-¿Por qué
será que los recuerdos de nuestra infancia permanecen en nosotros indelebles?
-dijo el viejo escultor Federico, encendiendo su pipa con aire melancólico.
Cuando uno recuerda los acontecimientos del mes pasado, apenas si puede
rememorar algún detalle. En cambio, los hechos de la juventud se presentan a la
luz de la memoria con tal nitidez, que casi nos parece estar en ellos. Yo, por
mi parte, no podría olvidar jamás la pobre choza de mi padre, con su tejado de
paja, con su salita baja, con su escalera de madera que daba acceso al granero,
con su alcoba adornada de cortinajes grises y con las dos ventanitas que daban
sobre el pasadizo cerca de Munster. No lo olvidaré nunca, ni olvidaré tampoco
los hechos más nimios de aquella época. Todo está vivo en mi corazón. Pero
sobre todo el invierno de 1785.
Durante
aquel invierno mi abuelo Yeri, con su gorro de lana encasquetado hasta las
orejas, dormía desde por la mañana hasta por la noche en la vieja butaca que
estaba junto al hogar. Mi madre hilaba. Mi padre tallaba cabezas para puños de
bastón que vendía en primavera; las virutas caían a su alrededor y se
enroscaban en forma de caracoles. A veces, descansaba, sacaba fuego de yesca y
depositando éste sobre la pipa exclamaba:
-Catalina,
esto va bien..., muy bien.
Luego,
viéndome sentado sobre mi banquillo, mirándole fijamente, pues nada me gustaba
tanto como verle trabajar, me dedicaba una sonrisa y reanudaba su labor.
Alrededor
de nuestra casa la nieve subía, subía sin cesar. Los viejos muros decrépitos se
hundían bajo, tierra. Ya en nuestras ventanas sólo lucían los cristales de
arriba; los de abajo ofrecían un aspecto blanduzco y sombrío.
Aquel año,
pues, en el día último del mes de enero, entre la una y las dos de la tarde,
levantóse un gran viento. Aunque la casa estaba abrigada por el Norte, temblaba
a cada embate del vendaval. Al cabo de una hora estaba ya tan cubierta de nieve
que el huracán pasaba por encima. Habíamos apagado el fuego. Sólo una lámpara
brillaba sobre la mesa. Mi madre rezaba. Creo que también mi padre rezaba. El
abuelo se había despertado y parecía asustado de tanto ruido. En medio del
terrible ruido nos parecía a veces oír gritos humanos, y nosotros, ya bastante
asustados por la suerte que pudiéramos correr, temblábamos más aún, de pensar
en el peligro de los demás. Cada vez que se oía el rumor, decía mi madre: «Hay
alguien fuera». Y aguzábamos el oído con el corazón encogido. Pero la gran voz
del huracán lo dominaba todo.
Aquello
duró dos horas. Vino luego un gran silencio. Y oímos una vez más el balido de
nuestra cabra.
-El viento
ha caído -dijo mi padre; y aproximándose a la puerta, escuchó, con el dedo
puesto en el pestillo.
Todos
estábamos detrás de él cuando abrió.
Mirábamos
a través de la luminosidad gris y pudimos ver a unos trescientos pasos por
debajo de nosotros, en la senda que baja de la Schlucht, un trineo parado con
un caballo delante. Ya no se veía más que la cabeza del caballo y las
extremidades de los montantes del trineo.
-Eso es lo
que oíamos -exclamó el abuelo Yerihans.
-Sí -dijo
mi padre volviendo a la casa. Ha ocurrido una desgracia.
Cogió la
pala de madera detrás de la puerta y empezó a bajar la cuesta, con nieve hasta
la rodilla. Yo corría tras él a pesar de los gritos de mi madre. El abuelo nos
seguía.
Cuanto más
bajábamos, más profunda se hacía la nieve. A pesar de lo cual mi padre, llegado
que fué a lo alto del talud que domina el sendero, se deslizó hasta abajo,
apoyándose en el mango de la pala. En ese lugar me detuve para verle.
Tomó al
caballo por la rienda. Pero en seguida, viendo a dos o tres pasos un bulto en
la nieve, se aproximó, levantó penosamente a un hombre gordo, vestido de
negro, cuya cabeza cayó sobre sus hombros y lo depositó sobre el trineo. Luego,
a fuerza de gritos y sacudidas, sacó al animal del agujero en que estaba
metido. Costó gran trabajo llevarle hasta la casa. Sin embargo, mi padre lo
consiguió, dando la vuelta a todas las rocas y raíces de árboles en donde se había
acumulado la nieve.
El abuelo
y yo íbamos detrás, muy tristes, viendo a aquel desgraciado tendido sobre el
trineo. Tenía medias de seda negras, una sotana y zapatos con hebillas de
pla.ta. Era un sacerdote.
Figuraos
ahora la desolación de mi madre, al ver a aquel santo hombre en tan penoso
estado. Todavía la estoy viendo alzar las manos sobre su cabeza, gritando:
-Santo
Dios, tened piedad de nosotros.
En medio
de la desolación, nos apresuramos a encender fuego, a calentar mantas; y como
yo no servía más que de estorbo para todo el mundo, se me envió a acostarme en
el cuarto del abuelo.
Toda la
noche oí idas y venidas abajo. La luz brillaba a través de las junturas del
suelo. Mi madre se lamentaba. Por fin, hacia la una, abrumado de cansancio y
con el estómago vacío, me dormí tan profundamente, que hubo que despertarme a
la mañana siguiente a las ocho, sin lo cual quizá estuviera durmiendo todavía.
-Federico,
Federico -gritaba el abuelo, alzando la trampilla con su cabeza calva.
Federico, baja, que la sopa está lista.
Estas
voces me despertaron. Abrí los ojos. Era de día y el buen olor de la sopa de
harina llenaba toda la casa.
Todos los
acontecimientos de la víspera se presentaban a mi espíritu. Además del apetito
aguijoneábame la curiosidad de saber lo que había pasado. Desde lo alto de la
escalera inclinábame ya sobre la rampa para mirar en la habitación. La sopera
humeaba sobre un hermoso mantel blanco. El abuelo, sentado enfrente, hacía la
señal de la cruz. El padre y la madre, de pie, decían las oraciones devotamente.
Y el señor gordo, sentado en el sillón de cuero, en la esquina del hogar, con
las piernas envueltas en una manta de lana, con las manos gordezuelas cruzadas
sobre el vientre, que se alzaba en forma de gaita, parecía con su faz carnosa y
sus cabellos rojos un buen gato que duerme sobre la ceniza caliente. Era
enternecedor verle.
Baja,
Federico -me dijo mi madre. No tengas miedo, que el señor cura no te hará
daño.
M señor
gordo volvió la cara y empezó a sonreír diciendo:
-¿Es ése
su hijo de usted?
-Sí, señor
cura.
-Ven acá,
niño.
Mi madre
me tomó por la mano y me condujo a aquel buen sacerdote, que me miró con sus
grandes ojos grises tiernamente. Me acarició la mejilla y preguntó:
-¿Sabe
este niño ya sus oraciones?
-Sí, señor
cura; sí. Es la primera cosa que le hemos enseñado.
-Muy bien,
muy bien.
Mi madre
me había quitado el gorro, y yo, con las manos juntas y con los ojos bajos,
recité de un tirón el Padrenuestro y el Avemaría.
-Está muy
bien -dijo el señor gordo pellizcándome la oreja; tú serás un buen siervo de
Dios. Anda, ahora desayuna. Estoy contento de ti.
Hablaba
con voz dulce y cariñosa y toda la familia pensaba: «¡Qué buen hombre! ¡Qué
buen corazón! ¡Qué desgracia si se hubiere helado en la Schlucht!m
Pero una
circunstancia. ocurrió que nos reveló a aquel hombre tan bueno bajo un aspecto
completamente diferente. Habéis de saber que el día antes mi padre había
llevado a nuestro cuarto el equipaje del señor cura: su baúl, su tricornio y un
gran rollo de papeles. Estos objetos estaban colocados en un rincón, al otro
lado del hogar, el baúl y encima de él el tricornio y sobre el tricornio el
rollo de papeles.
Al pasar
di un empujón al rollo de papeles que cayó al suelo y se desenrrolló casi hasta
el mismo fuego.
Entonces
aquel hombre apacible lanzó un grito, verdadero aullido de lobo, acompañado de
juramentos espantosos. Se precipitó sobre los papeles, quitánddlos de la llama
y apagándolos entre sus mismas mahos. Luego me miró, pálido, con mirada tan
feroz qlne se me puso carne de gallina. Estábamos todos consternados, con la
boca abierta. El, contemplando los papeles un poco enrojecidos por los bordes,
empezó a balbucir con voz temblorosa:
-Mi Tucídides..., animal; mi Tucídides.
Dicho
esto, enrolló nuevamente los papeles unos en otros; y dándose cuenta de nuestro
estupor, me amenazó con el dedo, recobrando otra vez su aire bonachón. Pero ya
no teníamos ganas de reír con él.
-¡Ah,
pequeño truhán! -exclamó; acabas de -darme un susto espantoso. Figuraos que
llego de Colonia, adonde he ido haciendo un viaje de más de cien leguas para
recoger estos viejos manuscritos en el convento de Saint Dié. He necesitado
tres meses para ponerlos un poco en orden. Y la imprudencia de este desgraciado
niño iba a aniquilar una obra quizá única en el mundo. El sudor me brota por
todos los poros.
Y era
verdad, porque su ancha faz estaba roja y las gotas de sudor corrían por sus
sienes.
A pesar de
todo ya podéis figuraros la gravedad y el silencio que se extendió entre
nosotros. No estábamos acostumbrados a oír a los sacerdotes blasfemar como
los carreteros.
Mi madre
no decía nada. Comíamos en silencio. Cuando hubimos terminado mi padre salió.
Lo oímos sacar al caballo de la cuadra y engancharlo al trineo delante de la
puerta. Entró y dijo:
-Señor
cura, si quiere usted subir al trineo dentro de una hora estaremos en Munster.
-Muy bien -contestó
el gordo levantándose.
Y mirando
por la habitación con ademán reposado y grave dijo:
-Son
ustedes excelentes personas. Les ruego olviden un momento de ira. El espíritu
es fuerte, pero la carne es débil. Permítanme que les demuestre mi
agradecimiento.
Quiso
entonces entregar a mi madre una moneda de oro. Pero mi madre rehusó y
contestó:
-Le hemos
ayudado en su desgracia, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, señor cura. Si
hubiéramos estado en la misma necesidad, usted habría hecho lo mismo por
nosotros.
-Sin duda,
sin duda -dijo; pero eso no obsta.
-No, no
nos prive usted del mérito de una buena obra.
-Amén -dijo
entonces bruscamente.
Tomó el rollo
de los papeles, se puso el tricornio y salió.
Por la
tarde, hacia las cuatro, volvió mi padre. Dijo que el sacerdote de Colonia se
había quedado en la casa del señor cura de Munster. Y esto fué todo.
Cuento orillas del rhin
1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067
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