Hasta las diez
duraba la velada de familia, y Angelito regateaba siempre cinco minutos o un
cuarto de hora, refractario a acostarse, como todos los niños en la edad de
seis a siete años, cuando empieza a alborear la razón. Mientras Rosario, la
madre, cosía sin prisa, levantando de tiempo en tiempo su cabeza bien peinada,
su cara sonriente, que la maternidad había redondeado y dulcificado, por
decirlo así. Carlos, el padre, daba lección al muchacho. «Si había de perder el
tiempo en el café...», solía responder, como excusándose, cuando los amigos, en
la calle le embromaban, soltándole a quema ropa: «Ya sabemos que te dedicas a
maestro de primeras letras...»
La verdad era que
Carlos se había acostumbrado a la lección, a la intimidad dulce de las noches
pasadas así, entre la mujer enamorada y contenta y el niño precoz, inteligente,
deseoso de aprender. Fuera, la lluvia caía tenaz; el viento silbaba o la helada
endurecía las losas de la calle; dentro, la lámpara alumbraba cariñosa al
través de los rancios encajes de la pantalla; la chimenea ardía mansamente y la
atmósfera regalada y tranquila del gabinete se comunicaba a la alcoba contigua,
nido de paz y de ternura, tan diferente de las sombrías y hediondas madrigueras
donde solían agazaparse los amigotes de Carlos, los mismos que se creían unos
calaverones y se burlaban solapadamente del padre profesor de su hijo.
Aquella noche,
Angelito estaba rebelde, distraído, desatento a la enseñanza. Al leer se había
comido la mitad de las palabras y, obligado a volver atrás y repetir lo
saltado, su vocecilla adquirió esos tonos irritados y chillones que delatan la
cólera pueril. Al escribir hizo la trompeta con el hociquito, engarrotó el
portaplumas, echó más de una docena de «calamares» en el papel y, por último,
estrelló la pluma en un movimiento precipitado, y la tinta saltó hasta la
blanca labor de la madre, que exhaló un grito de sorpresa y enojo. Carlos miró
a su mujer, y meneó la cabeza y se tocó la frente, como significando: «No sé
qué le pasa hoy a esta criatura.» Y Rosario, levantándose, cogió al rapaz en el
regazo y le dirigió las inquietas interrogaciones maternales:
-¿Qué tienes,
vida? ¿Te duele algo? ¿Es sueño? ¿Es pupa aquí, aquí?
Y le acariciaba
las mejillas y las sienes, tentando por si sorprendía el fuego de la calentura.
¡Enferma tan pronto un niño!
No encontrando
calor ni ningún síntoma alarmante, Rosario engrosó y endureció la voz.
-Vas a ser
bueno... Ya sabes que no me gustan los nenes caprichosos... El pobre papá se
pondrá malito si le haces rabiar; después tienes tú que cuidarle a él y que
llevarle las medicinas a la cama... Vamos, Ángel, a concluir las lecciones; aún
te falta por dar el Catecismo...
Ángel, sin
responder, miraba fijamente a un rincón oscuro del cuarto. La contracción de su
carita, la inmovilidad de sus ojos, de un azul fluido y transparente, delataban
una de esas luchas con ideas superiores a la edad, que devastan y maduran a la
vez el tierno cerebro de los niños.
-Mamá -respondió,
por fin, muy despacio, como si hablase en sueños-, ¿y el tío Alejandro no viene
nunca?
La madre se
estremeció. El recuerdo del hermano que estaba en la guerra con su regimiento
le asaltaba también a Rosario muchas veces en medio de su ventura doméstica, y
se le envenenaba con el temor de que a la misma hora en que ella descansaba
entre limpias sábanas, cerca de unos brazos amantes, pudiese Alejandro yacer
cara al sol, con el pecho taladrado y las pupilas vidriadas para siempre.
-¿No viene nunca
tío Alejandro, mamá? -repitió el chico con ese acento infantil que anuncia
llanto.
-Vendrá si Dios
quiere, hijo mío -respondió la madre con rota voz, apretando contra el seno a
la criatura.
-¿Cuándo vendrá?
Papá, ¿cuándo? ¿Vendrá esta semana, di?
-No sé, querido
-exclamó el padre. A ver: la cartilla, que es tarde, muñeco.
-Pero ¿cuándo,
papá? ¿Por qué no lo sabes tú?
-Porque hasta que
se acabe la guerra, mi cielo..., hasta que se acabe, tío Alejandro no puede
venir.
Los ojos de
turquesa del niño se oscurecieron a fuerza de concentración y de ímprobo
trabajo para entender.
-¿Cómo es la
guerra? -exclamó, por último.
-Pelear unos
contra otros, a ver quién gana.
-¿Los buenos con
los malos, papá?
-Sí; los buenos
con los malos.
-Tío Alejandro es
bueno -declaró Ángel. ¿Y cómo pelean?
-Con fusiles, con
espadas, con cañones.
-Me has de
llevar, papá. Me has de llevar.
-¡Pobretín!
-suspiró Carlos-. La guerra no es para chiquillos.
-¿Es para hombres
grandes?
-Y entonces, ¿por
qué no estás tú en la guerra? Tú eres grande, grande.
-Porque no soy
militar -dijo el padre contrariado, algo mortificado, (como si aquellas
palabras no las hubiese articulado una lengua de seis años), y hablando para
convencer. Tío Alejandro es militar; ya sabes que vino a enseñarte el
uniforme. Los militares estudian para eso, para defender a la patria...
-La patria...
-repitió el niño, impresionado por el tono enfático y grave con que Carlos
pronunció la palabra. La patria..., ¿es aquí?
-No...; es decir,
sí... Nuestra casa está en la patria; pero la patria es mucho más...: son todas
las casas que ves en el pueblo y en otros pueblos, tantos, tantos. Y es,
además, la tierra, y los bosques, y las aldeas, y Madrid, y todo...
-¿Y las iglesias
también? -murmuró Ángel, con el tono con que decía sus oraciones al acostarse.
-¿Y la Virgen? ¿Mamá del Cielo?
-También la Virgen; sí, mamá del Cielo
es la Patria.
-¿Y tío Alejandro
quiere a la Patria?
-Ya ves
-interrumpió Rosario, sin ocultar la emoción que empañaba sus ojos-. El pobre
tío la quiere mucho. Como que se expone a que le den un tiro y a morirse así,
de pronto, figúrate tú. Reza, hijo mío, reza para que no maten al tío.
El niño calló,
reflexionando laboriosa, casi dolorosamente.
-¿Y los que no
van a la guerra no mueren nunca? -preguntó al fin, siguiendo el hilo de
temprana lógica.
-Entonces quiero
ir a la guerra cuando sea grande -declaró con energía el pequeñuelo. Y quiero
que tú vayas, papá. Al fin hemos de morir, ¿no? Pues morir por eso..., por
eso... Por mamá del Cielo, ¡por la patria!
Un silencio
siguió a las palabras del niño. Los padres se miraban, mudos, penetrados de un
respeto extraño como si la voz del inocente viniese de otras regiones de más
arriba. Y al cabo de unos instantes, Carlos dijo a su mujer:
-Acuéstale. Son
las diez largas.
-¿Y la lección
del Catecismo?
-Hoy ya la ha
dado -respondió el padre, besando a Ángel con ardor sobre el nacimiento de la
rubia melena.
«Blanco y Negro», núm. 265, 1896.
Cuentos de la patria
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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