Mientras corrió su primera
juventud, Antón Carranza se creyó nacido y predestinado para el arte. El arte
le atraía como el acero al imán, y le fascinaba como el espejuelo a la alondra.
Donde sus ojos encontraban una línea elegante, una forma bella, un tono de
color intenso y original, allí se quedaban cautivos en éxtasis de admiración,
mientras luchaba en su alma noble pena de no haber sido el creador de aquella
hermosura, y una ilusión arrogante de llegar a producirla mayor, más original y
poderosa por medio del estudio y el trabajo.
Años y
desengaños necesitó para adquirir el triste convencimiento de que carecía de
inspiración, de genio artístico. Sus tentativas fueron reiteradas, insistentes,
infructuosas. Crispáronse en vano sus dedos alrededor del pincel, de la gubia,
del palillo, del buril, del barro húmedo. Si no podía ser pintor ni escultor, a
lo menos quería descollar como adornista, como grabador, como tallista; por
último, desesperanzado ya, intentó resucitar los primores de orfebrería de
Benvenuto Cellini; y si bien por cuenta propia no hizo nada digno de eterno
olor, con la joyería, su vocación artística desalentada se convirtió en
provechosa especulación industrial; se asoció a un joyero de fama, montó el taller
a gran altura y se dedicó a negociar, escondiendo la incurable herida de su
ardiente aspiración y sus mil fracasos.
El joyero que
recibió de socio a Antón Carranza tenía una hija, cuyo enlace con el artista
fue la base de la nueva razón social. Luisa ,
la esposa de Carranza, no era bonita, ni aun agraciada: la desfiguraba su tez
amarillenta, sus facciones angulosas y una cojera muy visible. Carranza, con
todo, aceptó el trato sin repugnancia alguna; su futura le inspiraba, a falta
de sentimientos más vehementes, simpatía y cariño. Como suele suceder a los
hombres excesivamente poseídos de la fiebre artística, desconocía Carranza
otras pasiones; la mujer era para él una necesidad momentánea, y el matrimonio
una prudente garantía de paz y de afecto. Casóse, pues, satisfecho y tranquilo,
y se condujo como marido bueno y leal.
Rico y en
situación de satisfacer sus caprichos, Carranza rebuscó y adquirió
preciosidades; ya que no acertaba a modelar estatuas, las hizo desenterrar en
Nápoles y Grecia, y pudo colocar en su despacho-taller un lindo Fauno,
una curiosa Belona policromada, encanto de los arqueólogos, y varios
fragmentos de mérito e interés.
Conocida su
afición, presentáronle los vendedores medallas de revelado cuño y piedras
grabadas, y entre varios ejemplares que no rebasaban del límite de lo usual y
corriente, la lúcida ojeada del artista malogrado descubrió un camafeo griego,
que, desde luego, reconoció y diputó por pieza única tal vez en el mundo. Ni el
famoso, contemporáneo de Alejandro, que representa a Psiquis y el Amor; ni la Venus marina, de Glicón; ni
la celebre sardónica de la galería Farnesio, podían eclipsar a aquel sencillo
camafeo, que sólo ostentaba una cabeza de mujer o, mejor dicho, de diosa. La
ignorancia relativa del traficante cedió la divinidad por un precio irrisorio,
atendida la importancia del camafeo, y Antón Carranza, dueño del inestimable
tesoro, lo guardó con transporte en una caja de malaquita y pedrería, de donde
lo sacaba mañana, tarde y noche para contemplarlo a su sabor.
¡Qué sobriedad y
pureza de líneas, qué misteriosa vida respiraba aquella cabeza! Cuatro rasgos;
unos planos que apenas se indican; unas superpuestas capas de ágata que se
matizan insensible-mente..., y una obra maestra, digna de conservar un nombre
al través de los siglos; una obra que fija y encarna la idea de una beldad
sublime. ¿Por qué no había acertado jamás él, Antón Carranza, a concebir nada
que se asemejase a aquel camafeo prodigioso? Una obra así bastaría para hacerle
feliz toda la vida, colmando su anhelo y realizando su destino...; ¡y nunca,
nunca de sus dedos torpes y su estéril fantasía había de brotar algo que se
pareciese al camafeo!
Su entusiasmo
por la piedra adquirió carácter extraño y enfermizo. Con fijeza más propia de
la perturbación mental que de la cordura, pasábase Carranza horas enteras
mirando el portento y tratando de explicarse qué secreta fuerza, qué rayo
luminoso llevaba en sí el desconocido que hacía tantos siglos produjo aquel
milagro. Quizá ni él mismo sospechó el valor de la huella genial que imprimió
en la dura ágata su diestra paciente y firme. Quizá alguna joven de Mitilene o
de Samos lució en el anular o colgó a su garganta el camafeo sin conocer que
poseía una riqueza ideal. Ni los que lo habían desenterrado y vendido ahora, en
el siglo presente, comprendieron lo que tenían entre manos. El primer verdadero
poseedor de la joya era Antón Carranza... Y en arrebato nervioso de desordenada
pasión, Carranza pegaba los labios al camafeo, lo estrechaba contra su pecho,
queriendo incrustarlo en él, adherirlo a su carne...
Notó por fin Luisa y notaron todos los de la casa, dependientes y
amigos, clientes y responsables, alarmantes síntomas en Antonio; y los que le
veían de cerca se asustaron de su afición a la soledad, su hábito ya adquirido
de encerrarse a deshora, su silencio en la mesa, y le tuvieron por maniático,
opinando que los intereses comerciales de la sociedad peligraban en su poder.
Era para Luisa doblemente triste que
se hubiese anublado la razón de su esposo, ahora que, cumplidos sus más dulces
deseos, se sentía encinta y soñaba en el momento inefable de estrechar a la
criatura que esperaba. Con-sultado al médico acerca del estado de Carranza, y
habiéndole observado despacio, con persistencia y disimulo, su fallo fue
terrible: tratábase de un caso de monomanía tenaz, acompañada de graves
desórdenes en las funciones del hígado y del corazón; y para salvar la razón y
acaso la vida del enfermo era preciso encerrarle sin tardanza en una casa de
salud, sujetándole a un método riguroso.
No hubo más
remedio que acceder, y Carranza, una mañanita, fue conducido al triste asilo,
donde, separado de los que le amaban, iba a verse abandonado del mundo... Con
peregrina indiferencia se dejó llevar el maniático; tenía consigo el camafeo, y
nada más necesitaba para ser dichoso en la región de sus delirios. Luisa iba a verle con frecuencia, pero se
interrumpieron sus visitas cuando llegó el esperado trance; el nacimiento de
una niña puso su existencia en peligro, dejándola semiparalítica y sujeta a
ataques dolorosos, y transcurrió largo tiempo sin que pudiese ver al pobre
recluso. Decía el médico que Carranza mejoraba y pronto saldría de su encierro;
pero corrían meses y años y no llegaba el momento feliz.
Un día, Luisa , sintiéndose algo aliviada, se metió en un
coche con su hija, se apeó a la puerta del asilo. Al penetrar en la habitación
que ocupaba su esposo, al mirarle, exhaló un grito de terror y pena: pálido,
demacrado, con la mirada fija, Carranza contemplaba un objeto, y de esta
contemplación nada podía distraerle, era el camafeo..., y siempre el camafeo. Luisa comprendió con espanto que el enfermo no la
reconocía, y herida en el alma, guiada por su instinto de madre, presentó,
elevó a la niña en alto. Carranza dejó caer sobre ella una mirada
indiferente... De súbito, sus ojos se animaron, brillaron, recobraron la luz de
la inteligencia y del amor; sus brazos se abrieron, sus dedos soltaron el
camafeo mágico y fatal; sus lágrimas brotaron, y, como el que se despierta,
corrió hacia su mujer y su hija... ¡Acababa de advertir que la faz de la niña
era la misma faz de la diosa grabada en la piedra dura..., y comprendía que,
sin saberlo, había prestado ser y realidad, carne y hueso, a la belleza
soberana!
Cuentos
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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