Varios
años habían transcurrido. El abuelo Yeri había muerto y mi padre me había
mandado a la baja Alsacia a aprender el oficio de escultor en casa de mi tío
Conrado, que vivía en Vettenheim. Yo iba para los quince años. En aquella época
todo el mundo gastaba gorro rojo y escarapela tricolor. Los jóvenes partían por
centenares con pantalones de tela gris y con el fusil al hombro.
Por aquel
tiempo el abate Schneider exterminaba a los curas, a los frailes y a los
canónigos en Alsacia. No se reconocía más diosa que la diosa Razón, ni más
deidades que las Gracias.
Una mañana
estaba desbastando una piedra en el taller que daba a la placita de la fuente;
mi tío Conrado fumaba su pipa junto a la puerta, y mi tía Gredel barría las
virutas en la avenida.
Serían
aproximadamente las diez cuando se oyó un gran tumulto fuera. Las gentes
corrían delante de la casa, otros atravesaban la placita y otros seguían a la
multitud preguntando: «¿qué es lo que sucede?»
Naturalmente,
yo también salí para ver lo que pasaba. Encontrábame todavía en el pasadizo
cuando se oyó a lo lejos el trote de los caballos, el chocar de los sables y el
rodar de un gran carretón. Inmediatamente después estalló en la aldea el
estampido de una trompeta.
En el
mismo instante un pelotón de húsares penetró en la plaza. Los de delante
llevaban la pistola en la mano y los siguientes empuñaban el sable. Detrás
venía, montado en un caballo negro, un hombre gordo vestido de frac azul con
solapas plegadas sobre el pecho, con el gran sombrero adornado de plumas
tricolor, con el cinturón alrededor del vientre, y el sable de caballería
chocando contra la bota de montar. Un gran carro, tirado por caballos grises y
llenos de vigas pintadas de rojo, saltaba penosamente sobre las piedras de la
calle.
Aquel
hombre gordo adornado con plumas reía a carcajadas. Los hombres de la aldea,
pálidos como muertos, pegaban el dorso contra las paredes y veían pasar la
comitiva con la boca abierta y los brazos colgando. Inmediatamente reconocí al
cura que habíamos salvado de la nieve.
Algunos
guasones, haciendo como que no tenían nada que temer, gritaban: «Aquí viene el
ciudadano Schneider, que se propone limpiar de malas hierbas al pueblo de
Vettenheim. ¡Señores aristócratas, mucho cuidado!» Otros cantaban haciendo
grotescos visajes: «¡Al farol los aristócratas!»
Alzaban
los brazos y las piernas a compás. Pero no por esto sentían menos temor; les
dolía el vientre como a todo el mundo y reían con risa falsa. Junto a la
fuente, la comitiva se detuvo. Schneider, alzando la vista, paseó su mirada
alrededor de la plaza, sobre las altas cornisas de las casas y los tejados
puntiagudos, donde numerosos rostros aparecían en las ventanucas. De las
pequeñas hornacinas que adornaban las fachadas habían sido retiradas desde
hacía mucho tiempo las estatuitas de la Santa Virgen.
-Vaya un
nido de, chinches -gritó el gordo al capitán de los húsares. Vamos a tener
trabajo aquí para más de ocho días.
Al oír
estas palabras, mi tío Conrado me cogió por el brazo, diciendo:
-Vámonos,
Federico, vámonos; no vaya a ocurrírsele echarnos la vista encima. Es
terrible.
La
multitud seguía cantando: «Bien va, los aristócratas al farol». Parecían
cigarras, que en las proximidades del invierno comienzan a cantar y perecen en
las primeras heladas.
Muchas
gentes estaban de pie delante de la ventana. Por encima de sus hombros y de
sus cabezas veíamos a los húsares, al ciudadano Schneider, la fuente y el
coche cargado con las vigas rojas. Dos hombres estaban descargándolo; sus
rostros daban la impresión de bondadosa honradez. El tabernero Roernet les
servía aguardiente. Un hombrecillo seco, pálido, endeble como una cerilla, con
la nariz larga, con la cara en forma de navaja de afeitar, vestido con un blusón
que le ajustaba a la cintura, vigilaba el trabajo. Tenía el aspecto de un
infeliz polichinela. Dios nos guarde de sus manos. Era el verdugo.
Mientras
sucedían todas estas cosas ante nuestros ojos, el alcalde Rebstock, honrado
viñador, hombre grave, ancho de espaldas, se adelantaba a través de la plaza
con el gran tricornio caído sobre la nuca.
Cada tres
días, Rebstock reunía a los niños de la aldea en la iglesia y les enseñaba el
catecismo republicano.
Al verle
acercarse, Schneider, inclinándose sobre el cuello del caballo, dijo, señalando
a la guillotina:
-Aquí está
el lagar, ¿dónde están las uvas?
-¿Qué
uvas, ciudadano Schneider?
-Los
aristócratas.
-Aquí no
hay aristócratas, todos somos buenos patriotas.
La cara de
Schneider tomó una expresión terrible, la misma que cuando sacaba del fue.go el
rollo de los papeles.
-Mentira -exclamó;
tú si que eres un aristócrata. ¿Qué oro y qué plata son esos que llevas en tu
traje, cuando la República no tiene con qué alimentar a sus hijos?
-Eso,
ciudadano Schneider, es el velo del tabernáculo. Lo he puesto sobre mi cuerpo
para exterminar la hidra de la superstición.
Entonces
Schneider soltó una carcajada y exclamó:
-Muy bien,
está muy bien. Pero haz memoria. Por aquí debe de haber aristócratas.
-No. Todos
han huido. Nuestros mozos van a buscarlos a Coblenza y los niños de la aldea
baten marcha con sus tambores.
-Ya
veremos -dijo Schneider, me parece que eres un verdadero patriota. Tu idea del
tabernáculo me ha gustado. Vamos a comer contigo. Está bien. ¡Ja, ja, ja!
Al día
siguiente Schneider fué a ver el Club. Oyó a los niños recitar a coro los
derechos del hombre.
Todo
hubiera terminado bien. Pero, desgraciadamente, un antiguo compañero, que se
creía aristócrata, se había escondido en el pajar de la posada del León de
Oro. Unos húsares, que subieron a coger paja para los caballos, le
descubrieron. Hubo que averiguar por qué el pobre diablo se había escondido.
Schneider averiguó que aquel hombre había tocado las campanas y le mandó
guillotinar cuando todavía no había terminado la comida. Fué una verdadera pena
para Rebstock, que, sin embargo, no se atrevió a decir palabra por miedo de ser
guillotinado él también.
Schneider
se marchó aquel mismo día, con gran satisfacción de todos.
He aquí,
pues, cómo volví a ver a aquel hipocritón. Y muchas veces he pensado que si mi
padre hubiera sabido lo que iba a suceder más tarde, le hubiera dejado morir en
la Schlucht.
En cuanto
al viejo alcalde de Vettenheim, hubo muchos que no le perdonaron jamás el
haberse hecho una casaca con el velo del tabernáculo. Y las viejas comadres,
sobre todo, a quienes de esa manera había salvado de ser guillotinadas,
hablaban de él con feroz encarnizamiento, cosa que le hacía mucho daño.
Un día,
hablaba yo con él en el campo, rememorando este episodio. Con una sonrisa
triste me dijo:
-Si las
hubiese dejado en manos de Schneider, estas buenas criaturas estarían en el
saco del verdugo. Y nada tendría que reprocharme. Hubiera sido cobarde como
todo el mundo.
Y yo
pensé:
-Este
pobre viejo Rebstock tiene razón. Salve usted a las gentes, para que los unos
le maldigan y los otros le guillotinen. Verdaderamente, no es alentador. Si
los hombres no hiciesen estas cosas por caridad cristiana, serían unos primos;
ni más ni menos. Es triste, pero es verdad.
Cuento orillas del rhin
1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067
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