Me fué
imposible dormir aquella noche. No cesaba de pensar en el modo y manera cómo
Selsam expulsaría los ascáridos de mi respetable tía la señora Wunderlich.
Al día
siguiente, la misma idea no cesó de perseguirme hasta por la noche. Iba, venía,
hablaba conmigo mismo en alta voz y las gentes se volvían para mirarme en la
calle, de grande que era mi agitación.
Al pasar
delante de la farmacia de Koniam estuve más de una hora parado leyendo los marbetes
innumerables de sus tarros y de sus frascos: assa foetida, arsénico, cloro,
potasio, bálsamo de Quiron, remedio del capuchino, remedio de la señorita
Stefen, remedio de Fioravanti, etc., etc.
-¡Dios de
mi alma! -exclamé, cuán feliz y afortunada necesita ser la mano del hombre para
tomar entre tanto bote precisamente el que pueda curarnos sin expulsar la
molécula central. ¡Qué valor hace falta tener para ingerir assa foetida o remedio del capuchino o de Fioravanti, siendo así
que un simple pedazo de pan o de carne nos causa a veces una indigestión!
Por la
noche, cenando frente a mi buena tía, la observaba con ojos llenos de
compasión.
"¡Ay!
-pensaba en mí mismo. ¿Qué dirías tú, pobre Ana Wunderlich, si supieras que
millares de fieras microscópicas se emplean en tu ruina mientras tú bebes
tranquilamente una taza de té?"
-¿Por qué
me miras de esa manera, Teodoro? -me preguntó llena de inquietud.
-Oh, no es
nada..., no es nada.
-Sí, sí.
Veo que me encuentras mal hoy. Te parezco enferma, ¿no es verdad?
-Es verdad.
Está usted muy pálida. Apuesto a que ha vuelto usted a recibir música.
-Pues claro
está. He recibido ayer la ópera del gran Darío, una obra sublime, una...
-Estaba
seguro. Habrá usted pasado la noche golpeando el piano, tomando posturas,
haciendo éxtasis, lanzando a cada momento exclamaciones de «ah» y «oh» y
«perfecto, maravilloso, sublime, divino».
Mi tía se
puso roja.
-¿Qué
significa esto, caballero? -dijo. Es que ya no tengo derecho a...
-No digo lo
contrario. Pero es ridículo. Está usted estropeándose el sistema nervioso.
-¡El
sistema nervioso! ¿Qué dices? Te has vuelto loco, no sabes lo que estás
diciendo.
-En nombre
del cielo, cálmese usted, tía. La ira desprende electricidad, la cual a su vez
produce millares de insectos.
-¡Insectos!
-exclamó levantándose como un resorte, insectos. ¿Acaso has visto alguna vez
insectos sobre mi persona? Desgraciado. ¿Cómo te atreves? Es infame, infame.
Decirme que tengo insectos... Luisa... Katel... Caballero, salga usted de mi
casa.
-Pero
tía...
-Salga usted
ahora mismo. Queda usted desheredado.
Y gritaba,
balbucía; su toca se cayó sobre sus orejas. El espectáculo era espantoso.
-Vamos,
vamos -exclamé levantándome, no se enfade usted. Qué diablo, tía, no me refiero
a esos insectos que usted se figura..., sino a los miriápodos, a los
thysanuros, a los coleópteros, a los lepidóp-teros, a los parásitos, en suma, a
esa multitud innumerable de pequeños monstruos que se han alojado en su cuerpo
de usted y lo carcomen.
Al oír
estas palabras, mi tía Ana cayó desvanecida en un sillón, con los brazos
colgando, la cabeza inclinada sobre el pecho y la cara tan pálida, que el
colorete rojo que se había puesto en los pómulos destacaba como mancha de
sangre.
De un salto
me planté en casa del doctor Selsam.
Al entrar,
estaba yo -lo he sabido después- pálido como la muerte.
-Amigo
mío..., una crisis..., tiene una crisis.
Pero me
detuve presa de un estupor indescriptible. En casa de Selsam se encontraba
reunida una sociedad numerosa y extrañísima. Primeramente estaba el señor conservador
del Museo Arqueológico, Daniel Bremer, con su gran peluca empolvada, su frac
marrón, su faz ancha y rubicunda con los ojos a flor de piel como las ranas;
tenía en la boca el tubo de una especie de gaita gigantesca, cuya maniobra
parecía explicar a los demás. Después venía el maestro de capilla Cristián
Hoffer, con su sombrero de clac, acurrucado en un sillón y con sus largas
piernas que se alargaban por debajo de la mesa hasta perderse de vista. Con sus
largos dedos huesudos manejaba las claves de otro instrumento extraño en forma
de tubo, cuyo examen le tenía tan absorto, que ni siquiera levantó la cabeza
para mirarme cuando entré en la habitación. Venían después los señores Kasper
Marvasch, prosector en el Hospital de Santa Catalina, y Rebstok, decano de la
Facultad de Letras, vestidos ambos de frac negro y corbata blanca, y armado el
uno de un inmenso platillo de bronce y ciñendo el otro una especie de tambor
hecho de madera de las islas y de pellejo de cabra.
Todas estas
respetables personalidades, sentadas alrededor del candelabro, con las mejillas
hinchadas, la fisonomía meditativa, me produjeron un efecto tan grotesco que
permanecí clavado en el suelo con el cuello estirado y la boca abierta como en
presencia de un sueño.
Selsam, sin
conmoverse lo más mínimo, me ofreció gravemente una silla. El señor conservador
del Museo prosiguió sus explicaciones:
-Esto,
señores -dijo, es el famoso buscatibia de los suizos. Produce sonidos
terribles, que se prolongan a través de los ecos y dominan el tumulto de los
torrentes. Si el señor consejero Teodoro quiere tomarlo, no dudo de que
extraiga de él efectos grandiosos.
Y diciendo
esto, me entregó con ademán solemne una especie de cuerno de buey. Después,
dirigiéndose al prosector Kasper Marvasch, dijo:
-Vuestro
tambor, caballero, es el instrumento más admirable que poseemos. Es el carabo
de los egipcios y de los abisinios. Los jugla-res lo utilizan para hacer danzar
a las serpientes y a las bayaderas.
-¿Es así?
-dijo el prosector golpeando el instrumento alternativa-mente con la mano
derecha y la mano izquierda.
-Muy bien,
muy bien; usted logrará grandes éxitos. Y en cuanto al señor decano, no tiene
más que dar un golpe cada segundo en el platillo, que no es otra cosa que el
famoso tam-tam cuyos sonidos lúgubres se parecen al doblar de la campana gorda
de nuestra cate-dral. Será de un efecto colosal, sobre todo en el silencio de
la noche. ¿Han comprendido ustedes bien, señores?
-Muy bien.
-Entonces
podemos partir.
-Un
instante -dijo el doctor, es necesario dar a conocer a Tedoro nuestra
determinación.
Y
dirigiéndose a mí, añadió:
-Querido
amigo, la posición de tu respetable tía exige un remedio heroico. Después de
haber reflexionado largo tiempo, una idea luminosa ha venido a adoctrinarme.
¿Cuál es su enfermedad? Es una decadencia del sistema nervioso, es la debilidad
que resulta del abuso de la música. Pues bien, ¿qué hacer en semejantes
circuns-tancias? Lo más racional es fundir en un mismo tratamiento el principio
de Hipócrates: Contraria contrariis curantur y el principio de nuestro inmortal
Hahnemann: Similia similibus curantur. ¿Qué hay más contrario a la música
dulzona y sentimental de nuestras óperas que la música salvaje de los hebreos,
de los caribes y de los abisinios? Nada. Así, pues, tomo los instrumentos de
estos pueblos, ejecuto un aria de los hotentotes en presencia de tu respetable
tía y el principio contraria contrariis queda satisfecho. Por otra parte, ¿hay
algo más semejante a la música que la música misma? Evidentemente, no. Así,
pues, el principio de simula similibus queda también satisfecho.
Esta idea
me pareció sublime.
-Selsam
-exclamé, eres un hombre genial; Hipócrates ha resumido la tesis y Hahnemann
la antítesis de la medicina. Pero tú, tú acabas de crear la síntesis. Has hecho
un descubrimiento grandioso.
-Sí, ya lo
sé -exclamó; pero déjame terminar.
Por
consiguiente, me he dirigido al señor conservador del Museo de los viajes, que
no solamente consiente en prestarnos el tam-tam, el buscatibia y el carabo de
su colección, sino que además ha tenido la bondad de ofrecernos su concurso
para tocar el pífano, lo cual completará de muy feliz masiera nuestra
improvisación armónica.
Me incliné
profundamente ante el señor conservador del Museo, expresándole toda mi
gratitud. Pareció conmovido y me dijo:
-Señor
consejero, me siento muy feliz de poderos hacer este servicio, así como también
a la respetable señora doña Ana Wunderlich, cuyas numerosas virtudes han
quedado obscurecidas por esa desgraciada exageración de los deleites musicales.
Ojalá consigamos volverla a interesar en los gustos sencillos de nuestros
padres.
-Sí, ojalá
lo consigamos -añadí.
-Vamos,
señores -dijo Selsam, vamos.
Todo el
mundo bajó por la escalera principal. Acababan de dar las once en el reloj de
la catedral. La noche estaba sombría y ni una estrella brillaba en el cielo. Un
viento de tormenta hacía chirriar las veletas y oscilar los faroles. Nos
deslizamos junto a los muros de las casas, llevando cada uno su instrumento
oculto bajo sus ropas.
Cuando
hubimos llegado a la puerta de la casa de mi tía, introduje delicadamente la
llave en la cerradura, y alumbrados por una vela que encendió Selsam penetramos
silenciosamente en el vestíbulo. Allí cada uno ocupó su sitio frente al
dormitorio de mi tía, y tomando en las manos el instrumento que le fuera
designado, esperó la señal del doctor.
Todas estas
maniobras habían sido realizadas con tal prudencia que en la casa no se había
movido ni una paja. Selsam entreabrió suavemente la puerta y alzando la voz
exclamó:
-Venga ya.
Y yo empecé
a soplar en mi cuerno de buey. Los demás instru-mentos, el tam-tam, el pífano,
el carabo, bramaron de pronto todos a una.
Imposible
describir el efecto de esa música salvaje. Dijérase que la bóveda del vestíbulo
iba a derrumbarse.
Oímos un
grito; pero lejos de interrumpir nuestro concierto, una especie de ira se
apoderó de nosotros, y el tambor y el tam-tam duplicaron sus estruendos, hasta
el punto de que yo mismo no oía ya los sonidos de mi trompa, cuyo ruido domina,
sin embargo, el del trueno. Pero el tam-tam era todavía más fuerte; sus
vibraciones lentas y lúgubres despertaban en nosotros un sentimiento de terror
inexpresable, como en la proximidad de un festín de caníbales, en donde uno va
a figurar en calidad de asado. Nuestros cabellos se erizaban sobre nuestras
cabezas. La trompeta del juicio final, al dar la señal para que los muertos
salgan de sus tumbas, no podrá producir, sin duda, un efecto más terrible.
Veinte
veces Selsam nos había gritado que nos detuviésemos. Estábamos sordos y una
especie de frenesí diabólico se había apoderado de nosotros.
Por último,
agotados, jadeantes y no pudiendo ya casi sostener-nos sobre nuestras piernas,
de puro cansados que estábamos, hubimos de poner fin al espantoso estruendo.
Entonces
Selsam, alzando un dedo, dijo:
-Silencio...
escuchemos...
Pero
nuestros oídos nos zumbaban y nos fué imposible percibir el menor ruido.
Al cabo de
algunos minutos, el doctor, inquieto, penetró en el cuarto para ver el efecto
que había producido su remedio.
Lo
esperábamos con impaciencia, y como no volviera, disponíame yo a entrar a mi
vez, cuando salió extraordinariamente pálido y nos miró con extraña gravedad.
-Señores
-dijo, salgamos.
-¿Pero cuál
ha sido el resultado de la experiencia, Selsam?
Se volvió y
me dijo:
-Pues... está
muerta.
-¡Muerta!
-exclamé yo retrocediendo espantado.
-Sí; la
conmoción eléctrica ha sido demasiado violenta. Ha destruído, sin duda, los
ascáridos; pero, desgraciadamente, ha hecho polvo también la molécula central.
Por lo demás, esto nada prueba en contra de mi descubrimiento; al contrario, tu
tía ha muerto curada..
Y salió.
Caminamos
detrás de él, pálidos de terror.
Cuando
estuvimos en la calle nos dispersamos, tirando unos por la derecha y otros por
la izquierda, sin cambiar una palabra. El desenlace de la aventura nos había
aterrorizado.
Al día
siguiente, toda la ciudad supo que la señora doña Ana Wunderlich había muerto
súbitamente. Los vecinos aseguraron haber oído ruidos extraños, terribles,
desusados; pero como durante la noche hubo una gran tormenta, la policía o hizo
la menor indagación. Además, el médico llamado a certificar la muerte declaró
que la señora doña Ana había muerto de un ataque de apoplejía fulminante, al
tiempo que ejecutaba el dúo final del gran Darío. Fué hallada sentada delante
de su piano.
Todo pasó
felizmente y a nadie se le ocurrió inquietarnos en lo más minímo.
Unos seis
meses después de estos acontecimientos publicó el doctor Selsam una obra sobre
el tratamiento de las enfermedades nerviosas por medio de la música. El libro
obtuvo un éxito increíble. El príncipe Otto de Schlittenhof le envió la gran
placa del Buitre Negro y su alteza la duquesa reinante se dignó concederle
audiencia privada y felicitarle en persona. Se habla incluso de nombrarle
presidente de la Sociedad Científica, en lugar del viejo Matías Kobus. En suma,
que es un hombre feliz.
Por mi
parte, no me perdonaré durante toda mi vida el haber contribuido a la muerte de
mi querida tía Ana, soplando durante un cuarto de hora en ese abominable
buscatibia que el cielo confunda. Bien es verdad que no tenía intención de
hacerle daño. Por el contrario, esperaba librarla de sus ascáridos y asegurarle
una vida tranquila durante muchos años. Mas el hecho es que ha muerto, cosa que
tiene contristado mi corazón.
Cuento orillas del rhin
1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067
No hay comentarios:
Publicar un comentario