Se había levantado lleno de
satisfacción. Desde el amanecer, un sol de primavera rasgaba la niebla,
bebiendo sus argentados jirones y barriéndolos diligente, con presteza mágica.
La tierra parecía desperezarse, después del letargo del invierno, y un poco de
calor tibio acariciaba su superficie...
El conde vistió la blusa, no sin
haber cumplido antes esos ritos de aseo necesario al hombre civilizado. Pasó
por las luengas y enredadas greñas el peine y el cepillo; atusó lo propio la
barba, y, ya atusada, la encrespó otra vez, distraídamente, con la mano: se
lavó en agua fría, con jabón inodoro, y reluciente la tez con las abluciones,
experimentando una sensación de salud y agilidad en el cuerpo robusto, de
patriarca, salió al patio, donde ya esperaban los pobres convocados para
recibir la limosna.
Un criado, advertido de la
presencia del conde, se presentó solícito, para ayudarle. En realidad, era el
criado quien se encargaba de todo lo fatigoso. Los primeros días el conde
bajaba por su propia mano los sacos llenos de trigo, los canastos rebosantes de
hogazas, las latas colmadas de té y de azúcar; pero como el servidor Efimio
desempeñase esta tarea mucho más pronta y hábilmente que su señor, acabó el
conde por dejársela encomendada. Lo que el conde traía era el donativo en
metálico, la parte que correspondía a cada mes, de los tres mil rublos que
anualmente se repartían en Yasnaya Poliana a los necesitados y a los mujicks, demasiado borrachos para que
pudiesen labrar la tierra. Y aun este dinero se lo colocaba el administrador o
capataz de la finca, por orden de la condesa, en los bolsillos de la blusa en
paquetitos pulcros.
El aspecto de la pobrallada era
pintoresco hasta lo sumo, en aquella mañana radiante, primaveral. La fealdad
que generalmente caracteriza el mujick
se doraba y se revestía de algo sonriente y bueno, bajo la claridad pura del
astro, que descendía sobre el grupo como bendición y esperanza. La ropa parecía
menos vieja; los mismos andrajos se encendían. Los semblantes expresaban esa
infantil curiosidad y esa astucia no menos pueril del aldeano y del mendigo,
ante el rico y el señor que se toma la molestia de ocuparse de su bien. ¿Por
qué lo haría? ¿Sería cierto que era un santo, igual a los bienaventurados
Basilio, Trófimo, Sergio, Alejandro y demás del calendario ruso? Pero éstos
hacían penitencia, oraban, mientras que el conde escribía no se sabía qué cosas
que publicaban los periódicos y que los aldeanos no habían leído ni leerían
nunca, entre otras razones, porque no sabían leer.
Y, en su cándida picardihuela,
estudiaban al barinio, esperando siempre que un día u otro le acometiese un
acceso más fuerte de liberalidad, y a pesar de la oposición de su mujer y sus
hijos, se decidiese a distribuir sus bienes entre los pobres. ¡Aquél sería un
gran día para la aldea! Porque, naturalmente, sólo los de la aldea tendrían
opción; si alguno de los poblados vecinos asomase, le ajustarían cuentas con un
garrote, por atreverse a mezclarse en lo que no le incumbía. Y el ensueño del
reparto era una secreta alegría más, en la jubilosa y fresca luminosidad de la
mañana.
El conde avanzaba ya, y Efimio,
impasible como corresponde a un buen criado, entreabría el saco de trigo y
presentaba la medida para regular la distribución.
-Tú, Iván, acércate... ¿Cuántos
hijos tienes? Se te dará una medida por cabeza...
El rebaño se puso en movimiento,
marmoneando esas bendiciones plañideras que son comunes al aldeano y al
pordiosero. Llevaban prevenidas alforjas, talegos remendados, y alguna mujeruca
apañaba en su delantal. Los niños, sin esperar a que se terminase la
distribución, mordían a dentelladas el pan excelente, bien cocido y crocante,
del conde. Se oían risotadas ahogadas inmediatamente por un torniscón de las
madres, que no consideraban respetuosa la risa en presencia del barinio. El
cual miraba a los niños con especial predilección. Al mismo tiempo que creía
que la raza humana debiera extinguirse, no había cosa que le interesase como un
niño.
Sobre todo, fijaba su atención un
muchachuelo como de unos diez años.
Si el conde hubiese sido una
naturaleza estética, el chiquillo, lejos de atraer su mirada, la rechazaría.
Para los que conocen un cuadro célebre de Murillo, Santa Isabel, es ocioso describir al muchacho que el conde
contemplaba, fascinado de compasión. El mismo aspecto de sufrimiento sin
enfermedad conocida, a menos que fuese una de esas afecciones parasitarias que
a los refinados, y aun a los que no lo son, les infunden ganas de desviarse mil
leguas. Y el rapaz, mientras con la diestra empuñaba la hogaza hincándole el
diente, con la siniestra hacía el característico gesto de rascarse la pelona
que tan felizmente sorprendió el gran realista sevillano. El sol caía oblicuo
aún, bañando en lumbre clara la testa del tiñoso. El conde hizo un gesto, entre
familiar y dominador. De mala gana, empujado por su madre, aproximose el rapaz.
-¿Eres hijo único? -el conde
ignoraba por qué abría el interroga-torio con esta pregunta, la primera que se
le había ocurrido.
-Tiene cinco hermanitos, barinio
-respondió por el chico la madre, gimiente-. El mayor es él. Los otros son
demasiado pequeños para venir. Hay uno que podría, pero le tengo enfermito,
acostado sobre unas pieles de oveja.
-Efimio -ordenó el conde, que ese
niño tenga desde hoy unas mantas limpias en que envolverse.
El que se rascaba, envalentonándose
un poco, advirtió:
-Yo no tengo manta.
-Que haya una manta nueva para éste
también -dispuso el conde.
-León Nicolaievitch -suplicó la
mujer, sería bueno que nos enviases médico y medicinas. La fiebre del niño es
muy tenaz. Llevamos ya tres meses de verle postrado. Acaso algún poder dañino
le tiene así, para que sean castigados en él los pecados que cometimos.
Apiádate de nosotros, barinio, porque sólo tú nos puedes amparar...
-Se os darán medicinas; el doctor
irá y dirá cualquier cosa, el muy pedante -exclamó el conde, que no podía
resistir a los médicos. Pero vosotros, barred y asead un poco la isba, y haced
que el niño no esté entre inmundicia y pieles de oveja, que pueden transmitirle
contagios del ganado.
Al hablar así, el conde luchaba
entre su repugnancia a los modernos refinamientos y a las prescripciones
científicas, y su conciencia, que le decía que eran las pieles infestadas lo
que había contagiado seguramente al morriñoso que veía, y probablemente al
febricitante que en la isba aguardaba socorros.
-Y tú -añadió dirigiéndose al
muchacho- vas a quedarte hoy aquí, hasta que te freguemos. Efimio -ordenó, hay
que rapar a este muchacho, enjabonarle bien la cabeza con jabón negro, mudarle.
Torcieron el gesto, a la vez, el
servidor y el protegido del conde. Efimio consentía en auxiliar a la
distribución de limosna, pero todo tiene sus límites. En fin, había que
llevarle el genio al señor, por expreso encargo de la señora condesa, y el
ayuda de cámara calculó que saldría del apuro encargando la tarea al último de
los mozos de cuadra, Alejo, asaz bruto para aceptar tales comisiones.
El chico, en cambio, remiso, miraba
a su madre. Ésta, comprendiendo que de la limpieza no saldría el muchacho sin
alguna ropa mejor de la que usaba, le empujó hacia Efimio, que se le llevó en
dirección a los cobertizos próximos a las cuadras y establos.
Ya había comido el conde, en
familia, excelentes potajes de legumbres y deliciosos platos de leche que la
condesa dirigía al cocinero, cuando, al salir a hacer un poco de ejercicio
saludable, se le presentó el muchachillo. Parecía otro. La crasitud y el tono
gris de la miseria habían desaparecido de su piel, que aparecía linfática, pero
suave y ligeramente rosada aún del estregón. En su cráneo se rizaban
sortijillas de pelo corto, lavado, que brillaba como oro blanquecino. Sus ojos,
purificados, eran de un cándido azul.
-¿Te han tratado bien? -inquirió el
conde.
-Sí, barinio.
-¿Te han dado de comer
abundantemente?
-Sí, barinio.
-Ese traje, ¿te gusta más que el
que tenías?
-Ya lo creo, barinio.
-Dime si deseas algo más... Toma
-añadió el conde, poniéndole en las manos algunos kopecks.
-Barinio, deseo algo -repuso el
chico, y sus ojos resplandecieron de codicia.
-¿Qué deseas? ¿Golosinas?
-No... Deseo un potrito, para
montar y correr. ¡Un potrito negro! ¡Un potrito tan hermoso! Efimio dice que tú
lo das todo a los pobres. ¡Dame el potrito!
El conde hizo una señal negativa.
-No tengo potrito que darte. Vete
con tu madre, que te estará aguardando.
El niño clavó en el conde aquellas
dos turquesas de sus pupilas. La mirada tenía una expresión casi sobrenatural.
Era la mirada del devoto que ve caer del altar a la santa icona, rota en
pedazos. Porque el señor mentía: en sus cuadras existían numerosos potros de su
yeguada, especialmente uno negro, del cual los hijos del conde se prometían
maravillas. Y el niño veía derrumbarse algo, y el barinio sufría el peso de
aquella mirada, como se sufre vergonzoso suplicio.
Al fin, el chico agachó la cabeza,
y, con un movimiento especial (no es fácil decir si de reproche o resignación),
volvió las espaldas y emprendió el camino de su isba.
El conde quedó inmóvil. Un
sentimiento de desolación infinita se había apoderado de él. ¡Dar un potro! ¿Y
si el potro fuese lo único que representaría la caridad? Lo otro..., lo
sobrante... Él tenía un potro que dar al niño... El niño sabía que podían
dárselo, que el señor mentía...
Y, con el alma triste hasta la
muerte, el conde sintió que sus ojos se humedecían ante lo fallido de su
caridad con límite, de su caridad burguesa...
«La Ilustración Española y Americana», núm. 43, 1911
Cuento
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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