Hasta
entonces había considerado a Teodoro Blitz como una especie de loco místico. Su
pretensión de mantener correspondencia con los espíritus invisibles, merced a
una música compuesta con todos los ruidos de la naturaleza: el temblor de las
hojas, el murmullo del viento, el runruneo de los insectos, me parecía muy
ridícula. Y no era yo el único en pensar así.
Ya podía
decirnos una y otra vez que si el canto grave del órgano despierta en nosotros
sentimientos religiosos, que si la música guerrera nos impele a la batalla y
las melodías campesinas nos disponen para la contemplación, es porque estas
diferentes sonoridades son otras tantas invocaciones a los genios de la
tierra, los cuales aparecen de repente entre nosotros, actúan sobre nuestros
órganos y nos hacen participar de su propia esencia. Todo esto me parecía harto
obscuro y nebuloso y no dudaba de que el organista fuese un cerebro herido.
Pero desde
los últimos acontecimientos cambiaron mis opiniones con respecto a Blitz y
pensé que, después de todo, el hombre no es un ser puramente material, sino
que está compuesto de cuerpo y de alma; que atribuirlo todo al cuerpo y querer
explicar todo por el cuerpo no es racional; que el flúido nervioso, agitado por
las ondula-ciones del aire, no es cosa menos difícil de entender que la acción
directa de los poderes ocultos; que no se concibe cómo un simple cosquilleo,
llevado a cabo según las reglas del contrapunto, en nuestro oído provoca en
nosotros millares de emociones agradables o terribles, eleva nuestra alma a
Dios, la pone en presencia de la nada o despierta en nosotros el ardimiento
vital, el entusiasmo, el amor, el temor, la compasión... No; ya no encontraba
satisfactoria esta explicación; las ideas del organista me parecían mucho más
altas, más sólidas, más justas y más aceptables desde todos los puntos de
vista.
Además,
¿cómo explicar por un cosquilleo nervioso la llegada de Sapheri Mutz a la
cervecería? ¿Cómo explicar el espanto del desgra-ciado, espanto que le obligó a
entregarse? ¿Cómo explicar la pers-picacia maravillosa de Blitz, cuando nos
decía: «Silencio..., escu-chad..., llega... Que el Señor nos proteja?»
En
resumen, todas mis prevenciones contra el mundo invisible desaparecieron y
otros hechos nuevos vinieron a confirmar esta mi nueva manera de ver las
cosas.
Unos
quince días aproximadamente después de la escena de que antes he hecho
referencia, Sapheri Mutz había sido tra:ladado por los guardias a la cárcel de
Friburgo. Lw innumerables rumores que había levantado la muer',e de Gredel Dick
comenzaban a apaciguarse. La pobre muchacha dormía en paz detrás de la colina
de las Tres Fuentes, y la gente hablaba ya casi exclusivamente de la vendimia
inminente.
Una tarde,
hacia las cinco, saliendo del gran depósito de la Aduana, en donde había
estado probando unas cubas de vino por cuenta de Brauer, que se fiaba de mí más
que de sí mismo en ese punto, iba con la cabeza un poco pesada y por casualidad
dirigí mis pasos por la gran avenida de los plátanos, detrás de la iglesia de
San Esteban.
El Rin
desplegaba a mi derecha su sábana azul, en la cual algunos pescadores echaban
sus redes. A mi izquierda se elevaban las antiguas fortificaciones de la
ciudad. El aire comenzaba a refrescar, la ola cantaba su himno eterno, las
brisas de la Selva Negra agitaban las hojas de los árboles. De repente hirieron
mis oídos los sones de un violín.
Presté
atención.
La curruca
de cabeza negra no imprime más gracia, más delica-deza a la ejecución de sus trinos
rápidos ni más entusiasmo al chorro de su inspiración. Pero aquello no se
parecía a nada; aquello no tenía ni compás ni ritmo fijos. Era una cascada de
notas delirantes de admirable justeza, pero desprovistas completamente de
orden y método.
Además, a
través del aliento en que se sustentaba la inspiración, partían de cuando en
cuando algunos rasgos agrios, incisivos, que penetraban hasta la medula de los
huesos.
-Teodoro
Blitz está aquí -me dije, apartando con la mano las altas ramas de un vallado
de saúco, al pie de un talud.
Entonces
me vi a 30 pasos de la casa de postas, cerca del abrevadero, cubierto de
lentejas acuáticas, en donde enormes ranas enseñaban su geta obtusa. Un poco
más lejos se elevaban las cuadras con sus anchos espacios y más allá la casa
habitación, toda decrépita. En el patio, rodeado de una tapia de escasa altura,
cerrada por una verja muy vieja, paseábanse cinco o seis gallinas y bajo un
tenducho de madera corrían unos cuantos conejitos con la cola al aire; al
verme, desaparecieron como sombras por la puerta de la granja.
No se oía
más ruido que el murmullo del río y la fantasía extraña del violín.
¿Cómo
diablos estaba allí Teodoro Blitz?
Se me
ocurrió la idea de que estaba experimentando los efectos de su música sobre la
familia de los Mutz, y aguijoneado por la curiosidad me deslicé detrás de la
tapia para ver lo que acontecía en la casa.
Las
ventanas estaban abiertas de par en par y en una sala baja, profunda, de vigas
obscuras y que daba directamente al patio, en una larga mesa, servida con esa
suntuosidad característica de las fiestas aldeanas, más de 30 cubiertos
estaban allí colocados alrededor; pero lo que me dejó estupefacto fué no ver
más que cinco personas sentadas ante tan enormes preparativos. Y esas cinco personas
eran: el viejo Mutz, sombrío y sumido en una semien-soñación, con su traje de
terciopelo negro y botones metálicos, su ancha cabeza huesuda, grisácea,
contraída por una idea fija, y los hondos ojos muy abiertos hacia un punto
lejano; el yerno, de cara seca, insignificante, con el cuello de la camisa
subido por encima de las orejas; la madre, tocada con una capotita de tul y con
los ojos perdidos en una expresión de susto; la hija, una morena bastante
bonita, con una toca de seda negra con lentejuelas de oro y plata y el pecho
envuelto en un pañuelo de crespón de muchos colores; por último, Teodoro
Blitz, con el sombrero de tres picos caído sobre la oreja, el violín sujeto
entre la barbilla y el hombro, los ojillos brillantes, la mejilla realzada por
una profunda arruga y los codos en movimiento de ida y vuelta como las
articulaciones de la cigarra que rasca su aria estridente en los campos
soleados.
Las
sombras del sol poniente; el viejo reloj con su esfera de azulejos adornados de
flores rojas y azules; la esquina de un rastrillo sobre el cual caía la cortina
de la alcoba con sus cuadros grises y blancos, y, sobre todo, la música, cada
vez más discordante, me produjeron una impresión indefinible. Apoderóse de mí
un verdadero terror pánico. No sé si sería el efecto del vino que durante tanto
rato había estado probando, o si serían los matices trágicos de la puesta del
sol. El hecho es que, renunciando a seguir allí, iba ya deslizándome
suavemente con la espalda encorvada a lo largo de la tapia para salir a la
carretera, cuando un perro enorme se lanzó sobre mí y, aunque sujeto por la
cadena, me hizo dar un grito de sorpresa.
-¡Tirik! -gritó el
viejo jefe de la posta.
Y Teodoro,
habiéndome visto, se lanzó fuera de la sala gritando:
-¡Ah!, si
es Cristián Species... Entre usted, mi querido Cristián; llega usted muy a
propósito.
Atravesó
el patio y vino a cogerme por el brazo.
-Mi
querido amigo -me dijo con una animación extraña, esta es la hora en que luchan
el blanco y el negro. Entre usted, entre.
Su exaltación
me daba miedo. Pero no quiso hacer caso de mis observaciones y me arrastró sin
que me fuera posible hacer la menor resistencia.
-Ha de
saber usted, querido Cristián -me dijo que hemos bautizado esta mañana a un
ángel del Señor, al niño Nicolás Sapheri Bremer. He saludado su venida a este
mundo de delicias con el coro de los serafines. Ahora, ya ve usted que las tres
cuartas partes de nuestros invitados se han negado a venir. ¡Ja, ja, ja! Entre
usted, será usted el bienvenido.
Me
empujaba por los hombros y a la fuerza tuve que pasar el umbral.
Todos los
miembros de la familia Mutz volvieron la cara hacia mí. Aunque me negaba a
sentarme, aquella gente entusiasta me envolvía y Blitz gritaba:
-Éste será
el sexto. El número seis es un hermoso número.
El jefe de
la posta me apretaba las manos con emoción, diciendo:
-Gracias,
señor Species, gracias por haber venido. No se dirá que las personas decentes
nos dan de lado. No se dirá que estamos abandonados de Dios y de los hombres...
¿Permanecerá usted hasta el final?
-Sí
-balbució la vieja con una mirada suplicante; es preciso que el señor Species
permanezca hasta el final. No puede negarnos este favor.
Comprendí
entonces por qué la mesa era tan grande y el número de los invitados tan
pequeño; comprendí que todos los invitados al bautizo habían pensado en Gredel
Dick y habían buscado pretextos para no venir.
La idea de
ese abandono me oprimió el corazón.
-Sin duda,
sin duda -respondí; permaneceré aquí... Con mucho gusto..., con gran placer.
Llenaron
los vasos y bebimos un vino áspero y fuerte, un viejo marcobrünner, cuyo aroma
austero me llenó de pensamientos melancólicos.
La vieja
puso su larga mano sobre mi hombro y murmuró:
-Un
traguito más, señor Species; un traguito más.
No me
atreví a rehusar.
En este
momento Blitz, atacando con su arco las cuerdas vibran-tes, infundió un temblor
helado en todos mis miembros.
-Esto,
amigos míos -exclamó, es la invocación de Saúl a la pitonisa.
Hubiera
querido huir;pero en el patio el perro aullaba con lamentables ladridos, caía
la noche y la sala empezaba a llenarse de sombras. Los rasgos acusados del
viejo Mutz, sus ojos perdidos, la contracción dolorosa de sus anchas
mandíbulas, no tenían nada de tranquilizador.
Blitz
rascaba sin cesar en el violín su invocación. La arruga que atravesaba su
mejilla izquierda iba socavándose cada vez más y el sudor corría sobre sus
sienes. El jefe de la posta llenó otra vez nuestros vasos y me dijo con voz
sorda e imperiosa:
-A vuestra
salud.
-A la
nuestra, señor Mutz -contesté yo temblando.
De pronto,
el niño, que estaba en su camita, empezó a llorar, y Blitz con ironía
diabólica, ácompañó los vagidos infantiles con notas agrias del violín, gritando:
-Es el himno
de la vida... ja, ja, ja...; muchas veces, muchas, lo cantará el pequeño
Nicolás hasta que se quede calvo..., ja, ja, ja.
El viejo
reloj, al mismo tiempo, chirrió en su estuche de nogal y al levantar la vista,
admirado de este ruido, vi salir de la caja un pequeño autómata seco, calvo,
con los ojos ahuecados y la sonrisa burlona, en suma, la Muerte, que se
adelantaba a pasos rítmicos y que se puso a segar, con breves brazadas, algunas
briznas de papel pintado de verde que estaban en el borde de la caja. Cuando
sonó el último golpe del reloj, la Muerte dió media vuelta y se metió otra vez
en su agujero.
-Que el
diablo se lleve al organista, que es el que tiene la culpa de que yo haya entrado
aquí -me dije a mí mismo. Vaya un bonito bautizo..., vaya gente alegre.
Llené mi
vaso para recuperar mi valor.
-Vamos...,
vamos...; la suerte está echada y nadie escapa a su destino. Desde el comienzo
de los tiempos estaba yo destinado esta noche a salir de la Aduana, a pasearme
por la Avenida de San Landolfo, a venir sin propósito a este abominable antro,
atraído por la música de Blitz; a beber marcobrünner, que sabe a ciprés, y a
ver la Muerte segar las hierbas pintadas. Es raro, es verdaderamente extraño.
Así soñaba
yo, riéndome del destino de los hombres que se creen libres y viven colgados de
unos hilos que penden de las estrellas. Los magos lo han dicho y hay que
creerlos.
Reía aún
en la sombra, cuando la música cesó.
Después
sobrevino un gran silencio. Sólo el reloj seguía marcando su monótono tic-tac.
Fuera, la luna, más allá del Rin, ascendía lentamente detrás de las hojas
temblorosas de un chopo; su pálida luz brillaba sobre las olas innumerables.
Yo la veía, y por aquella luz pasaba una barca negra y un hombre encima de la
barca, negro también, con una capa corta flotando sobre sus espaldas y un gran
sombrero de alas anchas guarnecido de cintas.
Pasó como
un sueño.
Sentí
entonces que mis párpados se hacían más pesados.
-Bebamos
-gritó el maestro de capilla.
Los vasos
hicieron su ruido cristalino.
-¡Qué bien
canta el Rin! ... Canta el cántico de
Bartoldo
Gouterolf -dijo el yerno. Ave... Ave
maris stella...
Nadie
contestó.
Lejos, muy
lejos, oíanse los dos remos que batían cadenciosa-mente las aguas.
-Hoy es
cuando Sapheri debe recibir su gracia -exclamó de pronto el viejo, con voz
ronca.
Sin duda
rumiaba este pensamiento desde hacía mucho tiempo. Por eso estaba tan triste.
Se me puso la carne de gallina.
-Piensa,
sin duda, en su hijo -me dije a mí mismo; en su hijo condenado a muerte.
Sentí un
escalofrío en la espalda.
-Su gracia
-dijo la hija lanzando una carcajada extraña, sí..., su gracia...
Teodoro
Blitz me tocó en el hombro y acercándose a mi oído me dijo en voz baja:
-Los
espíritus vienen... Sí..., ahora vienen.
-Si hablan
ustedes de eso -exclamó el yerno, cuyos dientes casta-ñeteaban, si hablan
ustedes de eso, yo me voy.
-Vete,
vete, cobarde -replicó la hija; no te necesitamos para nada.
-Pues sí,
me voy -dijo levantándose.
Y
descolgando su sombrero de la percha, salió dando grandes zancadas.
Le vi
pasar rápidamente por delante de las ventanas y envidié su suerte.
¿Cómo
haría para marcharme yo también?
Algo se
movía sobre el muro de enfrente. Miré con los ojos muy abiertos por la sorpresa
y vi que era un gallo. Más allá, entre las vallas carcomidas, el río brillaba y
sus grandes olas se desplegaban lentas sobre la arena; la luz saltaba encima
de éllas -como una manada de gaviotas de grandes alas blancas. Mi cabeza
estaba llena de sombras y de reflejos azulados.
-Mira,
Pedro -exclamó la vieja al cabo de un instante; mira; tú tienes la culpa de
todo lo que nos sucede.
-¿Yo?
-dijo el anciano con voz irritada y sorda. ¿Yo tengo la culpa?
-Sí. Nunca
tuviste conmiseración con nuestro hijo. Nunca le perdonabas nada. ¿Por qué no
le dejaste casarse con esa chica?
-Mujer
-dijo el viejo, en vez de acusar a los demás piensa que la sangre recae sobre
tu cabeza. Hace veinte años que no haces más que ocultarme las faltas de tu
hijo. Cuando yo lo castigaba por su mal corazón, por su mala conducta, por su
afición a la bebida, tú le consolabas, tú llorabas con él, tú le dabas dinero
a escondidas, tú le decías: «Tu padre no te quiere..., es un hombre duro». Y
mentías para que él te quisiera a ti más. Me robabas la confianza y el respeto
que un nifio debe a quienes le aman y le corrigen. Y cuando quiso casarse con
esa muchacha, ya no tenía yo bastante autoridad para hacerme obedecer.
-No tenías
más que decir que sí -aulló la vieja.
-Pues yo -dijo
el anciano- he querido decir que no, porque mi madre, mi abuela y todos los
hombres y mujeres de la familia no podían recibir a esa pagana en el cielo.
-¡En el
cielo! -masculló la vieja. ¡En el cielo! Y la hija añadió con voz agria: -El
padre nunca nos ha dado más que golpes.
-Porque los
merecíais -replicó el anciano, y me dolían más a mí que a vosotros.
-¡Le
dolían más!, ¡ja, ja, ja!
En este
momento sentí una mano que me cogía por el brazo y me estremecí. Era Blitz. Un
rayo de luna que atravesaba los cristales de las ventanas manchaba de luz su
cara pálida, y su mano alargada que se destacaban sobre el fondo obscuro. Seguí
con la mirada la dirección de su dedo índice que señalaba hacia fuera y
entonces vi el espectáculo más terrible de que conservo memoria: una sombra
inmóvil, azul, se destacaba delante de la ventana sobre la sábana blanca del
río; esta sombra tenía forma humana y parecía suspensa entre el cielo y la
tierra; su cabeza caía sobre el pecho y sus codos se levantaban en forma de
escuadra a lo largo del cuerpo; las piernas, derechas, se alargaban terminando
en punta.
Mientras
miraba con los ojos muy abiertos y agarrotados por el espanto, los detalles de
aquella cara exangüe me hacían reconocer en ella a Sapheri Mutz, Por encima de
sus hombros caídos veíase la cuerda y las maderas de la horca; al lado, con las
manos juntas en oración, una figura blanca, arrodillada, con todo el pelo
suelto: Gredel Dick.
Parece ser
que en el mismo momento todos los demás vieron como yo aquella ap,:Irición
lúgubre, pues oí al viejo decir con voz doliente:
-Señor,
Dios mío, tened piedad de nosotros.
Y la vieja
en voz baja y sofocándose murmuró:
-Sapheri
ha muerto.
Y comenzó
a sollozar.
La hija
exclamó:
-¡Sapheri,
Sapheri!
Pero en
este mornento todo desapareció y Teodoro Blitz, tomán-dome por la mano, me
dijo:
-Partamos.
Salimos.
La noche estaba hermosa. Temblaban las hojas de los árboles con un dulce
susurro.
Mientras
corríamos alocados por la gran avenida de los pantanos, oyóse una voz lejana,
melancólica, que, sobre las aguas del río, cantaba esta vieja balada alemana:
La tumba es profunda y silenciosa,
Su orilla es horrible.
Tiende su manto sombrío
Sobre la patria de los muertos.
Entonces
dijo Blitz:
-Si Gredel
Dick no hubiese estado al lado, hubiéramos visto al. otro, al negro, descolgar
a Sapheri. Pero la pobrecita rezaba por él. La pobrecita rezaba por él. Y lo
que es blanco sigue siendo blanco.
La lejana
voz ,cada vez más débil empezó entre el murmullo de las olas otra estrofa, que
decía así:
La muerte no tiene ecos
Para el canto del ruiseñor.
Las rosas que crecen sobre la tumba
Son rosas del dolor.
La
horrible escena que acababa de verificarse ante mis ojos y aquella voz lejana y
melancólica que se debilitaba por momentos hasta acabar extinguiéndose en la
lontananza, han quedado en mi alma como confusa imagen del infinito, de ese
infinito que nos absorbe despiadadamente y nos traga sin remedio. Hay algunos
que se ríen de él, como el ingeniero Rothan. Otros se estremecen de miedo, como
el burgomaestre. Otros gimen con acento plañidero. Otros, en fin, como Teodoro
Blitz, se inclinan sobre el abismo para ver lo que acontece allá en el fondo.
Pero todo es lo mismo y sigue siendo verdadera aquella inscripción del templo
de Iris: «Yo soy el que soy y nadie jamás ha penetrado en el misterio que me
envuelve... ni penetrará».
Cuento orillas del rhin
1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067
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