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martes, 9 de diciembre de 2014

Mi ilustre amigo salsapan - Cap. II

Me fué imposible dormir aquella noche. No cesaba de pensar en el modo y manera cómo Selsam expulsaría los ascáridos de mi respetable tía la señora Wunderlich.
Al día siguiente, la misma idea no cesó de perseguirme hasta por la noche. Iba, venía, hablaba conmigo mismo en alta voz y las gentes se volvían para mirarme en la calle, de grande que era mi agitación.
Al pasar delante de la farmacia de Koniam estuve más de una hora parado leyendo los marbetes innumerables de sus tarros y de sus frascos: assa foetida, arsénico, cloro, potasio, bálsamo de Quiron, remedio del capuchino, remedio de la señorita Stefen, remedio de Fioravanti, etc., etc.
-¡Dios de mi alma! -exclamé, cuán feliz y afortunada necesita ser la mano del hombre para tomar entre tanto bote precisamente el que pueda curarnos sin expulsar la molécula central. ¡Qué valor hace falta tener para ingerir assa foetida o remedio del capuchino o de Fioravanti, siendo así que un simple pedazo de pan o de carne nos causa a veces una indigestión!
Por la noche, cenando frente a mi buena tía, la observaba con ojos llenos de compasión.
"¡Ay! -pensaba en mí mismo. ¿Qué dirías tú, pobre Ana Wunderlich, si supieras que millares de fieras microscópicas se emplean en tu ruina mientras tú bebes tranquilamente una taza de té?"
-¿Por qué me miras de esa manera, Teodoro? -me preguntó llena de inquietud.
-Oh, no es nada..., no es nada.
-Sí, sí. Veo que me encuentras mal hoy. Te parezco enferma, ¿no es verdad?
-Es verdad. Está usted muy pálida. Apuesto a que ha vuelto usted a recibir música.
-Pues claro está. He recibido ayer la ópera del gran Darío, una obra sublime, una...
-Estaba seguro. Habrá usted pasado la noche golpeando el piano, tomando posturas, haciendo éxtasis, lanzando a cada momento exclamaciones de «ah» y «oh» y «perfecto, maravilloso, sublime, divino».
Mi tía se puso roja.
-¿Qué significa esto, caballero? -dijo. Es que ya no tengo derecho a...
-No digo lo contrario. Pero es ridículo. Está usted estropeándose el sistema nervioso.
-¡El sistema nervioso! ¿Qué dices? Te has vuelto loco, no sabes lo que estás diciendo.
-En nombre del cielo, cálmese usted, tía. La ira desprende electricidad, la cual a su vez produce millares de insectos.
-¡Insectos! -exclamó levantándose como un resorte, insectos. ¿Acaso has visto alguna vez insectos sobre mi persona? Desgraciado. ¿Cómo te atreves? Es infame, infame. Decirme que tengo insectos... Luisa... Katel... Caballero, salga usted de mi casa.
-Pero tía...
-Salga usted ahora mismo. Queda usted desheredado.
Y gritaba, balbucía; su toca se cayó sobre sus orejas. El espectáculo era espantoso.
-Vamos, vamos -exclamé levantándome, no se enfade usted. Qué diablo, tía, no me refiero a esos insectos que usted se figura..., sino a los miriápodos, a los thysanuros, a los coleópteros, a los lepidóp-teros, a los parásitos, en suma, a esa multitud innumerable de pequeños monstruos que se han alojado en su cuerpo de usted y lo carcomen.
Al oír estas palabras, mi tía Ana cayó desvanecida en un sillón, con los brazos colgando, la cabeza inclinada sobre el pecho y la cara tan pálida, que el colorete rojo que se había puesto en los pómulos destacaba como mancha de sangre.
De un salto me planté en casa del doctor Selsam.
Al entrar, estaba yo -lo he sabido después- pálido como la muerte.
-Amigo mío..., una crisis..., tiene una crisis.
Pero me detuve presa de un estupor indescriptible. En casa de Selsam se encontraba reunida una sociedad numerosa y extrañísima. Primeramente estaba el señor conservador del Museo Arqueológico, Daniel Bremer, con su gran peluca empolvada, su frac marrón, su faz ancha y rubicunda con los ojos a flor de piel como las ranas; tenía en la boca el tubo de una especie de gaita gigantesca, cuya maniobra parecía explicar a los demás. Después venía el maestro de capilla Cristián Hoffer, con su sombrero de clac, acurrucado en un sillón y con sus largas piernas que se alargaban por debajo de la mesa hasta perderse de vista. Con sus largos dedos huesudos manejaba las claves de otro instrumento extraño en forma de tubo, cuyo examen le tenía tan absorto, que ni siquiera levantó la cabeza para mirarme cuando entré en la habitación. Venían después los señores Kasper Marvasch, prosector en el Hospital de Santa Catalina, y Rebstok, decano de la Facultad de Letras, vestidos ambos de frac negro y corbata blanca, y armado el uno de un inmenso platillo de bronce y ciñendo el otro una especie de tambor hecho de madera de las islas y de pellejo de cabra.
Todas estas respetables personalidades, sentadas alrededor del candelabro, con las mejillas hinchadas, la fisonomía meditativa, me produjeron un efecto tan grotesco que permanecí clavado en el suelo con el cuello estirado y la boca abierta como en presencia de un sueño.
Selsam, sin conmoverse lo más mínimo, me ofreció gravemente una silla. El señor conservador del Museo prosiguió sus explicaciones:
-Esto, señores -dijo, es el famoso buscatibia de los suizos. Produce sonidos terribles, que se prolongan a través de los ecos y dominan el tumulto de los torrentes. Si el señor consejero Teodoro quiere tomarlo, no dudo de que extraiga de él efectos grandiosos.
Y diciendo esto, me entregó con ademán solemne una especie de cuerno de buey. Después, dirigiéndose al prosector Kasper Marvasch, dijo:
-Vuestro tambor, caballero, es el instrumento más admirable que poseemos. Es el carabo de los egipcios y de los abisinios. Los jugla-res lo utilizan para hacer danzar a las serpientes y a las bayaderas.
-¿Es así? -dijo el prosector golpeando el instrumento alternativa-mente con la mano derecha y la mano izquierda.
-Muy bien, muy bien; usted logrará grandes éxitos. Y en cuanto al señor decano, no tiene más que dar un golpe cada segundo en el platillo, que no es otra cosa que el famoso tam-tam cuyos sonidos lúgubres se parecen al doblar de la campana gorda de nuestra cate-dral. Será de un efecto colosal, sobre todo en el silencio de la noche. ¿Han comprendido ustedes bien, señores?
-Muy bien.
-Entonces podemos partir.
-Un instante -dijo el doctor, es necesario dar a conocer a Tedoro nuestra determinación.
Y dirigiéndose a mí, añadió:
-Querido amigo, la posición de tu respetable tía exige un remedio heroico. Después de haber reflexionado largo tiempo, una idea luminosa ha venido a adoctrinarme. ¿Cuál es su enfermedad? Es una decadencia del sistema nervioso, es la debilidad que resulta del abuso de la música. Pues bien, ¿qué hacer en semejantes circuns-tancias? Lo más racional es fundir en un mismo tratamiento el principio de Hipócrates: Contraria contrariis curantur y el principio de nuestro inmortal Hahnemann: Similia similibus curantur. ¿Qué hay más contrario a la música dulzona y sentimental de nuestras óperas que la música salvaje de los hebreos, de los caribes y de los abisinios? Nada. Así, pues, tomo los instrumentos de estos pueblos, ejecuto un aria de los hotentotes en presencia de tu respetable tía y el principio contraria contrariis queda satisfecho. Por otra parte, ¿hay algo más semejante a la música que la música misma? Evidentemente, no. Así, pues, el principio de simula similibus queda también satisfecho.
Esta idea me pareció sublime.
-Selsam -exclamé, eres un hombre genial; Hipócrates ha resumido la tesis y Hahnemann la antítesis de la medicina. Pero tú, tú acabas de crear la síntesis. Has hecho un descubrimiento grandioso.
-Sí, ya lo sé -exclamó; pero déjame terminar.
Por consiguiente, me he dirigido al señor conservador del Museo de los viajes, que no solamente consiente en prestarnos el tam-tam, el buscatibia y el carabo de su colección, sino que además ha tenido la bondad de ofrecernos su concurso para tocar el pífano, lo cual completará de muy feliz masiera nuestra improvisación armónica.
Me incliné profundamente ante el señor conservador del Museo, expresándole toda mi gratitud. Pareció conmovido y me dijo:
-Señor consejero, me siento muy feliz de poderos hacer este servicio, así como también a la respetable señora doña Ana Wunderlich, cuyas numerosas virtudes han quedado obscurecidas por esa desgraciada exageración de los deleites musicales. Ojalá consigamos volverla a interesar en los gustos sencillos de nuestros padres.
-Sí, ojalá lo consigamos -añadí.
-Vamos, señores -dijo Selsam, vamos.
Todo el mundo bajó por la escalera principal. Acababan de dar las once en el reloj de la catedral. La noche estaba sombría y ni una estrella brillaba en el cielo. Un viento de tormenta hacía chirriar las veletas y oscilar los faroles. Nos deslizamos junto a los muros de las casas, llevando cada uno su instrumento oculto bajo sus ropas.
Cuando hubimos llegado a la puerta de la casa de mi tía, introduje delicadamente la llave en la cerradura, y alumbrados por una vela que encendió Selsam penetramos silenciosamente en el vestíbulo. Allí cada uno ocupó su sitio frente al dormitorio de mi tía, y tomando en las manos el instrumento que le fuera designado, esperó la señal del doctor.
Todas estas maniobras habían sido realizadas con tal prudencia que en la casa no se había movido ni una paja. Selsam entreabrió suavemente la puerta y alzando la voz exclamó:
-Venga ya.
Y yo empecé a soplar en mi cuerno de buey. Los demás instru-mentos, el tam-tam, el pífano, el carabo, bramaron de pronto todos a una.
Imposible describir el efecto de esa música salvaje. Dijérase que la bóveda del vestíbulo iba a derrumbarse.
Oímos un grito; pero lejos de interrumpir nuestro concierto, una especie de ira se apoderó de nosotros, y el tambor y el tam-tam duplicaron sus estruendos, hasta el punto de que yo mismo no oía ya los sonidos de mi trompa, cuyo ruido domina, sin embargo, el del trueno. Pero el tam-tam era todavía más fuerte; sus vibraciones lentas y lúgubres despertaban en nosotros un sentimiento de terror inexpresable, como en la proximidad de un festín de caníbales, en donde uno va a figurar en calidad de asado. Nuestros cabellos se erizaban sobre nuestras cabezas. La trompeta del juicio final, al dar la señal para que los muertos salgan de sus tumbas, no podrá producir, sin duda, un efecto más terrible.
Veinte veces Selsam nos había gritado que nos detuviésemos. Estábamos sordos y una especie de frenesí diabólico se había apoderado de nosotros.
Por último, agotados, jadeantes y no pudiendo ya casi sostener-nos sobre nuestras piernas, de puro cansados que estábamos, hubimos de poner fin al espantoso estruendo.
Entonces Selsam, alzando un dedo, dijo:
-Silencio... escuchemos...
Pero nuestros oídos nos zumbaban y nos fué imposible percibir el menor ruido.
Al cabo de algunos minutos, el doctor, inquieto, penetró en el cuarto para ver el efecto que había producido su remedio.
Lo esperábamos con impaciencia, y como no volviera, disponíame yo a entrar a mi vez, cuando salió extraordinariamente pálido y nos miró con extraña gravedad.
-Señores -dijo, salgamos.
-¿Pero cuál ha sido el resultado de la experiencia, Selsam?
Se volvió y me dijo:
-Pues... está muerta.
-¡Muerta! -exclamé yo retrocediendo espantado.
-Sí; la conmoción eléctrica ha sido demasiado violenta. Ha destruído, sin duda, los ascáridos; pero, desgraciadamente, ha hecho polvo también la molécula central. Por lo demás, esto nada prueba en contra de mi descubrimiento; al contrario, tu tía ha muerto curada..
Y salió.
Caminamos detrás de él, pálidos de terror.
Cuando estuvimos en la calle nos dispersamos, tirando unos por la derecha y otros por la izquierda, sin cambiar una palabra. El desenlace de la aventura nos había aterrorizado.
Al día siguiente, toda la ciudad supo que la señora doña Ana Wunderlich había muerto súbitamente. Los vecinos aseguraron haber oído ruidos extraños, terribles, desusados; pero como durante la noche hubo una gran tormenta, la policía o hizo la menor indagación. Además, el médico llamado a certificar la muerte declaró que la señora doña Ana había muerto de un ataque de apoplejía fulminante, al tiempo que ejecutaba el dúo final del gran Darío. Fué hallada sentada delante de su piano.
Todo pasó felizmente y a nadie se le ocurrió inquietarnos en lo más minímo.
Unos seis meses después de estos acontecimientos publicó el doctor Selsam una obra sobre el tratamiento de las enfermedades nerviosas por medio de la música. El libro obtuvo un éxito increíble. El príncipe Otto de Schlittenhof le envió la gran placa del Buitre Negro y su alteza la duquesa reinante se dignó concederle audiencia privada y felicitarle en persona. Se habla incluso de nombrarle presidente de la Sociedad Científica, en lugar del viejo Matías Kobus. En suma, que es un hombre feliz.
Por mi parte, no me perdonaré durante toda mi vida el haber contribuido a la muerte de mi querida tía Ana, soplando durante un cuarto de hora en ese abominable buscatibia que el cielo confunda. Bien es verdad que no tenía intención de hacerle daño. Por el contrario, esperaba librarla de sus ascáridos y asegurarle una vida tranquila durante muchos años. Mas el hecho es que ha muerto, cosa que tiene contristado mi corazón.

Cuento orillas del rhin


1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067

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