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martes, 9 de diciembre de 2014

El blanco y el negro - Cap. II

Hasta entonces había considerado a Teodoro Blitz como una especie de loco místico. Su pretensión de mantener correspondencia con los espíritus invisibles, merced a una música compuesta con todos los ruidos de la naturaleza: el temblor de las hojas, el murmu­llo del viento, el runruneo de los insectos, me parecía muy ridícula. Y no era yo el único en pensar así.
Ya podía decirnos una y otra vez que si el canto grave del órgano despierta en nosotros sentimientos religiosos, que si la música guerrera nos impele a la batalla y las melodías campesinas nos disponen para la contemplación, es porque estas diferentes sonori­dades son otras tantas invocaciones a los genios de la tierra, los cuales aparecen de repente entre nosotros, actúan sobre nuestros órganos y nos hacen participar de su propia esencia. Todo esto me parecía harto obs­curo y nebuloso y no dudaba de que el organista fue­se un cerebro herido.
Pero desde los últimos acontecimientos cambiaron mis opiniones con respecto a Blitz y pensé que, des­pués de todo, el hombre no es un ser puramente ma­terial, sino que está compuesto de cuerpo y de alma; que atribuirlo todo al cuerpo y querer explicar todo por el cuerpo no es racional; que el flúido nervioso, agitado por las ondula-ciones del aire, no es cosa me­nos difícil de entender que la acción directa de los poderes ocultos; que no se concibe cómo un simple cosquilleo, llevado a cabo según las reglas del contra­punto, en nuestro oído provoca en nosotros millares de emociones agradables o terribles, eleva nuestra al­ma a Dios, la pone en presencia de la nada o despierta en nosotros el ardimiento vital, el entusiasmo, el amor, el temor, la compasión... No; ya no encontraba sa­tisfactoria esta explicación; las ideas del organista me parecían mucho más altas, más sólidas, más justas y más aceptables desde todos los puntos de vista.
Además, ¿cómo explicar por un cosquilleo nervioso la llegada de Sapheri Mutz a la cervecería? ¿Cómo explicar el espanto del desgra-ciado, espanto que le obligó a entregarse? ¿Cómo explicar la pers-picacia maravillosa de Blitz, cuando nos decía: «Silencio..., escu-chad..., llega... Que el Señor nos proteja?»
En resumen, todas mis prevenciones contra el mun­do invisible desaparecieron y otros hechos nuevos vi­nieron a confirmar esta mi nueva manera de ver las cosas.
Unos quince días aproximadamente después de la escena de que antes he hecho referencia, Sapheri Mutz había sido tra:ladado por los guardias a la cár­cel de Friburgo. Lw innumerables rumores que había levantado la muer',e de Gredel Dick comenzaban a apaciguarse. La pobre muchacha dormía en paz de­trás de la colina de las Tres Fuentes, y la gente habla­ba ya casi exclusivamente de la vendimia inminente.
Una tarde, hacia las cinco, saliendo del gran depó­sito de la Aduana, en donde había estado probando unas cubas de vino por cuenta de Brauer, que se fiaba de mí más que de sí mismo en ese punto, iba con la cabeza un poco pesada y por casualidad dirigí mis pasos por la gran avenida de los plátanos, detrás de la iglesia de San Esteban.
El Rin desplegaba a mi derecha su sábana azul, en la cual algunos pescadores echaban sus redes. A mi izquierda se elevaban las antiguas fortificaciones de la ciudad. El aire comenzaba a refrescar, la ola can­taba su himno eterno, las brisas de la Selva Negra agitaban las hojas de los árboles. De repente hirieron mis oídos los sones de un violín.
Presté atención.
La curruca de cabeza negra no imprime más gra­cia, más delica-deza a la ejecución de sus trinos rápi­dos ni más entusiasmo al chorro de su inspiración. Pero aquello no se parecía a nada; aquello no tenía ni compás ni ritmo fijos. Era una cascada de notas de­lirantes de admirable justeza, pero desprovistas com­pletamente de orden y método.
Además, a través del aliento en que se sustentaba la inspiración, partían de cuando en cuando algunos rasgos agrios, incisivos, que penetraban hasta la me­dula de los huesos.
-Teodoro Blitz está aquí -me dije, apartando con la mano las altas ramas de un vallado de saúco, al pie de un talud.
Entonces me vi a 30 pasos de la casa de postas, cer­ca del abrevadero, cubierto de lentejas acuáticas, en donde enormes ranas enseñaban su geta obtusa. Un poco más lejos se elevaban las cuadras con sus anchos espacios y más allá la casa habitación, toda decrépita. En el patio, rodeado de una tapia de escasa altura, ce­rrada por una verja muy vieja, paseábanse cinco o seis gallinas y bajo un tenducho de madera corrían unos cuantos conejitos con la cola al aire; al verme, desaparecieron como sombras por la puerta de la granja.
No se oía más ruido que el murmullo del río y la fantasía extraña del violín.
¿Cómo diablos estaba allí Teodoro Blitz?
Se me ocurrió la idea de que estaba experimentan­do los efectos de su música sobre la familia de los Mutz, y aguijoneado por la curiosidad me deslicé de­trás de la tapia para ver lo que acontecía en la casa.
Las ventanas estaban abiertas de par en par y en una sala baja, profunda, de vigas obscuras y que daba directamente al patio, en una larga mesa, servida con esa suntuosidad característica de las fiestas al­deanas, más de 30 cubiertos estaban allí colocados al­rededor; pero lo que me dejó estupefacto fué no ver más que cinco personas sentadas ante tan enormes preparativos. Y esas cinco personas eran: el viejo Mutz, sombrío y sumido en una semien-soñación, con su traje de terciopelo negro y botones metálicos, su ancha cabeza huesuda, grisácea, contraída por una idea fija, y los hondos ojos muy abiertos hacia un punto lejano; el yerno, de cara seca, insignificante, con el cuello de la camisa subido por encima de las orejas; la madre, tocada con una capotita de tul y con los ojos perdidos en una expresión de susto; la hija, una morena bastante bonita, con una toca de seda ne­gra con lentejuelas de oro y plata y el pecho envuelto en un pañuelo de crespón de muchos colores; por úl­timo, Teodoro Blitz, con el sombrero de tres picos caí­do sobre la oreja, el violín sujeto entre la barbilla y el hombro, los ojillos brillantes, la mejilla realzada por una profunda arruga y los codos en movimiento de ida y vuelta como las articulaciones de la cigarra que rasca su aria estridente en los campos soleados.
Las sombras del sol poniente; el viejo reloj con su esfera de azulejos adornados de flores rojas y azules; la esquina de un rastrillo sobre el cual caía la cortina de la alcoba con sus cuadros grises y blancos, y, sobre todo, la música, cada vez más discordante, me produ­jeron una impresión indefinible. Apoderóse de mí un verdadero terror pánico. No sé si sería el efecto del vino que durante tanto rato había estado probando, o si serían los matices trágicos de la puesta del sol. El hecho es que, renunciando a seguir allí, iba ya desli­zándome suavemente con la espalda encorvada a lo largo de la tapia para salir a la carretera, cuando un perro enorme se lanzó sobre mí y, aunque sujeto por la cadena, me hizo dar un grito de sorpresa.
-¡Tirik! -gritó el viejo jefe de la posta.
Y Teodoro, habiéndome visto, se lanzó fuera de la sala gritando:
-¡Ah!, si es Cristián Species... Entre usted, mi querido Cristián; llega usted muy a propósito.
Atravesó el patio y vino a cogerme por el brazo.
-Mi querido amigo -me dijo con una animación extraña, esta es la hora en que luchan el blanco y el negro. Entre usted, entre.
Su exaltación me daba miedo. Pero no quiso hacer caso de mis observaciones y me arrastró sin que me fuera posible hacer la menor resistencia.
-Ha de saber usted, querido Cristián -me dijo que hemos bautizado esta mañana a un ángel del Se­ñor, al niño Nicolás Sapheri Bremer. He saludado su venida a este mundo de delicias con el coro de los serafines. Ahora, ya ve usted que las tres cuartas par­tes de nuestros invitados se han negado a venir. ¡Ja, ja, ja! Entre usted, será usted el bienvenido.
Me empujaba por los hombros y a la fuerza tuve que pasar el umbral.
Todos los miembros de la familia Mutz volvieron la cara hacia mí. Aunque me negaba a sentarme, aque­lla gente entusiasta me envolvía y Blitz gritaba:
-Éste será el sexto. El número seis es un hermoso número.
El jefe de la posta me apretaba las manos con emo­ción, diciendo:
-Gracias, señor Species, gracias por haber venido. No se dirá que las personas decentes nos dan de lado. No se dirá que estamos abandonados de Dios y de los hombres... ¿Permanecerá usted hasta el final?
-Sí -balbució la vieja con una mirada suplican­te; es preciso que el señor Species permanezca hasta el final. No puede negarnos este favor.
Comprendí entonces por qué la mesa era tan gran­de y el número de los invitados tan pequeño; com­prendí que todos los invitados al bautizo habían pensado en Gredel Dick y habían buscado pretextos para no venir.
La idea de ese abandono me oprimió el corazón.
-Sin duda, sin duda -respondí; permaneceré aquí... Con mucho gusto..., con gran placer.
Llenaron los vasos y bebimos un vino áspero y fuer­te, un viejo marcobrünner, cuyo aroma austero me llenó de pensamientos melancólicos.
La vieja puso su larga mano sobre mi hombro y murmuró:
-Un traguito más, señor Species; un traguito más.
No me atreví a rehusar.
En este momento Blitz, atacando con su arco las cuerdas vibran-tes, infundió un temblor helado en to­dos mis miembros.
-Esto, amigos míos -exclamó, es la invocación de Saúl a la pitonisa.
Hubiera querido huir;pero en el patio el perro au­llaba con lamentables ladridos, caía la noche y la sala empezaba a llenarse de sombras. Los rasgos acu­sados del viejo Mutz, sus ojos perdidos, la contrac­ción dolorosa de sus anchas mandíbulas, no tenían nada de tranquilizador.
Blitz rascaba sin cesar en el violín su invocación. La arruga que atravesaba su mejilla izquierda iba so­cavándose cada vez más y el sudor corría sobre sus sienes. El jefe de la posta llenó otra vez nuestros va­sos y me dijo con voz sorda e imperiosa:
-A vuestra salud.
-A la nuestra, señor Mutz -contesté yo tem­blando.
De pronto, el niño, que estaba en su camita, empe­zó a llorar, y Blitz con ironía diabólica, ácompañó los vagidos infantiles con notas agrias del violín, gri­tando:
-Es el himno de la vida... ja, ja, ja...; muchas veces, muchas, lo cantará el pequeño Nicolás hasta que se quede calvo..., ja, ja, ja.
El viejo reloj, al mismo tiempo, chirrió en su estu­che de nogal y al levantar la vista, admirado de este ruido, vi salir de la caja un pequeño autómata seco, calvo, con los ojos ahuecados y la sonrisa burlona, en suma, la Muerte, que se adelantaba a pasos rítmicos y que se puso a segar, con breves brazadas, algunas briznas de papel pintado de verde que estaban en el borde de la caja. Cuando sonó el último golpe del re­loj, la Muerte dió media vuelta y se metió otra vez en su agujero.
-Que el diablo se lleve al organista, que es el que tiene la culpa de que yo haya entrado aquí -me dije a mí mismo. Vaya un bonito bautizo..., vaya gen­te alegre.
Llené mi vaso para recuperar mi valor.
-Vamos..., vamos...; la suerte está echada y na­die escapa a su destino. Desde el comienzo de los tiempos estaba yo destinado esta noche a salir de la Aduana, a pasearme por la Avenida de San Landolfo, a venir sin propósito a este abominable antro, atraído por la música de Blitz; a beber marcobrünner, que sabe a ciprés, y a ver la Muerte segar las hierbas pin­tadas. Es raro, es verdaderamente extraño.
Así soñaba yo, riéndome del destino de los hombres que se creen libres y viven colgados de unos hilos que penden de las estrellas. Los magos lo han dicho y hay que creerlos.
Reía aún en la sombra, cuando la música cesó.
Después sobrevino un gran silencio. Sólo el reloj seguía marcando su monótono tic-tac. Fuera, la luna, más allá del Rin, ascendía lentamente detrás de las hojas temblorosas de un chopo; su pálida luz brilla­ba sobre las olas innumerables. Yo la veía, y por aquella luz pasaba una barca negra y un hombre en­cima de la barca, negro también, con una capa corta flotando sobre sus espaldas y un gran sombrero de alas anchas guarnecido de cintas.
Pasó como un sueño.
Sentí entonces que mis párpados se hacían más pe­sados.
-Bebamos -gritó el maestro de capilla.
Los vasos hicieron su ruido cristalino.
-¡Qué bien canta el Rin! ... Canta el cántico de
Bartoldo Gouterolf -dijo el yerno. Ave... Ave maris stella...
Nadie contestó.
Lejos, muy lejos, oíanse los dos remos que batían cadenciosa-mente las aguas.
-Hoy es cuando Sapheri debe recibir su gracia -exclamó de pronto el viejo, con voz ronca.
Sin duda rumiaba este pensamiento desde hacía mucho tiempo. Por eso estaba tan triste. Se me puso la carne de gallina.
-Piensa, sin duda, en su hijo -me dije a mí mis­mo; en su hijo condenado a muerte.
Sentí un escalofrío en la espalda.
-Su gracia -dijo la hija lanzando una carcajada extraña, sí..., su gracia...
Teodoro Blitz me tocó en el hombro y acercándose a mi oído me dijo en voz baja:
-Los espíritus vienen... Sí..., ahora vienen.
-Si hablan ustedes de eso -exclamó el yerno, cu­yos dientes casta-ñeteaban, si hablan ustedes de eso, yo me voy.
-Vete, vete, cobarde -replicó la hija; no te necesitamos para nada.
-Pues sí, me voy -dijo levantándose.
Y descolgando su sombrero de la percha, salió dan­do grandes zancadas.
Le vi pasar rápidamente por delante de las venta­nas y envidié su suerte.
¿Cómo haría para marcharme yo también?
Algo se movía sobre el muro de enfrente. Miré con los ojos muy abiertos por la sorpresa y vi que era un gallo. Más allá, entre las vallas carcomidas, el río brillaba y sus grandes olas se desplegaban lentas so­bre la arena; la luz saltaba encima de éllas -como una manada de gaviotas de grandes alas blancas. Mi ca­beza estaba llena de sombras y de reflejos azulados.
-Mira, Pedro -exclamó la vieja al cabo de un instante; mira; tú tienes la culpa de todo lo que nos sucede.
-¿Yo? -dijo el anciano con voz irritada y sor­da. ¿Yo tengo la culpa?
-Sí. Nunca tuviste conmiseración con nuestro hijo. Nunca le perdonabas nada. ¿Por qué no le dejaste ca­sarse con esa chica?
-Mujer -dijo el viejo, en vez de acusar a los demás piensa que la sangre recae sobre tu cabeza. Hace veinte años que no haces más que ocultarme las faltas de tu hijo. Cuando yo lo castigaba por su mal corazón, por su mala conducta, por su afición a la be­bida, tú le consolabas, tú llorabas con él, tú le dabas dinero a escondidas, tú le decías: «Tu padre no te quiere..., es un hombre duro». Y mentías para que él te quisiera a ti más. Me robabas la confianza y el respeto que un nifio debe a quienes le aman y le co­rrigen. Y cuando quiso casarse con esa muchacha, ya no tenía yo bastante autoridad para hacerme obe­decer.
-No tenías más que decir que sí -aulló la vieja.
-Pues yo -dijo el anciano- he querido decir que no, porque mi madre, mi abuela y todos los hombres y mujeres de la familia no podían recibir a esa paga­na en el cielo.
-¡En el cielo! -masculló la vieja. ¡En el cielo! Y la hija añadió con voz agria: -El padre nunca nos ha dado más que golpes.
-Porque los merecíais -replicó el anciano, y me dolían más a mí que a vosotros.
-¡Le dolían más!, ¡ja, ja, ja!
En este momento sentí una mano que me cogía por el brazo y me estremecí. Era Blitz. Un rayo de luna que atravesaba los cristales de las ventanas mancha­ba de luz su cara pálida, y su mano alargada que se destacaban sobre el fondo obscuro. Seguí con la mi­rada la dirección de su dedo índice que señalaba ha­cia fuera y entonces vi el espectáculo más terrible de que conservo memoria: una sombra inmóvil, azul, se destacaba delante de la ventana sobre la sábana blan­ca del río; esta sombra tenía forma humana y pare­cía suspensa entre el cielo y la tierra; su cabeza caía sobre el pecho y sus codos se levantaban en forma de escuadra a lo largo del cuerpo; las piernas, derechas, se alargaban terminando en punta.
Mientras miraba con los ojos muy abiertos y aga­rrotados por el espanto, los detalles de aquella cara exangüe me hacían reconocer en ella a Sapheri Mutz, Por encima de sus hombros caídos veíase la cuerda y las maderas de la horca; al lado, con las manos jun­tas en oración, una figura blanca, arrodillada, con todo el pelo suelto: Gredel Dick.
Parece ser que en el mismo momento todos los de­más vieron como yo aquella ap,:Irición lúgubre, pues oí al viejo decir con voz doliente:
-Señor, Dios mío, tened piedad de nosotros.
Y la vieja en voz baja y sofocándose murmuró:
-Sapheri ha muerto.
Y comenzó a sollozar.
La hija exclamó:
-¡Sapheri, Sapheri!
Pero en este mornento todo desapareció y Teodoro Blitz, tomán-dome por la mano, me dijo:
-Partamos.
Salimos. La noche estaba hermosa. Temblaban las hojas de los árboles con un dulce susurro.
Mientras corríamos alocados por la gran avenida de los pantanos, oyóse una voz lejana, melancólica, que, sobre las aguas del río, cantaba esta vieja bala­da alemana:

La tumba es profunda y silenciosa,
Su orilla es horrible.
Tiende su manto sombrío
Sobre la patria de los muertos.

Entonces dijo Blitz:
-Si Gredel Dick no hubiese estado al lado, hubié­ramos visto al. otro, al negro, descolgar a Sapheri. Pero la pobrecita rezaba por él. La pobrecita rezaba por él. Y lo que es blanco sigue siendo blanco.
La lejana voz ,cada vez más débil empezó entre el murmullo de las olas otra estrofa, que decía así:

La muerte no tiene ecos
Para el canto del ruiseñor.
Las rosas que crecen sobre la tumba
Son rosas del dolor.

La horrible escena que acababa de verificarse ante mis ojos y aquella voz lejana y melancólica que se debilitaba por momentos hasta acabar extinguiéndose en la lontananza, han quedado en mi alma como con­fusa imagen del infinito, de ese infinito que nos ab­sorbe despiadadamente y nos traga sin remedio. Hay algunos que se ríen de él, como el ingeniero Rothan. Otros se estremecen de miedo, como el burgomaestre. Otros gimen con acento plañidero. Otros, en fin, como Teodoro Blitz, se inclinan sobre el abismo para ver lo que acontece allá en el fondo. Pero todo es lo mismo y sigue siendo verdadera aquella inscripción del tem­plo de Iris: «Yo soy el que soy y nadie jamás ha pe­netrado en el misterio que me envuelve... ni pene­trará».

Cuento orillas del rhin

1.096.-97. Erckmann-Chatrian .067

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