga usted.
La pobre
mujer había recaído en su locura y murmuraba:
-Deubche,
Deubche.
Cuento orillas del rhin
1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067
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