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martes, 9 de diciembre de 2014

El blanco y el negro - Cap. I

En aquella época pasábamos las noches en la cer­vecería Brauer, que da a la plaza de Brisach.
Hacia las ocho llegaban uno tras otro Federico Schutz, el notario, Franz Martin, el burgomaestre, Cristóbal Ulmett, el juez municipal, el consejero Klers, el ingeniero Rothan, el joven organista Teodoro Blitz y algunos honrados burgueses de la ciudad. Todos nos sentábamos a la misma mesa y bebíamos la cerveza espumosa como si estuvié-ramos en familia.
Algo de confusión produjo, sin duda, entre nosotros la llegada de Teodoro Blitz, que venía de Jena con una carta de recomendación de Harmosisus. Sus ojos ne­gros, sus cabellos negros rizados, su nariz fina y pá­lida, sus palabras cortantes y sus ideas místicas pu­sieron algo de turbación en nuestra tertulia. Nos admirábamos de verle levantarse bruscamente, dar dos o tres vueltas por la sala gesticulando, burlarse con aire extraño de los paisajes de Suiza represen­tados en las paredes (lagos de color de añil, monta­ñas de verde manzana, sendas rojas) y volver a sen­tarse, beber de un trago su jarra, emprender una discusión sobre la música de Palestrina, sobre el laúd de los hebreos, sobre la introducción del órgano en nuestras basílicas o sobre las épocas sabáticas, etc.; contraer las cejas, poner los codos picudos sobre el borde de la mesa y perderse en profundas medita­ciones.
Sí; todo esto nos producía bastante admiración y extrañeza. Eramos nosotros personas graves, acostum­brados a ideas metódicas. Pero no hubo más remedio que habituarse al nuevo contertulio, y el ingeniero Rothan, aunque era de humor burlón, acabó por cal­marse y no contradecir ya a cada paso al joven maes­tro de capilla, incluso cuando éste tenía razón.
Evidentemente, Teodoro Blitz era una de esas na­turalezas nervio-sas, que se resienten de todas las va­riaciones de la temperatura. Aquel año fué enorme­mente caluroso y tuvimos varias tormentas hacia la primavera. Se temía la pérdida de la cosecha uvera.
Una noche todos estábamos reunidos en torno a la mesa, con excepción del viejo juez Ulmett y del maes­tro de capilla. El burgomaestre hablaba del granizo y de las grandes obras hidráulicas. Yo, por mi parte, escuchaba el viento que azotaba los plátanos del jar­dín de Palacio, y oía las gotas de agua golpeando los vidrios de las ventanas. De vez en cuando oíase una teja rodar por los tejados, una puerta golpear con fuerza el quicio, una ventana dar contra la pared, y también esos inmensos clamores que hace el huracán cuando aúlla, silba y gime a lo lejos, como si todos los seres invisibles se buscasen y llamasen en las ti­nieblas, mientras los vivos se ocultan y acoquinan en un rincón para evitar su funesto encuentro.
La iglesia de San Esteban daba las campanadas de las nueve cuando Teodoro Blitz entró bruscamen­te, sacudiendo su fieltro como un poseso y gritando con voz silbante:
-Ahora está el diablo haciendo de las suyas. El blanco y el negro se confunden... Las nueve veces noventa mil novecientas noventa y nueve Envidias batallan y se despedazan... Anda, Arimán, paséa­te..., devasta..., arruina... Dos Amchaspands están en fuga... Oromaz se tapa el rostro... ¡Qué tiem­po, qué tiempo!
Al decir todo esto corría alrededor de la sala, dan­do grandes zancadas con sus piernas delgadas y rien­do con sacudidas sucesivas.
Nos quedamos todos estupefactos al ver semejante entrada y durante algunos segundos nadie dijo pa­labra Al fin, el ingeniero Rothan, empujado por su humor cáustico, exclamó:
-¿Qué galimatías es ése, querido señor organista? ¿Qué significan esos Amschaspands y esas nueve ve­ces noventa mil novecientas noventa y nueve Envi­dias? ¡Ja, ja, ja! Es verdaderamente cómico en exceso. ¿En dónde diablos ha aprendido usted tan singular idioma?
Teodoro Blit-se detuvo en seco y cerró un ojo mientras el otro, abierto enormemente, brillaba con diabólica ironía.
Y cuando Rothan hubo terminado, dijo:
-Oh, insigne ingeniero; oh, espíritu sublime, due­ño y señor de la pala y el pico, director de las vigas, ordenador del ángulo recto y del ángulo agudo y del ángulo obtuso, tiene usted razón, tiene usted mil ve­ces razón.
Y diciendo esto se inclinaba con ademán burlón.
-Nada existe -prosiguió- si no es la materia, la plomada, la regla y el compás. Las revelaciones de Zoroastro, de Moisés, de Pitágoras, de Odín y de Cris­to; la armonía, la melodía, el arte, el sentimiento son ensueños indignos de un ingenio luminoso como el de usted. A usted, a usted sélo pertenece la verdad, la eterna verdad. ¡Ah! Yo me inclino ante usted, yo le saludo, yo me prosterno ante su gloria, imperecedera como la de Nínive y Babilonia.
Dichas estas palabras, hizo dos piruetas sobre sus talones y lanzó una carcajada tan aguda que parecía el canto del gallo al saludar la aurora naciente.
Rothan iba a enfadarse, cuando, en el mismo mo­mento, entró el juez Ulmett con la cabeza metida en su viejo gorro de nutria, con los hombros cubiertos por su gabán de color verde botella ribeteado de pie­les, con las mangas colgantes, la espalda redonda, los párpados semicerrados, las mejillas musculosas y la gruesa nariz roja chorreando lluvia.
Estaba mojado como un pato.
Fuera caía el agua a torrentes. Las goteras chapo­teaban, los canalones vomitaban agua y los arroyos venían crecidos como ríos.
-¡Ah, Señor, Dios mío! -dijo el buen hombre, se necesita estar loco para salir con semejante tiempo y sobre todo después de tantas fatigas y trabajos co­mo llevo pasados hoy. Dos indagatorias, actas, inte­rrogatorios. Pero la cerveza y los viejos amigos me harían atravesar el Rin a nado.
Diciendo confusamente estas palabras, se quitó el gorro de nutria, abrió el amplio gabán y sacó su larga pipa de Ul.m, su tabaquera y su eslabón con la yesca, depositando todo cuidadosamente sobre la mesa. He­cho esto colgó su gabán y su gorro de una percha, ex­clamando:
-Brauer.
-¿Qué desea el señor juez municipal?
—Tenga usted en cuenta que convendría cerrar las maderas de las ventanas. Este chaparrón podría muy bien acabar en rayos y truenos.
El cervecero salió al punto y cerró las maderas de
las ventanas. El viejo juez se sentó en su rincón, ex­halando un suspiro:
-¿Sabe usted lo que sucede, burgomaestre? -dijo después con tristeza en la voz.
-No. ¿Qué es lo que sucede, viejo amigo Cristóbal?
Antes de contestar, el señor Ulmett paseó alrededor de la sala una mirada escrutadora.
-Estamos solos, queridos amigos -dijo, y pue­do haceros la confidencia; hacia las tres de la tarde se ha encontrado a la pobre Gredel Dick bajo la es­clusa del molino de Holderloch.
-¿Bajo la esclusa del Holderloch? -exclamaron los concurrentes.
-Sí..., y con una cuerda atada al cuello.
Para comprender bien hasta qué punto hubieron de emocionarnos estas palabras, hay que saber que Gre­del Dick era una de las muchachas más bonitas de Brisach: alta, morena, de ojos azules, de mejillas ro­sadas, hija única del viejo anabaptista Pedro Dick, que tenía arrendados los bienes considerables de la familia reinante. Desde hacía algún tiempo se la veía triste y cavilosa, habiendo sido siempre alegre y rei­dora, por la mañana en el lavadero y por la tarde en la fuente en medio de sus amigas. Se la había visto llorar y se atribuía su tristeza a las persecuciones in­cesantes de que era objeto por parte de Sapheri Mutz, hijo del jefe de la posta, muchachote sólido, nervioso, de nariz aguileña y cabellos negros rizados, que la se­guía como una sombra y no la dejaba un solo instante los domingos durante el baile.
Incluso se había tratado de su matrimonio; pero el viejo Mutz, con su mujer, con su yerno Carlos Bremer y con su hija Soffayel, se habían opuesto a esta unión con el pretexto de que una pagana no podía entrar en la familia.
Gredel había desaparecido desde hacía tres días sin que nadie supiera lo qué había sido de ella. Imaginad, pues, ahora los mil pensamientos que nos pasaron por las mientes al saber que la muchacha había muerto. Ninguno pensábamos ya en la discusión de Teodoro Blitz y del ingeniero Rothan acerca de los espíritus invisibles. Todos los ojos interrogaban al señor Cris­tóbal Ulmett, quien, con su ancha cabeza calva incli­nada y sus espesas cejas blancas contraídas, llenaba gravemente su pipa con aire melancólico.
-Y Mutz..., Sapheri Mutz -preguntó el burgo­maestre, ¿qué ha sido de él?
Un leve color rosado tiñó las mejillas del anciano, que respondió después de haber reflexionado algunos segundos:
-Sapheri Mutz... ha desaparecido.
-¿Que ha desaparecido? -exclamó el pequeño Klers; entonces es que se confiesa culpable.
-Eso mismo me parece a mí -dijo el viejo juez con voz inocentona; nadie se escapa si no tiene al­go que temer. Por lo demás, hemos hecho una inspec­ción ocular en casa de su padre y hemos encontrado a toda la casa en agitación. Estas gentes parecían cons­ternadas; la madre tartamudeaba y se arrancaba los pelos; la chica se había puesto su vestido de los do­mingos y bailaba como una loca; era imposible sacar nada de ellos. En cuanto al padre de Gredel, el pobre hombre está sumido en una desesperación inexpresa­ble; no quiere comprometer el honor de su hija, pero es indudable que Gredel Dick ha abandonado volun­tariamente la casa el martes pasado para seguir a Sapheri. Todos los vecinos atestiguan este hecho. En fin, la Guardia civil anda en su busca, y veremos lo que sucede.
A estas palabras siguió un largo silencio. En la ca­lle caía la lluvia a grandes chaparrones.
-¡Es abominable! -exclamó de pronto el burgo­maestre, ¡abominable! ¡Y pensar que todos los pa­dres de familia, todos los que educan a sus hijos en el temor de Dios, están expuestos a semejantes des­gracias?
-Sí -exclamó el juez Ulmett encendiendo su pi­pa, así es el mundo. Por mucho que se diga y repita que todo marcha según las órdenes de Dios Nuestro Señor, yo, por mi parte, creo que el espíritu de las tinieblas se mezcla en nuestros asuntos mucho más de lo que fuera menester. Para un buen hombre que se encuentra uno, cuántos granujas sin conciencia no ve­mos medrar y prosperar. Y para una hermosa haza­ña, cuántos golpes malvados. Yo os lo pregunto, ami­gos míos, si el diablo quisiera contar su rebaño...
No tuvo tiempo de terminar la frase, porque en el mismo instante un triple relámpago iluminó las ven­tanas e hizo palidecer la lámpara, y casi en el mismo momento oyóse el trueno, pero un trueno seco, raja­do, algo que al oírlo nos puso los pelos de punta; di­jérase que la tierra acababa de estallar.
La iglesia de San Esteban sonaba justamente la me­dia noche. Las lentas vibraciones del bronce nos pa­recían estar a cuatro pasos de nosotros; y allá lejos, muy lejos, se oyó una voz quejumbrosa y larga que gritaba:
-Socorrooo... socorrooo...
-Alguien pide socorro -balbució el burgomaestre.
-Sí -dijeron los demás, prestando oído con el rostro pálido y demudado.
Y estando así todos sumidos en angustia y espanto profundos, el ingeniero Rothan, alargando el labio in­ferior con aire burlón, exclamó:
-Vamos, vamos, es la gata de la señorita Roesel que canta su romanza enamorada al señor Roller, el joven tenor del primer piso.
Y ahuecando la voz, añadió con modulaciones y ademanes de tragedia:
-Sonaban las campanadas de las doce en la torre lúgubre del castillo...
Esta salida burlona provocó la indignación general.
-Desgraciados los que ríen de semejantes cosas -exclamó el viejo Cristóbal levantándose.
Caminaba hacia la puerta con paso solemne y todos le seguíamos, incluso el cervecero gordo, que tenía en su mano su gorro de lana y murmuraba en voz ba­ja una oración, como si se tratase de comparecer ante Dios. Sólo Rothan permanecía en su sitio. Yo, por mi parte, iba detrás de los demás, con el cuello alargado y mirando por encima de sus espaldas.
La puerta de cristales se abrió un instante; tirita­mos de frío. Entonces se produjo un nuevo relámpago y la calle, con sus adoquines blancos lavados por la lluvia, sus arroyos corrientes, sus mil ventanas, sus gabletes decrépitos, sus muestras y anuncios, se des­tacó bruscamente sobre la noche obscura y luego re­trocedió de nuevo en las tinieblas.
Este abrir y cerrar de ojos me bastó para ver la torre de San Esteban y sus innumerables estatuíllas envueltas en la luz blanca del relámpago, los badajos de las campanas atados a las vigas negras y en lo alto el nido de las cigüeñas deshecho a medio por la bo­rrasca, las crías con el pico al aire, la madre asustada con las alas desplegadas y el padre volando en aloca­dos giros alrededor de la aguja brillante, con el pecho arqueado, el cuello plegado, las largas patas lanzadas hacia atras, como para desafiar el zigzag del rayo.
Fué aquella una visión extraña, una verdadera pin­tura china, grácil, fina, ligera, algo admirable y te­rrible sobre el fondo negro de las nubes nimbadas de oro.
Permanecimos todos con la boca abierta en el um­bral mismo de la cervecería, preguntándonos unos a otros: «¿qué hemos oído, señor Ulmett?... ¿Qué ve usted, señor Klers?»
En este momento un lúgubre maullido se dejó oír encima de nosotros y todo un regimiento de gatos em­pezó a dar saltos y brincos. Al mismo tiempo una gran carcajada estalló en la sala.
-¡Vaya, vaya! -gritaba el ingeniero. ¿Los oyen ustedes? ¿No tenía yo razón?
-No ha sido nada -murmuró el viejo juez, no ha sido nada, gracias al cielo. Volvamos. La lluvia sigue cayendo.
Y mientras se dirigía de nuevo hacia su puesto en la mesa, dijo:
-¿Es acaso extraño, señor Rothan, que la imagi­nación de un pobre viejo como yo dé en alguna cho­chera, cuando el cielo y la tierra se confunden, cuan­do el amor y el odio se abrazan para darnos el espectáculo de crímenes desconocidos hasta hoy en nuestro país? ¿Qué tiene esto de extraño?
Volvimos a sentarnos a la mesa animados todos de cierto des-pecho e inquina contra el ingeniero, único que había permanecido tranquilo y nos había visto temblar. Volvímosle la espalda, vaciando nuestra ja­rra sin decir palabra. En cuanto a él, con un codo apo­yado en el borde de la ventana, silbaba entre dientes no sé qué marcha militar, a cuyo ritmo golpeaba con los dedos los cristales sin dignarse echar cuenta de nuestro mal humor.
Así transcurrieron algunos minutos, hasta que Teo­doro Blitz dijo riendo:
-El señor Rothan triunfa. No cree en los espíritus invisibles. Nada le turba el alma. Tiene buenos pies, buenos ojos y buenos oídos. ¿Qué más es necesario para convencernos de ignorancia y locura?
-Bueno -exclamó Rothan, yo no me hubiera atrevido a decirlo; pero define usted tan bien las co­sas, señor organista, que no hay medio de contrade­cirle, sobre todo por lo que le concierne a usted per­sonalmente, pues por lo que se refiere a mis viejos amigos Schultz, Ulmett, Klers y demás, la cuestión varía, varía mucho; a todo el mundo puede aconte­cerle tener un sueño malo, con tal de que esto no de­genere en costumbre.
En lugar de contestar a este ataque directo, el or­ganista Blitz, con la cabeza inclinada, parecía prestar oídos a algún rumor de fuera.
-Silencio -dijo mirándonos fijamente.
Levantaba el índice, y la expresión de su fisonomía era tan punzante, que todos escuchamos con un sen­timiento de temor indefinido.
En el mismo instante oyóse el ruido sordo de un chapoteo en el agua del arroyo desbordado; una ma­no intentó empujar el pestillo de la puerta; el maes­tro de capilla nos dijo con voz que delataba un tem­blor contenido:
-Manteneos tranquilos... Escuchad y ved... Que el, Señor nos ayude.
Abrióse la puerta y apareció Sapheri Mutz.
Aun cuando viviera mil años, la figura de este hom­bre quedaría indeleble-mente grabada en mi memoria. Ahí está..., le estoy viendo. Se adelanta vacilante, pálido, con los cabellos colgantes pegados a las meji­llas, con los ojos apagados, vidriosos, con la blusa ajustada sobre la cintura y un palo grueso en la ma­no. Nos mira sin vernos, como sumergido en un sue­ño. Un arroyo de barro serpentea detrás de él. Se detiene, tose y dice en voz baja, como hablándose a sií mismo:
-Aquí estoy. Que me detengan..., que me corten la cabeza..., prefiero esto...
Luego, despertando de su sueño y mirándonos a to­dos, uno tras otro, con movimiento de terror ex­clama:
-He hablado. ¿Qué es lo que he dicho? ¡Ah! El burgomaestre..., el juez Ulmett.
Había dado un gran salto para escapar. Pero al tro­pezar con la noche obscura, un sentimiento de espan­to le hizo retroceder hacia el interior de la sala.
Teodoro Elitz acababa de levantarse. Habiéndonos prevenido con una mirada profunda, se acercó a Mutz y con ademanes de confiden-cia le preguntó en voz baja, señalando hacia la calle tenebrosa:
-¿Está ahí?
-Sí -contestó el asesino con el mismo tono mis­terioso.
-¿Viene siguiéndote?
-Desde la Fischbach.
-¿Por detrás?
-Sí, por detrás.
-Eso es, sí, eso es -dijo el organista lanzándonos otra mirada; siempre es lo mismo. Bueno, pues qué­date aquí, Sapheri, siéntate ahí junto a la chimenea. Brauer, vaya usted a buscar a los guardias.
Al oír la palabra guardias, el miserable palideció horriblemente y quiso escapar; pero le detuvo otra vez el mismo espanto y hundiéndose en la esquina de una mesa, con la cabeza entre las manos, exclamó:
-Ah, si hubiera sabido..., si hubiera sabido...
Todos estábamos más muertos que vivos. El cerve­cero acababa de salir. En la sala no se oía ni un soplo.
El viejo juez había dejado su pipa. El burgomaestre me miraba con aire desolado. Rothan no silbaba ya. Teodoro Blitz, sentado en la extremidad del banco, con las piernas cruzadas, miraba la lluvia que rayaba las tinieblas.
Así estuvimos cerca de un cuarto de hora, temiendo siempre que el asesino tomara la decisión de darse a la fuga. Pero Mutz no se movía; sus largos pelos pen­dían entre sus dedos y el agua chorreaba de sus ves­tidos, como de una gotera, sobre el pavimento.
Por fin, oyóse fuera ruido de armas, y los guardias Werner y Keltz aparecieron en el quicio de la puerta. Keltz, lanzando una mirada de soslayo al asesino, sa­ludó y dijo:
-Buenas noches, señor juez.
Y entró y puso tranquilamente las esposas en los puños de Sapheri, que se tapaba la cara.
-Vamos, síguenos, muchacho -dijo. Werner, cierre usted la marcha.
Un tercer guardia, grueso y bajo, apareció en la sombra y toda la tropa salió.
El desgraciado no había opuesto la menor resis­tencia.
Nos quedamos mirándonos unos a otros, todos muy pálidos.
-Buenas noches, señores -dijo el organista. Y se marchó.
Los demás, silenciosos y perdidos en nuestras per­sonales reflexiones, nos levantamos y nos fuimos a nuestras casas, sin decir palabra.
Yo, por mi parte, volví más de veinte veces la ca­beza antes de llegar a mi casa. Creía a cada momento oír al otro, a ese que seguía a Sapheri Metz, deslizar­se tras de mí.
Cuando, por fin, gracias al cielo, llegué a mi cuar­to, antes de acostarme y de apagar la luz tuve la sa­bia precaución de mirar debajo de la cama para con­vencerme de que ese personaje misterioso no estaba allí. Y hasta me parece que recité una oración espe­cial para que no se le ocurriera degollarme durante mi sueño. ¿Qué queréis? No es uno filósofo todos los días.

Cuento orillas del rhin

1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067

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