La guerra había terminado; los
alemanes ocupaban Francia; el país palpitaba como un luchador vencido bajo las
rodillas del vencedor[1].
Salían del París enloquecido,
hambriento, desesperado, los primeros trenes que iban hasta las nuevas fronteras[2],
atravesando lentamente los campos y los pueblos. Los primeros viajeros
contemplaban por las ventanillas los llanos arruinados y las aldeas
incendiadas. Ante las puertas de las casas que habían quedado en pie, soldados
prusianos, con su casco negro de punta de cobre, fumaban su pipa, sentados a
horcajadas en las sillas. Otros trabajaban o charlaban como si formaran parte
de las familias. Cuando se pasaba por las ciudades, se veía a regimientos
enteros maniobrando en las plazas, y, a pesar del ruido de las ruedas, a veces
llegaban hasta el tren las roncas voces de mando.
El señor Dubuis, que había
pertenecido a la guardia nacional de París durante todo el asedio[3],
iba a Suiza para reunirse con su mujer y su hija, enviadas prudentemente al
extranjero antes de la invasión.
El hambre y la fatiga no
habían disminuido su gruesa barriga de comerciante rico y pacífico. Había
soportado los terribles acontecimientos con una resignación desolada y con
frases amargas sobre el salvajismo de los hombres. Ahora, acabada la guerra,
acercándose a la frontera, veía por primera vez prusianos, a pesar de que él
había cumplido con su deber en las murallas y había hecho muchas guardias en
las noches frías.
Miraba con un terror irritado
a aquellos hombres armados y barbudos, instalados como si estuvieran en su
casa en territorio de Francia, y sentía en el alma una especie de fiebre de
patriotismo impotente, al tiempo que esa gran necesidad que es el nuevo
instinto de la prudencia, que jamás nos abandona.
En su compartimento viajaban
dos ingleses, que habían ido a Francia para ver, y lo contemplaban todo con
mirada tranquila y curiosa. Ambos eran gordos también y hablaban en su lengua,
acudiendo a veces a su guía, que leían en voz alta tratando de reconocer los
lugares que les señalaba.
Cuando el tren estuvo detenido
en la estación de una pequeña ciudad, un oficial prusiano subió de pronto
haciendo mucho ruido con el sable contra el doble estribo del vagón. Era alto
y barbudo hasta los ojos, con el uniforme ajustado sobre su fornido cuerpo. Su
pelo rojo parecía llamear, y sus largos mostachos, más descoloridos, se adelgazaban
a ambos lados de la cara, a la que parecían cortar horizontalmente.
Los ingleses se pusieron
enseguida a contemplarlo con sonrisas de curiosidad satisfecha, mientras el
señor Dubuis fingía leer un periódico. Se mantenía agazapado en su rincón,
como un delincuente frente a un gendarme.
El tren se puso en marcha de
nuevo. Los ingleses continuaron charlando, buscando los lugares precisos de
las batallas; y de repente, cuando uno de ellos tendía el brazo hacia el
horizonte indicando un pueblo, el oficial prusiano, estirando sus largas
piernas y recostándose en el respaldo, dijo en francés:
-Yo maté a doce franceses en
ese pueblo. Y cogí a más de cien prisioneros.
Los ingleses, muy interesados,
preguntaron inmediatamente:
-¡Ah! ¿Y cómo se llama ese
pueblo?
-Farsbourg -respondió el
prusiano. Luego añadió: Cogí a esos granujas de franceses por las orejas.
Y miraba al señor Dubuis, riéndose
orgullosamente en sus barbas.
El tren avanzaba, atravesando
sin cesar pueblos ocupados. Se veía a soldados alemanes a lo largo de las
carreteras, al borde de los campos, de pie junto a las puertas o charlando
ante los cafés. Cubrían la tierra como una plaga de langostas.
El oficial extendió su brazo:
-Si yo tuviera el mando -dijo,
en su francés de consonantes duras, habría tomado París y quemado todo,
habría matado a todo el mundo. ¡Basta de Francia!
Los ingleses, por cortesía, se
limitaron a responder:
-¡Oh! Yes.
Continuó:
En veinte años, toda Europa,
toda, nos pertenecerá. Prusia, más fuerte que todos.
Los ingleses, inquietos, no
contestaron. Sus caras se habían vuelto impasibles, parecían de cera entre sus
largas patillas. El oficial prusiano se echó a reír. Y, sin cambiar su cómoda
postura, empezó a burlarse de todo. Se burló de la Francia aplastada, insultó a
los vencidos; se burló de Austria, vencida anteriormente[4];
se burló de la defensa encarnizada e impotente de las provincias; se burló de
la guardia móvil, de la inútil artillería. Anunció que Bismarck[5]
iba a construir una ciudad de hierro con los cañones capturados. Y, de pronto,
lanzó sus botas contra la pierna del señor Dubuis, que miró hacia otro lado,
rojo hasta las orejas.
Los ingleses parecían haberse
vuelto indiferentes a todo, como si de repente se hubieran encontrado
encerrados en su isla, lejos de los ruidos del mundo.
El oficial sacó su pipa y,
mirando fijamente al francés, dijo:
-¿Tiene tabaco?
El señor Dubuis contestó:
-No, caballero.
El alemán insistió:
-Yo le ruego que cuando el
tren se pare baje a comprar tabaco -y se echó a reír de nuevo. Le daré propina.
Silbó el tren, aflojando su
marcha. Estaban pasando ante una estación incendiada; al fin, se detuvo.
El alemán abrió la portezuela
y, cogiendo del brazo al señor Dubuis, le ordenó:
-¡Haga lo que le he dicho!
¡Deprisa! ¡Deprisa!
Un destacamento prusiano
ocupaba la estación.
Otros soldados estaban de pie, mirando a través de la valla
de madera. La locomotora silbaba ya para partir. Entonces, bruscamente, el
señor Dubuis se lanzó al andén y, a pesar de los gestos del jefe de estación,
se precipitó en el vagón siguiente.
Estaba solo en él. Se
desabrochó el chaleco, para aflojar la presión sobre su corazón agitado, y se
secó la frente, jadeando todavía.
El tren se detuvo en otra
estación. De repente, apareció el oficial en la portezuela y entró en el
compartimento, seguido de los dos ingleses, que no podían resistir su curiosidad.
El alemán se sentó enfrente del francés y, riéndose, le dijo:
-Usted no ha hecho mi encargo.
El señor Dubuis contestó:
-No, caballero.
El tren acababa de ponerse en
marcha.
El oficial dijo:
-Yo le voy a cortar sus
bigotes para llenar mi pipa.
Y adelantó una mano hacia el
rostro de su vecino.
Tenía ya cogido el alemán una
guía y empezaba a tirar de ella, cuando el señor Dubuis, de un revés de la
mano, le apartó el brazo y, agarrándolo de las solapas, lo derribó sobre el
asiento. Loco de cólera, con las sienes hinchadas, los ojos inyectados de
sangre, apretándole el cuello con una mano, empezó a darle puñetazos con la
otra en pleno rostro.
El prusiano se debatía,
trataba de sacar el sable, de coger a su adversario tumbado sobre él. Pero el
señor Dubuis lo aplastaba con el enorme peso de su barriga, y lo golpeaba sin
descanso, sin pararse a respirar, sin saber dónde golpeaba. La sangre corría;
el alemán, medio estrangulado, producía estertores[6],
escupía los dientes y trataba en vano de rechazar a aquel hombre gordo,
furibundo, que lo machacaba.
Los ingleses se habían
levantado, acercándose para ver mejor. Se mantenían de pie, muy contentos y
llenos de curiosidad, conteniéndose las ganas de hacer apuestas por uno u otro
de los combatientes.
De pronto, el señor Dubuis,
agotado por semejante esfuerzo, se alzó y se sentó en su sitio sin decir una palabra.
El prusiano no se arrojó sobre
él, tal era su miedo, tan atontado estaba de asombro y de dolor. Cuando hubo
recuperado el aliento, dijo:
-Si no me concede una
reparación con la pistola, lo mataré.
El señor Dubuis replicó:
-Cuando usted quiera. Estoy
dispuesto.
-Estamos llegando a
Estrasburgo[7]
-dijo el alemán. Buscaré a dos oficiales que me sirvan de testigos. Tenemos
tiempo antes de que el tren vuelva a partir.
El señor Dubuis, que resoplaba
tanto como la locomotora, dijo a los ingleses:
-¿Quieren ustedes ser mis
testigos?
Los dos respondieron al mismo
tiempo:
-¡Oh! Yes.
El tren se detuvo.
En un minuto, el prusiano
encontró a dos compañeros que le dieron pistolas, y todos se alejaron hasta el
exterior de la valla.
Los ingleses sacaban sin cesar
sus relojes, apretando el paso, apresurando los preparativos, preocupados por
la hora para no perder el tren.
El señor Dubuis no había
tenido jamás una pistola en su mano. Le colocaron a veinte pasos de su enemigo.
Le preguntaron:
-¿Preparado?
Al contestar «¡Sí,
caballero!», vio que uno de los ingleses había abierto su paraguas para
resguardarse del sol.
Una voz ordenó:
-¡Fuego!
El señor Dubuis disparó, al
azar, sin mucha confianza, y vio con estupor que el prusiano, de pie ante él,
vacilaba, alzaba los brazos y caía rígido de bruces. Lo había matado.
Un inglés gritó un «¡Oh!»
vibrante de alegría, de curiosidad satisfecha y de impaciencia feliz. El otro,
que seguía con el reloj en la mano, cogió al señor Dubuis de un brazo, y lo
arrastró, a paso gimnástico, hacia la estación.
El primer inglés marcaba el
paso, sin dejar de correr, con los puños cerrados, los codos pegados al cuerpo:
-¡Uno! ¡Dos! ¡Uno! ¡Dos!
Trotaban los tres
paralelamente, a pesar de sus barrigas, como tres grotescas figuras de una
revista de humor.
El tren estaba arrancando.
Saltaron a su vagón.
Entonces, los ingleses,
quitándose sus gorras de viaje, las agita-ron, gritando tres veces seguidas:
-¡Hip, hip, hip, hurrah!
Luego, gravemente, estrecharon
uno tras otro la mano derecha del señor Dubuis, y volvieron a sentarse en su
rincón.
1.042. Maupassant (Guy de) - 053
[1] Los
alemanes se retiraron de París el 2 de marzo de 1871, tras ratificar la
Asamblea los acuerdos de paz.
[2] La
guerra franco-prusiana concluyó con la pérdida francesa de Alsacia y Lorena,
que fueron cedidas a la Alemania recién unificada por Bismarck.
[3] París
fue asediada por los prusianos desde septiembre de 1870. En enero del 71 el
hambre asoló la ciudad y los alimentos tuvieron que ser racionados.
[4] Austria
había sido derrotada por Prusia en Sadowa, en 1866, fecha que marca el inicio
del expansionismo prusiano.
[5] Estadista
prusiano, Otto von Bismanck (1815-1898) fue conocido como «el canciller de
hierro». Fue el impulsor de la dominación prusiana y el artífice de la unidad
alemana, consolidada en 1871.
[6] Respiración
frecuente y fatigosa propia de la agonía o el coma.
[7] Tras
la derrota francesa, la ciudad alsaciana de Estrasburgo pertenecía a
Alemania.
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