La tarde del 24 de diciembre le
sorprendió en despoblado, a caballo y con anuncios de tormenta. Era la hora en
que, en invierno, de repente se apaga la claridad del día, como si fuese de
lámpara y alguien diese vuelta a la llave sin transición; las tinieblas descendieron
borrando los términos del paisaje, acaso apacible a mediodía, pero en aquel
momento tétrico y desolado.
Hallábase en la
hoz de uno de esos ríos que corren profundos, encajona-dos entre dos escarpes;
a la derecha, el camino; a la izquierda, una montaña pedregosa, casi vertical,
escueta y plomiza de tono. Allá abajo no se divisaba más que una cinta
negruzca, donde moría, culebreando, áspid de carmín, un reflejo roto del poni-ente;
arriba, densas masas erguidas, formas extrañas, fantas-magóricas; todo solemne
y aun pudiera decirse que amenazador. No pecaba Mauricio de cobarde y, sin
embargo, le impresionó el aspecto de la montaña; sintió deseos de llegar cuanto
antes al pazo, del cual le separaban aún tres largas leguas, y animó con la voz
y la espuela a su montura, que empinaba las orejas recelosa.
Arreció el
viento y le obligó a atar el sombrero con un pañuelo bajo la barba; el trueno,
lejano aún, retumbó misteriosamente; ráfagas de lluvia azotaron la cara del
jinete, que ahogó un juramento. ¡Aquello era mala sombra! ¡Justamente empezaba
a llover a la mitad del camino! Al punto mismo, el caballo se encabritó y pegó
un bote de costado: entre la maleza había salido un bulto. Echaba ya Mauricio
mano al revólver que llevaba en el bolsillo interior de la zamarra, cuando oyó
estas palabras:
Mauricio comprendió.
El viejo sin ojos se había perdido; ignoraba dónde se encontraba, y para no
despeñarse necesitaba un guía. Sí; convenido; necesitaba un guía... ¿Y quién
iba a ser? ¿Él, Mauricio Acuña, que desde Orense regresaba a su casa en tarde
de Navidad, a cenar, a pasar alegre-mente la velada, jugando al julepe o al
«golfo» con sus hermanos y primos, fumando y riendo? Si sujetaba el paso de su
caballo al lento andar de un ciego; si torcía su rumbo cara a la iglesia de
Cimáis, distante buen rato, ¿a qué santas horas iba a hacer su entrada en la
sala del pazo de Portomellor? Un instante titubeó: pensaba que no podía menos
de sacrificar algunos minutos a colocar al ciego en la dirección de Cimáis y
dejarle, ya orientado, arreglarse como Dios le diese a entender. Sólo que era
internarse en la «carballeda», exponerse a tropezar en los cepos y en los
pedruscos, y, sobre todo, era condescender a los ruegos del mendigo, que no
soltaría a dos por tres a su lazarillo improvisado, y si le complaciese en lo
primero exigiría lo segundo... ¡Estos pobres son tan lagoteros y tan pegajosos!
«Más vale escurrirse», decidió; y sacando del bolsillo un duro, lo dejó en la
mano temblona que el viejo extendía, más para implorar que para mendigar; picó
al caballo y escapó como un criminal que huye de la Justicia.
Velada por
sombríos nubarrones, la luna se entreparecía lívida, semejante a la faz de un
cadáver amortajado con hábito monacal. La carretera se desarrollaba suspendida
sobre el río que, a pavorosa profundidad, dormitaba mudo y siniestro. El viento
combatía, haciéndolos crujir, los troncos robustos de los árboles; un relámpago
alumbró la superficie del agua; un trueno resonó ya bastante cercano; y
Mauricio se estremeció. Le pareció escuchar ruidos extraños además de los de la
tormenta. ¿Se habrá caído el viejo al agua? Detrás, sobre la peñascosa senda,
creía escuchar el paso de un hombre que tentaba el suelo con un palo, como
hacen los ciegos. Absurdo evidente, pues con la galopada que Maceo había
pegado ya quedaría el mendigo atrás un cuarto de legua. Lo cierto es que
Mauricio juraría que le seguía «alguien»; alguien que respiraba trabajosamente,
que tropezaba, que gemía, que imploraba compasión. Invencible desasosiego le
impulsó a apurar nuevamente a su montura para alcanzar pronto el cruce en que
la carretera se desvía del río, cuya vista le sugería el temor de una
desgracia. ¿Se habrá caído?... Lo que a Mauricio le acongojaba era la idea de
haber abandonado a un ciego en tal noche. «Pero ¿cómo fue capaz...? ¡Si parece
mentira! Me lo contarían después y no lo creería... Hoy no debía dejar solo a
un infeliz», cavilaba, hincando la espuela en los ijares de Maceo. «Y lo
más sucio, lo más vil de mi acción fue darle dinero. ¡Dinero! Si a estas horas
flota en el Sil su cuerpo..., el dinero ¿de qué le sirve? Creemos que el dinero
lo arregla todo... ¡Miserable yo! Estoy por volverme. ¿No viene nadie
detrás?...»
Maceo volaba; un sudor de angustia
humedecía las sienes del jinete. El zumbido de sus oídos y el remolino del
viento, profundo como una tromba, no le impedían oír, cada vez más próximas,
las pisadas del que le seguía, ya sin género de duda, y percibir la misma
respiración entrecortada, el mismo doliente gemido; y el caso es que no se
atrevía a volverse, porque, si se volviese, quizá vería la figura del ciego
mendigo, alto, descalzo de pie y pierna, con el zurrón al hombro, el cayado en
la mano y reluciente en la oscuridad la plata de sus blancas greñas...
«¿Estaré loco?
-pensó. ¡Ea!, ánimo... Debo volverme...» Y no se volvía; su garganta apretada,
su corazón palpitante, le hacían traición; sufría un miedo espantoso,
sobrenatural. Apretó las espuelas, y el caballo, excitado, aceleró el tendido
galope, sacando chispas de los guijarros del camino. La tempestad estaba ya
encima: el relámpago brilló; un trueno formidable rimbombó sobre la misma
cabeza del señorito, aturdiéndole. Alborotóse Maceo; giró brusca-mente
sobre sus patas traseras y se arrojó hacia el talud que dominaba el Sil. Vio
Mauricio el tremendo peligro cuando otro relámpago le mostró el abismo y la
superficie del agua; cerró los ojos, aceptando el juicio de la Providencia.. ., y el
caballo, en su vértigo mortal, arrastró al jinete al fondo del despeñadero,
tronchando en su caída los pinos y empujando las piedras del escarpe, cuyo
ruido fragoroso, al rodar peñas abajo, remedaba aún los desatentados pasos del
ciego que tropezaba y gemía.
Cuentos
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario