El pensador oyó sonar pausadamente,
cayendo del alto reloj inglés que coronaban estatuitas de bronce, las doce de
la noche del último día del año. Después de cada campanada, la caja sonora y
seca del reloj quedaba vibrando como si se estremeciese de terror misterioso.
Se levantó el pensador de su
antiguo sillón de cuero, bruñido por el roce de sus espaldas y brazos durante
luengas jornadas estudiosas y solitarias, y, como quien adopta definitiva
resolución, se acercó a la chimenea encendida. O entonces o nunca era la
ocasión favorable para el conjuro.
Descolgó de una panoplia una espada
que conservaba en la ranura el óxido producido por la sangre bebida antaño en
riñas y batallas, y con ella describió, frente a la chimenea y alejándose de
ella lo suficiente, un pantaclo, en el cual quedó incluso. Chispezuelas de
fuego brotaban de la punta de la tizona, y la superficie del piso apareció como
carbonizada allí donde se inscribió el cerco mágico, alrededor del osado que se
atrevía a practicar el rito de brujería, ya olvidado casi. Mientras trazaba el
círculo, murmuraba las palabras cabalísticas.
Una figura alta y sombría pareció
surgir de la chimenea, y fue adelantándose hacia el invocador, sin ruido de
pasos, con el avance mudo de las sombras.
La capa vasta, flotante, color de
humo, en que se rebozaba la figura; el sombrero oscuro, inmenso, cuya ala
descendía hasta el embozo, no permitían ver el rostro del aparecido. Y el
pensador no podía acercarse a él. Un encanto le sujetaba dentro del círculo;
sólo se libertaría si recitase el conjuro al revés y marcase el pantaclo en
sentido también inverso. Pero le faltaba valor: sentía cuajarse sus venas ante
el figurón silencioso, que acaso no tenía cuerpo; que tal vez era una ilusión
perversa de los sentidos, una niebla psíquica.
-¿Satanás, Luzbel, Astarot, Belial,
Belfegor, Belcebú? -articuló ansiosa-mente, interrogando-. ¿Cuál de los nobles
príncipes del Abismo me honra acudiendo a mi invocación?
El espectro se desembozó suavemente.
No tenía cara. En vez de semblante vio el pensador una especie de mancha
cambiante, informe. La voz salía del hueco del pecho, como de una devastada
caverna.
-No soy de los duques y archiduques
del Abismo. Si tuviese sobrenombre, me llamaría el Caballero de la Nada , porque no existo. Me
habéis inventado vosotros.
El pensador adivinó quién era el
fantasma sin rostro, invención del hombre. No en balde había gustado el amargo
licor de la sabiduría, lentamente y a sorbos profundos, en la quietud de su biblioteca,
decantando la ciencia antigua al través del filtro nuevo. El Caballero de la Nada , el que sólo existe en
nuestra mente, que cree abarcar su ser y no estrecha, sino el vacío..., es el
Tiempo, ¡el Tiempo soberano!
-Ya que has venido, te pediré a ti
lo que iba a pedir a los príncipes negros. ¡Detente, Tiempo, detente para mí!
La sucesión de instantes que eslabona tu cadena, roza y gasta el tejido de
nuestra pobre vida... Durante toda ella, ¡oh, Tiempo informe!, te he sentido
que me roías y me pulverizabas el existir. Fuiste mi carcoma, fuiste mi
pesadilla. A cada latido del corazón, en vez de decir «uno más», dije «uno
menos». Ahora mismo acabas de robarme un año... ¡Me lo ha anunciado la lengua
de bronce de ese reloj!
-En suma: ¿quieres librarte de mí?,
exclamó el espectro.
-De tu poder infinito... Nada te
resiste: eres el vencedor. Debelas la fortaleza, arrasas la ciudad, secas los
mares. El amor tiránico se humilla ante ti. Jamás ha sabido resistirte. ¡Si
serás poderoso!
-¡Poderoso! ¡Si no existo! Cuando
piensas en mí, ya no soy. Y como ni soy ni he sido, no tengo ni panteón ni
sepultura. Nadie dirá en qué pirámide anegada por la arena del desierto yacen
los siglos que pasaron para no volver... En fin, ¿qué me pides? Tu conjuro me
obliga; has pronunciado las terribles fórmulas de Suleimán, hijo de David.
-No te pido la juventud, como
Fausto cuando chocheaba... Sólo te ruego que te detengas para mí. Que yo no
sienta tu acicate mortal.
-¿Eso quieres? Concedido, respondió
el fantasma. Y con lentitud majestuosa fue disipándose la humareda gris, color
de murciélago, en que consistía. En su lugar se cuajó y solidificó un bulto
colosal de bronce dorado; una mujer hermosísima y refulgente, tan grande, que
daba en el techo y llenaba la estancia. La enorme figura estrechó entre sus
brazos fríos, brillantes y pulimentados, el cuerpo tembloroso del pensador.
-Conmigo no sentirás el Tiempo. Soy
la Eternidad. Ya
eres mío, dijo en voz amplia como el clangor resonante de las trompetas
heroicas.
«La ilustración española y
americana», almanaque 1909
Cuento
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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