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martes, 9 de diciembre de 2014

La ladrona de niños - Cap. I

En 1787 veíase errar todos los días por las calles del barrio de Hesse-Darmstadt, de Maguncia, una mu­jer alta, demacrada, con las mejillas hundidas y los ojos perdidos, horrible imagen de la locura. Esta des­graciada, que se llamaba Cristina Evig, era una anti­gua colchonera que vivía en la calleja del Ventanuco, detrás de la catedral. Había perdido la razón a con­secuencia de un suceso espantoso.
Una tarde que atravesaba la tortuosa calle de los Tres Barcos, llevando cogida de la mano a su hija pe­queña, se apercibió de pronto de que había soltado la mano de su hija y de que ya no oía sus pasos detrás de ella. La pobre mujer se volvió gritando:
-Deubche, Deubche, ¿dónde estás?
Pero nadie había respondido, y la calle estaba com­pletamente desierta, por lejos que se alargasen las mi­radas.
Entonces echó a correr, gritando y llamando, y así llegó hasta el puerto. Hundió sus miradas en las aguas obscuras del río, por debajo de los barcos. Sus gritos, sus gemidos, habían atraído a los vecinos. La pobre madre les explicó su congoja. Muchos se unieron a ella para iniciar de nuevo las indagaciones. Pero nada..., nada..., ni un rastro, ni un indicio vino a dar luz en este horrible misterio.
Cristina Evig desde aquel momento no volvió a po­ner los pies en su casa. Noche y día erraba por la ciu­dad, gritando con voz cada vez más débil y quejum­brosa:
-Deubche, Deubche.
Las gentes sentían compasión por la pobre loca, le ofrecían la hospitalidad en sus casas, le daban de co­mer y le proporcionaban vestidos viejos para cubrir su cuerpo. Y la Policía, en vista de una simpatía tan general, no había creído necesario intervenir e inter­nar a Cristina en el manicomio.
La dejaban, pues, caminar y lanzar su llamada que­jumbrosa, sin preocuparse lo más mínimo de ella.
Pero lo que daba a la desgracia de Cristina un carácter verdaderamente siniestro era que la desapa­rición de su niñita había sido como la señal de una serie de acontecimientos del mismo género; unos diez niños habían desaparecido desde entonces de un modo sorprendente, inexplicable. Algunos de aquellos niños pertenecían a la alta burguesía de la ciudad.
Estos sucesos tenían lugar comúnmente a la caída de la tarde, cuando los transeúntes escasean, cuando todos van hacia su domicilio rápidamente después de haber evacuado los negocios del día.
Entonces, a veces, un niño imprudente se aventu­raba a pocos metros de la puerta de su casa y su ma­dre lo llamaba gritando:
-Carlitos, Luisito, Carlotita -exactamente como la pobre Cristina. Pero ninguna voz contestaba. Carre­ras, llamadas, indagaciones por toda la vecindad. Inútil. Nada volvía a saberse del niño.
Sería imposible describir en detalle las investiga­ciones de la Policía, las detenciones provisionales, las pesquisas, el terror que había invadido a todas las fa­milias de Maguncia.
Ver morir unos padres a su hijo es horrible, sin du­da; pero perderle sin saber lo que ha sido de él, pen­sar que nunca se sabrá, que ese pobre ser tan débil, tan dulce, que apretaban contra su pecho con tanto amor, sufre acaso y llama sin que pueda el padre o la madre acudir en su auxilio, esto es algo que excede a toda humana imaginación, algo que ninguna expre­sión humana puede jamás dar a conocer plenamente.
Una noche de octubre del ya citado año de 1787, Cristina Evig, errante por las calles, había ido a sen­tarse sobre el pilón de la fuente del Obispado. Sus largos cabellos grises flotaban al viento, y sus ojos di­vagaban en torno como en medio de un sueño.
Las criadas de la vecindad, en vez de distraerse charlando como de costumbre alrededor de la fuente, se apresuraban a llenar su cántaro y volver a la casa de sus amos.
La pobre loca permanecía allí, sola bajo la lluvia helada tamizada por las nieblas del Rin. Y las casas de alrededor, con sus altos tejados en cuesta, sus ven­tanas enrejadas, sus tragaluces innumerables, se en­volvían lentamente en tinieblas.
La capilla del Obispado daba las campanadas de las siete. Cristina no se movía y mientras tiritaba profe­ría sin cesar su continuo balido:
-Deubche, Deubche.
Pero en el instante en que las pálidas luces del cre­púsculo empezaron a tenderse sobre los tejados, antes de desaparecer, de pronto la pobre loca empezó a tem­blar con todo su cuerpo, alargó el cuello, y su faz inerte, que llevaba dos años sumida en la imbecilidad, adquirió tal expresión de inteligencia, que la criada del consejero Trumf, que en aquel momento ponía su cántaro en la fuente, se volvió llena de estupefacción, para observar el gesto de la loca.

En el mismo instante, a la otra extremidad de la plaza, a lo largo de las aceras, pasaba una mujer con la cabeza baja, teniendo entre sus brazos, envuelto en una tela, un bulto que se movía.
Esta mujer, vista a través de la lluvia, ofrecía un aspecto impresionante. Corría como una ladrona que acaba de dar el golpe, arrastrando detrás de ella en el barro sus harapos fangosos y costeando cuidado­samente las sombras de la calle.
Cristina Evig había alargado su ancha mano sar­mentosa; sus labios se agitaban balbuciendo pala­bras extrañas. Pero de pronto un grito estridente se escapó de su pecho:
-Es ella.
Y saltando y corriendo a través de la plaza, en me­nos de un minuto llegó a la esquina de la calle de la Chatarra, por donde la mujer acababa de des­aparecer
Pero allí, Cristina se detuvo jadeante. La mujer había desaparecido en las tinieblas de la cloaca y en todo aquel paraje no se oía más que el ruido mo­nótono del agua, que caía de las canales.
¿Qué acababa de suceder en el alma de la loca? ¿Había recordado algo? ¿Había tenido alguna visión, uno de esos relámpagos del alma que descubren en un segundo los abismos del pasado? No lo sé. Pero es el caso que acababa de recobrar la razón.
Sin perder un minuto en perseguir la sombra de la mujer desaparecida, la desgraciada Cristina echó a correr por la calle de los Tres Barcos, como arrastra­da por el vértigo, volvió por la esquina de la plaza de Gutenberg y se precipitó en el vestíbulo de la casa del preboste, Gaspar Schwartz, gritando con voz vi­brante:
-Señor preboste, he descubierto a los ladrones de los niños. Venga usted pronto; escúcheme usted, pronto.
El señor preboste acababa de terminar su comida de la tarde. Era hombre grave y metódico. Le gusta­ba hacer bien la digestión después de haber cenado en paz y gracia de Dios. Así, pues, la llegada de aquel fantasma le impresionó vivamente y, dejando sobre la mesa la taza de té que justamente en aquel mo­mento llevaba a sus labios, exclamó:
-Dios mío, ¿por qué no he de tener ni un minuto de descanso en el día? ¿Será posible encontrar un hombre más desgraciado que yo? ¿Qué quiere de mí esta loca ahora? ¿Por qué se la ha dejado entrar aquí?
Al oír estas palabras Cristina, recobrando su tran­quilidad, respondió con ademán de súplica:
-¡Ah, señor preboste, ya que pregunta usted si existe algún ser más desgraciado que usted, mire... míreme a mí!
Y su voz se anegaba en congojas. Sus dedos cris­pados apartaban sus largos cabellos grises de su faz pálida. Estaba que daba miedo.
-Loca, sí, Dios mío; he estado loca. El Señor, en su conmiseración, me había ocultado las profundi­dades de mi desgracia. Pero ya no estoy loca. Ahora estoy cuerda. Y la he visto, sí, he visto a la mujer que se llevaba un niño..., porque era un niño..., estoy segura de que era un niño.
-Váyase usted al diablo con su mujer y su niño -exclamó el preboste. ¿Cómo se atreve esta desgraciada a venir aquí arrastrando sus harapos sobre mi solería? Juan..., Juan, ven inmediatamente y echa a la calle a esta mujer. Váyase al diablo el cargo de preboste... que no me acarrea más que desa-grada­bles tareas.
Llegó el criado y el señor Gaspar Schwartz le d señalando a Cristina:
-Llévatela a la calle. Decididamente tendré que escribir una memoria para librar a la ciudad de las s importunidades de esta desgraciada. Tenemos mani­comios, gracias a Dios.
Entonces la loca rompió a reír con lúgubres ester­tores, mientras el criado, lleno de conmiseración, la cogía por el brazo y le decía con dulzura:
-Vamos..., Cristina..., vamos; venga usted.
La pobre mujer había recaído en su locura y mur­muraba:
-Deubche, Deubche.

Cuento orillas del rhin


1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067


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