Ante la amenaza de que, como
entonces se decía, los de Napoladrón
llegasen de un momento a otro, el abad del Monasterio de Sangreiro pensó en la
necesidad de esconder el tesoro monacal. Y con tal fin llamó a su sobrino Ramón,
mozo de empuje, gran cazador, familiarizado con los rincones de la sierra.
Vino, y encerrose con el tío en la
celda abacial. Duró la conferencia cerca de una hora, y cuenta que ni uno ni
otro gustaban de perder el tiempo. Se discutieron los pormenores, y aun cuando
al pronto el abad era partidario de que el sitio fuese conocido de alguien más
que del encargado de la ocultación, acabaron por convenir en que secreto entre
tres ya no es secreto y por acordar que sólo Ramón lo supiese. Así que los invasores
se retirasen, se desen-terraría el depósito.
Claro es que el escondrijo había de
ser en los montes. De noche, portearían los mismos monjes a un lugar convenido
los sacos, y los iría transportando después Ramón. La soledad de aquellos
lugares, fragosos y cortados por precipicios, aseguraba la reserva.
A pesar de que Ramón, en interés
del salvamento, encargó a su tío que no se escondiese sino aquello que tuviese
valor excepcional, porque algo se debía dejar para presa del enemigo, se
obstinó el abad en poner a salvo la efigie de Nuestro Señor Sangreiro, tosca
talla, muy primitiva, que en un saqueo carecería de valor. Pero la historia de
la efigie iba unida a la de la misteriosa copa o cáliz, que en aquellos lugares
selváticos había tenido una leyenda análoga a las que se refieren en otros
puntos de España. En Sangreiro, a decir verdad, ya la leyenda sólo era conocida
de los monjes y de la gente aldeana, que creía firmemente que en la extraña
copa, adorada en la iglesia el día del Corpus, había rebosado el vino de la Cena , transubstanciado en
divina sangre. Y los monjes enseñaban a los contadísimos viajeros que aportaban
por allí una vez cada cincuenta años, ciertos trazos que, al pie del crucifijo
titular, figuraban groseramente un cáliz. Las leyendas no han menester más.
Como se pensó se ejecutó. La misma
noche fue llevado el tesoro de Sangreiro a una encrucijada y depositado al pie
de un árbol secular, entre la maleza que lo rodeaba. Allí esperaba el cazador.
Muchacho apuesto, moreno y robusto, no había descuidado traer su escopeta
cargada con balines -nadie sabe lo que puede ocurrir- y un azadón, que había de
servirle para enterrar los sacos. Un perro perdiguero, echado a sus pies,
jadeaba; habían venido muy aprisa. De cuando en cuando, el can mosqueaba las
orejas; en asperezas tales, pudieran no andar lejos el raposo ni el lobo.
Entregando al muchacho un apagado
farol, se despidieron los monjes, no menos temerosos que el can, y quedó solo
Ramón, que al punto dio comienzo a su faena.
Buscó cierto sendero que bajaba
hacia el río, y cargando un pesado saco, donde se entrechocaban con ruido
metálico candeleros, portapaces y cajas de reliquias, se dirigió al rincón
señalado para escondite. Lo formaban dos peñas enormes, que por detrás dejaban
hueco a la entrada de una cueva. Ya dentro, echó yesca, encendió el farol, lo
puso en el suelo y acabó de transportar los sacos. Hecho lo cual, comenzó a
abrir un hoyo profundo. Sudaba, fatigado.
Al cabo, él no era un gañán, sino
un señorito, que holgaba cuando no cazaba. Pero la idea de salvar la copa
mística de Sangreiro le daba fuerzas. Al sacarla del saco la miró y la besó
fervorosamente. Fue acomodando en el agujero el cáliz, la efigie, los objetos
de plata y pedrería, y cuando llegó el momento de cubrir el tesoro, pensó con
satisfacción que el suelo de la cueva era arenisco y no se notaría la
excavación apenas quedase alisado. Faltaba lo más arduo, no obstante: tapar con
disimulo la boca de la cueva para que nadie la sospechara.
Buscó trozos de peñasco, y cuidando
de no despojarlos de sus líquenes y musgos viejos, los colocó en estudiado
desorden alrededor de la boca. Le ayudaba la luz de la aurora, que despuntaba
en el horizonte. Era, sin embargo, un inconveniente esta ventaja misma. Podía
pasar un labriego, un pescador de truchas del río, un cazador madruguero, y
verle en su faena. Por fortuna, nadie pasó, y Ramón pudo terminar la obra de
arte que estaba realizando. Quedó de tal suerte la entrada del escondrijo, que
nadie creyera aquellas piedras musgosas y decrépitas colocadas allí sino desde
hacía siglos.
Los sacos estorbaban: Ramón los
echó al pozo del río, envolviendo una piedra. Suspiró de fatiga y consagró la
última mirada a su trabajo. ¡Estaba bien! Después subió en dirección al
monasterio. Al llegar a la parte del monte en que la pedregosa calzada de los
monjes enlaza con el camino real, vio a sus pies una nube de polvo. Se
estremeció. Era, sin duda, el enemigo; venía hacia Sangreiro, que, puesto en la
cumbre de la montaña como un penacho, no podía ocultarse a las miradas y atraía
la atención hacia su mole magnífica, conjunto de edificios que poco a poco se
habían ido agrupando en derredor del primitivo cenobio, no muy posterior a los
tiempos apostólicos.
Ramón había oído hablar mucho todo
el invierno, en tertulias de sacristías, de lo que pasaba cuando entraban los
invasores en iglesias o monasterios. La destrucción, el escarnio, el ultraje,
les acompañaban. Los religiosos eran arrastrados por los claustros, aporreados
o cruzados con las bayonetas; los altares ardían; la bodega, inundada de vino,
se llenaba de beodos, que bailaban vestidos con las casullas y las capas
pluviales de los ornatos. Este cuadro creía estarlo presenciando Ramón, y
temblaba de cólera. Una nube roja cubría sus ojos. ¿No había hombres en
Sangreiro? ¿Dónde se habían metido aquellas liebres, aquellos gallinas? Los
invasores no eran tantos: una columna, tal vez cien o doscientos... Con las
hoces, con las bisarmas, con palos, se les podía despachurrar, ¡echarles al
río! Y la columna avanzaba; ya se divisaba, a la cabeza de los marciales
jinetes, el comandante, rubio, corpulento, rigiendo un caballo que manoteaba...
Ramón no supo qué fuerza le impulsó al movimiento decisivo. Con su escopeta de
perdices, pero cargada aquel día, como sabemos, con balines, apuntó, disparó...
El comandante soltó las riendas y cayó hacia atrás; el caballo, desmandado, se
alocó. El momento de asombro de la columna dio tiempo a que Ramón se pusiese en
salvo, desapareciendo entre los árboles.
El oficial que tomó el mando al
punto entró en el monasterio declarando que no pensaban antes hacer daño alguno
ni a la comunidad ni al edificio, que sólo querían repostarse y descansar; pero
que ahora darían fuego por los cuatro costados si no les entregaban al que
había matado a su comandante. En vano el abad protestó de que ignoraba quién
fuese el autor de la agresión; en vano suplicó clemencia por un hecho del cual
los monjes de Sangreiro eran inocentes. Viendo que pasaba la mañana y que no
les era entregado el brigante, empezaron los invasores a hacinar leña alrededor
de las paredes de la iglesia y a destrozar la sillería del coro para
combustible. Reservadamente, el abad había mandado aviso a la casa de Ramón,
¿para que se presentase? Mal conocería al recio abad quien tal creyese. No;
para que se ocultase, a ser posible, bajo tierra.
Y esta generosa precaución fue la
que perdió al muchacho. Por ella supo que Sangreiro iba a ser una hoguera y
acuchillados sus monjes. Y, sin vacilar, apoyado en un palo, sintiendo un
impulso caballeresco -él no era un gañán, en su puerta había un escudo, tomó
el camino del monasterio y se presentó al oficial, diciendo con sencillez:
-Yo fui quien disparó sobre el
comandante de la columna. Aquí estoy a responder de lo que hice.
Y el oficial dio órdenes para que
fusilasen sin tardanza «a aquel beau
gaillard» y no se molestase a los monjes. Quería el abad confesar al
sentenciado y saber el escondite; pero sólo se le permitió absolver a su
sobrino cuando estaba ya de rodillas. La noticia del escondite bajó con él a la
fosa.
Y mientras esperaba el desenlace,
veía que una mano traspasada le ofrecía un cáliz, ¡el de Sangreiro!...
Blanco y
Negro, núm. 1398, 1918
Cuentos
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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