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martes, 9 de diciembre de 2014

El ciudadano schneider - Cap. II

Varios años habían transcurrido. El abuelo Yeri había muerto y mi padre me había mandado a la baja Alsacia a aprender el oficio de escultor en casa de mi tío Conrado, que vivía en Vettenheim. Yo iba para los quince años. En aquella época todo el mundo gastaba gorro rojo y escarapela tricolor. Los jóvenes partían por centenares con pantalones de tela gris y con el fusil al hombro.
Por aquel tiempo el abate Schneider exterminaba a los curas, a los frailes y a los canónigos en Alsacia. No se reconocía más diosa que la diosa Razón, ni más deidades que las Gracias.
Una mañana estaba desbastando una piedra en el taller que daba a la placita de la fuente; mi tío Con­rado fumaba su pipa junto a la puerta, y mi tía Gre­del barría las virutas en la avenida.
Serían aproximadamente las diez cuando se oyó un gran tumulto fuera. Las gentes corrían delante de la casa, otros atravesaban la placita y otros seguían a la multitud preguntando: «¿qué es lo que sucede?»
Naturalmente, yo también salí para ver lo que pa­saba. Encontrábame todavía en el pasadizo cuando se oyó a lo lejos el trote de los caballos, el chocar de los sables y el rodar de un gran carretón. Inmediata­mente después estalló en la aldea el estampido de una trompeta.
En el mismo instante un pelotón de húsares pene­tró en la plaza. Los de delante llevaban la pistola en la mano y los siguientes empuñaban el sable. De­trás venía, montado en un caballo negro, un hombre gordo vestido de frac azul con solapas plegadas sobre el pecho, con el gran sombrero adornado de plumas tricolor, con el cinturón alrededor del vientre, y el sable de caballería chocando contra la bota de mon­tar. Un gran carro, tirado por caballos grises y llenos de vigas pintadas de rojo, saltaba penosamente sobre las piedras de la calle.
Aquel hombre gordo adornado con plumas reía a carcajadas. Los hombres de la aldea, pálidos como muertos, pegaban el dorso contra las paredes y veían pasar la comitiva con la boca abierta y los brazos colgando. Inmediatamente reconocí al cura que ha­bíamos salvado de la nieve.
Algunos guasones, haciendo como que no tenían nada que temer, gritaban: «Aquí viene el ciudadano Schneider, que se propone limpiar de malas hierbas al pueblo de Vettenheim. ¡Señores aristócratas, mu­cho cuidado!» Otros cantaban haciendo grotescos vi­sajes: «¡Al farol los aristócratas!»
Alzaban los brazos y las piernas a compás. Pero no por esto sentían menos temor; les dolía el vientre como a todo el mundo y reían con risa falsa. Junto a la fuente, la comitiva se detuvo. Schneider, alzando la vista, paseó su mirada alrededor de la plaza, sobre las altas cornisas de las casas y los tejados puntia­gudos, donde numerosos rostros aparecían en las ven­tanucas. De las pequeñas hornacinas que adornaban las fachadas habían sido retiradas desde hacía mucho tiempo las estatuitas de la Santa Virgen.
-Vaya un nido de, chinches -gritó el gordo al capitán de los húsares. Vamos a tener trabajo aquí para más de ocho días.
Al oír estas palabras, mi tío Conrado me cogió por el brazo, diciendo:
-Vámonos, Federico, vámonos; no vaya a ocurrír­sele echarnos la vista encima. Es terrible.
La multitud seguía cantando: «Bien va, los aristó­cratas al farol». Parecían cigarras, que en las proxi­midades del invierno comienzan a cantar y perecen en las primeras heladas.
Muchas gentes estaban de pie delante de la ven­tana. Por encima de sus hombros y de sus cabezas veíamos a los húsares, al ciudadano Schneider, la fuente y el coche cargado con las vigas rojas. Dos hombres estaban descargándolo; sus rostros daban la impresión de bondadosa honradez. El tabernero Roe­rnet les servía aguardiente. Un hombrecillo seco, pá­lido, endeble como una cerilla, con la nariz larga, con la cara en forma de navaja de afeitar, vestido con un blusón que le ajustaba a la cintura, vigilaba el tra­bajo. Tenía el aspecto de un infeliz polichinela. Dios nos guarde de sus manos. Era el verdugo.
Mientras sucedían todas estas cosas ante nuestros ojos, el alcalde Rebstock, honrado viñador, hombre grave, ancho de espaldas, se adelantaba a través de la plaza con el gran tricornio caído sobre la nuca.
Cada tres días, Rebstock reunía a los niños de la aldea en la iglesia y les enseñaba el catecismo repu­blicano.
Al verle acercarse, Schneider, inclinándose sobre el cuello del caballo, dijo, señalando a la guillotina:
-Aquí está el lagar, ¿dónde están las uvas?
-¿Qué uvas, ciudadano Schneider?
-Los aristócratas.
-Aquí no hay aristócratas, todos somos buenos pa­triotas.
La cara de Schneider tomó una expresión terrible, la misma que cuando sacaba del fue.go el rollo de los papeles.
-Mentira -exclamó; tú si que eres un aristó­crata. ¿Qué oro y qué plata son esos que llevas en tu traje, cuando la República no tiene con qué alimen­tar a sus hijos?
-Eso, ciudadano Schneider, es el velo del taber­náculo. Lo he puesto sobre mi cuerpo para extermi­nar la hidra de la superstición.

Entonces Schneider soltó una carcajada y exclamó:
-Muy bien, está muy bien. Pero haz memoria. Por aquí debe de haber aristócratas.
-No. Todos han huido. Nuestros mozos van a bus­carlos a Coblenza y los niños de la aldea baten mar­cha con sus tambores.
-Ya veremos -dijo Schneider, me parece que eres un verdadero patriota. Tu idea del tabernáculo me ha gustado. Vamos a comer contigo. Está bien. ¡Ja, ja, ja!
Al día siguiente Schneider fué a ver el Club. Oyó a los niños recitar a coro los derechos del hombre.
Todo hubiera terminado bien. Pero, desgraciada­mente, un antiguo compañero, que se creía aristó­crata, se había escondido en el pajar de la posada del León de Oro. Unos húsares, que subieron a coger paja para los caballos, le descubrieron. Hubo que averi­guar por qué el pobre diablo se había escondido. Schneider averiguó que aquel hombre había tocado las campanas y le mandó guillotinar cuando todavía no había terminado la comida. Fué una verdadera pena para Rebstock, que, sin embargo, no se atrevió a decir palabra por miedo de ser guillotinado él tam­bién.
Schneider se marchó aquel mismo día, con gran satisfacción de todos.
He aquí, pues, cómo volví a ver a aquel hipocritón. Y muchas veces he pensado que si mi padre hubiera sabido lo que iba a suceder más tarde, le hubiera dejado morir en la Schlucht.
En cuanto al viejo alcalde de Vettenheim, hubo mu­chos que no le perdonaron jamás el haberse hecho una casaca con el velo del tabernáculo. Y las viejas comadres, sobre todo, a quienes de esa manera había salvado de ser guillotinadas, hablaban de él con feroz encarnizamiento, cosa que le hacía mucho daño.
Un día, hablaba yo con él en el campo, rememo­rando este episodio. Con una sonrisa triste me dijo:
-Si las hubiese dejado en manos de Schneider, estas buenas criaturas estarían en el saco del ver­dugo. Y nada tendría que reprocharme. Hubiera sido cobarde como todo el mundo.
Y yo pensé:
-Este pobre viejo Rebstock tiene razón. Salve us­ted a las gentes, para que los unos le maldigan y los otros le guillotinen. Verdaderamente, no es alentador. Si los hombres no hiciesen estas cosas por caridad cristiana, serían unos primos; ni más ni menos. Es triste, pero es verdad.

Cuento orillas del rhin
1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067

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