En aquella
época pasábamos las noches en la cervecería Brauer, que da a la plaza de
Brisach.
Hacia las
ocho llegaban uno tras otro Federico Schutz, el notario, Franz Martin, el
burgomaestre, Cristóbal Ulmett, el juez municipal, el consejero Klers, el
ingeniero Rothan, el joven organista Teodoro Blitz y algunos honrados burgueses
de la ciudad. Todos nos sentábamos a la misma mesa y bebíamos la cerveza
espumosa como si estuvié-ramos en familia.
Algo de
confusión produjo, sin duda, entre nosotros la llegada de Teodoro Blitz, que
venía de Jena con una carta de recomendación de Harmosisus. Sus ojos negros,
sus cabellos negros rizados, su nariz fina y pálida, sus palabras cortantes y
sus ideas místicas pusieron algo de turbación en nuestra tertulia. Nos
admirábamos de verle levantarse bruscamente, dar dos o tres vueltas por la sala
gesticulando, burlarse con aire extraño de los paisajes de Suiza representados
en las paredes (lagos de color de añil, montañas de verde manzana, sendas
rojas) y volver a sentarse, beber de un trago su jarra, emprender una
discusión sobre la música de Palestrina, sobre el laúd de los hebreos, sobre la
introducción del órgano en nuestras basílicas o sobre las épocas sabáticas,
etc.; contraer las cejas, poner los codos picudos sobre el borde de la mesa y
perderse en profundas meditaciones.
Sí; todo
esto nos producía bastante admiración y extrañeza. Eramos nosotros personas
graves, acostumbrados a ideas metódicas. Pero no hubo más remedio que
habituarse al nuevo contertulio, y el ingeniero Rothan, aunque era de humor
burlón, acabó por calmarse y no contradecir ya a cada paso al joven maestro
de capilla, incluso cuando éste tenía razón.
Evidentemente,
Teodoro Blitz era una de esas naturalezas nervio-sas, que se resienten de
todas las variaciones de la temperatura. Aquel año fué enormemente caluroso y
tuvimos varias tormentas hacia la primavera. Se temía la pérdida de la cosecha
uvera.
Una noche
todos estábamos reunidos en torno a la mesa, con excepción del viejo juez
Ulmett y del maestro de capilla. El burgomaestre hablaba del granizo y de las
grandes obras hidráulicas. Yo, por mi parte, escuchaba el viento que azotaba
los plátanos del jardín de Palacio, y oía las gotas de agua golpeando los
vidrios de las ventanas. De vez en cuando oíase una teja rodar por los tejados,
una puerta golpear con fuerza el quicio, una ventana dar contra la pared, y
también esos inmensos clamores que hace el huracán cuando aúlla, silba y gime a
lo lejos, como si todos los seres invisibles se buscasen y llamasen en las tinieblas,
mientras los vivos se ocultan y acoquinan en un rincón para evitar su funesto
encuentro.
La iglesia
de San Esteban daba las campanadas de las nueve cuando Teodoro Blitz entró
bruscamente, sacudiendo su fieltro como un poseso y gritando con voz silbante:
-Ahora
está el diablo haciendo de las suyas. El blanco y el negro se confunden... Las
nueve veces noventa mil novecientas noventa y nueve Envidias batallan y se
despedazan... Anda, Arimán, paséate..., devasta..., arruina... Dos Amchaspands
están en fuga... Oromaz se tapa el rostro... ¡Qué tiempo, qué tiempo!
Al decir
todo esto corría alrededor de la sala, dando grandes zancadas con sus piernas
delgadas y riendo con sacudidas sucesivas.
Nos
quedamos todos estupefactos al ver semejante entrada y durante algunos segundos
nadie dijo palabra Al fin, el ingeniero Rothan, empujado por su humor
cáustico, exclamó:
-¿Qué
galimatías es ése, querido señor organista? ¿Qué significan esos Amschaspands y
esas nueve veces noventa mil novecientas noventa y nueve Envidias? ¡Ja, ja,
ja! Es verdaderamente cómico en exceso. ¿En dónde diablos ha aprendido usted
tan singular idioma?
Teodoro
Blit-se detuvo en seco y cerró un ojo mientras el otro, abierto enormemente,
brillaba con diabólica ironía.
Y cuando
Rothan hubo terminado, dijo:
-Oh,
insigne ingeniero; oh, espíritu sublime, dueño y señor de la pala y el pico,
director de las vigas, ordenador del ángulo recto y del ángulo agudo y del ángulo
obtuso, tiene usted razón, tiene usted mil veces razón.
Y diciendo
esto se inclinaba con ademán burlón.
-Nada
existe -prosiguió- si no es la materia, la plomada, la regla y el compás. Las
revelaciones de Zoroastro, de Moisés, de Pitágoras, de Odín y de Cristo; la
armonía, la melodía, el arte, el sentimiento son ensueños indignos de un
ingenio luminoso como el de usted. A usted, a usted sélo pertenece la verdad,
la eterna verdad. ¡Ah! Yo me inclino ante usted, yo le saludo, yo me prosterno
ante su gloria, imperecedera como la de Nínive y Babilonia.
Dichas
estas palabras, hizo dos piruetas sobre sus talones y lanzó una carcajada tan
aguda que parecía el canto del gallo al saludar la aurora naciente.
Rothan iba
a enfadarse, cuando, en el mismo momento, entró el juez Ulmett con la cabeza
metida en su viejo gorro de nutria, con los hombros cubiertos por su gabán de
color verde botella ribeteado de pieles, con las mangas colgantes, la espalda
redonda, los párpados semicerrados, las mejillas musculosas y la gruesa nariz
roja chorreando lluvia.
Estaba
mojado como un pato.
Fuera caía
el agua a torrentes. Las goteras chapoteaban, los canalones vomitaban agua y
los arroyos venían crecidos como ríos.
-¡Ah,
Señor, Dios mío! -dijo el buen hombre, se necesita estar loco para salir con
semejante tiempo y sobre todo después de tantas fatigas y trabajos como llevo
pasados hoy. Dos indagatorias, actas, interrogatorios. Pero la cerveza y los
viejos amigos me harían atravesar el Rin a nado.
Diciendo
confusamente estas palabras, se quitó el gorro de nutria, abrió el amplio gabán
y sacó su larga pipa de Ul.m, su tabaquera y su eslabón con la yesca,
depositando todo cuidadosamente sobre la mesa. Hecho esto colgó su gabán y su
gorro de una percha, exclamando:
-Brauer.
-¿Qué
desea el señor juez municipal?
—Tenga
usted en cuenta que convendría cerrar las maderas de las ventanas. Este
chaparrón podría muy bien acabar en rayos y truenos.
El
cervecero salió al punto y cerró las maderas de
las
ventanas. El viejo juez se sentó en su rincón, exhalando un suspiro:
-¿Sabe
usted lo que sucede, burgomaestre? -dijo después con tristeza en la voz.
-No. ¿Qué
es lo que sucede, viejo amigo Cristóbal?
Antes de
contestar, el señor Ulmett paseó alrededor de la sala una mirada escrutadora.
-Estamos
solos, queridos amigos -dijo, y puedo haceros la confidencia; hacia las tres
de la tarde se ha encontrado a la pobre Gredel Dick bajo la esclusa del molino
de Holderloch.
-¿Bajo la
esclusa del Holderloch? -exclamaron los concurrentes.
-Sí..., y
con una cuerda atada al cuello.
Para
comprender bien hasta qué punto hubieron de emocionarnos estas palabras, hay
que saber que Gredel Dick era una de las muchachas más bonitas de Brisach:
alta, morena, de ojos azules, de mejillas rosadas, hija única del viejo
anabaptista Pedro Dick, que tenía arrendados los bienes considerables de la
familia reinante. Desde hacía algún tiempo se la veía triste y cavilosa,
habiendo sido siempre alegre y reidora, por la mañana en el lavadero y por la
tarde en la fuente en medio de sus amigas. Se la había visto llorar y se
atribuía su tristeza a las persecuciones incesantes de que era objeto por
parte de Sapheri Mutz, hijo del jefe de la posta, muchachote sólido, nervioso,
de nariz aguileña y cabellos negros rizados, que la seguía como una sombra y
no la dejaba un solo instante los domingos durante el baile.
Incluso se
había tratado de su matrimonio; pero el viejo Mutz, con su mujer, con su yerno
Carlos Bremer y con su hija Soffayel, se habían opuesto a esta unión con el pretexto
de que una pagana no podía entrar en la familia.
Gredel
había desaparecido desde hacía tres días sin que nadie supiera lo qué había
sido de ella. Imaginad, pues, ahora los mil pensamientos que nos pasaron por
las mientes al saber que la muchacha había muerto. Ninguno pensábamos ya en la
discusión de Teodoro Blitz y del ingeniero Rothan acerca de los espíritus
invisibles. Todos los ojos interrogaban al señor Cristóbal Ulmett, quien, con
su ancha cabeza calva inclinada y sus espesas cejas blancas contraídas,
llenaba gravemente su pipa con aire melancólico.
-Y Mutz...,
Sapheri Mutz -preguntó el burgomaestre, ¿qué ha sido de él?
Un leve
color rosado tiñó las mejillas del anciano, que respondió después de haber
reflexionado algunos segundos:
-Sapheri
Mutz... ha desaparecido.
-¿Que ha
desaparecido? -exclamó el pequeño Klers; entonces es que se confiesa culpable.
-Eso mismo
me parece a mí -dijo el viejo juez con voz inocentona; nadie se escapa si no
tiene algo que temer. Por lo demás, hemos hecho una inspección ocular en casa
de su padre y hemos encontrado a toda la casa en agitación. Estas gentes
parecían consternadas; la madre tartamudeaba y se arrancaba los pelos; la
chica se había puesto su vestido de los domingos y bailaba como una loca; era
imposible sacar nada de ellos. En cuanto al padre de Gredel, el pobre hombre
está sumido en una desesperación inexpresable; no quiere comprometer el honor
de su hija, pero es indudable que Gredel Dick ha abandonado voluntariamente la
casa el martes pasado para seguir a Sapheri. Todos los vecinos atestiguan este
hecho. En fin, la Guardia civil anda en su busca, y veremos lo que sucede.
A estas
palabras siguió un largo silencio. En la calle caía la lluvia a grandes
chaparrones.
-¡Es
abominable! -exclamó de pronto el burgomaestre, ¡abominable! ¡Y pensar que
todos los padres de familia, todos los que educan a sus hijos en el temor de
Dios, están expuestos a semejantes desgracias?
-Sí
-exclamó el juez Ulmett encendiendo su pipa, así es el mundo. Por mucho que se
diga y repita que todo marcha según las órdenes de Dios Nuestro Señor, yo, por
mi parte, creo que el espíritu de las tinieblas se mezcla en nuestros asuntos
mucho más de lo que fuera menester. Para un buen hombre que se encuentra uno,
cuántos granujas sin conciencia no vemos medrar y prosperar. Y para una
hermosa hazaña, cuántos golpes malvados. Yo os lo pregunto, amigos míos, si
el diablo quisiera contar su rebaño...
No tuvo
tiempo de terminar la frase, porque en el mismo instante un triple relámpago iluminó
las ventanas e hizo palidecer la lámpara, y casi en el mismo momento oyóse el
trueno, pero un trueno seco, rajado, algo que al oírlo nos puso los pelos de
punta; dijérase que la tierra acababa de estallar.
La iglesia
de San Esteban sonaba justamente la media noche. Las lentas vibraciones del
bronce nos parecían estar a cuatro pasos de nosotros; y allá lejos, muy lejos,
se oyó una voz quejumbrosa y larga que gritaba:
-Socorrooo...
socorrooo...
-Alguien
pide socorro -balbució el burgomaestre.
-Sí -dijeron
los demás, prestando oído con el rostro pálido y demudado.
Y estando
así todos sumidos en angustia y espanto profundos, el ingeniero Rothan,
alargando el labio inferior con aire burlón, exclamó:
-Vamos,
vamos, es la gata de la señorita Roesel que canta su romanza enamorada al señor
Roller, el joven tenor del primer piso.
Y
ahuecando la voz, añadió con modulaciones y ademanes de tragedia:
-Sonaban
las campanadas de las doce en la torre lúgubre del castillo...
Esta
salida burlona provocó la indignación general.
-Desgraciados
los que ríen de semejantes cosas -exclamó el viejo Cristóbal levantándose.
Caminaba
hacia la puerta con paso solemne y todos le seguíamos, incluso el cervecero
gordo, que tenía en su mano su gorro de lana y murmuraba en voz baja una
oración, como si se tratase de comparecer ante Dios. Sólo Rothan permanecía en
su sitio. Yo, por mi parte, iba detrás de los demás, con el cuello alargado y
mirando por encima de sus espaldas.
La puerta
de cristales se abrió un instante; tiritamos de frío. Entonces se produjo un
nuevo relámpago y la calle, con sus adoquines blancos lavados por la lluvia,
sus arroyos corrientes, sus mil ventanas, sus gabletes decrépitos, sus muestras
y anuncios, se destacó bruscamente sobre la noche obscura y luego retrocedió
de nuevo en las tinieblas.
Este abrir
y cerrar de ojos me bastó para ver la torre de San Esteban y sus innumerables
estatuíllas envueltas en la luz blanca del relámpago, los badajos de las
campanas atados a las vigas negras y en lo alto el nido de las cigüeñas
deshecho a medio por la borrasca, las crías con el pico al aire, la madre
asustada con las alas desplegadas y el padre volando en alocados giros
alrededor de la aguja brillante, con el pecho arqueado, el cuello plegado, las
largas patas lanzadas hacia atras, como para desafiar el zigzag del rayo.
Fué
aquella una visión extraña, una verdadera pintura china, grácil, fina, ligera,
algo admirable y terrible sobre el fondo negro de las nubes nimbadas de oro.
Permanecimos
todos con la boca abierta en el umbral mismo de la cervecería, preguntándonos
unos a otros: «¿qué hemos oído, señor Ulmett?... ¿Qué ve usted, señor Klers?»
En este
momento un lúgubre maullido se dejó oír encima de nosotros y todo un regimiento
de gatos empezó a dar saltos y brincos. Al mismo tiempo una gran carcajada
estalló en la sala.
-¡Vaya,
vaya! -gritaba el ingeniero. ¿Los oyen ustedes? ¿No tenía yo razón?
-No ha sido
nada -murmuró el viejo juez, no ha sido nada, gracias al cielo. Volvamos. La
lluvia sigue cayendo.
Y mientras
se dirigía de nuevo hacia su puesto en la mesa, dijo:
-¿Es acaso
extraño, señor Rothan, que la imaginación de un pobre viejo como yo dé en
alguna chochera, cuando el cielo y la tierra se confunden, cuando el amor y
el odio se abrazan para darnos el espectáculo de crímenes desconocidos hasta
hoy en nuestro país? ¿Qué tiene esto de extraño?
Volvimos a
sentarnos a la mesa animados todos de cierto des-pecho e inquina contra el
ingeniero, único que había permanecido tranquilo y nos había visto temblar.
Volvímosle la espalda, vaciando nuestra jarra sin decir palabra. En cuanto a
él, con un codo apoyado en el borde de la ventana, silbaba entre dientes no sé
qué marcha militar, a cuyo ritmo golpeaba con los dedos los cristales sin
dignarse echar cuenta de nuestro mal humor.
Así
transcurrieron algunos minutos, hasta que Teodoro Blitz dijo riendo:
-El señor
Rothan triunfa. No cree en los espíritus invisibles. Nada le turba el alma.
Tiene buenos pies, buenos ojos y buenos oídos. ¿Qué más es necesario para convencernos
de ignorancia y locura?
-Bueno
-exclamó Rothan, yo no me hubiera atrevido a decirlo; pero define usted tan
bien las cosas, señor organista, que no hay medio de contradecirle, sobre
todo por lo que le concierne a usted personalmente, pues por lo que se refiere
a mis viejos amigos Schultz, Ulmett, Klers y demás, la cuestión varía, varía
mucho; a todo el mundo puede acontecerle tener un sueño malo, con tal de que
esto no degenere en costumbre.
En lugar
de contestar a este ataque directo, el organista Blitz, con la cabeza
inclinada, parecía prestar oídos a algún rumor de fuera.
-Silencio
-dijo mirándonos fijamente.
Levantaba
el índice, y la expresión de su fisonomía era tan punzante, que todos
escuchamos con un sentimiento de temor indefinido.
En el
mismo instante oyóse el ruido sordo de un chapoteo en el agua del arroyo
desbordado; una mano intentó empujar el pestillo de la puerta; el maestro de
capilla nos dijo con voz que delataba un temblor contenido:
-Manteneos
tranquilos... Escuchad y ved... Que el, Señor nos ayude.
Abrióse la
puerta y apareció Sapheri Mutz.
Aun cuando
viviera mil años, la figura de este hombre quedaría indeleble-mente grabada en
mi memoria. Ahí está..., le estoy viendo. Se adelanta vacilante, pálido, con
los cabellos colgantes pegados a las mejillas, con los ojos apagados,
vidriosos, con la blusa ajustada sobre la cintura y un palo grueso en la mano.
Nos mira sin vernos, como sumergido en un sueño. Un arroyo de barro serpentea
detrás de él. Se detiene, tose y dice en voz baja, como hablándose a sií mismo:
-Aquí
estoy. Que me detengan..., que me corten la cabeza..., prefiero esto...
Luego,
despertando de su sueño y mirándonos a todos, uno tras otro, con movimiento de
terror exclama:
-He
hablado. ¿Qué es lo que he dicho? ¡Ah! El burgomaestre..., el juez Ulmett.
Había dado
un gran salto para escapar. Pero al tropezar con la noche obscura, un
sentimiento de espanto le hizo retroceder hacia el interior de la sala.
Teodoro
Elitz acababa de levantarse. Habiéndonos prevenido con una mirada profunda, se
acercó a Mutz y con ademanes de confiden-cia le preguntó en voz baja, señalando
hacia la calle tenebrosa:
-¿Está
ahí?
-Sí
-contestó el asesino con el mismo tono misterioso.
-¿Viene
siguiéndote?
-Desde la
Fischbach.
-¿Por detrás?
-Sí, por
detrás.
-Eso es,
sí, eso es -dijo el organista lanzándonos otra mirada; siempre es lo mismo.
Bueno, pues quédate aquí, Sapheri, siéntate ahí junto a la chimenea. Brauer,
vaya usted a buscar a los guardias.
Al oír la
palabra guardias, el miserable palideció horriblemente y quiso escapar; pero le
detuvo otra vez el mismo espanto y hundiéndose en la esquina de una mesa, con
la cabeza entre las manos, exclamó:
-Ah, si
hubiera sabido..., si hubiera sabido...
Todos
estábamos más muertos que vivos. El cervecero acababa de salir. En la sala no
se oía ni un soplo.
El viejo
juez había dejado su pipa. El burgomaestre me miraba con aire desolado. Rothan
no silbaba ya. Teodoro Blitz, sentado en la extremidad del banco, con las
piernas cruzadas, miraba la lluvia que rayaba las tinieblas.
Así
estuvimos cerca de un cuarto de hora, temiendo siempre que el asesino tomara la
decisión de darse a la fuga. Pero Mutz no se movía; sus largos pelos pendían
entre sus dedos y el agua chorreaba de sus vestidos, como de una gotera, sobre
el pavimento.
Por fin,
oyóse fuera ruido de armas, y los guardias Werner y Keltz aparecieron en el
quicio de la puerta. Keltz, lanzando una mirada de soslayo al asesino, saludó
y dijo:
-Buenas
noches, señor juez.
Y entró y
puso tranquilamente las esposas en los puños de Sapheri, que se tapaba la cara.
-Vamos,
síguenos, muchacho -dijo. Werner, cierre usted la marcha.
Un tercer
guardia, grueso y bajo, apareció en la sombra y toda la tropa salió.
El
desgraciado no había opuesto la menor resistencia.
Nos
quedamos mirándonos unos a otros, todos muy pálidos.
-Buenas
noches, señores -dijo el organista. Y se marchó.
Los demás,
silenciosos y perdidos en nuestras personales reflexiones, nos levantamos y
nos fuimos a nuestras casas, sin decir palabra.
Yo, por mi
parte, volví más de veinte veces la cabeza antes de llegar a mi casa. Creía a
cada momento oír al otro, a ese que seguía a Sapheri Metz, deslizarse tras de
mí.
Cuando,
por fin, gracias al cielo, llegué a mi cuarto, antes de acostarme y de apagar
la luz tuve la sabia precaución de mirar debajo de la cama para convencerme
de que ese personaje misterioso no estaba allí. Y hasta me parece que recité
una oración especial para que no se le ocurriera degollarme durante mi sueño.
¿Qué queréis? No es uno filósofo todos los días.
Cuento orillas del rhin
1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067
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