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jueves, 11 de diciembre de 2014

Bargamot y garaska

Sería injusto decir que la Naturaleza se había mostrado avara con el guardia de orden público Iván Akindinich Bargamo­tov, a quien los vecinos de un arrabal de la ciudad de Orel llamaban Bargamot.
Asemejábase, en lo físico, a un masto­donte o a cualquier otra de las excelentes criaturas prehistóricas que por falta de si­tio tuvieron hace tiempo que abandonar nuestro planeta, poblado por esos alfeñi­ques que se llaman hombres.
Grueso, de elevada estatura, robusto, de una voz formidable, no era guardia, vul­gar, y hubiera alcanzado hacía años una alta graduación a no ser porque su alma estaba sumida en un sueño profundo. Las impresiones del mundo exterior, al dirigir­se a su cerebro, perdían en el camino toda su fuerza y llegaban al punto de destino convertidas en débiles reflejos. Un hombre exigente hubiera dicho que era un mon­tón de carne, y sus jefes decían que era un zoquete. Los vecinos del arrabal, cuyo juicio era el más atendible, le considera­ban un hombre serio y digno del mayor respeto.,
Lo que sabía lo sabía de veras. Verdad es que sus conocimientos se limitaban a las ordenanzas del cuerpo a que pertenecía, que se había aprendido a costa de heroicos esfuerzos; pero se habían grabado de un modo definitivo en su cerebro monolítico.
De lo que no sabía no hablaba. Y su silencio era tan digno, que avergonzaba a los que sabían más que él.
Poseía una fuerza muscular enorme. La fuerza muscular, en la calle de Puchkarna­ya, donde él ejercía sus funciones, era de suma importancia. Habitada por zapateros, sastrecillos, traperos y otros honorables re­presentantes de la industria, y provista de un par de tabernas, dicha calle era teatro, sobre todo los días de fiesta, de batallas homéricas, en las que intervenían las mu­jeres de los contendientes para separarlos, y a las que asistían, entusiasmados, los chiquillos.
La turbulenta multitud de luchadores ebrios chocaba como con un muro e pie­dra con el inconmovible Bargamot, cuyas manos robustas solían detener a los dos borrachos más belicosos v conducirlos a la comisaría. Los detenidos sólo protestaban por el bien parecer y confiaban su destino al gigantesco guardia.
Tal era Bargamot en lo atañedero a la política exterior. En la que concierne a la política interior, su conducta era no menos digna. La choza donde el guardia vivía con su mujer y sus dos hijos, y en la que apenas cabía su enorme humanidad, era una fir­me ciudadela de la santidad del hogar.
Austero y laborioso, Bargamot, en sus ho­ras libres cultivaba su huertecita. Con fre­cuencia se valía de las manos para incul­carle a su familia los buenos principios, no porque su mujer y sus hijos lo mereciesen, sino obedeciendo a las vagas ideas pedagógicas encerradas en su monolítico cerebro. Esto no era óbice para que, respetándole mucho, María, su mujer, de muy buen ver aún, lo manejase a su capricho, con una ágil destreza de que sólo son capaces las débiles hijas de Eva.
Una suave noche de primavera, a cosa de las nueve, Bargamot se hallaba en su puesto habitual en la esquina de las calles Puchkarnaya y Posadskaya. Estaba de muy mal humor. Era sábado de Gloria: todo el mundo iría dentro de poco a la iglesia, y él tendría que estar allí hasta las tres de la mañana.
No era que tuviese ganas de rezar; pero había en la atmósfera algo pascual que le jurbaba. Aquel sitio, en el que se pasaba diariamente largas horas desde hacía diez años, le era aquella noche antipático; un vago deseo de tomar parte en el regocijo general le impacientaba. Además, tenía hambre, su mujer, como era día de ayuno, sólo le había dado de comer unas sopas sin grasa. Y su barrigón reclamaba alimen­tos más substanciosos.
Bargamot escupió con rabia, hizo un ci­garrillo, lo encendió y empezó a darle chu­padas nada tranquilizadoras. Tenía en casa unos cigarrillos excelentes, que le había regalado el tendero de la calle; pero los reservaba para la fiesta.
No tardó en llenarse la calle de vecinos que se dirigían a la iglesia, muy engomina­dos, con americana y chaleco, camisa de percal de color y botas altas, cuyas cañas, en extremo arrugadas, parecían acordeo­nes. Al día siguiente, muchas de aquellas galas se quedarían en las tabernas, a título de rehenes, o un violento tirón, en un amistoso cuerpo a cuerpo, las desgarraría; pero aquella noche sus dueños iban ele­gantísimos. Todos llevaban en la mano, envueltos en, un pañuelo, roscones de Pas­cua, para que los bendijese el cura.
Ninguno se fijaba en Bargamot. El gi­gantesco guardia los miraba con cierto enojo, presintiendo que al día siguiente tendría que conducir a muchos de ellos a la comisaría. Los envidiaba. De buena ga­na hubiera ido también a la iglesia, ilumi­nada, enganalada ...
-¡Por vosotros, malditos borrachos -murmuró, tengo que estar aquí de plan­tón!
La calle fué desanimándose y se quedó al cabo desierta. Empezaron a sonar ale­gres campanadas en la torre de la iglesia, anunciando la buena nueva de la resurrec­ción de Cristo. Bargamot se quitó el som­brero y se santiguó. La hora de volver a su casa se iba acer-cando. Se puso de mejor humor al pensar en la mesa con un man­tel muy limpio, sobre el que habría rosco­nes de Pascua, pasteles y huevos cocidos. Cambiaría con su mujer y su hija los besos tradicionales. Despertaría a Vania, su hiji­to, y lo llevarían a la mesa. El chiquitín empezaría por reclamar un huevo teñido de rojo, tema durante toda la Semana Santa de sus conversaciones con su herma­na. ¡Qué sorpresa la suya cuando le die­ran, no un huevo teñido de rojo, sino un huevo de mármol, regalo también del ten­dero obsequioso!
-¡Es una criatura que vale más de lo que pesa! -murmuró Bargamot, sintiendo inundar su corazón una ola de ternura pa­ternal.
Pero sus plácidos pensamientos fueron turbados del modo más abominable; en la calle Posadskaya sonaron de pronto unos pasos irregulares y una voz enronquecida y balbuciente.
"¿Quién andará por ahí?", se preguntó volviendo la cabeza.
Y se llenó de indignación. ¡Era Garaska! ¡Garaska en persona, borracho! ¡Sólo faltaba eso! ¿Dónde se habría emborracha­do? Eso no era fácil averiguarlo. El hecho era que estaba borracho perdido. Su acti­tud, que le hubiera parecido extraña, mis­teriosa, a cualquiera que no conociese las costumbres del arrabal, no se lo parecía, ni mucho menos, a Bargamot, que había estudiado a fondo la psicología del vecin­dario en general y la de Garaska en par­ticular.
Garaska, cuando estaba beodo, acostum­braba a ir por en medio del arroyo; pero aquella noche, como impulsado por una fuerza irresistible, había torcido de pron­to, en la calle Posadskaya, hacia la iz­quierda, y se había encontrado inespera­damente con las narices a un centímetro ,de la pared. Lleno de asombro, apoyó en ,ella las dos manos, tambaleándose, e hizo acopio de fuerzas para luchar contra aquel,obstáculo que parecía surgido, súbito, de la tierra; mas lo pensó mejor, y girando, no sin dificultad, sobre los talones, se dis­puso a salir de la acera. Y he aquí que ­otro obstáculo imprevisto le cortó el paso: un farol. El borracho entró al punto em relaciones íntimas con él, abrazándole co­mo al mejor de sus amigos.
-Un farolito, ¿eh? -rezongó.
Aquella noche estaba -cosa insólita cm él- de un humor excelente.
Y en vez de poner al farol como chupa de dómine, se limitó a dirigirle algunos re­proches suaves, casi afectuosos.
-¡Déjeme pasar, sin... ver... gon... zón! -balbuceó.
Y al sentir en la cara la húmeda frialdad del poste, contra el que a cada instante se apretaba más, añadió:
-¡Puerco!
En este patético momento le vió Barga­mot. Garaska era su enemigo mortal: nin­gún borracho le daba tanto que hacer co­mo él. A pesar de su aspecto insignificante era el más imprudente, el más descomedido de todos los del barrio. Los demás se limitaban a escandalizar un poco y no so­lían meterse con nadie. El armaba unos escándalos terribles e insultaba a la gente. En vano se le sacudía el polvo y se le tenía días enteros en el calabozo sin comer; nada de esto lé hacía enmendarse. Había dado en la flor de pararse bajo los balcones de uno de los vecinos más respetables de la calle Puchkarnaya y colmarle de injurias, no se sabía por qué. Los criados bajaban aa lo mejor, y le vapuleaban, con gran al­gazara del vecindario; pero él, en cuanto le retiraban, volvía a la carga. A Bargamot no le tenía respeto alguno y le dirigía de­ nuestos sobremanera pintorescos. El cicló­peo guardia, aunque no los entendía del todo -tan áticos eran, se sentía tan heri­do en su dignidad como si le pegasen.
¿De qué vivía aquel hombre?... ¡Mis­terio! Nadie le había visto nunca en estado normal. Carecía de domicilio, y dormía en las huertas o a la orilla del río, entre los matorrales.
Al empezar el invierno desaparecía, y reaparecía al comenzar la primavera. ¿Por qué volvía siempre a aquella ciudad donde todo el mundo le maltrataba? ¡Misterio!... Se recelaba que la propiedad individual no era para él una cosa sagrada; pero no se le había podido coger "in fraganti", y si se lo maltrataba, sólo era por meras sos­pechas.
Los harapos que cubrían -digámoslo así- su desmedrado cuerpo estaban húme­dos de lodo. En su rostro, que se inclinaba hacia delante como el peso de la encarnada narizota, se veía, entre otros vestigios del ardor bélico de sus adversarios, un flaman­te arañazo bajo el ojo derecho.
Cuando logró al fin dejar atrás al in­oportuno farol y divisó la figura majestuo­sa e inmóvil de Bargamot, se llenó de alegría.
-¡Buenas noche, Bargamot, Bargamotich! -gritó. ¿Cómo va esa preciosa salud?
Y al hacer con la mano un gentil saludo, perdió el equilibrio, y gracias al farol, del que apenas le separaba un paso, no se des­plomó sobre las losas.
-¿Adónde vas? -le preguntó, severo, el guardia.
-¡Siempre adelantel
-A ver si robas algo, ¿eh?... ¡Tendré que llevarte a la comisaría, sinver-güenza!
-¿Usted a mi? ¡Permítame que lo dude! El borracho escupió y pisó el salivazo, con grave peligro de su posición vertical.
-¡Andandol -gritó Bargamot. En la comisaría hablaremos.
Y su mano robusta se agarró al cuello de la chaqueta del beodo, cuyos deterioros, aun mayores que los del resto de la prenda, denotaban que aquel pecador había sido ya guiado otras veces por el camino de la virtud.
Luego de sacudir ligeramente a Garaska y empujarlo hacia la comisaría, Bargamot se puso en marcha, como un poderoso re­molcador que arrastra al puerto un bar­quichuello averiado. Estaba furioso. ¡Por culpa de aquel canalla iba a perder media hora lo menos de expansión familiar! ¡Con qué gusto le hubiera dado un par de so­plamocos! No se los daba en atención a la solemnidad del día.
Garaska andaba con un paso bastante firme, para lo borracho que estaba. Es más: se diría que iba contento.
-¿Qué día es hoy, guardia? -preguntó.
-¡No tengo gana de conversación! -con­testó Bargamot. Podrías haberte embo­rrachado un poco después!
-Han tocado a gloria en San Miguel Arcángel, ¿verdad?
-Sí... ¿y que? -dijo extrañado el guar­dia, que no conocía el método dialéctico de Sócrates.
-¿Y por qué han tocado a gloria?
-Porque Cristo ha resucitado.
-Permítidme, pues...
El borracho, con aire resuelto, volvió la cabeza hacia el guardia, sacando al mismo tiempo una cosa del bolsillo derecho de su chaqueta. Bargamot, en aquel momento, sin darse cuenta, pues el misterioso inte­rrogatorio había logrado absorber toda su atención, le soltó. Y Garaska, que no espe­raba aquella súbita falta de apoyo, midió el suelo con las costillas. Tendido en tie­rra, sin hacer el menor esfuerzo para le­vantarse, empezó a llorar, o mejor dicho a plañir como los campesinos cuando se les muere alguien.
Bargamot, asombrado, se dijo: "¿Estará burlándose de mí?" Y tras unos instantes de perplejidad, viendo que seguía lanzando perrunos aullidos, gritó, tocándole con el pie:
-¿Te has vuelto loco?... ¿A qué viene ese llanto?
-El hue... vo... el hue... vo.
Los aullidos se hicieron más suaves. Ga­raska se incorporó y le enseñó al guardia la mano derecha, sucia de un amasijo amarillo y blanco. Bargamot, aunque no com­prendió de qué se trataba, barruntó que había ocurrido algo muy triste.
-Yo... quería felicitarte... por la re­surrección de Cristo... darte un huevo..., y tú ... ([1]).
Bargamot se enterneció: el pobre Garas­ka le había saludado con el noble y cris­tiano propósito de cambiar con él los tres besos y darle un huevo, y él le había de­tenido.
-¡Caramba, hombre! -exclamó sacu­diendo pesarosamente la cabeza.
Sentía cierto descontento de sí mismo: su conducta con aquel hermano en Cris­to había sido cruel.
-¡Caramba, hombre! -balbuceó. Ya soy cristiano... él tiene alma también...
Y se inclinó sobre el borracho, rozando el suelo con el sable.
-Se te ha roto el huevo, ¿eh?
-Se me ha hecho jigote... Yo quería felicitarte... como buen cristiano que soy... y tú me llevas a la comisaría...
Los remordimientos de conciencia del guardia eran más vivos a cada instante.
-Vente a casa -dijo de pronto, en el tono de quien acaba de tomar una resolu­ción- Comerás con nosotros.
-¿A tu casa?
-¡Sí, vamos!
El asombro de Garaska no tuvo límites. ¿Era posible? ¡Bargamot le invitaba a ce­nar!
Se dejó levantar y coger del brazo por el guardia. El ciclópeo representante de la autoridad no le llevaba a la comisaría, sino a su casa, y le iba a sentar a su mesa...
Le parecía aquello tan extraordinario, que temió que fuera una estratagema de Bargamot, y la idea de la fuga cruzó por su cerebro: pero sus piernas no se hallaban en disposición de ponerla en práctica: es­taban en total desacuerdo, y cuando una manifestaba la intención de avanzar, la otra, por espíritu de oposición, se empe­ñaba en retroceder. Además, el Bargamot que le llevaba cogido del brazo era tan distinto del Bargamot a quien había cono­cido hasta entonces, que Garaska, picada su curiosidad, quería ver en qué paraba aquello. El guardia, luchando con enormes dificultades de expresión, hablaba de las ordenanzas del cuerpo a que pertenecía, de su deber de perseguir a los alteradores del orden, etc.
-Hay gente..., ¿comprendes?... que si no fuera por el palo...
-Sí; tiene usted razón, Iván Akindinich. Nosotros, si no se nos sacude el polvo...
-¡No, hombre, no me has entendido! Yo no digo que se te deba pegar... Lo que digo es...
Bargamot trató en vano de formular su pensamiento de una manera inteligible.
Llegaron.
Garaska ya no se asombraba de nada. La que se quedó estupefacta al ver entrar a aquella singular pareja fué María, la mu­jer de Bargamot; pero su marido contestó con los ojos a su mirada interrogadora que no había que pedirle explicaciones. Ade­más su buen corazón le dictó lo que debía de hacer.
Momentos después, Garaska, desconcer­tado, tímido, se sentaba a la mesa. Hubie­ra querido que se lo tragara la tierra: lo avergonzaban sus harapos, sus manos su­cias, su borrachera...
Sin levantar los ojos del plato, comía la sopa, endiabladamente caliente y muy grasosa. En su turbación, deramó una cu­charada sobre el blanco mantel, y aunque el ama de la casa hizo la vista gorda, se azoró tanto, que la cucharada siguiente la derramó también: sus dedos temblorosos no le obedecían.
-Iván Akindinich -le preguntó al guar­da su mujer: ¿cuándo le das a Vania el huevo que te han regalado para él?
-Luego, luego ... No hay prisa.
También Bargamot estaba turbadísimo.
-Sírvase más sopa -dijo María, alargán­dole la sopera a Garaska, sírvase más so­pa, Guerasim... No sé cuál es su patroní­mico.
-Andreich.
-Sírvase más sopa, Guerasim Andreich.
A Garaska se le atragantó la cucharada que se disponía a deglutir. Soltó la cu­chara y dejó caer la cabeza sobre la mesa. Un plañido como los que media hora an­tes habían turbado tanto a Bargamot bro­tó de su pecho. Los niños, que empezaban ya a mirarle sin inquietud, soltaron tam­bien las cucharas y se echaron a llorar. Bargamot miró consternado a su mujer.
-¿Por qué llora usted, Guerasim Andreich? -inquirió ella, compasiva, cariño­samente.
-Me llaman por el doble nombre... -balbuceó sollozante, el borracho. Es la primera vez... desde que nací ... que me llaman así.

1.004. Andreiev (Leonidas) - 068





[1] En el día de Pascua los rusos ortodoxos cam­bian entre sí tres besos, diciendo: "Cristo ha resu­citado", y suelen cambiar también huevos teñidos de rojo o de otro color.” (N. del T.)

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