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martes, 9 de diciembre de 2014

«La pesca milagrosa»

Una mañana del mes de septiembre de 1850, el vie­jo pintor de marinas Andrés Cappelmans, mi digno maestro, y yo, fumábamos tranquilamente nuestra pi­pa sentados junto a la ventana de su estudio, en el último, piso de la vieja casa que hace el rincón a la derecha de la calle de los Bramantinos, sobre el puen­te de Leidem, y bebíamos un vaso de cerveza a nues­tra salud.
Yo tenía entonces dieciocho años, la cabeza rubia y sonrosada. Cappelmans se acercaba a los cincuenta; su gruesa nariz roja iba tomando matices azulados, sus sienes plateaban, sus ojillos grises se arrugaban y gruesas arrugas surcaban, sus mejillas morenas. En vez de la pluma de gallo, que antaño era su orgullo y su gloria, acababa de adornar su fieltro gris con una simple pluma de cuervo.
El tiempo era soberbio. Enfrente de nosotros el vie­jo Rin desen-rollaba su cinta azul; algunas nubes blancas nadaban por el cielo. El puerto, con sus gran­des barcos negros y las velas colgando, dormía por de­bajo. El sol se reflejaba sobre las ondas azuladas y centenares de golondrinas surcaban el aire.
Estábamos sentados, soñando, y el alma sumergida en sentimi-entos. Las grandes hojas de vid que hacían marco a la ventana temblaban al impulso de la brisa; una mariposa se elevaba y un vuelo de gorriones rui­dosos se lanzaba en su persecución. Más abajo, sobre el tejado de la tienda, un gato rojizo, muy gordo, se había parado y balanceaba la cola con aire meditativo.
Nada más tranquilo que este espectáculo; y, sin em­bargo, Cappelmans estaba triste y preocupado.
-Señor Cappelmans -le dije de pronto, parece que se aburre usted.
-Es verdad -dijo, estoy melancólico como un burro apaleado.
-¿Y por qué? El trabajo va bien. Tiene usted más pedidos de los que puede cumplir y dentro de quince días son las ferias.
-He tenido un sueño malo.
-¿Cree usted en los sueños, maestro?
-Yo no estoy seguro de que sea un sueño, Cristián, puesto que tenía los ojos abiertos.
Y luego, vaciando su pipa en el reborde de la ven­tana, añadió:
-Sin duda, habrás oído hablar de mi viejo cama­rada Van Marius, el famoso pintor de marinas, que sentía el mar como Ruysdael sentía el campo; Van Ostade, la aldea; Rembrandt, los interiores sombríos; Rubens, los templos y los palacios. Era un gran pintor. Enfrente de sus cuadros nadie decía: es hermoso, sino, el mar es hermoso, es grande y terrible. No se veía el pincel de Van Marius, sino que la sombra misma de Dios se extendía sobre el lienzo. Oh, el genio..., el genio es un don sublime, Cristián.
Cappelmans se calló, los labios apretados, el ceño fruncido, las lágrimas en los ojos.
Era la primera vez que le veía conmovido de esa manera, y me extrañaba.
Al cabo de un instante siguió diciendo:
-Van Marius y yo habíamos trabajado juntos en Utrecht, en casa del viejo Ryssen; estábamos enamo­rados de las dos hermanas, pasábamos juntos las ve­ladas en la taberna de las Ranas como dos hermanos. Más tarde entramos juntos en Leiden cogidos del bra­zo. Van Marius no tenía más que un defecto. Le gus­taba la ginebra y el skidan y, además, el ale y el porter. Si eres justo conmigo, Cristián, habrás de con­fesar que nunca me he emborrachado más que de cer­veza. Por eso estoy tan bien de salud. Desgraciada­mente, Van Marius se emborrachaba con ginebra. Todavía, si no la hubiese bebido más que en la taber­na, menos mal; pero se mandaba llevar ginebra al estudio y no trabajaba con entusiasmo hasta que no tenía una buena dosis en el estómago y que se le sal­taban los ojos. Había que verle entonces, había que oírle gruñir, cantar y silbar. Mientras rugía como el mar, cepillaba el lienzo a golpes; de una pincelada le­vantaba una ola; a cada silbido que salía de sus labios veíanse las nubes acercarse, agrandarse, amontonarse. De repente agarraba el pincel del bermellón y el rayo surgía del cielo negro y caía sobre las aguas verdosas como un chorro de plomo fundido... y en la lejanía, por debajo de la bóveda obscura, muy lejos, muy le­jos, se descubría una barquilla, un velero u otro barco cualquiera, aplastado entre las tinieblas y la espuma... Era espantoso... Cuando Van Marius pintaba escenas más tranquilas, mandaba venir al estudio al viejo Cop­pelius y le hacía tocar el clarinete, pagándole dos flo­rines por día. Mezclaba la ginebra con ale y comía salchicha para representar escenas campesinas. Ya comprenderás, Cristián, que con semejante régimen tenía que echar a perder su salud. Yo le decía muchas veces: «Ten cuidado, Juan, que la ginebra puede dar­te un disgusto.»
Pero, lejos de escucharme, entonaba una canción báquica con voz atronadora y acababa siempre por imitar el canto del gallo. Su placer favorito era imitar el canto del gallo. Así, por ejemplo, en la taberna, cuando había vaciado su vaso, en lugar de golpear en la mesa como todo el mundo para llamar a la criada, él agitaba los brazos y lanzaba al aire sus kikirikí, hasta que le hubiesen vuelto a llenar el vaso.
Hacía mucho tiempo que Marius me hablaba de su obra maestra, La pesca milagrosa. Me había enseñado los primeros bosquejos, que me habían maravillado, cuando un buen día desapareció súbitamente de Le¡­den y desde entonces nadie ha tenido noticias suyas.
Cappelmans interrumpió su narración y permaneció unos instantes sumido en el ensueño. Luego volvió a encender su pipa y prosiguió:
-Ayer noche estaba yo en la taberna del Jarro de Oro, acompañado del doctor Roemer, de Eisenloeffel y de cinco o seis viejos camaradas. Hacia las diez, no sé con qué ocasión, Roemer empezó a hablar contra las patatas, declarando que constituían el azote del gé­nero humano; dijo que desde el descubrimiento de las patatas, los aborígenes de América, los irlandeses, los suecos, los holandeses y, en general, todos los pueblos que beben muchos licores, habían dejado de represen­tar como antes un papel principal en el mundo y se encontraban reducidos al estado de ceros a la izquier­da. Atribuía esta decadencia al aguardiente de pata­ta; y al escucharle, no sé por qué singular evolución de mi espíritu, el recuerdo de Van Marius acudió a mi memoria: «Pobre viejo -pensé, ¿qué estará ha­ciendo ahora? ¿Habrá terminado su obra maestra? ¿Por qué diablo no da noticias suyas?»
Mientras reflexionaba en estas cosas, entró en la taberna el sereno Zaelig para avisarnos de que era tiempo de volver a casa, pues estaban dando las once de la noche. Volví, pues, a casa, con la cabeza un poco pesada. Me acosté y me quedé dormido.
No había transcurrido ni una hora, cuando Brígida, la bordadora de enfrente, prendió fuego a sus corti­najes y empezó a gritar: «¡fuego! ¡fuego!» Oí gente que corría por la calle, me incorporé, abrí los ojos y ¿qué es lo que vi? Un gran gallo negro, subido en un caballete, en medio de mi estudio.
En un instante las cortinas de la vieja loca habían ardido y se habían apagado por sí solas. Todo el mun­do se iba, riéndose. Pero el gallo negro seguía siem­pre en su sitio, y como la luna brillaba entre las torres del Ayuntamiento, pude contemplar con toda claridad el singular animalejo. Tenía grandes ojos amarillos envueltos en un círculo rojo y se rascaba la cabeza con una pata.
Estaba observándole desde hacía diez minutos al menos, preguntándome por dónde había podido aquel extraño animal colarse en mi estudio, cuando, alzan­do la cabeza, empezó a hablar y me dijo:
-¿Cómo, Cappelmans, no me conoces? Pues yo soy el alma de tu amigo Van Marius.
-¿El alma de Van Marius? -exclamé. ¿Van Marius está, pues, muerto?
-Sí -respondió el gallo con aire melancólico; se acabó, viejo amigo. He querido jugar el partido de­cisivo contra Herodes Van Gambrinus. Hemos estado bebiendo dos días y dos noches sin parar. Por la ma­ñana del tercer día, cuando la vieja Judit apagaba las velas, caí debajo de la mesa. Ahora mi cuerpo des­cansa sobre la colina de Osterhaffen, frente al mar, y ando en busca de un nuevo organismo en quien encarnar. Pero no es de esto de lo que se trata. Vengo a pedirte un favor, querido Cappelmans.
-¡Un favor! Habla..., todo lo que un hombre pue­da hacer lo haré yo por ti.
-Bien, bien -replicó, bien; estaba seguro de que no me negarías lo que te pido. Pues bien, he aquí la cosa. Has de saber, querido Cappelmans, que había ido a la ensenada de los arenques expresamente para terminar La pesca milagrosa. Por desgracia, la muerte me ha sorprendido antes de poder dar la última ma­no a esta obra... Gambrinus la ha colgado como un trofeo en el fondo de su taberna y esto me llena de amargura. No quedaré contento hasta que el cuadro esté terminado y vengo a rogarte que tú lo termines. ¿Me prometes hacerlo, verdad, Cappelmans?
-Te lo prometo, Juan; puedes estar tranquilo.
-Entonces, buenas noches.
Y diciendo esto, el gallo empezó a aletear y atra­vesó uno de los cristales de la ventana, haciendo un ruido seco, pero sin romperlo.
Después de haber hecho esta narración tan extraña, Cappelmans dejó su pipa sobre el reborde de la ven­tana y vació su vaso de un solo trago.
Permanecimos mucho tiempo silenciosos mirándo­nos uno a otro.
-¿Y usted cree que ese gallo negro era realmente el alma de Van Marius? -dije, por fin, al buen hom­bre.
-¿Que si lo creo? -replicó; es decir, que estoy seguro de ello.
-Pero entonces, ¿qué piensa usted hacer, maestro?
-Es muy sencillo; voy a partir para Osterhaffen. Un hombre honrado no tiene más que una palabra; he prometido a Van Marius terminar La pesca mila­grosa y la terminaré cueste lo que cueste. Dentro de una hora Van Eyck el tuerto debe venir con su carre­tilla en busca mía.
Dicho esto, calló, y mirándome con los ojos muy abiertos, me dijo:
-Y ahora que caigo, debieras acompañarme, Cris­tián; es una ocasión magnífica para ver la ensenada de los arenques. Además, nadie sabe lo qué puede su­ceder y me gustaría que estuvieses a mi lado.
-A mí también me gustaría, maestro; pero ya sabe usted cómo es mi tía Catalina. No me dejará ir.
-Tu tía Catalina... voy a decirle ahora mismo que es indispensable para tu instrucción ver algo de costa. ¿Qué pintor de marina es ese que no sale jamás de los alrededores de Leiden y que no conoce más que el puertecito de Kalwyk? Vamos, es absurdo. Desde luego, vienes conmigo, Cristián.
Mientras hablaba de esta manera aquel hombre ex­celente vestía su casaca roja, y cogiéndome por el bra­zo, me llevó gravemente a casa de mi tía.
No os contaré las discusiones, las objeciones, las réplicas de mi maestro Cappelmans para decidir a mi tía Catalina a que me dejara marchar con él. Pero el hecho es que acabó por vencer todos los obstáculos y que dos horas más tarde nuestro coche corría hacia Osterhaffen.
Nuestra carretela, tirada por un caballito de Zuy­derzée, de cabeza gorda, piernas cortas y peludas y el lomo cubierto por una vieja piel de perro, corría des­de hacía tres horas a la ensenada de los arenques, aunque no parecía adelantar una pulgada.
El sol poniente proyectaba sobre la llanura húme­da inmensos reflejos purpúreos; las charcas brillaban y alrededor de ellas se dibujaban en negro los juncos, las cañas y las asperillas que crecen junto al agua.
Pronto desapareció la luz y Cappelmans, saliendo de su ensueño, exclamó:
-Cristián: envuélvete bien en tu casacón, baja las alas de tu sombrero y hunde los pies en la paja. Arre, Barrabás, que andamos a paso de carreta.
Y al mismo tiempo le daba un tiento a su jarra de skidam. Luego, limpiándose los labios con el reverso de la mano, ofrecíamela diciendo:
-Bebe un trago, para que la niebla no se te meta en el estómago. Es una niebla salada, la peor de to­das en el mundo.
Pensé que debía practicar el consejo de Cappel­mans, y el licor me puso de pronto de buen humor.
-Querido Cristián -dijo el viejo maestro reanu­dando la conversación después de un momento de si­lencio, puesto que tenemos para cinco o seis horas de niebla, sin más distracción que fumar pipas y es­cuchar el chirrido de la carreta, hablemos de Oster­haffen.
Entonces el buen hombre empezó a hacerme la des­cripción de la taberna llamada la Olla de Tabaco, la mejor surtida de cervezas fuertes y de licores espiri­tuosos de toda Holanda.
-Está situada -me dijo- en la callejuela de los Tres Zuecos. Se la reconoce desde lejos por su ancho tejado plano. Sus ventanucas cuadradas, a flor de tie­rra, dan sobre el puerto. Enfrente se alza un gran cas­taño de Indias. A la derecha, el juego de bolos está adosado a un viejo muro cubierto de musgo, y detrás, en el corral, viven mezclados centenares de aves, ocas, gallinas, pavos y patos, cuyos gritos forman un con­cierto sumamente regocijado.
En cuanto a la sala grande de la taberna, no tiene nada de extraordinario. Pero allí, bajo las vigas par­das del techo, en medio de una nube de humo azul, tiene su trono en un mostrador de forma de tonel el terrible Herodes Van Gambrinus, apodado el Baco del Norte.
Este hombre se bebe él solo dos barriles de porter; el ale triple y el lambic pasan a su estómago ,como si cayesen en un embudo de hojalata. Solamente la gi­nebra puede con este hombre.
Desgraciado el pintor que pone los pies en aquel in­fierno. Te juro, querido Cristián, que más le valiera no haber nacido. Las jóvenes sirvientas de largas trenzas rubias se apresuran a servirle y Gambrinus le alarga sus manos velludas, pero es para robarle el alma; el desgraciado sale de allí como los compañe­ros de Ulises salieron de la, caverna de Circe.
Cuando hubo dicho estas cosas con aire grave, Cap­pelmans encendió su pipa y se puso a fumar silencio­samente.
En cuanto a mí, quedé sumido en la melancolía y una tristeza insuperable penetraba en mi alma. Me parecía aproximarme a un abismo peligrosísimo, y si me fuera posible saltar de la carreta -Dios me per­done- hubiera abandonado al viejo maestro a su arriesgada empresa.
Pero lo que me contuvo también fué la imposibili­dad de regresar por entre las charcas desconocidas en la noche sombría. Tuve, pues, que abandonarme a la corriente del destino y sufrir la funesta suerte que ya preveía.
Hacia las diez el maestro se durmió. Su cabeza em­pezó a vacilar y a golpear sobre mi hombro. Yo me mantuve firme más de una hora. Pero, al fin, el can­sancio me venció y me quedé también dormido.
No sé cuánto tiempo llevaríamos descansando, cuan­de la carreta se detuvo bruscamente y el cochero gritó:
-Hemos llegado.
Cappelmans lanzó una exclamación de sorpresa, mientras un temblor recorría mi cuerpo desde la ca­beza hasta los pies.
Mil años que viviera, quedaría presente sin cesar en mi memoria la taberna de la Olla de Tabaco, con sus ventanillas refulgentes y el gran tejado que baja hasta pocos pies del suelo.
La noche era obscurísima. Rugía el mar a unos cien pasos detrás de nosotros y, por encima de sus clamo­res inmensos, oíase el quejido gangoso de una gaita.
Por las tinieblas veíanse danzar siluetas grotescas en los cristales de la barraca. Dijérase un juguete de niño, una linterna mágica, un pastelón construído allí durante la noche para burlarse de la formidable es­cena.
El callejón fangoso, alumbrado por una linterna de cuerno, dejaba entrever figuras extrañas que avan­zaban y retrocedían en la sombra, como ratas en una alcantarilla. El ritornello seguía sin cesar murmuran­do, así como el rumor gangoso, y el caballejo de Van Eyck, con la cabeza baja y los pies en el barro. Cappel­mans abrochaba su gran saco sobre sus hombros, ti­ritando de frío. La luna, envuelta en nubarrones, mi­raba al través de algunos huecos luminosos. Todo aquello confirmaba mis aprensiones e infundía en mi; alma una tris-teza invencible.
Íbamos a bajarnos del coche, cuando de entre las sombras surgió bruscamente un hombre de elevada estatura, tocado de un gran chambergo, barbilla re­cortada en punta, el cuello caído sobre el jubón de terciopelo negro y el pecho adornado con una triple cadena de oro a la manera de los antiguos artistas flamencos.
-¿Es usted, Cappelmans? -dijo aquel hombre cu­yo perfil severo se dibujaba sobre los cristales de la taberna.
-Sí, maestro -respondió Cappelmans estupefacto.
-Tenga usted mucho cuidado -respondió el des­conocido levantando un dedo; tenga usted mucho cuidado, el matador de almas le espera.
-Esté usted tranquilo. Andrés Cappelmans cum­plirá con su deber.
-Está bien, es usted un hombre; el espíritu de los viejos maestros está con usted.
Dicho esto, aquel hombre extraño desapareció en las tinieblas, y Cappel-mans, muy pálido, pero con ademán firme y resuelto, descendió del carrillo.
Yo le seguí con más turbación de la que me fuera posible describir.
Unos rumores vagos se elevaban entonces de la ta­berna. Ya no se oía el canto de la gaita.
Entramos en la pequeña avenida obscura y al cabo de pocos instantes, mi maestro, que iba delante, se volvió y me dijo al oído:
-Atención, Cristián.
Y diciendo esto empujó la puerta. Debajo de los ja­mones, de los arenques y de los embutidos que col­gaban de las vigas negras, vi un centenar de hombres tentados alrededor de largas mesas colocadas en fila. Los unos estaban acurrucados como ídolos chinos, con los hombros encorvados. Los otros, con las piernas abiertas, el sombrero ladeado y apoyados contra la pa­red, lanzaban al techo bocanadas de humo en torbe­llino.
Todos parecían reírse. Todos tenían los ojos medio cerrados, las mejillas surcadas por grandes arrugas, y parecían sumergidos en una especie de beatitud pro­funda.
A la derecha, una enorme chimenea de leña lla­meante lanzaba sus regueros de luz de un extremo al otro de la sala. Por ese lado la vieja Judit, larga y seca como un mango de escoba y con el rostro de co­lor rojo púrpura, agitaba en medio de las llamas una gran sartén en la cual chirriaba una fritura.
Pero lo que sobre todo me llamó la atención fué la persona misma de Herodes Van Gambrinus, sentado en su mostrador un poco hacia la izquierda y tal co­mo me lo había pintado mi maestro, con las mangas de la camisa remangadas hasta por encima del codo, mostrando al aire sus brazos peludos, moviéndose por entre las jarras relucientes, las mejillas enormes apo­yadas sobre los puños formidables, con la espesa pe­lambrera roja enmarañada y la larga barba amari­llenta derramándose sobre su pecho. Contemplaba con ojos soñolientos el cuadro de La pesca milagrosa, col­gado en el fondo de la taberna, puesto encima del pe­queño reloj de madera.
Estaba mirándole desde hacía algunos segundos, cuando por fuera, no lejos de la calleja de los Tres Zuecos, se oyó la trompa del sereno, y en el mismo instante la vieja Judit, agitando la sartén, empezó a decir con voz irónica:
-Las doce de la noche. Hace doce días que el gran pintor Van Marius descansa en la colina de Osterhaf­fen y el vengador no llega.
-Aquí está -exclamó Cappelmans adelantándose hacia el centro de la sala.
Todos los ojos se dirigieron hacia él, y Gambrinus, habiendo vuelto la cara, empezó a sonreír, acaricián­,tose la barba.
-¿Eres tu, Cappelmans? -dijo en tono de guasa. Te esperaba. ¿Vienes en busca de La pesca milagrosa, verdad?
-Sí -respondió mi maestro. He prometido a Van Marius que terminaría su obra. La quiero y la tendré.
-La quieres y la tendrás, dices -replicó Gambri­nus; me parece que hablas demasiado, camarada. ¿Sabes tú que yo la he ganado con la jarra en la mano?
-Lo sé, y con la jarra en lamano quiero recobrarla.
-Entonces estás bien decidido, por lo visto, a ju­gar el gran partido.
-Sí, estoy decidido, ruego a Dios que me auxilie y con su ayuda mantendré mi palabra o rodaré debajo de la mesa.
Los ojos de Gambrinus se iluminaron.
-Ya lo habéis oído -exclamó dirigiéndose a los bebedores, es él quien me desafía. Hágase su vo­luntad.
Después, volviéndose hacia mi maestro Cappelmans, añadió:
-¿Quién es tu juez?
-Mi juez es Cristián Rebstock -dijo Cappelmans, haciéndome señas de adelantarme.
Estaba conmovido y tenía miedo.
Al punto, uno de los que estaban allí presentes, Ig­nacio Van den Srock, burgomaestre de Osterhaffen, tocado de una gran peluca de estopa, sacó de su bol­sillo un papel y, con tono de pedagogo, leyó:
-El curador de los biberones tiene derecho a ropa blanca, vaso blanco y vela blanca. Que se le sirva.
Una criada alta y roja acudió y colocó todas esas cosas a mi derecha.
-¿Quién es tu juez? -interrogó entonces mi maestro.
-Es Adán Van Rasimus.
El citado Adán Van Rasimus tenía la nariz roja y florida, la espalda encorvada y los ojos torcidos. Se adelantó y se sentó a mi lacio. La criada le sirvió lo mismo que a mí.
Hecho esto, Herodes, alargando su ancha mano po encima del mostrador y ofreciéndosela a su adversa río, exclamó:
-¿No emplearás ni sortilegio ni maleficio?
-Ni sortilegio ni maleficio -dijo Cappelmans.
-¿No tienes odio contra mí?
-Cuando haya vengado a Fritz Coppelius, a Tobía Vcfel, el paisajista, a Roemer, a Nicolás Branes, a Di­terico Winkelmann, a Van Marius, a todos los pinto­res de mérito que has anegado en ale y en porter, y despojado de sus obras, entonces dejaré de sentir odio hacia ti.
Herodes lanzó una inmensa carcajada. Y alargando los brazos y aplastando sus espaldas hacia atrás con­tra la pared, exclamó:
-Los he vencido con la jarra en la mano, honora­blemente, lealmente, como voy a vencerte a ti mismo. Sus obras se han convertido en mi propiedad legíti­ma. En cuanto a tu odio, has de saber que nada me importa. Bebamos.
Entonces, amigos míos, comenzó una lucha formi­dable, como no se citan dos, de memoria humana, en toda Holanda. De ella se hablará en los siglos de los siglos, si Dios quiere. El blanco y el negro se hallaban frente a frente. Los destinos iban a cumplirse.
Un barril de ale fué colocado sobre la mesa y dos jarras de una pinta fueron llenadas hasta los bordes. Herodes y mi maestro se las bebieron de un trago. A cada media hora, con la regularidad de un reloj, vaciaron sus jarras, hasta que el barril estuvo vacío.
Después del ale pasaron al porter, y del porter lambic.
Deciros el número de barriles de cerveza fuerte que fueron vaciados en aquella batalla memorable sería tácil; el burgomaestre Van Den Brock ha consignado la cifra exacta en el libro registro del Ayuntamiento de Osterhaffen, para enseñanza de generaciones fu­turas. Pero si os lo dijera no querríais creerlo y os parecería fabuloso.
Básteos saber que la lucha duró tres días y dos no­ches. Nunca se había visto cosa semejante.
Por primera vez encontrábase Herodes en presen­cia, de un adversario capaz de mantenérselas tiesas. Así es que la noticia se difundió por todo el país y to­do el mundo venía a presenciar el duelo, unos a pie, otros a caballo, otros en coche. Era una verdadera procesión. Y como muchos no querían volver sin ha­ber presenciado el final de la partida, sucedió que a partir del segundo día la taberna no dejó ni un solo instante de estar atestada de gente. No se podía nadie mover, hasta el punto de que el burgomaestre tenía caue golpear de vez en cuando la mesa con su bastón, gritando: «abrid paso», para que dejasen hueco por donde los mozos de la bodega pasasen cargados de barriles.
Durante todo este tiempo mi maestro Andrés Cap­pelmans y Herodes Van Gambrinus seguían bebiendo sus jarras con maravillosa regularidad.
A veces, recapitulando en mi espíritu el número de jarras que habían bebido, creía soñar y miraba a Cap­pelmans con el corazón agarrotado de inquietud. Pe­ro él, guiñando el ojo, exclamaba al punto riendo:
-Bien, Cristián; esto va bien. ¿Por qué no bebes un trago para refrescarte?
Y yo al oírlo quedaba confuso.
-El alma de Van Marius está en él -pensaba yo; ella es la que le sostiene.
En cuanto a Gambrinus, con su pequeña pipa de viejo boj en los labios, el codo sobre el mostrador y la mejilla apoyada en la mano, fumaba tranquilamente como un honrado burgués que vacía su jarra de no che, pensando en los asuntos del día.
Era inconcebible. Los más fuertes bebedores del país estaban sumidos en profunda admiración.
Por la mañana del tercer día, antes de apagar las luces, y en vista de que la lucha amenazaba prolon­garse indefinidamente, el burgo-maestre dijo a Judit que trajera la aguja y el hilo para hacer la primera prueba.
En seguida se produjo un gran tumulto. Todo e mundo se aproximaba para ver mejor.
Según las reglas del gran partido, aquel de los dos combatientes que saliera victorioso de esta prueba ten­dría derecho a elegir la bebida que más le gustase e imponerla a su adversario.
Herodes había dejado su pipa en el mostrador. Co­gió la aguja y el hilo que le presentaba Van Den Brock y alzando la pesada maza de su cuerpo, con los ojos muy abiertos, los brazos en alto, apuntó con el hilo para enhebrar la aguja. Pero, bien porque su mano estuviese realmente más pesada que de costum­bre, o porque la vacilación de las luces turbase su vista, se vió precisado a repetir el movimiento, cosa que pareció producir una gran impresión sobre los allí reunidos, quienes se miraron unos a otros con gesto de estupefacción.
-Ahora le toca a usted, Cappelmans -dijo el burgomaestre.
Entonces mi maestro se levantó, cogió la aguja y e hilo y lo enhebró al primer intento.
Frenéticos aplausos estallaron en la sala. Dijéráse que el edificio se venía abajo.
Miré a Garnbrinus. Su ancha cara carnosa estaba inyectada en sangre. Sus mejillas temblaban.
Al cabo de un minuto, habiéndose restablecido el silencio, Van Den Brock dió tres golpes sobre la mesa y exclamó con voz solemne:
-Señor Cappelmans, glorioso sois en Baco. ¿Cuál es vuestra bebida?
-Mi bebida es el skidam -respondió mi maes­tro, y me gusta que sea viejo. Venga el más viejo y el más fuerte que haya.
Estas palabras produjeron sobre el tabernero un efecto sorprendente.
-No, no -exclamó, venga cerveza, siempre cer­veza. Skidam, no.
Se había levantado y estaba palidísimo.
-Lo siento mucho -dijo el burgomaestre con voz breve, pero los reglamentos están muy claros. Que traigan lo que pide Cappelmans.
Entonces Gambrinus se volvió a sentar como un desgraciado que acaba de oír pronunciar su sentencia de muerte. Trajeron skidam del año 22, que probamos Van Rasimus y yo, a fin de prevenir todo fraude o mezcla.
Llenáronse los vasos y prosiguió la lucha.
Toda la población de Osterhaffen se apretujaba en las ventanas.
Habíanse apagado las luces. Era de día.
A medida que la lucha se aproximaba al desenlace fatal, el silencio se hacía cada vez más profundo. Los bebedores, de pie sobre las mesas, sobre los bancos, sobre las sillas y sobre los toneles vacíos, miraban la escena con intensa atención.
Cappelmans había mandado traer una ración de chorizo y comía con excelente apetito. Pero Gambri­nus había decaído enormemente; ya no se parecía a sí mismo. El skidam le había producido el efecto de un estupefaciente. Su amplia cara carmesí estaba cu­bierta de sudor; sus orejas tenían matices de color violeta; sus párpados se cerraban. A veces un temblor nervioso le obligaba a levantar la cabeza. Entonces, con los ojos muy abiertos, el labio inferior colgando, miraba con expresión estúpida aquellas caras silen­ciosas que, muy juntas unas de otras, le miraban. Lue­go cogía su jarra con las dos manos y bebía lanzando un estertor.
Nunca en mi vida he presenciado espectáculo más horrible.
Todo el mundo comprendía que la derrota del ta­bernero era ya inevitable.
-Está perdido -decían los espectadores; el que se creía invencible ha encontrado un campeón que le gana. Dos o tres jarras más y todo estará terminado.
Sin embargo, había algunos que sustentaban la opi­nión contraria. Afirmaban que Herodes podía resistir todavía tres o cuatro horas y Van Rasimus ofrecía in­cluso la apuesta de un tonel de ale a que no caería debajo de la mesa hasta la hora de ponerse el sol. Pe­ro una circunstancia al parecer insignificante vino a precipitar el desenlace.
Eran cerca de las doce. El mozo de la bodega, Ni­colás Spitz, llenaba las jarras por la cuarta vez. La criada Judit, después de haber intentado echar agua en el skidam, acababa de salir deshecha en llanto. Se la oía lanzar lúgubres gemidos en la habitación de al lado.
Herodes dormitaba.
De prónto el viejo reloj empezó a chirriar con ex­traños gemidos y las doce campanadas sonaron mis­teriosas en medio del silencio general. Luego el gallito de madera que adornaba la cornisa del reloj empezó a batir alas y lanzó al aire un prolongado kikirikí.
Entonces, queridos amigos, todos los que estábamos en la sala fuimos testigos de una escena espantosa.
Al oír el canto del gallo, el tabernero, como empu­jado por un resorte invisible, se había erguido de­iando ver toda su estatura.
Nunca olvidaré aquella boca entreabierta y torcida, aquellos ojos desorbitados, aquella cabeza lívida de terror.
Todavía le veo alargar las manos como para repe­ler la horrible imagen. Todavía le oigo exclamar con voz estrangulada:
-¡El gallo! ¡Ah! ¡El gallo!
Quiso escapar..., pero sus piernas flaquearon y el terrible Herodes Van Gambrinus cayó como un buey, que recibe el mazazo del matarife y se hundió a los pies de mi maestro, Andrés Cappelmans.
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Al día siguiente, hacia las seis de la mañana, Cap­pelmans y yo abando-nábamos Osterhaffen y nos lle­vábamos el cuadro de La pesca milagrosa.
Nuestro regreso a Leiden fué un verdadero triunfo. Toda la ciudad, sabedora de la victoria que había ob­tenido el maestro Andrés Cappelmans, nos esperaba en las calles y en las plazas. Aquello parecía un do­mingo de feria. Pero creo que aquel recibimiento no produjo gran impresión en el ánimo de Cappelmans. No había abierto la boca durante todo el camino y parecía preocupado.
Apenas hubo llegado a su casa, su primer cuidado fué ordenar que no se admitiese a nadie en el estudio.
-Cristián -me dijo aquel hombre excelente en el momento en que se despojaba de su gran sobretodo, necesito estar solo. Vete a casa de tu tía y procura trabajar. Cuando el cuadro esté terminado te manda­ré llamar.
Me dió un abrazo cordial y suavemente me empujó hacia la puerta de la calle.
Fué para mí un hermoso día el que llegó unas seis semanas después, el día en que mi maestro vino en persona a buscarme a casa de mi tía para conducirme a su estudio.
La pesca milagrosa estaba colgada sobre la pared frente a las dos altas ventanas.
¡Qué obra más sublime! ¿Cómo es posible que pue­da el hombre crear semejantes cosas?... Cappelmans había puesto allí todo su corazón y todo su genio. El alma de Van Marius debía de estar satisfecha.
Me hubiera quedado sin duda alguna hasta la no­che pasmado de admiración delante de aquel lienzo incomparable, si el viejo maestro, dándome un gol­pecito sobre el hombro, no me hubiese dicho con voz grave:
-Te parece hermoso, ¿verdad, Cristián?; pues bien, Van Marius tenía en la cabeza una docena de obras, maestras semejantes y aun quizá más. Desgraciada­mente, le gustaban demasiado el ale triple y el ski­dam viejo. Su estómago ha sido su ruina. Nuestrc de­fecto, el defecto de los holandeses, es la bebida. Tú eres joven. Sírvate esto de lección. El sensualismo es el enemigo de tcdas las grandes cosas.

Cuento orillas del rhin


1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067


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