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martes, 9 de diciembre de 2014

La ladrona de niños - Cap. II

Mientras todas estas cosas acontecían en casa del preboste Gaspar Schwartz, un coche bajaba por la calle del Arsenal. El centinela que estaba de guar­dia delante del parque de Artillería reconoció la librea del conde Diderich, coronel del regimiento im­perial de Hilburighansen, y presentó armas. Un sa­ludo fué la contestación desde el interior del coche.
Los caballos lanzados a todo escape parecían que iban a dar la vuelta por la puerta de Alemania. Pe­ro tomaron por la calle del Hombre de Hierro y se detuvieron delante de la casa del preboste.
El coronel, de uniforme, bajó, alzó los ojos y quedó estupefacto al oír las lúgubres carcajadas de la loca que llegaban hasta la calle.
El conde Diderich era un hombre de treinta y cin­co a cuarenta años, alto, moreno, de rostro sereno y enérgico.
Penetró bruscamente en el vestíbulo, vió a Juan que arrastraba a Cristina Evig hacia la puerta de salida y sin hacerse anunciar penetró en el comedor del señor Schwartz gritando:
-Caballero, la policía de este barrio es espantosa­mente mala...; hace veinte minutos que me paré delante de la catedral en el momento de tocar el Angelus. Al salir de mi coche, vi a la condesa, mi esposa, que bajaba los escalones de la catedral; re­trocedo para dejarle paso y advierto entonces que nuestro hijo, niño de tres años, acababa de desapa­recer, aunque venía sentado a mi lado en el coche. La portezuela del lado del Obispado estaba abierta; sin duda el ladrón aprovechó el momento en que yo estaba ocupado en sacar el estribo de la carroza. To­das las investigaciones que mis criados han llevado a cabo han permanecido infructuosas. Estoy deses­perado, caballero; desesperado.
La agitación del coronel era extraordinaria. Sus ojos negros brillaban como rayos a través de dos grandes lágrimas que intentaba a duras penas con­tener. Sus manos se crispaban sobre la empuñadura ée su espada.
El preboste parecía aniquilado. Su naturaleza apá­tica sufría ante la idea de tenerse que levantar, pa­sar la noche dando órdenes, personarse en el lugar del suceso y, en suma, recomenzar por centésima vez indagaciones que siempre habían permanecido in­fructuosas.
Hubiera querido aplazar el asunto hasta el día si­guiente.
-Caballero -replicó el coronel, le declaro a usted que habré de tomar venganza. Usted responde de mi hijo con su cabeza. Su misión de usted consiste en velar por la seguridad pública y falta usted in­dignamente a sus deberes. Necesito un enemigo, ¿me entiende usted? Quiero saber al menos quién es el que me asesina.
Mientras pronunciaba estas palabras incoherentes, daba grandes zancadas por la habitación, con los dien­tes apretados y la mirada fulgurante.
El sudor corría por la frente roja del preboste Schwartz, que murmuró en voz baja, con la vista fija en el plato:
-Lo siento en el alma, señor mío; lo siento en el alma. Es el décimo niño que desaparece. Los ladrones son más hábiles que mis agentes. ¿Qué quiere usted que yo le haga?
Al oír esta respuesta imprudente, el conde, arre­batado de furor, dió un brinco y agarrando al grueso preboste por los hombros lo levantó de su sillón.
-¿Cómo es eso? ¿Cómo dice usted que qué quiero yo que usted le haga? ¿Puede darse esa contestación a un padre que pregunta por su hijo?
-Suélteme usted, señor, suélteme usted -clamaba el preboste ahogado de espanto; en el nombre del cielo, cálmese usted. Una mujer... una loca:.., Cris­tina Evig, acaba de estar aquí... y me ha dicho... sí, ya recuerdo...; Juan, Juan.
El criado, que desde la puerta lo había oído todo, se presentó al instante.
-Señor.
-Ve corriendo a buscar a la loca.
-Está todavía ahí, señor Preboste.
-Pues que entre. Siéntese usted, señor coronel.
El coronel Diderich permaneció de pie en medio de la sala, y un minuto después Cristina Evi; en­traba, con su mirada perdida y su sonrisa estúpida de siempre.
El criado y la sirvienta, acuciados por la curiosidad de saber lo que pasaba, permanecían de pie en el umbral, con la boca abierta. El coronel, con un gesto imperioso les hizo señal de que se fueran. Luego cru­zándose de brazos y plantándose frente al preboste Schwartz, exclamó:
-Bien, caballero, ¿qué indicios pretende usted sacar de lo que diga esta desgraciada?
El preboste hizo ademán de hablar. Sus grandes mejillas se agitaron.
La loca reía con una risa que parecía llanto.
-Señor coronel -dijo al fin el preboste, esta mujer está en el mismo caso en que usted se encuen­tra. Hace dos años que ha perdido a su hija. Esta desgracia ha sido la causa de que pierda la razón. Los ojos del coronel se llenaron de lágrimas y añadió:
-Siga usted.
-Hace un rato -dijo entonces el preboste- vino a mi casa; parecía tener un destello de razón y me dijo...
El preboste Schwartz se calló.
-¿Qué? ¿Qué dijo, caballero?
-Dijo que había visto a una mujer que se lleva­ba a un niño...
-¡Ah!
-Y pensando que hablaba así por su locura, la he despedido.
El coronel sonrió con amargura.
-¿Conque la ha despedido usted? -exclamó.
-Sí...; me pareció que recaía al punto en su locura.
-Vive Dios -exclamó el conde con voz de trueno, niega usted su apoyo a esta desgraciada, hace usted desaparecer su último destello de esperanza, la reduce usted a la desesperación, en vez de sostenerla y defenderla, como era su deber de usted..., y se atreve usted a conservar su cargo, y se atreve usted a cobrar su sueldo... ¡Ah!, caballero.
Y aproximándose al preboste, cuya peluca tembla­ba de miedo, añadió en voz baja y concentrada:
-Es usted un miserable...; si no recobro a mi hijo, le mataré como a un perro.
El preboste Schwartz, con los ojos desorbitados, con las manos muy abiertas, con la boca pastosa, no decía palabra. El espanto le agarrotaba y, además, no sabía qué contestar a los argumentos del coronel.
De repente el coronel le volvió la espalda y apro­ximándose a Cristina, la contempló durante unos ins­tantes. Luego, elevando la voz, le dijo:
--Buena mujer, procure usted responderme. Va­mos..., en el nombre de Dios..., de vuestra hija, ¿dónde ha visto usted a esa mujer?
Se calló, y la pobre loca murmuró con su voz que­jumbrosa:
-Deubche, Deubche..., la han matado.
El conde se quedó pálido como el papel y, sobreco­gido de terror, agarró el puño de la loca, diciendo:
-Contésteme usted, desgraciada; contésteme usted. La sacudía como a un árbol. La cabeza de Cristina cayó hacia atrás. La loca lanzó una carcajada horri­ble y dijo:
-Sí, sí...; todo ha terminado...; la perversa mu­jer la ha matado.
Entonces el conde sintió sus rodillas flaquear. Sen­tóse, o mejor dicho, dejóse caer en un sillón, con los codos sobre la mesa, el rostro pálido entre las manos, los ojos fijos y como clavados en una escena espantosa.
Y los minutos se sucedieron lentamente en el si­lencio.
El reloj sonó las diez; las vibraciones del timbre
sobresaltaron al coronel. Este se levantó, abrió la puerta. Cristina salió.
-Caballero -dijo el preboste.
-Cállese usted -interrumpió el coronel con una mirada fulgurante.
Y siguió a la loca que bajaba la escalera hacia la calle tenebrosa.
Una idea singular acababa de ocurrírsele.
-Todo está perdido -se dijo a sí mismo; esta desgraciada no puede razonar, no puede comprender lo que se le pregunta. Pero ha visto alguna cosa y su instinto puede guiarla.
Es inútil agregar que el señor preboste quedó ma­ravillado de semejante salida. El digno magistrado se apresuró a correr el cerrojo detrás de su puerta. Entonces una noble indignación se apoderó de su al­ma y exclamó:
-¡Amenazar a un hombre como yo, cogerme por la solapa y zarandearme! ¡Ah, señor coronel, ya ve­remos si hay o no leyes en este país... Mañana, sin más tardar, voy a dirigir una queja al emperador revelándole la conducta de sus oficiales!

Cuento orillas del rhin

1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067

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