Era la noche más espantosa de todo
el invierno. Silbaba el viento huracanado, tronchando el seco ramaje;
desatábase la lluvia, y el granizo bombardeaba los vidrios. Así es que el
comadrón, hundiéndose con delicia en la mullida cama, dijo confidencialmente a
su esposa:
Desmintiendo los
augurios del facultativo, hacia las cinco el viento amainó, se interrumpió el
eterno «flac» de la lluvia, y un aura serena y dulce pareció entrar al través
de los vidrios, con las primeras azuladas claridades del amanecer. Al mismo
tiempo retumbaron en la puerta apresurados aldabonazos, los perros ladraron con
frenesí, y el comadrón, refunfuñando se incorporó en el lecho aquel, tan
caliente y tan fofo. ¡Vamos, milagro que un día le permitiesen vivir tranquilo!
Y de seguro el lance ocurriría en el campo, lejos; habría que pisar barro y
marcar niebla... A ver, medidas de abrigo, botas fuertes... ¡Condenada especie
humana, y qué manía de no acabarse, qué tenacidad en reproducirse!
La criada, que
subía anhelosa, dio las señas del cliente; un caballero respetable, muy
embozado en capa oscura, chorreando agua y dando prisa. ¡Sin duda el padre de
la parturienta! La mujer del comadrón, alma compasiva murmuró frases de
lástima, y apuró a su marido. Este despachó el café, frío como hielo, se
arrolló el tapabocas, se enfundó en el imper-meable, agarró la caja de los
instrumentos y bajó gruñendo y tiritando. El cliente esperaba ya, montado en
blanca yegua. Cabalgó el comadrón su jacucho y emprendieron la caminata.
Apenas el sol
alumbró claramente, el comadrón miró al desconocido y quedó subyugado por su
aspecto de majestad. Una frente ancha, unos ojos ardientes e imperiosos, una
barba gris que ondeaba sobre el pecho, un aire indefinible de dignidad y
tristeza, hacían imponente a aquel hombre. Con humildad involuntaria se decidió
el comadrón a preguntar lo de costumbre: si la casa donde iban estaba próxima y
si era primeriza la paciente. En pocas y bien medidas palabras respondió el
desconocido que el castillo distaba mucho; que la mujer era primeriza, y el
trance tan duro y difícil, que no creía posible salir de él. «Sólo nos importa
la criatura», añadió con energía, como el que da una orden para que se obedezca
sin réplica. Pero el comadrón, persona compasiva y piadosa, formó el propósito
de salvar a la madre, y picó al rocín, deseoso de llegar más pronto.
Anduvieron y
anduvieron, patrullando las monturas en el barro pegajoso, cruzando bosques sin
hoja, vadeando un río, salvando una montañita y no parando hasta un valle,
donde los grisáceos torreones del castillo se destacaban con vigoroso y escueto
dibujo. El comadrón, poseído de respeto inexplicable se apeó en el ancho patio
de honor, y, guiado, por el desconocido, entró por una puertecilla lateral,
directamente, a una cámara baja de la torre de Levante, donde, sobre una cama
antigua, rica, yacía una bellísima mujer, descolorida e inmóvil. Al acercarse,
observó el facultativo que aquella desdichada estaba muerta; y, sin conocerla
se entristeció. ¡Es que era tan hermosa! Las hebras del pelo, tendido y
ondeante, parecían marco dorado alrededor de una efigie de marfil; los labios color
de violeta, flores marchitas; y los ojos entreabiertos y azules, dos piedras
preciosas engastadas en el cerco de oro de las pestañas densas. La voz del
desconocido resonó, firme y categórica:
-¡Cuidado!
Conviene que sepas lo que haces. Ese seno que vas a abrir encierra no un ser
humano, no una criatura, sino «una verdad». Fíjate bien. Te lo advierto. ¿Sabes
lo que es «una verdad»? Una fiera suelta que puede acabar con nosotros, y acaso
con el mundo. ¿Te atreves, ¡oh comadrón heroico!, a sacar a luz «una verdad»?
-El comadrón
vaciló; el frío del instrumento que empuñaba se comunicaba a sus venas y a sus
huesos. Castañeteaban sus dientes; temblaba de cobardía y de egoísmo. «¡Una
verdad!» Ni hay tea que así incendie, ni rayo que así parta, ni torrente que
así devaste, ni peste tan contagiosa. ¿Y quién le había de agradecer que
cooperase al feliz nacimiento de una verdad? ¿Qué mayor delito para su mujer,
sus amigos, su pueblo, su nación tal vez? ¿Qué crimen se paga tan caro? Quería
arrojar el bisturí... Por último, la conciencia profesional triunfó. ¡El deber,
el deber! No se podía dejar morir al engendro. Y después de una faena
angustiosa, realizada con seguro pulso y mano certera, presentó al desconocido
una criatura extraña y repugnante, una especie de escuerzo, de trazas
ridículas, negruzco, flaco, informe.
-Porque es
«verdad» te parece fea al nacer -declaró el desconocido, que miraba con
transporte a la criatura-. Cuando las verdades nacen, horrorizan a los que las
contemplan. Hasta que las abrigamos en nuestro pecho; hasta que les damos el
calor de nuestra vida y el jugo de nuestra sangre; hasta que afirmamos su
belleza como si existiese; hasta que nos cuestan mucho, no son hermosas. Esta,
ya lo ves, ha acabado con su madre... ¡No se lleva impunemente en las entrañas
una verdad! Y ahora la verdad queda huérfana; queda abandonada. Yo no he de
ampararla. Obligaciones estrechas me llaman a otra parte. Soy el que anuncia,
no el que protege y salva. ¿Quieres tú encargarte de la recién nacida? ¿Tienes
valor? ¿Eres digno de proteger a la verdad?
Cuando así le
interpelan, no hay hombre que no guste de fanfarronear un poco. En el alma se
despierta la viril arrogancia, y responde al llamamiento como el corcel de
batalla al toque penetrante del clarín. Hace la vanidad oficio de resolución, y
por un instante es sincero el deseo de la gloriosa batalla y el ansia del
sacrificio. El comadrón tendió los brazos, recibió en ellos al raquítico ser, y
declaró gallardamente:
El desconocido
le echó una ojeada especial, seria, escrutadora, hondísima; ojeada de abismo
abierto. ¿Reconvención o alabanza? ¿Duda o fe? Nunca se supo. Lo cierto es que
el comadrón envolvió en paños blancos a la recién nacida; que comió pan y bebió
vino, para reconfortarse; que ensilló otra vez su rocín, y con la criatura en
brazos y tapada y agasajada, emprendió la vuelta.
Declinaba la
tarde; los rayos oblicuos del sol eran como miradas de severos ojos, nublados
por el desengaño y enrojecidos por la indignación secreta. Las aves callaban,
las pocas aves que se ven en los últimos meses del invierno; pero no tardaría
el mochuelo en exhalar su queja ronca, porque ya se acercaba la mala consejera:
la noche.
Y el comadrón,
sin dejar de apurar a su montura, pensaba en la llegada. ¡Presentarse así,
llevando en brazos un crío! ¡Si al menos fuese un angelito, una monada, una
manteca con hoyuelos, una peloncita rubia y sedosa, dispuesta a encresparse en
sortijillas! ¡Pero aquel monstruo! Desvió los paños, contempló a la criatura...
Ya no estaba amoratada. Respiraba bien. Parecía más fuerte y más grande. Entre
sus labios lucían, ¡qué asombro!, cuatro blancos dientes. ¡Qué robusta nacía la
maldita! Y cual si quisiese demostrar el brio y el ansia vital con que salía al
mundo, la recién nacida - buscó el dedo del comadrón y lo mordió. Después
rompió a llorar, con llanto vehemente, ávido, que aturdía.
El comadrón
sintió impaciencia y enojo. ¿De qué manera acallaría el grito de la verdad, ese
grito tan molesto, capaz de atraer a los malhechores? Tapar la boca... Primero
apoyó la palma de la mano; después furioso, porque seguía el escándalo,
envolvió la cabeza de la criatura en la vuelta del impermeable; y, por último,
apretó, apretó, hasta que lentamente se apagaron los quejidos... Cayó la noche;
llegó el momento de vadear el río; y como la criatura, silenciosa ya, estorbaba
en brazos, el comadrón desenvolvió el abrigo, cogió el cuerpo, lo balanceó y lo
arrojó a la corriente.
«El Imparcial», 2 de abril 1900.
Cuento
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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