-No desconfiemos nunca -decía el
padre Baltar, curtido ya en las lides del confesionario, no desconfiemos nunca
de la salvación de un alma, porque sería desconfiar también, ¡qué horror y qué
absurdo! de la inefable Misericordia. ¿No han oído ustedes de unos granitos de
trigo que se encontraron en el fondo de las Pirámides, allá en la cámara
sepulcral de los Faraones, donde al parecer sólo existía la lobreguez de la
muerte? Pues alguien que pasó por loco sembró ese trigo, y el grano, con sus
dos mil años de fecha, germinó, echó espiguita y de aquella espiguita pudo
amasarse una hogaza de pan. ¿Qué digo «pan»? ¡Se pudo amasar «una hostia», el
cuerpo de Cristo sacramentado! Si los que registramos las tinieblas de las
almas, que a veces son cámaras sepulcrales con hedor de muerte, dejásemos
apagarse la lámpara de la esperanza, ¿qué haríamos?... ¡Sentarnos a llorar en
las tinieblas!
Era el héroe, a
quien llamaré Román, un hombre como hay bastantes en la sociedad contemporánea;
cristiano y católico, y hasta sincero creyente, pero indócil a la regla y a la
ley y tomando por letra muerta los preceptos establecidos para vivificar las
almas. No desacataba los mandamientos de la Iglesia; preciábase, al contrario,
de observarlos; pero hacía mangas y capirotes de los de la ley de Dios; como
aquí todos somos gente formal, no repararé en decir que el capítulo en que
Román se creía más exento de obligación era el de las mujeres. Este error es
comunísimo, y no contribuye poco a sostener la anemia y la miseria fisiológica
de las generaciones actuales. La pureza de costumbres es un tónico, y el pueblo
que sabe conservarla, conserva también la virilidad y la salud. Ya ven ustedes
que prescindo del aspecto religioso y moral de la cuestión y sólo miro el
social. Es para mí motivo de gran sorpresa el ver que hoy, con tanto como se
invoca la higiene y se procura la robustez corporal, se erige en axioma que
todo es lícito en ciertas materias, y las restricciones, antiguallas y
ridiculeces deben caer en desuso. Suprimir la responsabilidad; desatar el
apetito; cubrirlo todo con el manto de la risa; transformar el mundo civilizado
en bosque donde el cazador acecha la caza, ¿qué es sino retroceder al estado de
barbarie? No me extraña el retroceso en los ateos y en los impíos, que van a él
por la fuerza de la necesidad moral; pero me duele que almas como la de Román,
a pesar de continuas amonestaciones allí donde no hablamos nosotros sino
Jesucristo en persona, a pesar de la medicina, recaigan siempre, desdeñando
parte de la ley como se desdeña un texto viejo y arrinconado.
Viniendo a la
historia -continuó el padre reponiéndose de una involuntaria emoción, diré a
ustedes que Román, acérrimo defensor de una causa política siempre vencida,
guerrillero varias veces, se había visto en trances apuradísimos, y en la
última guerra civil, encontrándose rodeado de enemigos, herido y perdiendo
sangre, debió la vida a un indomable veterano, el general Andueta, que, con
riesgo de la suya, le acorrió. Cuidóle después en la ambulancia, le escogió
para ayudante, y tratada la paz, le proporcionó medios de que viviese en Madrid
con algún decoro. Retirado hacía años Andueta con su familia en una aldea de
los Pirineos, enfermo y acribillado de mal cerradas cicatrices, Román casi no
sabía de él, pero conservaba el culto de su recuerdo, y a veces me daba una
misita de a duro «por la salud y la dicha del general Andueta, marqués de la
Real Confianza». Entro en estos pormenores para que vean ustedes si tenía
chispa de incrédulo Román. ¡De incrédulo! Tanto como de ingrato... Las misas
las ayudaba él en persona.
Indiferente por
naturaleza al lucro, siempre apurado de dinero, vivía Román en una modesta casa
de huéspedes de la calle de Atocha, con las incomodidades y estrecheces propias
de tales alojamientos. Era el verano, tiempo en que Madrid se despuebla, y sólo
tres huéspedes albergaba la posada: un burgalés venido a despertar cierto
expediente; Román, que era fijo, y una señorita como de diecinueve años,
silenciosa, triste, vestida pobremente, de riguroso luto. El humor franco y
comunicativo de Román no bastaba para animar la mesa redonda; pero a pocos días
marchóse el burgalés y quedaron solos Román y la señorita, comiendo y
almorzando juntos. No sería Román el que era, no tendría el criterio que tenía
si no juzgase ridículo verse mano a mano con una mujer joven y agraciada y no
ponerle, como suele decirse, los puntos. No sentía por ella pasión, ni aun el
capricho tenaz que la remeda; no le quitaba el sueño por ningún estilo la
enlutada a Román; pero la encontraba allí, y era suficiente. Informóse de la
pupilera, y averiguó que la señorita se llamaba María Mestre; que era huérfana;
que venía muy recomendada de unas monjas de Pamplona a buscar colocación en
alguna casa rica para acompañar señoritas o cuidar de los niños; que se dudaba
que la encontrase, ni aun a la entrada del invierno, porque para tales oficios
sólo gustan las extranjeras, las gringas; y que doña Micaela, la susodicha
patrona, le aconsejaba que bajase los humos y entrase de doncella, único medio
de saldar la cuenta del hospedaje, que iba engrosando.
Semejantes
noticias, lejos de purificar la intención de Román respecto a la pobre
muchacha, la inflamaron con el torpe incentivo de la fácil ocasión. No formó
ningún plan, sino que se dejó llevar de la corriente, y la estrategia se la
dictaron los acontecimientos. Empezó prodigando a María mil atenciones en la
mesa, y la muchacha comenzó a deponer su reserva y mutismo. Estas cosas se
enredan como los gajos de cereza; de dar gracias y decir sí y no, se pasa a
dialogar, de dialogar a platicar; de aquí a la sobremesa larga y a celebrar
ocurrencias y chistes, luego al contento de estar juntos, a aceptar un paseíto
a la hora en que refresca, en la jardinera tranvía; más tarde, una taza de
chocolate o un vaso de horchata de chufas; después la excursión de noche, a
pie, hacia las arboledas de la Florida o del Depósito de Aguas... Finalmente,
llegó Román a requerirla de amores y ella a dejarse requerir, pues la afición
ya tenía raíces en el pensamiento. Suprimo -advirtió con dignidad el sacerdote-
los detalles de ésta que bien puede llamarse seducción, porque ni debo
puntualizarlos ni hay quien no los advine. Aunque María, inexperta y
abandonada, quiso defenderse, no lo hizo con la resolución necesaria, y hubo un
día en que Román la combatió de tal suerte que pudo dar por hecho que aquella
misma noche conseguiría su vergonzoso triunfo. Quedaron citados, y Román,
agitado e intranquilo sin saber por qué, se echó a la calle con ánimo de
entretener las horas que faltaban.
Hacía un calor
bochornoso; el celaje madrileño estaba color de plomo y púrpura, como el del
célebre boceto de Goya, y la tempestad amagaba con rápidas exhalaciones, que
por momentos rasgaban con luz sulfúrea las nubes. Román iba al azar,
callejeando, distraído y absorto, sin reflexionar en qué; cuando dentro de la
lógica del pecado debía hallarse gozoso, en realidad sentía una especie de
angustia. La costumbre le trajo a las puertas de la iglesia donde yo celebraba
entonces y donde muchas veces me había servido de acólito, vio que entraba
gentío y entró también por instinto o pensando tal vez que un acto de devoción
atenuaba la gravedad del delito ya inminente... La iglesia estaba iluminada por
cientos de cirios; el altar mayor adornado con flores; revestidas de colgaduras
de damasco encarnado las paredes; era el último día de una solemne novena, y
había manifiesto, gozos, reserva y plática.
-Creo que sí
-contestó, algo cortado; pero no me atribuyan ustedes mérito ninguno, porque
cuando Román entró en la iglesia, el sermón había concluido e iban a reservar.
¡El único predicador que da en mitad del corazón es Cristo! Román fijó la
mirada en el Sagrario, y al reflejo de los cirios, conservando tal vez en la
pupila el color de las nubes o el tono de las cortinas, vio que la Sagrada
Forma no era blanca, sino roja, de un rojo intenso, ¡rojo de sangre! Espantado
se abrió camino entre la multitud, y salió a la calle, y halló el cielo no ya
encarnado a trechos, sino incendiado todo él, como una hoguera; y volviendo a
entrar en el templo, se arrodilló, sollozó, y sólo cuando salió el último fiel
y comprendió que se iba a cerrar tomó lentamente el rumbo de su posada...
¿Creerán ustedes
que iba arrepentido, que iba resuelto a quitarse del peligro y del pecado?...
¡Ojalá! No por cierto. Sería no conocer la psicología de hombres como Román.
Iba a la manera del esquife cuando una ola lo sube y otra lo baja, y, sin
embargo, poco a poco se acerca al abismo. Al ascender por la escalera de la
casa de huéspedes, ya casi había desechado el temor, y las lágrimas de atrición
se habían secado en sus ojos... Entró en el comedor con la fiebre de la culpable
esperanza, con el vértigo de una ilusión que viste de flores cuanto toca...
Allí debía esperarle María. Y allí le esperaba, en efecto; pero con ella, en
íntimo coloquio, se encontraba también un mozo de veinte años, de riguroso luto
igualmente y tan parecido a María, que el más ciego los tuviera por hermanos.
Al entrar Román se levantó el enlutado mozo y le tendió una carta, y como Román
le mirase sorprendido, dijo cortés y tristemente:
-Soy su hijo...
Ésta es mi hermana -explicó con afabilidad el muchacho. Aquí usaba el nombre de
mamá porque ya ve usted..., teniendo que ponerse a servir..., un apellido tan
famoso como el de Andueta... No diga usted nada a nadie, que yo también vengo
con ánimo de trabajar, y me da fatiga. Seremos Mestre hasta que Dios...
«Blanco y Negro», núm. 298, 1897.
Cuentos
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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