Allá en el primer
cielo, en deleitoso jardín, Santiago Apóstol, reclinando en la diestra la
cabeza leonina, de rizosa crencha color del acero de una armadura de combate,
meditaba. Mostrábase punto menos caviloso y ensimismado que cuando, después de
bregar todo el día en su oficio de pescador en el mar de Tiberíades, vio que ni
un solo pez había caído en sus redes; solo que entonces el consuelo se le
apareció con la llegada del Mesías y la pesca milagrosa. Ahora, aunque en
tiempos de pesca estamos, el hijo del Zebedeo, mirando hacia todas partes, no
adivinaba por dónde vendría la salvación, siquiera milagrosa, de los que amaba
mucho.
Frente al
Patrono, en mitad del campo, se elevaba un árbol gigantesco, de tronco añoso,
rugoso, de intrincado ramaje, pero casi despojado de hoja, y la que le quedaba,
amarillenta y mustia. Infundía respeto, no obstante su decaimiento, aquel
coloso vegetal; a pesar de que no pocos de sus robustos brazos aparecían tronchados
y desgajados, conservaba majestuoso porte; su traza secular le hacía venerable;
convidaba su aspecto a reflexionar sobre lo deleznable de las grandezas. De las
ramas del árbol colgaban innúmeros trofeos marciales. Petos, golas, cascos,
grebas y guanteletes, con heroicas abolladuras y roturas causadas por el
hendiente o el tajo; espadas flamígeras sin punta y lanzas astilladas y hechas
añicos; rodelas con arrogantes empresas; albos mantos que blasona la cruz
bermeja, trazada al parecer con la caliente sangre de una herida; yataganes
cogidos a los moros; turbantes arrancados en unión con la cabeza; banderas
gallardas con agujeros abiertos por la mosquetería; el alquicel de Boabdil y la
diadema pintorescamente emplumada de Moctezuma... Al pie del árbol, sujeto a él
con fuerte cadena de hierro, se veía un ser hermosísimo, un corcel de batalla
luminoso a fuerza de blancura: el Pegaso cristiano, aquel ideal bridón que
galopaba al través de las nubes y descendía a traernos la victoria.
Los ojos del
Apóstol se fijaron en el caballo, cual si no le hubiese contemplado nunca. Notó
la lumínica blancura del pelo, la fluida ligereza y ondulación delicada de las
crines, el fuego de las pupilas, el aliento ardiente que despedían las fosas
nasales, la delgadez de los remos, finos cual tobillo de mujer; la especie de
electricidad que desprendía el cuerpo del generoso animal celeste. Con solo
advertir que le miraba su jinete de antaño, el caballo se estremeció, empinó
las orejas, respiró el aire, hirió la tierra con el reluciente casco y pareció
decir en lenguaje de signos: «¿Cuándo llega la hora? ¿Vamos a estar siempre
así? ¿Por qué no me desatas? ¿Por qué no cruzamos otra vez entre lampos y
chispas el firmamento rojo, el aire encendido de las campales batallas?»
Levantóse el
Apóstol guerrero y fue a halagar con las manos el lomo de su cabalgadura.
Quería consolarla, quería calmar su impaciencia y no sabía cómo, pues él,
glorioso veterano, también soñaba incesantemente renovar las proezas de otros
días. Sin duda para acrecentarle el ansia y avivarle el recuerdo aparecióse por
allí un alma acabada de ingresar en el Paraíso, pues daba claras señales de no
conocer los caminos, de hallarse como desorientada e incierta. Era el recién
llegado de mediana estatura, moreno, avellanado y enjuto; rodeaban su tronco
retazos de tela amarilla y roja, que apresurada-mente igualaba en matiz la
sangre fluyendo de varias mortales heridas. Santiago corrió hacia aquel
valiente con los brazos abiertos, y el español, al ver ante sí al Apóstol de la
patria cayó de rodillas y le besó los pies con infinita ternura.
-Bonaerges,
hijo del trueno -murmuraba devotamente el español-, ¿por qué nos has
abandonado? En nuestro infortunio, confiábamos en ti. Esperábamos que hicieses
vibrar sobre nuestros enemigos el rayo o lloviese sobre ellos fuego celeste,
como el que quisiste lanzar contra aquellos samaritanos que cerraban las
puertas de su ciudad a Jesús. Mira, Santiago, adónde hemos llegado ya. Te lo
diré con palabras de la
Epístola que se lee el día de tu fiesta: hemos sido hecho
espectáculo para las naciones, los ángeles y los hombres. Hemos venido a ser lo
último del mundo. Y todo por faltarnos tú, Apóstol de los combates. Desata tu
corcel, guíale al través del aire, ponte a nuestra cabeza. El caballo blanco
olfatea la lid. ¿No oyes cómo relincha, deseoso de arrancar el grito de «cierra
España»? Desciende: te esperan «allá». Te aguarda la tierra que por ti se creyó
invencible. El bridón quiere romper la cadena. ¡Santiago! ¡Buen Santiago!
¡Señor Santiago!
Al oír tan
apremiantes súplicas, el Apóstol se conmovía más. ¡Soltar el corcel blanco,
salir al galope, esgrimir otra vez el acero llameante! ¡Hacía tanto tiempo que
lo anhelaba! No por su gusto permanecía en la inacción, con la montura amarrada
al árbol y las armas colgadas del ramaje... Y alzando y consolando al español y
apretándole contra su pecho, Santiago empezó a vendarle las heridas cruentas,
hecho lo cual llegóse al tronco y desató al blanco bridón, que, loco de júbilo
al verse libre, al suponer que remanecían las aventuras de otros tiempos, agitó
la cabeza, hizo flotar la crin, corveteó gallardamente y, batiendo el polvo con
sus bruñidos cascos, alzó una nubecilla de oro. Por su parte, el Patrón
descolgaba la cota de malla y se la vestía, calzábase el ancho sombrerón orlado
de acanaladas conchas, afianzaba en los hombros el manto, embrazaba el escudo y
ceñía el tahalí y la espada terrible. Entre tanto, el español echaba al caballo
la silla recamada de oro y le ponía el freno y el pretal incrustado de cabujones
de pedrería. Y cuando ya el Apóstol trataba de afianzar el pie en el estribo de
plata para saltar, he aquí que aparece, saliendo del vecino bosque, otro
español, vestido de paño pardo calzado con groseras abarcas, haciendo señas
para que se detuviese el Apóstol. Este aguardó; en el villano de tez curtida y
de rústico atavío acababa de reconocer a San Isidro, pobrecillo jornalero
laborioso, que en su vida montó más que jumentos cargados de trigo, porque los
llevaba a la molienda.
-¡Orden del Señor!
-voceaba el labriego descompasadamente. ¡Orden del Señor! Ese caballo nos hace
falta para uncirlo al arado y que ayude a destripar terrones. Y ese español que
está ahí, que venga a llevar la
Junta. Bien sabes, Bonaerges, lo que dijo el Señor en
ocasión memorable, cuando tu madre le pidió para ti y tu hermano el puesto más
alto en el cielo: «Los que quieran ser mayores, beban primero su cáliz.»
Paisano mío, a arar con paciencia y sin perder minuto...
«El Imparcial», 28 de agosto de 1899.
Cuentos de la patria
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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