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martes, 21 de octubre de 2014

Un duelo

La guerra había terminado; los alemanes ocupaban Francia; el país palpitaba como un luchador vencido bajo las rodillas del vencedor[1].
Salían del París enloquecido, hambriento, desesperado, los primeros trenes que iban hasta las nuevas fronteras[2], atravesando lentamente los campos y los pueblos. Los pri­meros viajeros contemplaban por las ventanillas los llanos arruinados y las aldeas incendiadas. Ante las puertas de las casas que habían quedado en pie, soldados prusianos, con su casco negro de punta de cobre, fumaban su pipa, sentados a horcajadas en las sillas. Otros trabajaban o charlaban como si formaran parte de las familias. Cuando se pasaba por las ciudades, se veía a regimientos enteros maniobrando en las plazas, y, a pesar del ruido de las ruedas, a veces llegaban hasta el tren las roncas voces de mando.
El señor Dubuis, que había pertenecido a la guardia na­cional de París durante todo el asedio[3], iba a Suiza para re­unirse con su mujer y su hija, enviadas prudentemente al extranjero antes de la invasión.
El hambre y la fatiga no habían disminuido su gruesa barriga de comerciante rico y pacífico. Había soportado los terribles acontecimientos con una resignación desolada y con frases amargas sobre el salvajismo de los hombres. Ahora, acabada la guerra, acercándose a la frontera, veía por primera vez prusianos, a pesar de que él había cumplido con su deber en las murallas y había hecho muchas guardias en las noches frías.
Miraba con un terror irritado a aquellos hombres arma­dos y barbudos, instalados como si estuvieran en su casa en territorio de Francia, y sentía en el alma una especie de fie­bre de patriotismo impotente, al tiempo que esa gran nece­sidad que es el nuevo instinto de la prudencia, que jamás nos abandona.
En su compartimento viajaban dos ingleses, que habían ido a Francia para ver, y lo contemplaban todo con mirada tranquila y curiosa. Ambos eran gordos también y hablaban en su lengua, acudiendo a veces a su guía, que leían en voz alta tratando de reconocer los lugares que les señalaba.
Cuando el tren estuvo detenido en la estación de una pequeña ciudad, un oficial prusiano subió de pronto hacien­do mucho ruido con el sable contra el doble estribo del vagón. Era alto y barbudo hasta los ojos, con el uniforme ajustado sobre su fornido cuerpo. Su pelo rojo parecía lla­mear, y sus largos mostachos, más descoloridos, se adelga­zaban a ambos lados de la cara, a la que parecían cortar hori­zontalmente.
Los ingleses se pusieron enseguida a contemplarlo con sonrisas de curiosidad satisfecha, mientras el señor Dubuis fingía leer un periódico. Se mantenía agazapado en su rin­cón, como un delincuente frente a un gendarme.
El tren se puso en marcha de nuevo. Los ingleses conti­nuaron charlando, buscando los lugares precisos de las bata­llas; y de repente, cuando uno de ellos tendía el brazo hacia el horizonte indicando un pueblo, el oficial prusiano, esti­rando sus largas piernas y recostándose en el respaldo, dijo en francés:
-Yo maté a doce franceses en ese pueblo. Y cogí a más de cien prisioneros.
Los ingleses, muy interesados, preguntaron inmedia­tamente:
-¡Ah! ¿Y cómo se llama ese pueblo?
-Farsbourg -respondió el prusiano. Luego añadió­: Cogí a esos granujas de franceses por las orejas.
Y miraba al señor Dubuis, riéndose orgullosamente en sus barbas.
El tren avanzaba, atravesando sin cesar pueblos ocupa­dos. Se veía a soldados alemanes a lo largo de las carreteras, al borde de los campos, de pie junto a las puertas o charlan­do ante los cafés. Cubrían la tierra como una plaga de lan­gostas.
El oficial extendió su brazo:
-Si yo tuviera el mando -dijo, en su francés de conso­nantes duras, habría tomado París y quemado todo, habría matado a todo el mundo. ¡Basta de Francia!
Los ingleses, por cortesía, se limitaron a responder:
-¡Oh! Yes.
Continuó:
En veinte años, toda Europa, toda, nos pertenecerá. Prusia, más fuerte que todos.
Los ingleses, inquietos, no contestaron. Sus caras se ha­bían vuelto impasibles, parecían de cera entre sus largas patillas. El oficial prusiano se echó a reír. Y, sin cambiar su cómoda postura, empezó a burlarse de todo. Se burló de la Francia aplastada, insultó a los vencidos; se burló de Austria, vencida anteriormente[4]; se burló de la defensa encarnizada e impotente de las provincias; se burló de la guardia móvil, de la inútil artillería. Anunció que Bismarck[5] iba a construir una ciudad de hierro con los cañones capturados. Y, de pron­to, lanzó sus botas contra la pierna del señor Dubuis, que miró hacia otro lado, rojo hasta las orejas.
Los ingleses parecían haberse vuelto indiferentes a todo, como si de repente se hubieran encontrado encerrados en su isla, lejos de los ruidos del mundo.
El oficial sacó su pipa y, mirando fijamente al francés, dijo:
-¿Tiene tabaco?
El señor Dubuis contestó:
-No, caballero.
El alemán insistió:
-Yo le ruego que cuando el tren se pare baje a comprar tabaco -y se echó a reír de nuevo. Le daré propina.
Silbó el tren, aflojando su marcha. Estaban pasando ante una estación incendiada; al fin, se detuvo.
El alemán abrió la portezuela y, cogiendo del brazo al señor Dubuis, le ordenó:
-¡Haga lo que le he dicho! ¡Deprisa! ¡Deprisa!
Un destacamento prusiano ocupaba la estación. Otros soldados estaban de pie, mirando a través de la valla de madera. La locomotora silbaba ya para partir. Entonces, bruscamente, el señor Dubuis se lanzó al andén y, a pesar de los gestos del jefe de estación, se precipitó en el vagón siguiente.
Estaba solo en él. Se desabrochó el chaleco, para aflojar la presión sobre su corazón agitado, y se secó la frente, ja­deando todavía.
El tren se detuvo en otra estación. De repente, apareció el oficial en la portezuela y entró en el compartimento, segui­do de los dos ingleses, que no podían resistir su curiosi­dad. El alemán se sentó enfrente del francés y, riéndose, le dijo:
-Usted no ha hecho mi encargo. El señor Dubuis con­testó:
-No, caballero.
El tren acababa de ponerse en marcha.
El oficial dijo:
-Yo le voy a cortar sus bigotes para llenar mi pipa.
Y adelantó una mano hacia el rostro de su vecino.
Tenía ya cogido el alemán una guía y empezaba a tirar de ella, cuando el señor Dubuis, de un revés de la mano, le apar­tó el brazo y, agarrándolo de las solapas, lo derribó sobre el asiento. Loco de cólera, con las sienes hinchadas, los ojos inyectados de sangre, apretándole el cuello con una mano, empezó a darle puñetazos con la otra en pleno rostro.
El prusiano se debatía, trataba de sacar el sable, de coger a su adversario tumbado sobre él. Pero el señor Dubuis lo aplastaba con el enorme peso de su barriga, y lo golpeaba sin descanso, sin pararse a respirar, sin saber dónde gol­peaba. La sangre corría; el alemán, medio estrangulado, producía estertores[6], escupía los dientes y trataba en vano de rechazar a aquel hombre gordo, furibundo, que lo machacaba.
Los ingleses se habían levantado, acercándose para ver mejor. Se mantenían de pie, muy contentos y llenos de curiosidad, conteniéndose las ganas de hacer apuestas por uno u otro de los combatientes.
De pronto, el señor Dubuis, agotado por semejante esfuerzo, se alzó y se sentó en su sitio sin decir una pa­labra.
El prusiano no se arrojó sobre él, tal era su miedo, tan atontado estaba de asombro y de dolor. Cuando hubo recu­perado el aliento, dijo:
-Si no me concede una reparación con la pistola, lo mataré.
El señor Dubuis replicó:
-Cuando usted quiera. Estoy dispuesto.
-Estamos llegando a Estrasburgo[7] -dijo el alemán. Buscaré a dos oficiales que me sirvan de testigos. Tenemos tiempo antes de que el tren vuelva a partir.
El señor Dubuis, que resoplaba tanto como la locomoto­ra, dijo a los ingleses:
-¿Quieren ustedes ser mis testigos?
Los dos respondieron al mismo tiempo:
-¡Oh! Yes.
El tren se detuvo.
En un minuto, el prusiano encontró a dos compañeros que le dieron pistolas, y todos se alejaron hasta el exterior de la valla.
Los ingleses sacaban sin cesar sus relojes, apretando el paso, apresurando los preparativos, preocupados por la hora para no perder el tren.
El señor Dubuis no había tenido jamás una pistola en su mano. Le colocaron a veinte pasos de su enemigo. Le pre­guntaron:
-¿Preparado?
Al contestar «¡Sí, caballero!», vio que uno de los ingle­ses había abierto su paraguas para resguardarse del sol.
Una voz ordenó:
-¡Fuego!
El señor Dubuis disparó, al azar, sin mucha confian­za, y vio con estupor que el prusiano, de pie ante él, vaci­laba, alzaba los brazos y caía rígido de bruces. Lo había matado.
Un inglés gritó un «¡Oh!» vibrante de alegría, de cu­riosidad satisfecha y de impaciencia feliz. El otro, que seguía con el reloj en la mano, cogió al señor Dubuis de un brazo, y lo arrastró, a paso gimnástico, hacia la es­tación.
El primer inglés marcaba el paso, sin dejar de correr, con los puños cerrados, los codos pegados al cuerpo:
-¡Uno! ¡Dos! ¡Uno! ¡Dos!
Trotaban los tres paralelamente, a pesar de sus barrigas, como tres grotescas figuras de una revista de humor.
El tren estaba arrancando. Saltaron a su vagón.
Entonces, los ingleses, quitándose sus gorras de viaje, las agita-ron, gritando tres veces seguidas:
-¡Hip, hip, hip, hurrah!
Luego, gravemente, estrecharon uno tras otro la mano derecha del señor Dubuis, y volvieron a sentarse en su rincón.

1.042. Maupassant (Guy de) - 053




[1] Los alemanes se retiraron de París el 2 de marzo de 1871, tras ratifi­car la Asamblea los acuerdos de paz.
[2] La guerra franco-prusiana concluyó con la pérdida francesa de Alsacia y Lorena, que fueron cedidas a la Alemania recién unificada por Bismarck.
[3] París fue asediada por los prusianos desde septiembre de 1870. En enero del 71 el hambre asoló la ciudad y los alimentos tuvieron que ser racionados.
[4] Austria había sido derrotada por Prusia en Sadowa, en 1866, fecha que marca el inicio del expansionismo prusiano.
[5] Estadista prusiano, Otto von Bismanck (1815-1898) fue conocido como «el canciller de hierro». Fue el impulsor de la dominación prusiana y el artífice de la unidad alemana, consolidada en 1871.
[6] Respiración frecuente y fatigosa propia de la agonía o el coma.
[7] Tras la derrota francesa, la ciudad alsaciana de Estrasburgo pertene­cía a Alemania.

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