Sería muy largo de contar por qué
una persona que llevaba uno de los apellidos más ilustres de Rusia y tenía en
su parentela un gobernador, un consejero, un general y un príncipe, pudo llegar
al caso ignominioso de ser conocida por Durof
-Durof significa tonto en ruso-
y de ganarse la vida en circos y teatros presentando animales que amaestraba.
Si hacer una cosa, cualquiera que
sea, con rara perfección es un mérito casi genial, hay que reconocer que Durof
estaba en este caso. El arte o la ciencia de amaestrar a los irracionales no
tiene para los profanos clave ni reglas conocidas. Siempre me parecerá un
misterio eso de conseguir que un gallo cante cuando el profesor se lo manda, o
que una mula rompa a bailar el vals con perfección a una imperceptible seña.
Las explicaciones que toman por base el castigo o el halago no satisfacen. El
animal llega hasta cierto punto; pero pasado de ahí empiezan una limitación y
una pasividad que infunden ganas de rehabilitar las teorías de los filósofos al
considerarle máquina animada. Los rasgos de inteligencia del perro, del gato,
de todos esos bichos a los cuales, asegura la gente, «sólo les falta hablar»,
son espontáneos; si queremos provocarlos, de fijo perdemos el tiempo. Y, sin
embargo, hay sujetos que consiguen de la bestia cosas increíbles,
inverosímiles. Hay que suponer que estos sujetos emiten un fluido, desarrollan
una electricidad peculiar, que les somete la voluntad rudimentaria de sus
alumnos. Esta explicación, como las restantes, deja en sombra lo esencial del
hecho: reemplaza un misterio con otro. Tiene la ventaja de no ser un
raciocinio, y sugiere lo que no aclara.
Si existe el consabido fluido, o lo
que sea, nadie lo poseyó en tanto grado como Durof, el tonto. Emanaba sin duda
de él algo que atraía y subyugaba a nuestros hermanos inferiores. Los
aficionados a esta clase de espectáculos no olvidarán nunca las habilidades de
cierta pareja de caniches, a
quien Durof enseñó a representar la más divertida comedia amorosa, acabada en
boda, y después, con la intervención de un tercer caniche, en desafío por celos. Tampoco han acabado aún de reírse
de las gracias del pavo amaestrado, que tan donosamente ponía en caricatura la
vanidad humana. Pero el triunfo de Durof, lo que le valió ventajosas contratas
y aplausos sin cuento, fue la educación de un cerdito, que llegó a eclipsar en
cultura y conocimientos a muchos individuos de nuestra especie.
Aquel cerdo maravilloso hacía más
monerías que ningún niño. El número del cerdo sabio, del cerdo-hombre, llenaba
el circo todas las noches; la multitud, encantada de sus habilidades, le echaba
a la pista hasta cajas de bombones de chocolate, como si se tratase de un
chiquillo genial y sublime, a quien era preciso mimar.
El cerdo leía, o aparentaba leer;
escribía con sus pezuñas, danzaba, hacía escalas cromáticas en el piano,
adivinaba el pensamiento, apagaba una vela, comía con tenedor, servilleta y
vaso; era, en fin, un tesoro.
Durof había presentado al admirable
tocino en una tournée por
Italia, España, Francia y Turquía. Al contratarse para el circo de San
Petersburgo, Durof descontaba, naturalmente, el efecto que su alumno había de
producir. Fue, sin embargo, mayor de lo que él mismo pensaba. El cochinillo se
tragó a los demás artistas, así irracionales como racionales. Era un éxito
clamoroso, al cual tal vez en parte contribuía el hecho de que a Durof se le
conociese en los círculos de la muchachería elegante, de los cuales formó parte
en otro tiempo. Con cierto interés veían los distinguidos ociosos de los palcos
de Círculo a uno de los suyos dedicado a tan original profesión, y creían de su
deber aplaudirle. ¿No era aquél el propio Sergio Orlik, pariente de los
Dolgoruki? Sergio en persona... Pero ¡qué cerdito, qué asombro! Realmente no se
comprendía que un animal... Y recordaron: ya antaño, en el colegio, Sergio
domesticaba arañas, atraía moscas... El gorrino realmente rayaba en fenómeno:
daban ganas de preguntar si tenía dentro un hombre, si era un autómata, una
mecánica admirable...
Fue entonces cuando el príncipe
Vladimiro Strogonof, no el más linajudo, pero acaso el más rico de aquellos
señores colmados de todos los goces de la existencia, murmuró:
-Eso, pronto lo vamos a saber.
-Sí, hay que averiguarlo... Es
preciso que Sergio nos haga trabar conocimiento con el cerdo-hombre.
-¡Bah! -exclamó Vladimiro-. Hay un
medio más sencillo, y voy a ponerlo en práctica. Ese cerdo me lo como yo asado,
y os convido a vosotros al festín...
Hubo una explosión de carcajadas.
¿Comerse el cerdo-hombre? El bocado parecía caro... Pero (conociendo el
desenfreno en el capricho que caracterizaba al príncipe Strogonof, y que es un
signo de raza) empezaron a barruntar algo que disiparía el aburrimiento.
En el entreacto, Vladimiro pasó a
conferenciar con Durof. Nada dijo, sin embargo, de los resultados de
negociación tan delicada. Sólo tres días después, cuando volvió a reunirse la
sociedad aristocrática y alegre en el palco, el príncipe, con el pulgar en el
escote de su chaleco blanco, el monóculo más seguro que nunca en el ligero
frunce de la nariz, dejó caer el notición:
-Estáis invitados mañana a mi casa
a cenaros el cerdo-hombre... Hoy trabaja por última vez.
Se produjo el alboroto
consiguiente... ¡Ese Vladimiro! ¡Qué ocurrencias las suyas! Pero ¿era posible?
¿Durof vendía...? ¡Pchs! En cincuenta mil rublos bien se puede vender un
ejemplar de la especie suina. La cena costaría eso y algunos centenares de
rublos más, porque era preciso inundar de champagne los despojos del cerdo-hombre.
Y todos miraron curiosamente a
Durof, que, en aquel mismo instante, con ligera varita en la mano, dirigía el
trabajo artístico de su alumno, haciéndole berrear un aria, el «Vissi d'arte, de Tosca», cómicamente
remedado. La sala entera se desplomaba de risa. La ovación era delirante. Las
señoras, de pie, aplaudían. Cucuruchos de dulces y fondanes caían ante las
pezuñas del impertérrito cochino. Y al terminar, más pronto que otras veces, el
trabajo, «la despedida del cerdo-hombre», según rezaba el cartel, y mientras el
público reclamaba «bis», se vio al tonto, que, acercándose a su discípulo, le
abrazó con cariño. Aumentó la algazara, porque creyeron en una nueva facecia.
El cerdo gruñía de placer, apoyando sus codillos en los hombros de Durof. Éste,
pálido, rechazó al discípulo. Dos lágrimas ardientes saltaron de sus ojos;
lágrimas invisibles.
Entre bastidores se hablaba del
caso: se envidiaba a Durof, un bobo con suerte. ¡Cincuenta mil rublos! El alma
hubiesen vendido por tal suma atletas, barristas, hasta la amazona, la baronesa
Strinski... Ahora Durof podía retirarse, comprar una casita en Italia, casarse,
vivir de su renta...
Al otro día, en el suntuoso palacio
del príncipe, la cena fue un desate de libre alegría orgiástica. Durof asistía,
sombrío. Cuando sirvieron el asado del cerdo-hombre (a la salsa picante), el
bobo rehusó; pero aquellos insensatos, entre carcajadas, le forzaron a comer.
Después se armó el juego, el bacará,
entre hombres semiebrios, que, sin embargo, recobraban lucidez ante la even-tualidad
de una gruesa pérdida. Durof, al pronto, resistió a la tentación. ¡Llevaba
tanto tiempo sin tocar a las cartas, que le habían perdido! Pero hoy era
rico... Cincuenta mil rublos... Y necesitaba la emoción fuerte, la emoción que
todo lo avasallaba, para olvidar que en su boca había el gusto a sangre fresca
de las comidas impías, y en su estómago el peso del plomo de las digestiones
brutales, las que sufren aquéllos que, hambrientos, en una plaza sitiada, se
resuelven a ingerir el sacrílego alimento... Y cayó otra vez en el abismo del
juego, cerrando los ojos.
Al amanecer salía de casa de
Strogonof. Le quedaban, del precio de su trato, algunos rublos, dejados por
lástima. Pero ni aun se daba cuenta de lo sucedido: la borrachera le envolvía
en sus tórpidas brumas.
Y el príncipe sonrió cuando le
dijeron:
-Has hecho golpe doble. Acabaste
con el cerdo y con el amo... ¿No sabes? Durof se ha colgado por el cuello de
uno de los montantes del Circo...
Cuentos
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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