Mientras
todas estas cosas acontecían en casa del preboste Gaspar Schwartz, un coche
bajaba por la calle del Arsenal. El centinela que estaba de guardia delante
del parque de Artillería reconoció la librea del conde Diderich, coronel del
regimiento imperial de Hilburighansen, y presentó armas. Un saludo fué la
contestación desde el interior del coche.
Los
caballos lanzados a todo escape parecían que iban a dar la vuelta por la puerta
de Alemania. Pero tomaron por la calle del Hombre de Hierro y se detuvieron
delante de la casa del preboste.
El
coronel, de uniforme, bajó, alzó los ojos y quedó estupefacto al oír las
lúgubres carcajadas de la loca que llegaban hasta la calle.
El conde
Diderich era un hombre de treinta y cinco a cuarenta años, alto, moreno, de
rostro sereno y enérgico.
Penetró
bruscamente en el vestíbulo, vió a Juan que arrastraba a Cristina Evig hacia la
puerta de salida y sin hacerse anunciar penetró en el comedor del señor Schwartz
gritando:
-Caballero,
la policía de este barrio es espantosamente mala...; hace veinte minutos que
me paré delante de la catedral en el momento de tocar el Angelus. Al salir de
mi coche, vi a la condesa, mi esposa, que bajaba los escalones de la catedral;
retrocedo para dejarle paso y advierto entonces que nuestro hijo, niño de tres
años, acababa de desaparecer, aunque venía sentado a mi lado en el coche. La
portezuela del lado del Obispado estaba abierta; sin duda el ladrón aprovechó
el momento en que yo estaba ocupado en sacar el estribo de la carroza. Todas
las investigaciones que mis criados han llevado a cabo han permanecido
infructuosas. Estoy desesperado, caballero; desesperado.
La
agitación del coronel era extraordinaria. Sus ojos negros brillaban como rayos
a través de dos grandes lágrimas que intentaba a duras penas contener. Sus
manos se crispaban sobre la empuñadura ée su espada.
El
preboste parecía aniquilado. Su naturaleza apática sufría ante la idea de
tenerse que levantar, pasar la noche dando órdenes, personarse en el lugar del
suceso y, en suma, recomenzar por centésima vez indagaciones que siempre habían
permanecido infructuosas.
Hubiera
querido aplazar el asunto hasta el día siguiente.
-Caballero
-replicó el coronel, le declaro a usted que habré de tomar venganza. Usted
responde de mi hijo con su cabeza. Su misión de usted consiste en velar por la
seguridad pública y falta usted indignamente a sus deberes. Necesito un
enemigo, ¿me entiende usted? Quiero saber al menos quién es el que me asesina.
Mientras
pronunciaba estas palabras incoherentes, daba grandes zancadas por la
habitación, con los dientes apretados y la mirada fulgurante.
El sudor
corría por la frente roja del preboste Schwartz, que murmuró en voz baja, con
la vista fija en el plato:
-Lo siento
en el alma, señor mío; lo siento en el alma. Es el décimo niño que desaparece.
Los ladrones son más hábiles que mis agentes. ¿Qué quiere usted que yo le haga?
Al oír
esta respuesta imprudente, el conde, arrebatado de furor, dió un brinco y
agarrando al grueso preboste por los hombros lo levantó de su sillón.
-¿Cómo es
eso? ¿Cómo dice usted que qué quiero yo que usted le haga? ¿Puede darse esa
contestación a un padre que pregunta por su hijo?
-Suélteme
usted, señor, suélteme usted -clamaba el preboste ahogado de espanto; en el
nombre del cielo, cálmese usted. Una mujer... una loca:.., Cristina Evig,
acaba de estar aquí... y me ha dicho... sí, ya recuerdo...; Juan, Juan.
El criado,
que desde la puerta lo había oído todo, se presentó al instante.
-Señor.
-Ve
corriendo a buscar a la loca.
-Está
todavía ahí, señor Preboste.
-Pues que
entre. Siéntese usted, señor coronel.
El coronel
Diderich permaneció de pie en medio de la sala, y un minuto después Cristina
Evi; entraba, con su mirada perdida y su sonrisa estúpida de siempre.
El criado
y la sirvienta, acuciados por la curiosidad de saber lo que pasaba, permanecían
de pie en el umbral, con la boca abierta. El coronel, con un gesto imperioso
les hizo señal de que se fueran. Luego cruzándose de brazos y plantándose
frente al preboste Schwartz, exclamó:
-Bien,
caballero, ¿qué indicios pretende usted sacar de lo que diga esta desgraciada?
El
preboste hizo ademán de hablar. Sus grandes mejillas se agitaron.
La loca
reía con una risa que parecía llanto.
-Señor
coronel -dijo al fin el preboste, esta mujer está en el mismo caso en que usted
se encuentra. Hace dos años que ha perdido a su hija. Esta desgracia ha sido
la causa de que pierda la razón. Los ojos del coronel se llenaron de lágrimas y
añadió:
-Siga
usted.
-Hace un
rato -dijo entonces el preboste- vino a mi casa; parecía tener un destello de
razón y me dijo...
El
preboste Schwartz se calló.
-¿Qué?
¿Qué dijo, caballero?
-Dijo que
había visto a una mujer que se llevaba a un niño...
-¡Ah!
-Y
pensando que hablaba así por su locura, la he despedido.
El coronel
sonrió con amargura.
-¿Conque
la ha despedido usted? -exclamó.
-Sí...; me
pareció que recaía al punto en su locura.
-Vive Dios
-exclamó el conde con voz de trueno, niega usted su apoyo a esta desgraciada,
hace usted desaparecer su último destello de esperanza, la reduce usted a la
desesperación, en vez de sostenerla y defenderla, como era su deber de
usted..., y se atreve usted a conservar su cargo, y se atreve usted a cobrar su
sueldo... ¡Ah!, caballero.
Y
aproximándose al preboste, cuya peluca temblaba de miedo, añadió en voz baja y
concentrada:
-Es usted
un miserable...; si no recobro a mi hijo, le mataré como a un perro.
El
preboste Schwartz, con los ojos desorbitados, con las manos muy abiertas, con
la boca pastosa, no decía palabra. El espanto le agarrotaba y, además, no sabía
qué contestar a los argumentos del coronel.
De repente
el coronel le volvió la espalda y aproximándose a Cristina, la contempló
durante unos instantes. Luego, elevando la voz, le dijo:
--Buena
mujer, procure usted responderme. Vamos..., en el nombre de Dios..., de
vuestra hija, ¿dónde ha visto usted a esa mujer?
Se calló,
y la pobre loca murmuró con su voz quejumbrosa:
-Deubche,
Deubche..., la han matado.
El conde
se quedó pálido como el papel y, sobrecogido de terror, agarró el puño de la
loca, diciendo:
-Contésteme
usted, desgraciada; contésteme usted. La sacudía como a un árbol. La cabeza de
Cristina cayó hacia atrás. La loca lanzó una carcajada horrible y dijo:
-Sí,
sí...; todo ha terminado...; la perversa mujer la ha matado.
Entonces
el conde sintió sus rodillas flaquear. Sentóse, o mejor dicho, dejóse caer en
un sillón, con los codos sobre la mesa, el rostro pálido entre las manos, los
ojos fijos y como clavados en una escena espantosa.
Y los
minutos se sucedieron lentamente en el silencio.
El reloj
sonó las diez; las vibraciones del timbre
sobresaltaron
al coronel. Este se levantó, abrió la puerta. Cristina salió.
-Caballero
-dijo el preboste.
-Cállese
usted -interrumpió el coronel con una mirada fulgurante.
Y siguió a
la loca que bajaba la escalera hacia la calle tenebrosa.
Una idea
singular acababa de ocurrírsele.
-Todo está
perdido -se dijo a sí mismo; esta desgraciada no puede razonar, no puede
comprender lo que se le pregunta. Pero ha visto alguna cosa y su instinto puede
guiarla.
Es inútil
agregar que el señor preboste quedó maravillado de semejante salida. El digno
magistrado se apresuró a correr el cerrojo detrás de su puerta. Entonces una
noble indignación se apoderó de su alma y exclamó:
-¡Amenazar
a un hombre como yo, cogerme por la solapa y zarandearme! ¡Ah, señor coronel,
ya veremos si hay o no leyes en este país... Mañana, sin más tardar, voy a
dirigir una queja al emperador revelándole la conducta de sus oficiales!
Cuento orillas del rhin
1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067
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