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martes, 9 de diciembre de 2014

El ciudadano schneider - Cap. I

-¿Por qué será que los recuerdos de nuestra in­fancia permanecen en nosotros indelebles? -dijo el viejo escultor Federico, encendiendo su pipa con aire melancólico. Cuando uno recuerda los aconteci­mientos del mes pasado, apenas si puede rememorar algún detalle. En cambio, los hechos de la juventud se presentan a la luz de la memoria con tal nitidez, que casi nos parece estar en ellos. Yo, por mi parte, no podría olvidar jamás la pobre choza de mi padre, con su tejado de paja, con su salita baja, con su escalera de madera que daba acceso al granero, con su alcoba adornada de cortinajes grises y con las dos ventanitas que daban sobre el pasadizo cerca de Munster. No lo olvidaré nunca, ni olvidaré tampoco los hechos más nimios de aquella época. Todo está vivo en mi cora­zón. Pero sobre todo el invierno de 1785.
Durante aquel invierno mi abuelo Yeri, con su go­rro de lana encasquetado hasta las orejas, dormía desde por la mañana hasta por la noche en la vieja butaca que estaba junto al hogar. Mi madre hilaba. Mi padre tallaba cabezas para puños de bastón que vendía en primavera; las virutas caían a su alrededor y se enroscaban en forma de caracoles. A veces, descansaba, sacaba fuego de yesca y depositando éste so­bre la pipa exclamaba:
-Catalina, esto va bien..., muy bien.
Luego, viéndome sentado sobre mi banquillo, mirándole fijamente, pues nada me gustaba tanto como verle trabajar, me dedicaba una sonrisa y reanudaba su labor.
Alrededor de nuestra casa la nieve subía, subía sin cesar. Los viejos muros decrépitos se hundían bajo, tierra. Ya en nuestras ventanas sólo lucían los crista­les de arriba; los de abajo ofrecían un aspecto blanduzco y sombrío.
Aquel año, pues, en el día último del mes de enero, entre la una y las dos de la tarde, levantóse un gran viento. Aunque la casa estaba abrigada por el Norte, temblaba a cada embate del vendaval. Al cabo de una hora estaba ya tan cubierta de nieve que el huracán pasaba por encima. Habíamos apagado el fuego. Sólo una lámpara brillaba sobre la mesa. Mi madre reza­ba. Creo que también mi padre rezaba. El abuelo se había despertado y parecía asustado de tanto ruido. En medio del terrible ruido nos parecía a veces oír gritos humanos, y nosotros, ya bastante asustados por la suerte que pudiéramos correr, temblábamos más aún, de pensar en el peligro de los demás. Cada vez que se oía el rumor, decía mi madre: «Hay alguien fuera». Y aguzábamos el oído con el corazón encogido. Pero la gran voz del huracán lo dominaba todo.

Aquello duró dos horas. Vino luego un gran silen­cio. Y oímos una vez más el balido de nuestra cabra.
-El viento ha caído -dijo mi padre; y aproxi­mándose a la puerta, escuchó, con el dedo puesto en el pestillo.
Todos estábamos detrás de él cuando abrió.
Mirábamos a través de la luminosidad gris y pu­dimos ver a unos trescientos pasos por debajo de nosotros, en la senda que baja de la Schlucht, un tri­neo parado con un caballo delante. Ya no se veía más que la cabeza del caballo y las extremidades de los montantes del trineo.
-Eso es lo que oíamos -exclamó el abuelo Yerihans.
-Sí -dijo mi padre volviendo a la casa. Ha ocurrido una desgracia.
Cogió la pala de madera detrás de la puerta y em­pezó a bajar la cuesta, con nieve hasta la rodilla. Yo corría tras él a pesar de los gritos de mi madre. El abuelo nos seguía.
Cuanto más bajábamos, más profunda se hacía la nieve. A pesar de lo cual mi padre, llegado que fué a lo alto del talud que domina el sendero, se deslizó hasta abajo, apoyándose en el mango de la pala. En ese lugar me detuve para verle.
Tomó al caballo por la rienda. Pero en seguida, viendo a dos o tres pasos un bulto en la nieve, se apro­ximó, levantó penosamente a un hombre gordo, ves­tido de negro, cuya cabeza cayó sobre sus hombros y lo depositó sobre el trineo. Luego, a fuerza de gri­tos y sacudidas, sacó al animal del agujero en que es­taba metido. Costó gran trabajo llevarle hasta la casa. Sin embargo, mi padre lo consiguió, dando la vuelta a todas las rocas y raíces de árboles en donde se ha­bía acumulado la nieve.
El abuelo y yo íbamos detrás, muy tristes, viendo a aquel desgraciado tendido sobre el trineo. Tenía medias de seda negras, una sotana y zapatos con he­billas de pla.ta. Era un sacerdote.
Figuraos ahora la desolación de mi madre, al ver a aquel santo hombre en tan penoso estado. Todavía la estoy viendo alzar las manos sobre su cabeza, gri­tando:
-Santo Dios, tened piedad de nosotros.
En medio de la desolación, nos apresuramos a en­cender fuego, a calentar mantas; y como yo no servía más que de estorbo para todo el mundo, se me envió a acostarme en el cuarto del abuelo.
Toda la noche oí idas y venidas abajo. La luz bri­llaba a través de las junturas del suelo. Mi madre se lamentaba. Por fin, hacia la una, abrumado de can­sancio y con el estómago vacío, me dormí tan pro­fundamente, que hubo que despertarme a la mañana siguiente a las ocho, sin lo cual quizá estuviera dur­miendo todavía.
-Federico, Federico -gritaba el abuelo, alzando la trampilla con su cabeza calva. Federico, baja, que la sopa está lista.
Estas voces me despertaron. Abrí los ojos. Era de día y el buen olor de la sopa de harina llenaba toda la casa.
Todos los acontecimientos de la víspera se presen­taban a mi espíritu. Además del apetito aguijoneá­bame la curiosidad de saber lo que había pasado. Des­de lo alto de la escalera inclinábame ya sobre la ram­pa para mirar en la habitación. La sopera humeaba sobre un hermoso mantel blanco. El abuelo, sentado enfrente, hacía la señal de la cruz. El padre y la ma­dre, de pie, decían las oraciones devotamente. Y el se­ñor gordo, sentado en el sillón de cuero, en la esquina del hogar, con las piernas envueltas en una manta de lana, con las manos gordezuelas cruzadas sobre el vientre, que se alzaba en forma de gaita, parecía con su faz carnosa y sus cabellos rojos un buen gato que duerme sobre la ceniza caliente. Era enternecedor verle.
Baja, Federico -me dijo mi madre. No ten­gas miedo, que el señor cura no te hará daño.
M señor gordo volvió la cara y empezó a sonreír diciendo:
-¿Es ése su hijo de usted?
-Sí, señor cura.
-Ven acá, niño.
Mi madre me tomó por la mano y me condujo a aquel buen sacerdote, que me miró con sus grandes ojos grises tiernamente. Me acarició la mejilla y pre­guntó:
-¿Sabe este niño ya sus oraciones?
-Sí, señor cura; sí. Es la primera cosa que le he­mos enseñado.
-Muy bien, muy bien.
Mi madre me había quitado el gorro, y yo, con las manos juntas y con los ojos bajos, recité de un tirón el Padrenuestro y el Avemaría.
-Está muy bien -dijo el señor gordo pellizcán­dome la oreja; tú serás un buen siervo de Dios. Anda, ahora desayuna. Estoy contento de ti.
Hablaba con voz dulce y cariñosa y toda la familia pensaba: «¡Qué buen hombre! ¡Qué buen corazón! ¡Qué desgracia si se hubiere helado en la Schlucht!m
Pero una circunstancia. ocurrió que nos reveló a aquel hombre tan bueno bajo un aspecto completa­mente diferente. Habéis de saber que el día antes mi padre había llevado a nuestro cuarto el equipaje del señor cura: su baúl, su tricornio y un gran rollo de papeles. Estos objetos estaban colocados en un rincón, al otro lado del hogar, el baúl y encima de él el tri­cornio y sobre el tricornio el rollo de papeles.
Al pasar di un empujón al rollo de papeles que cayó al suelo y se desenrrolló casi hasta el mismo fuego.
Entonces aquel hombre apacible lanzó un grito, verdadero aullido de lobo, acompañado de juramentos es­pantosos. Se precipitó sobre los papeles, quitánddlos de la llama y apagándolos entre sus mismas mahos. Luego me miró, pálido, con mirada tan feroz qlne se me puso carne de gallina. Estábamos todos conster­nados, con la boca abierta. El, contemplando los pa­peles un poco enrojecidos por los bordes, empezó a balbucir con voz temblorosa:
-Mi Tucídides..., animal; mi Tucídides.
Dicho esto, enrolló nuevamente los papeles unos en otros; y dándose cuenta de nuestro estupor, me amenazó con el dedo, recobrando otra vez su aire bonachón. Pero ya no teníamos ganas de reír con él.
-¡Ah, pequeño truhán! -exclamó; acabas de -darme un susto espantoso. Figuraos que llego de Co­lonia, adonde he ido haciendo un viaje de más de cien leguas para recoger estos viejos manuscritos en el convento de Saint Dié. He necesitado tres meses para ponerlos un poco en orden. Y la imprudencia de este desgraciado niño iba a aniquilar una obra quizá única en el mundo. El sudor me brota por todos los poros.
Y era verdad, porque su ancha faz estaba roja y las gotas de sudor corrían por sus sienes.
A pesar de todo ya podéis figuraros la gravedad y el silencio que se extendió entre nosotros. No está­bamos acostumbrados a oír a los sacerdotes blasfe­mar como los carreteros.
Mi madre no decía nada. Comíamos en silencio. Cuando hubimos terminado mi padre salió. Lo oímos sacar al caballo de la cuadra y engancharlo al trineo delante de la puerta. Entró y dijo:
-Señor cura, si quiere usted subir al trineo den­tro de una hora estaremos en Munster.
-Muy bien -contestó el gordo levantándose.
Y mirando por la habitación con ademán reposado y grave dijo:
-Son ustedes excelentes personas. Les ruego olvi­den un momento de ira. El espíritu es fuerte, pero la carne es débil. Permítanme que les demuestre mi agradecimiento.
Quiso entonces entregar a mi madre una moneda de oro. Pero mi madre rehusó y contestó:
-Le hemos ayudado en su desgracia, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, señor cura. Si hubiéra­mos estado en la misma necesidad, usted habría he­cho lo mismo por nosotros.
-Sin duda, sin duda -dijo; pero eso no obsta.
-No, no nos prive usted del mérito de una buena obra.
-Amén -dijo entonces bruscamente.
Tomó el rollo de los papeles, se puso el tricornio y salió.
Por la tarde, hacia las cuatro, volvió mi padre. Dijo que el sacerdote de Colonia se había quedado en la casa del señor cura de Munster. Y esto fué todo.

Cuento orillas del rhin

1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067

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